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Los grandes olvidados: Isidoro de Sevilla

Los grandes olvidados Javier Hernández

DÉCIMA PARTE LADRONES DE TALENTO.

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Desde hace varios siglos otros países no solo han denigrado los logros españoles, e incluso los han desprestigiado, sino que además nos han querido arrebatar a los españoles el mérito de nuestros éxitos, en la presente entrega de “Ladrones de talento”, dentro de la macro-serie “Los grandes olvidados”, continuo analizando otros logros culturales españoles.

Isidoro de Sevilla.

Isidoro de Sevilla (556-636), venerado por la Iglesia Católica como santo, fue un eclesiástico católico de la época visigótica. Aunque es conocido por ser arzobispo de Sevilla durante treinta y siete años (de ahí su apelativo), en realidad nació, probablemente, en Cartagena.

Fue un extraordinario erudito, el más grande de su época, pues era experto en diversos campos del saber: ciencia, arte y humanidades, fue un “Hombre del Renacimiento” casi mil años adelantado a esta época de esplendor, siendo su interés académico extensísimo, casi como si de un Leonardo Da Vinci se tratara, pero novecientos años anterior en el tiempo, incluyendo entre sus conocimientos la historia, la filosofía… e, incluso, fue uno de los primeros musicólogos del mundo, siendo además, un excelente y claro escritor (lógicamente, en latín, que era la lengua culta en aquella época).

No solamente hablaba y escribía latín desde su juventud, sino que desde muy temprana edad fue un excelente conocedor, y traductor, de griego y hebreo, lo cual cimentó su esmerada educación y sus amplísimos conocimientos, entre los que se incluían temas tan dispares como la Medicina y el Derecho. Gracias a todos sus conocimientos, fue el primero de los grandes compiladores medievales, escribiendo sobre todos los temas habidos y por haber, e incluyéndolos entre su numerosa obra, la más avanzada de su época, siendo las más notables las siguientes:

“Las Etimologías”, que toma su nombre del método de enseñanza que él utilizaba,

indicando la etimología de cada palabra y, a partir de ahí, comenzaba a explicar todo lo referente al tema en cuestión. Bajo ese nombre se engloban los veinte volúmenes de los que se compone la obra, en realidad, una extensa y culta enciclopedia, que agrupaba todo el saber de la época, tanto científico como histórico y didáctico. En la colección se trataba, entre otros muchos temas: gramática, lógica, retórica, dialéctica, matemáticas, geometría, astronomía, medicina, derecho, geografía…, siendo una obra adelantada a su tiempo, tanto es así que, durante el Renacimiento, se publicaron al menos diez ediciones distintas, impresas entre los años 1470 y 1530, la primera más de ochocientos años después de su muerte.

A modo de ejemplo, diré que en el libro VIII de “Las Etimologías”, en su capítulo sexto, titulado: “Sobre los filósofos de los gentiles”, introduce el estudio de diversas doctrinas filosóficas griegas, como son el sofismo, el platonismo, el estoicismo, el peripatetismo, el epicureismo, el gimnosogismo…, por citar algunas de ellas, indicando que todo ello debería ser estudiado por todos los teólogos que quisieran acercarse a Dios con la mente y la reflexión, pues estas doctrinas les debían enseñar a pensar sin estar influidos por el corazón, llegando a Dios de forma desapasionada y, por ello, comprendiendo mejor su naturaleza y sus obras.

“Historia de los reyes godos, vándalos y suevos”, en la que Isidoro indica la historia de la Península Ibérica entre los años 265 y 624. Es una laboriosa obra que compila diversas historias de variada fuente, de tal forma que algunas de las narraciones son contradictorias entre sí, pero no por ello deja de ser una fuente de sabiduría, pues nos indica como vivían estos pueblos que formaron parte de la historia de España. Además, Isidoro fue precursor en alabar las virtudes de nuestro país, siendo el primero en defender la unidad de España, y, como adelantado a su tiempo, fue el primero en usar la expresión “Mater Spania”, esto es, “Madre España”, la “Madre Patria” que aún nombran muchos autores y pobladores latinoamericanos.

“Hispana”, que consistió en una colección de epístolas, o cartas episcopales, y cánones, esto es, su correspondencia y las actas de todos los concilios que pudo reunir, entre ellos, concilios griegos, galicanos, africanos y españoles. Esta obra es de vital importancia para conocer todos los entresijos de una Iglesia que luchaba por permanecer unida ante los distintos cismas que la atacaban (recordemos el arrianismo visigótico de aquellos años).

En “De la fe católica contra los judíos”, podemos observar el proceso de las luchas internas entre los judíos españoles, los cuales querían sobrevivir como pueblo y cultura ante una sociedad intolerante que no los admitía como “distintos”, sobre

todo entre los siglos VI y VII, en los que hubo una gran e injusta persecución, intentado que los judíos abjurasen de su religión y se convirtieran en católicos, aunque fuera por la fuerza.

“Las Sentencias”, es un libro prácticamente ideado para ser usado en la formación del clero, pero fue tan importante que fue reeditado en innumerables ocasiones en toda Europa (mediante manuscrito, lógicamente, ya que no existía la imprenta), gracias a estar escrito en latín, la lengua culta común.

Además de todas las obras de su autoría, Isidoro es considerado como la primera y principal fuente de penetración en Europa de los trabajos de Aristóteles y otros griegos, gracias a las excelentes traducciones que hizo del griego al latín. Hay que añadir también que todas las obras históricas medievales se basaron en la obra de Isidoro de Sevilla, tanto imitando su estilo, organización y clasificación de las obras, como por extraer de su obra los datos históricos relevantes. Otra cosa que hay que destacar es que, aunque antes de Isidoro se conocía el uso de los puntos entre palabras para facilitar la lectura, algo que introdujeron los etruscos, él fue el primero en pensar que la puntuación gramatical (es decir, puntos, comas, punto y como, dos puntos, comillas, etcétera) podía usarse sintácticamente, esto es, podía utilizarse para delimitar unidades gramaticales, lo cual nos ayuda a estructurar el texto, ordenando las ideas y delimitando las oraciones que se suceden como una secuencia específica.

Aunque los ladrones de talento se aliaron nuevamente, y destacan que el primer traductor de la obra aristotélica “Política” fue el belga Guillermo de Moerbeke (12151286), al traducirla al latín en el año 1260, que, como no se había trasladado al árabe, no pudo ser traducida antes, algo que, por cierto, fueron los españoles los precursores, al traducir del árabe multitud de obras científicas, sobre todo sobre matemáticas y astronomía, incluso se atrevieron a traducir el Corán y otros textos islámicos, sobre todo literarios, en un afán de conocimiento y de entender la cultura que les llegaba desde el sur. Si bien es importante la labor de Moerbeke, creo que lo es más

la obra de Isidoro, pues toda su ingente labor traductora es mucho mayor que la de una sola obra traducida por un señor, por mucho que lo destaquen aquellos que quieren ningunear los logros españoles, Con esto no quiero disminuir la labor de Moerbeke, pues fue un prolífico autor medieval que tradujo innumerables textos griegos, tanto filosófico como médicos y científicos, pero creo que hay que ser justos con la increíble labor de Isidoro de Sevilla, que enseñó a su discípulos filosofía aristotélica siglos antes.

Otra cosa que los ladrones de talento destacan es la obra del teólogo y filósofo italiano Santo Tomás de Aquino (12251274) y sus colaboradores, que tradujeron la obra de Aristóteles a partir de su original griego, siete siglos después de haberlo hecho Isidoro de Sevilla, algo que se destaca históricamente, mientras se olvida la labor del español Isidoro. Hay que recordar que ya a finales del siglo X innumerables estudiosos europeos acudieron a España para aprender aquello que no podían encontrar en el resto de Europa o mejorar sus conocimientos, incluso el que llegaría a ser Papa Silvestre II (945-1003) acudió a la zona aragonesa a aprender, lo que se denominaba en aquel entonces como Marca Hispánica.

Además, por desgracia, se destaca más la labor de los traductores italianos a partir del siglo XII olvidándose de la labor de la Escuela de Traductores de Toledo, que comenzó su actividad pocos años antes que los italianos, y siglos antes Isidoro de Sevilla, destacando en su lugar la labor traductora del médico Constantino el Africano (1020-1087), un cristiano de Cartago que estudió medicina en Egipto y se trasladó a Monte Casino, en Italia, para continuar su labor erudita, traduciendo una enciclopedia médica árabe.

Y ya, el colmo, si buscas en Internet: “¿Quién fue el primero en traducir las obras de Aristóteles?”, aparece el nombre del prusiano Immanuel Bekker (17851871), que publicó sus traducciones entre los años 1831 y 1836, olvidando premeditadamente aquellos que lo hicieron antes, comenzando por Isidoro de Sevilla.

Como podéis observar, la desfachatez de algunos historiadores es tremenda, olvidando interesadamente datos reales, documentados y comprobables para favorecer a algunos personajes de otras nacionalidades que no son la española, aunque hay que reconocer también el mérito de dichos personajes, pero no a costa de ningunear la labor de los grandes olvidados españoles.

Hay quien afirma que no se puede defender la autoría española de lo que hizo San Isidoro de Sevilla, pues España, tal y como la conocemos, no existía en ese momento, aunque si existía, lógicamente, su geografía, pero entonces los italianos no pueden apropiarse de los logros de los romanos, pues Italia no existía en aquellos tiempos tal y como se conceptúa ahora (mira que me fastidian los dobles raseros).

Y volviendo a (y terminando con) Isidoro de Sevilla…, gracias a todo el bien que hizo a la Iglesia y a la cultura, fue canonizado en 1598 por el Papa Clemente VIII, y, posteriormente, en 1722, el Papa Inocencio XIII lo declaró Doctor de la Iglesia, un título que se reserva a ciertos santos en razón a su excelente erudición y como reconocimiento de su excelsa maestría, aunque ya en el año 688 (medio siglo después de su muerte), en el XV Concilio de Toledo, se le otorgó oficialmente el título de “Doctor Egregius”, esto es, el doctor más ilustre y eminente de todos los que había

habido hasta entonces; aunque ya antes, en el VIII Concilio de Toledo, en el año 653 se dijo de él que era “doctor egregio de nuestro siglo, nuevo honor de la Iglesia católica, posterior a los demás doctores en edad, pero no en doctrina, el hombre más docto que ha aparecido en los últimos tiempos, cuyo nombre se ha de pronunciar con reverencia”.