esta clase de versos puede hacer tantos el Duende en una semana que unidos unos a otros podrían atravesar el Atlántico, porque le chorrean por la pluma, en términos de no saber por dónde atajarlos (tosecilla general). Tampoco es que el Duende quiera introducir modas románticas, porque ni el Duende sabe introducir nada, ni las modas son proyectos de leyes, ni jeringas para introducírselas a los representantes o al lector. ¿Quiere usted saber en definitiva lo qué es, lector mío? Es…es que la prosa es más económica de papel, por cuanto no quedan anchas márgenes y al mismo tiempo más rica, más abundosa de palabras: es que los versos son malos colores para pintar y deben hallarse pocas veces en la paleta del escritor de costumbres. ¿Está usted satisfecho?, pues continuemos con nuestro baile: siga usted conmigo y se divertirá un poco; pero advierta que no vamos a entrar en un baile de aquellos en que se distingue la sociedad escogida de la capital, sino en un baile de aquellos que un administrador de aduanal llamaría entrefinos: es decir, ni baile de buen tono, ni baile capuchinesco2 de aquellos en que la última contradanza se baila como el miserere, en tinieblas y cantando la polizona.
Se acordará usted que yo me había quedado en la puerta de la casa de Pepa, que es en Mortiños Street, aguardando a que me abriesen. Abrióme al final una criada hedionda y entré por un zaguán angosto y oscuro, cuya dirección no podía seguir sino abriendo los brazos, como quien reza la estación. Subí por una escalera hedionda también y alumbrada por un farol que cuando nuevo sería de vidrio, pero que hoy es de sebo. Esta escalera desembocaba en un corredor oscuro en donde se hallaban varios hombres, unos con capas, otros con capotes, otros en cuerpo, casi todos fumando tabaco y conversando a sotto voce, pero todos de buen humor No he visto cosa que haga más amables a las gentes que la expectativa de un baile: el hombre más adusto se hace un caramelo en el corredor de una casa donde hay baile, el más estirado y finchado se vuelve una gelatina al primer registro de los clarinetes, personas que no conoce usted a quienes no han saludado jamás, vienen a darle la mano y se la estrechan tan cordialmente que le hacen brincar a usted como caucho. Cuando usted vaya a baile tenga cuidado de quitarse los anillos que lleve (si es que usted es un hombre de cargar anillos), pues de otro modo corre gran riesgo de que le hagan en los dedos una herida. Un grupo de cachacos estaba en la puerta de la sala atisbando lo que había dentro, pero sin atreverse a entrar. Yo, para no hacerme singular, me quedé también en el corredor después de haber sido introducido a la alcoba por la puerta falsa que allí dejase mi capa y demás adminículos; y que me acerqué a la puerta de la sala en donde más parecía que se estaba velando un muerto, que disponiéndose a bailar. Había una docena de señoras, parte de ellas en servicio activo, parte en disponibilidad y otra docena retiradas con pensión. El comandante de este depósito de
2. Hace referencia al sector de La Capuchina en Bogotá.
retiradas parecía ser una vieja majísima que miraba con ávidos ojos a los hombres que había en la puerta y que estaba empeñada en dar de alta en su depósito a varias jóvenes de las que todavía pueden hacer el ejercicio.
Como yo había ido con intención de divertirme de cuantos modos acostumbro yo a divertirme en un baile, me puse a examinar escrupulosamente cuanto a mi vista se me presentaba y cuanto a mis oídos llegaba. La sala era espaciosa y la estera, aunque vieja y remendada, la habían barrido aquel día. Los muebles no representaban ninguna época o, por mejor decir, las representaban todas, desde el siglo XVII hasta el año de 1846. Había cinco canales o sofás, de los cuales solo dos eran iguales, fabricados por el maestro Garai en 1832, los demás eran de distintas figuras, tamaños, colores y maderas. Lo que provenía de que para aquella función había sido necesario traer a la sala los muebles del cuarto de costura, los del estudio de don Antonio y los taburetes de guadamecí del comedor. Por esta misma razón, se veían reunidos en la mejor paz y armonía cuatro silletas de paja desvencijadas, cinco forradas en damasco azul de lana y barnizadas de negro y seis de guadamecí. El ropero de pino, que ordinariamente estaba en la sala como mueble de lujo, haciendo juego con una cómoda sin tiraderas, había marchado de frente para el cuarto de Pepa y dejado un buen espacio desocupado en la sala para la contradanza. El cajón del niño Dios había quedado sobre una mesa, pero los platos y vasos de cristal que lo rodeaban habían marchado para la despensa destinados por el Poder Ejecutivo a servir la horchata y bizcochos de ordenanza. En lugar de colgadura de papel había un friso pintado con brocha gorda haciendo las guirnaldas y flores que mostraban la risueña imaginación del pintor. De las vigas atravesadas que ocupaba el lugar del cielo raso pendían dos bombas de vidrio desiguales y un guardabrisa, en cada una de las cuales había una vela de sebo. Sobre la cómoda había pomadas, frascos de aguas de olor y copas de champaña, que habían quedado francas aquella noche, porque no habiendo champaña que beber, no podían estar de facción de la despensa. En frente de la puerta de la alcoba, que estaba adornada con unas cortinas zanconas de muselina blanca lisa con fleco de pelotitas, se presentaba como un monumento histórico y venerable la cama matrimonial, no ciertamente tan antigua como sus actuales dueños, pues databa del año de veinticinco, pero sí de una construcción maciza y pesada, con gruesas columnas amarillas, talladas bestialmente: parecía un gran sepulcro del orden toscano. Aquel día la cama estaba limpia y cubierta con una gran colcha de damasco de lana; junto a aquel dichoso tálamo y a la cabecera de él, una imagen tan dolorosamente mal hecha que daba compasión. Por último, y a retaguardia, los baúles, perchas y demás muebles, que sin duda hacían parte de la función, pues se habían quedado allí a la vista de todo el mundo.
Cuando yo asomé las narices por la puerta de la sala no vi en ella sino mujeres
que, por lo inmóviles y silenciosas, me recordaron la colección de estatuas de los Barreras: todas estaban sentadas en la fila como un batallón, todas calladas, todas mirando oblicuamente a sus compañeras de barlovento y sotavento, todas con las manos sobre las rodillas o con los brazos cruzados, a ninguna se le ocurría hablar a su compañera una palabra, decirla que vivía muy lejos, que la noche estaba muy hermosa, que en Bogotá hay pocos bailes, nada. Estaban como peleadas; cualquiera hubiera dicho que era un certamen del colegio de la Merced y que las alumnas aguardaban a los examinadores. Pero a la vista, aquel grupo era muy alegre, demasiado alegre: una tenía traje rosado con adornos verdes, otra traje azul con adornos blancos, otra amarillo, otra verde, otra negro, otra blanco, otra pintado, otra listado, cual vestía seda, cual muselina, cual zaraza, esta llevaba manga corta con guante también corto, aquella manga larga, la de más acá cotilla, la de más allá corpiño de cuello, una peinada sencillamente, otra llevaba un jardín en la cabeza y se había metido las flores y los ramos hasta detrás de las orejas. A ninguna le había ocurrido que la sencillez y el buen gusto constituyen la elegancia, que un traje blanco ligero, sobre ser poco costoso, da a la mujer un aire angelical, un aspecto aéreo y fugaz, que un ligero adorno en la cabeza, puesto con gracia, vale más que todos los ricos aderezos y brillantes pedrerías, que una mórbida garganta desnuda es más encantadora que todas las cruces, esmeraldas y cuentas de oro, que solo usan las placeras y las indias entre nosotros y las negras en otras partes.
En este punto iba yo de mis observaciones cuando un fuerte redoble de tambor me sacó de mi distracción, y por el pronto me trasladó a un campo de batalla. Como yo estaba preocupado con la idea de que aquella hilera femenil era un cuerpo de línea que estaba aguardando la voz de mando de su comandante, la ilusión vino a ser completa y decididamente creí que estaba presenciando una revista de tropas.
Todo en mi país se hace al revés, decía yo, después del baile, los trastos que debían estar en la despensa y comedor están en la sala de recibo; lo mismo los que debieran estar en la iglesia u oratorio. ¡Un santo cristo en bailes, la anomalía más atroz! Los trajes de entrecasa, o el desabillé, se escogen para una reunión nocturna; las capas que deberían usar las señoras en la calle para precaverse del frío, se usan como adorno en una sala de baile y en el teatro; las niñas se quitan los guantes para bailar y se los ponen para comer; finalmente, la música que debiera estar en una plaza de armas a la cabeza de un ejército, tocando piezas marciales, está en una tertulia, en un corredor estrecho, en una casa pequeña, atronando a los danzantes y al barrio entero. Es verdad que esta música estruendosa favorece a los más amantes y es para ellos más suave que el arrullo de la mansa brisa en la floresta, porque al amparo de su ruido tremendo pueden hablar libremente sin ser oídos como pudieran hacerlo al píe de la cascada de Tequendama; pero para el que no está enamorado, para el que llegó ya
a los cuarenta, para el enfermo de la vecindad, para el que vela en la casa contigua, sería más agradable una tempestad, que al fin y al cabo cede a su furor. Aquí llegaba yo de mi artículo cuando recibí aviso del impresor de que sobra material para este número; por consiguiente, tuve que suspenderlo para el siguiente.
(Continuará.)
Conclusión publicada el 13 de Setiembre de 1846
EL DUENDE EN UN BAILE.
(Concluye.)
Al oír el redoble del tambor, que indicaba que se iba a romper el fuego de taconazos y brincos en el primer valse, todos aquellos corazoncitos que se ocultaban bajo las cotillas y corsés comenzaron a saltar con más o menos precipitación y aquellos pechos se hubieran vuelto transparentes en aquel instante, cualquiera hubiera creído estar viendo los martinetes de un piano que suben y bajan con velocidad, pudiendo muy bien compararse a los bajos o graves, que suben rara vez, los corazones de las señoras mayores que allí estaban. Esto no quiere decir que a algunas señoras de edad no les palpite también el cucharon cuando oyen el redoblante…No por ellas…por sus hijas. El pavo que come la hija se le indigesta a la madre, el pecado que comete una muchacha con ser fea o con no tener oreja para el baile, se extiende a la madre y su castigo recae sobre ella. Esta no es injusticia de la sociedad, sino de la naturaleza.
Comenzaron, pues los corazones a bailar capuchinada, valenciana y polka, como los títeres de octava y los cachacos a atravesarse y darse encontrones, a ponerse los guantes, a levantarse el pelo que les cae por las narices, a echar carreritas menuditas. Señorita, ¿tiene usted pareja? Señorita, ¿tendrá usted la bondad de bailar este valse conmigo? Señorita, ¿está usted citada? Señorita, ¿está usted comprometida? Señorita, si usted me hiciera el favor…Señorita, si usted tuviera la bondad… Este es el momento solemne, la crisis, que tal vez decide de la suerte de una joven en todo el resto de la noche, porque es muy raro que la que se queda sentada en la primera pieza no coma pavo hasta el fin, si es que tiene la paciencia para aguardarse a ver el fin. Este es el momento de las sonrisas, de las miradas cambiadas, de los ojos abiertos, de los pescuezos estirados, de los colores idos y venidos, de los sustos, de las congojas, de las tribulaciones, de los temores, de las esperanzas, porque este redoble y este registro por mi bemol producen el mismo efecto que la llamada de cazadores y el toque de atención cuando el enemigo está enfrente y se va a entrar en batalla.
Razón tienen las mujeres cuando dicen que nosotros los hombres no sabemos lo que es ser mujer, ni tenemos idea de lo que ellas sufren y padecen. Razón les sobra cuando dicen que la mujer es más infeliz que el hombre y arman sobre esto disputas, peloteras, escándalos y hacen gavilla contra un pobre que tuvo la imprudencia de aventurar la contraria opinión y le manotean, hasta le citan libros. La razón les arrastra cuando dicen que darían cuanto poseen en este mundo por tener calzones (con trabillas, se entiende), por montar cuando les diese la gana, bailar, salir de noche y entrar a los cafés, al teatro y visitar y quién sabe cuántas cosas más. Sí señor; pero dejémoslas a ellas con su esclavitud y sus faldas y quedémonos nosotros con nuestros calzones y nuestra libertad; cada uno como Dios lo hizo y vamos a sacar pareja que ya se enfría el valse y se cansan los músicos.
Yo que siempre me quedo a los rezagos por moderación o por simpleza, como lo dirían otros, me acerqué a una joven de veintisiete que se había quedado recostada sobre el brazo de un sofá haciendo lámina y la apostrofé en los términos acostumbrados. Aceptó, se puso en pie y comenzó a dar vueltas conmigo de un modo no muy desagradable. Se conoce (dije para mí, que a ella no se lo hubiera dicho) que esta pertenece a la generación que declina y que se ha criado con el valse del país y educado con la capuchinada; si fuera alguna saltona de quince, seguro está que se conformará con bailar despacio, como nosotros los del tiempo de Colombia. El valse duró diez minutos… ¡qué diez minutos, Dios mío! Diez siglos de purgatorio (Confianza en Dios) nos van a valer a todos los que bailamos aquel anárquico valse. Una pareja tumbaba cuanto encontraba por delante, otra tiraba coces como los muletos cuando salen del corral y al infeliz que cogían con el tacón le dejaban un cardenal más grande y más colorado que el cardenal Lambruschini, otra se llevaba de un resbalón media sala y seis muchachos, porque en medio de aquel tumulto había cuatro o cinco parejas de arte menor, que servían como de cuñas en los huecos que dejaban los grandes o como el cascajo en los empedrados y que brincaban como quienes era. Aquí que no peco, decían estas abreviaturas o apoyaturas humanas, estos pedazos de gente que deberían estar durmiendo en vez de estar bailando y brinca que brinca, que no había más que ver. Y aunque las patitas de estos danzantes microscópicos no fuesen tan grandes ni pesadas como las de cualquier animal que baila, no dejaban por eso de hacer todo el daño que podían, lo mismo que los códigos que nos andaban hurgando a todos por las corvas, pues se ponían la mano en la cintura. ¡Que bailen los muchachos entre los viejos!, decía yo ¡Pero qué tiene de extraño, si esos viejos se vuelven muchachos!, ¡si brincan como potros!, ¡¡¡si bailan capuchinada!!!... En los bailes distinguidos, decía yo, en los bailes de buena sociedad está proscrito ese resbalón indecente, de mal gusto y una señorita bien educada no baila ya de esa manera.
En fin, se acabó el valse. Un rumor general se extendió por la sala, proveniente de las galanterías, agradecimientos y contestaciones de las respectivas parejas. ¿Cuál era el hombre más feliz, cuál había pasado el rato más agradable de su vida, cuál esperaba tener el gusto de volver a bailar con la que conducía a su asiento? En seguida los hombres se reunían en coro en el centro de la sala, como los soldados para hacer el rancho en campaña, más animados, más decidores, más espirituales; mientras que las señoritas volvían a reunirse y a apiñarse en los sofás como las ovejas, que buscan siempre a las de su especie. En estos bailes no sucede como en los de buen tono, en que los jóvenes, finos, elegantes y bien educados como son, se acercan a las señoritas, se sientan junto a ellas, conversan de cosas indiferentes, en voz alta o inteligible, las llevan de brazo de un lado a otro, les ofrecen lo que puedan necesitar y ellas los reciben con afabilidad, con semblante risueño, pero sin coquetería responden a sus preguntas, hablan con ellos amistosamente y nadie condena semejante conducta, como que ella es inocente. Pero en estos bailes, no señor; se va por bailar y nada más que por bailar, por conversar en el baile, por el placer brutal de brincar, estropearse la figura y entrar en calor; no se va a buscar los placeres de la sociedad, los goces de la civilización, se va a beber brandy, se va a ostentar una educación poco culta y poco esmerada, y a hacer alarde de una ordinariez inaguantable.
En este primer entreacto tuve ocasión de examinar despacio las varias figuras masculinas que se presentaban en aquella farsa, así como en los entreactos del teatro se pone uno a mirar las fantásticas figuras del telón, después que ya sabe de memoria las de los palcos. La mayor parte de aquellos sacerdotes de Terpsícore eran jóvenes imberbes, que no pasaban de los veinte y viejos que por sus modales y su figura a cualquiera se la metían de que también eran jóvenes, siendo que pasaban de los cuarenta, que muchos de ellos eran casados, y que algunos tenían hijas que estaban bailando. Nuevo motivo para adherirse a la opinión de las mujeres acerca de su infelicidad.
Los vestidos que llevaban eran tan variados y caprichosos como sus dueños. La mayor parte iban de frac negro o azul, pero no faltaban algunos verdes o morados. Tampoco faltaba una u otra levita, uno u otro paleto que también bailaban contradanza. Uno llevaba chaleco blanco, otro lo llevaba negro, otro colorado, otro verde, otro de cien colores: este de seda, aquel de lana, el de acá de Marsella, el de allá de terciopelo; cual recto, cual de solapa, cual a la Luis XV. Otro tanto sucedía en el ramo de corbatas. Los guantes eran un assortiment complet: veíanse blancos, (aunque pocos) amarillos, acanelados, ¡negros!, sí señor, guantes negros en un baile…en donde hay trajes blancos, encajes y cintas delicadas que se manchan. En cuanto a la calidad, veíanse también de moutton, de ante, de hilo de Escocia, de lana, de seda, etcétera. ¡Qué calzado llevaban, no hay que preguntar!, bota fuerte, por supuesto, la mayor parte sin barnizar y con unos tacones que más parecían zuecos.
El segundo acto fue de contradanza. Después del redoble de ordenanza, que es, como si dijéramos, el primer pito, comenzaron a tocar la puñalada y puedo asegurar que me cosieron a puñaladas aquellos malditos clarinetes y aquella infernal trompa que estaba medio punto más alta y aquel flautín que era un término medio entre los clarinetes y la trompa; en cuanto al redoblante lo único que puedo decir es que, aunque yo jamás he padecido tututuco, ni lo permita Dios, aquella noche supe lo que era tal enfermedad, pues parecía que tenía en el estómago una fábrica de tejidos o un molino de agua.
Al rrrrrrrrrrrrr del tambor los soldados que estaban descansando corrieron a formarse y alinearse en la mitad de la sala, pero es el caso que todos querían ser los primeros y estar a la cabeza de la compañía y para conseguirlo atropellaban cuanto encontraban por delante, pisaban, codeaban, y alegaban por su puesto como pudieran hacerlo en el patio de un colegio.
—Yo estaba aquí.
—No señor, que era yo.
—Que Fernando me seguía.
—Yo estaba arriba de Fernando.
—Yo era segunda pareja.
—Yo era tercera.
—No señor, que era yo.
—No hay tal, que a mí me había cedido el puesto García.
A todo esto, en la cabeza se había armado otra disputa entre un joven que en todos los bailes quería poner todas las contradanzas y la echaba de un bailarín consumado, así como de un espadachín temible. Y un casado que tenía pretensiones de soltero, se creía un Adonis y a todo trance quería poner la primera contradanza con Julia y lucirse haciendo mil piruetas con los pies. Estas disputas ocasionaron gritos palabras descompuestas, amenazas y, por último, un desafío para después de la contradanza. ¡Bravo!, dije yo, el código de los bailes de Bogotá es el código más liberal, porque cada uno hace en ellos lo que le da la gana. Por fortuna yo me disponía a ver los toros desde lejos, pues, aunque me había acercado a una niña de traje acanelado para
citarla, creyendo que no tenía pareja, me contestó ella con mucho desenfado: “voy a bailar con mi primo Antoñito”; ¡alá!, exclamé para mis adentros, con que esta baila con sus primos y bailará con sus hermanos, ¡por supuesto!, ¿qué tiene esto de extraño?, ¿no conozco yo maridos que bailan con sus mujeres, hijas que bailan con sus padres? don Atanasio nunca baila sino con su querida mitad, como él dice; don Frutos no baila sino con sus dos chicas. En fin, me resigné a comer pavo, porque ya otras jóvenes a quienes me había dirigido me habían dicho: “Tengo pareja hasta para la sexta contradanza. —¿Y para los valses? —Tengo hasta para el octavo.”
Muy bien. Me senté junto a una mamá a quien todos venían a preguntar por qué no baila usted. ¡Infeliz mujer!, ¿qué había de responder?, ¿por qué no me sacan o por qué soy vieja? Los que hacen semejantes preguntas son bárbaros que no saben lo que hacen, a una mujer jamás se le pregunta por qué no baila, se la saca a bailar.
Me instalé, pues junto a mi mamá (es decir, no era mía) y, tijeretazo por aquí, tijeretazo por allá, nos dimos forma de pasar el rato, departiendo en sabrosa plática y haciendo un corte de mangas a cada prójimo que pasaba por delante de nosotros. ¡Qué lengua tan brava, Virgen Santísima!, yo mismo tenía miedo de aquella mamá, que donde clavaba la sin hueso levantaba ampolla. Al cabo de una hora mortal y un cuarto, concluyó la dichosa contradanza, verdadera contra danza que, contra todas las reglas del buen gusto, se componía de figuras tan arrevesadas y difíciles, que a la segunda vuelta ya todas las señoras estaban despeinadas, los broches reventados, las jaretas flojas, a una se le torcía un brazo, a la otra se le caía una peineta, a otra se le enredaban los rizos con los botones de las casacas, a otra le zafaban el zapato con los tacones. ¿Cuándo se bailarán contradanzas sencillas y elegantes?, decía yo. ¿Cuándo dejarán de obligar a una joven a que pasee su linda cara por debajo del sobaco de un hombre y que este se vea precisado a tocar cosas que no debiera tocar?
Después del segundo intermedio, vino la primera copa y en seguida otras dos, acto continúo otra docena. Todo esto en la bodega, como llaman al comedor los cachacos, o el lugar donde está el brandy. No hay lugar más delicioso en estos casos que el comedor, allí son los brindis, por allí se atraviesan las niñas, andan las criadas propias y ajenas, allí se explayan los ánimos, se excita el numen, se estrechan las amistades, se luce el ingenio.
Acto 3. —Polka por alto, polka por bajo, polka de perfil, polka en escorzo, polka en perspectiva, polka en relieve, polka de bulto, polka romántica, polka clásica, polka de Paquita, polka de Glenard, polka neblina…El lector perdonará o, más bien, agradecerá que no le hable más de polka.
Las once y media serían cuando sentí ruido en el corredor de la casa y un altercado de voces, acérqueme a ver lo que aquello podía ser y me dijeron que era un desafío. Por lo pronto me acordé de la contradanza, pero me dijeron que era uno nuevo, originado de una equivocación. En efecto, un joven de los que ya habían matado la culebra con veinte o treinta lapos, estaba hecho una verdadera culebra contra otro de patilla recortada y el motivo era este: El de las patillas había ido o a sacar para la última contradanza a una joven, esta se había comprometido con él, sin acordarse de que ya tenía pareja, llegó la hora, vino el primero y al tiempo de salir llegó el segundo: ¿qué hacer en este caso?, ¿con quién bailar? Con el primer citador, así se hizo, pero este era primo de la niña y el otro creyó que era cubilete para deshacerse de él, por lo que, para vengar su agravio, resolvió decirla en su cara con la mayor franqueza: “Señorita, usted es una malcriada”. El primo, que lo oyó, saltó a la arena, se trabaron de palabras y se amenazaron. El desairado se sostuvo en lo dicho y se citaron para después de la contradanza. Cuando yo salí al corredor estaban arreglando este negocio o, por mejor decir, no eran ellos: era el brandy el que lo arreglaba.
Inmediatamente tomé mi sombrero y mi capa y sin despedirme de nadie bajé la escalera, porque me apreció bastante a mí mismo para consentir en ser testigo de semejantes escenas. La puerta estaba cerrada y no podía salir… ¡Viva la libertad!, exclamé. Esto se llama buena sociedad, buenas costumbres, amabilidad para festejarlo a uno. Beba usted, emborráchese usted, trasnóchese usted, no haya usted a su gusto sino al nuestro, enférmese usted, muérase usted. Al fin apareció la llave después de mil vueltas, de haberme enseriado yo formalmente y dicho cuatro frescas a mi amigo don Antonio, que así me convidaba para encerrarme como a un criminal y salí renegando de estos bailes que no son bailes ni tertulia. A dónde va tanto joven sin cultura, tanto viejo sin delicadeza, donde las casas se convierten en cárceles y los convidados en cubas, donde hay más niños que gente, donde la señora de la casa se atraviesa cada momento con el niño de pechos que llora, con el más grandecito que ensucia, con las criadas que apestan y, en fin, a donde no va un hombre racional a divertirse sino a padecer y sufrir.
4.3 EL DUENDE AL DUENDE
Publicado 18 de febrero de 1849
Mi homónimo ha tenido la singular idea de protestar fieramente en el número 588 de El día, tan solo porque otro vestiglo de su misma especie, ya más crecidito, alzó el vuelo revestido del mismo caparazón que nos cobija a las alimañas de nuestra especie. Seguramente el vetusto Duende en la numerosa prole que dejó no se acuerda de uno de sus nenes que tanto tiempo arrulló y le ha sucedido lo que al chino del cuento
del finado canónigo Guerra y va de cacho: “Administraba un cura a un muchacho que tenía por nombre Benigno, que vulgarmente era llamado por los indios El niño Dino. Al acercarse el párroco a darle la comunión al muchacho, diciéndole las palabras: domine non sum dignus, el chino se incorporó en la cama y con voz compungida le dijo al cura: “Si mi amo, yo soy Dino, pero es que sumercé no me quere conocer”. Con que así, taita Duende, recuerde a su memoria que yo también soy Dino, aunque no tan vivaracho, ni tan sabido, ni tan abuelón como sumercé.
No eche en olvido tampoco, que, siendo este nombre común a muchos de nuestra especie, no se comete robo, pero ni aun hurto, así como no sería un desaguisado y no lo ha sido, el haber habido solo dos granadinos en esta tierra, dos republicanos, dos liberales, dos demócratas y a este tenor setenta golpes de arte en que el diablo parece tener parte.
En cuanto a lo de falsos y verdaderos Duendes, que los hay, los hay, según las memorias que dejó inéditas el difunto canónigo Duquesne y deben estar en alguna alacena de la casa del capellán de la Peña y ainda mais en el testamento del Llanero quedó un ítem más de que había Duendes y Cocoras.
Por otra parte, estando los tiempos tan caliginosos y tan peliagudos, no es bueno que nos acaloremos con la cuestión de falsos y verdaderos Duendes, pues ya usted sabrá lo que costó en Rusia el cuento de los falsos Demetrios, la fraterna que han dado en otros países los príncipes falsos y verdaderos, finalmente entre nosotros los disturbios causados por la polémica del verdadero y del falso Masut que usted no debe ignorar.
En cuanto a lo de los moquetes, donde las dan las toman, como dice el proverbio y enemigo advertido nunca fue vencido; por lo cual me encontrará usted en cualquier parte con una tizona más larga que su abuelo y la cual me la ha franqueado el trompa para ensartarlo a usted como pollo de fiambre donde me acometa: Si es a garrote, don Manuel me ha prestado su guayacán torneado; si se trata de flagelación, también cargo con el zurriago del perrero de la Catedral y al que encuentre usted en la calle con todos estos corotos, ese es ni más ni menos el caballero de la larga espada, que se tendrá en descomunal batalla con usted y vencido se lo presentara a Pirriquio para que haga anatomía de su carapacho.
Pero no, antes de ponernos los ojos negros o zafarnos algún diente, aunque Mr. Calmel puede hacer estos reparos a poca costa, yo le ofrezco a usted caballerescamente mi amistad y las columnas del periódico, comentando usted mi aparición como lo haría un paladín al saber que otro había tomado sus armas sin su consentimiento;
¿pero para qué?, pues para arremeter con ellas a los enemigos que él tenía y para sostener los mismos dogmas de la andante caballería. Tome, usted, pues las armas conmigo y cierra España.
Si los ventrículos del corazón de usted no se conmueven con estas razones, ya sabe usted la determinación que me anima y si usted invita a singular riepto aceptado a todas armas, menos a zancadilla, porque tengo las piernas sumamente cortitas y corro riesgo de un desafinado en el campo del honor.
Por último, el que el Charivarí se haya convertido en Duende nada tiene de raro porque este es el siglo de las metempsicosis y todavía no sabemos los dos si nos convertiremos en presidentes de la República o en asnos.
EL DUENDE.
5. PERIODISMO
5.1 JEFATURA IMPOLÍTICA
Publicado 17 de octubre de 1847
Supuesto que el señor jefe político de Bogotá se amostazó tanto por el REMITIDO que publicó el Duende en su número 75, sobre candidatura para la jefatura política en el próximo período y se dejó llevar hasta el extremo de acusarlo ante el jurado. El Duende, que desea complacer al actual jefe político y a sus allegados, propone para la jefatura política, como candidato, al señor Fernando Caicedo y ruega al Señor Gobernador lo nombre para que continúe desempeñando dicho destino, aunque no sea del gusto de los cuatro del remitido, no de otros cuatrocientos descontentos. También suplica al doctor Gobernador que, si esto no fuere posible, se sirva nombrar a algún otro sujeto apto entre los muchos que pueden presentarse. Ahí está, por ejemplo, el señor doctor Plaza, el señor Eulogio Malo o alguno otro de los que fueron propuestos en el número cuatrocientos cincuenta de El Día, todos los cuales le parecen a propósito para el objeto.
Siente, sí, el Duende tener que decir a don Fernando que, en caso de ser nombrado, tiene que andar muy derecho, porque de otro modo se expondrá a continuas críticas, censuras y a que el día menos pensado se le antoje a algún pecador residenciarlo y comenzar a hacerle preguntas algo pesadas, tal vez difíciles de responder. Ya conocen aquí a la gente que suele volverse muy chocante a ratos, el Duende sentiría mucho ver que llamasen a juicio a su tío Fernando y que sucediese lo que dijo ser cierto tunante, hablando de la acusación del Duende. ¿Quiere usted saber qué fue lo que dijo? Pues dijo que este era el mundo al revés, que, en lugar de acusar el Duende al jefe político, este acusaba al Duende, cosa propia del siglo en que vivimos, siglo de luces y de progreso.
¿Sabe usted lo que dijo otro tunante? Dijo que el Duende y el S. E. el presidente estaban iguales en esto de acusación y que si, así como Pirriquio dijo en una de sus chispas que cómo era posible que el mismo Congreso que en un acceso de alegría por el triunfo de un partido político había decretado una espada al héroe vencedor, fuese admitir la acusación contra ese mismo héroe. Así también debería pensarse que no era posible, ni lógico, ni consecuente que los mismos jurados que tanto se han saboreado con las ocurrencias del Duende, que tanto lo han aplaudido, fuesen a admitir la acusación intentada, no por Alfonso Acevedo, sino por su tío Fernando, a sea por su primo Ulogio.
Dizque ya han saltado a la arena nuevos escritores públicos que han abordado la cuestión Jefatura política y que han hecho su debut con elegantes injurias, elocuentes
amenazas, chistosas bravatas y desafíos, ¡bueno, esto es lo que le gusta al Duende!, que se perece por ver a la gente caliente. Lo que es intimidarse nequaquam. Él, como ser invisible e impalpable, es invulnerable y no les tiene miedo a todos los seres corporales de este mundo. Él se ríe de todo eso y no se asusta por lo que digan esos que se comen crudos a los niños y a quienes describió con su propio colorido en uno de los primeros números de este periódico. La gente de garrote, lejos de intimidarle lo divierte, porque sabe que tantas costillas tienen los jaques, como los que no ejercen esta profesión y que para un garrote hay un estoque o un bodoque.1
Pero desgraciadamente el Duende es un ser intangible y, aunque quisiera, no podría ponerse frente a frente de ningún matón porque este no lo vería.
Si el autor del artículo del Clamor dirigido al Duende, al dar parte al público de una manera tan extraña de la casa de su habitación, quiere decir que el Duende también lo haga. Este le dirá que es excusado seguir la moda que nos quiere introducir, pues todo el mundo sabe que el Duende vive en el barrio de las Nieves, esquina de la Tercera orden de San Francisco, en donde sus amigos y enemigos lo tienen a su disposición, su habitación ordinaria es debajo de una prensa, su alimento es tinta y engrudo; así es que tiene las entrañas negras, como las del articulista del Clamor.
Si lo que ha querido es facilitarle al Duende el que le haga una visita, este le advierte que no sería la primera, pues ha estado más de una vez en su casa.
Y aquí viene muy bien preguntar: ¿qué dirían del Duende los señores editores del Clamor, si en vez de dirigirnos al señor del remitido, les echáramos a ellos el agua sucia, así como el mencionado señor lo ha hecho con nosotros?, ¿Por qué tantos improperios y denuestos contra El Duende, si lo que dijeron que no les gustaba el jefe político, ni los propuestos, fueron unos cuatro, en un remitido también?
Sobre todo, el público ha hecho una ganancia y vista la cuestión por este lado El Duende se alegra de que el remitido de los cuatro haya surtido estos efectos. Un escrito más y un escritor comedido, verídico, festivo, gracioso, pulcro y demás, no es una verdadera ganancia, ¡bienaventurados los que leen el Clamor, porque ellos gozarán de los óptimos frutos de esa nueva pluma
1. Nota al pie tomada del texto original: Las amenazas públicas traen la ventaja de que, si se realizan, ya sabe la justicia quién es el agresor.
5.2 EL PERIODISTA DE AHORA
Publicado 30 de agosto de 1846
Hay días que no se lee en los periódicos aquel tema favorito, indispensable, aquel monólogo obligado que no faltaba ni en el prospecto, ni en la despedida, ni en ninguno de los números de cada periódico, aquel tema, aquel monólogo.
—Y bien, ¿qué temas y qué monólogos son esos que usted extraña hoy día, señor Duende?
— ¡Oh!, ¿no lo adivina usted, señor lector? Recuerde usted que antes un periódico en su primera salida comenzaba exclamando: “¡Cuán difícil y ardua es la tarea que emprendemos!, ¡escribir para el público, arrostrar los peligros de carrera tan espinosa, haciendo el sacrificio de nuestro tiempo, de nuestra tranquilidad y de nuestro dinero, esto es heroico, magnánimo!, ¡y cuán ingrata ocupación!”, ¿no se acuerda usted? Y luego, en cada número, en cada artículo, dale con el tema y dale con los monólogos, no siendo pocos los que se arrojaban a la arena tipográfica, proclamándose regeneradores del estado social o anunciándose como misioneros de la civilización. Sí, el que menos ofrecía ilustrar a las masas, (¡oído!) enseñar al pueblo sus derechos, aunque hubiese de sacrificar (el escritor) su propia existencia y aunque en vez de premio y agradecimiento (ahí va el monólogo) no recibiera sino baldón y escarnio.
Hoy, gracias al progreso de las luces, nadie pondera lo que va a hacer, ni puja, ni gime, ni llora bajo el peso de la formidable carga que se echa encima comprometiéndose a dar un periódico. No señor, en el día esto es sumamente sencillo, cualquiera que siente la comezón de escribir, cualquiera que desea comunicar a sus semejantes lo que se le ocurre, no tiene más trabajo que encaramarse sobre la sublime cátedra de Gutemberg y, bajo cualquier título, llamar la atención del público diciendo: “¡oíd, oíd! Número uno: “Prospecto y compañía” y allá te va. Así es que da gusto el ver la franqueza y desparpajo con que cada cual, siéntase o no inspirado, usa la libertad del pensamiento (frase que, entre paréntesis, para mí no significa lo que se quiere hacer que signifique); da gusto el ver al escritor público como alza el vuelo, como se desliza, como se atropella, como se evapora; da gusto el ver, no a una, ni dos, ni diez, sino a veinte, treinta y muchas más plumas nuevas, rasguear con sumo desembarazo y con muchísima de la gracia, volar ellas solitas que parece se las lleva el viento.
Y esta trasformación es de ayer. No hace tanto tiempo que en Bogotá se creía que ningún papel gracioso, satírico o chocarrero podía ser escrito sino por el doctor Merizalde, que solo el señor Pombo escribía bien el castellano, que solo cierto individuo hacía buenos versos y así. Hoy estas creencias han dejado de ser de fe, desde que el señor Agalla dio luz a sus cubiletes, se vio que aquí no podía monopolizarse el ramo jocoso o del chiste y, en cuanto a lo demás, hemos visto en un corto inter-
valo desaparecer el privilegio exclusivo que unos pocos poseían de publicar sus pensamientos y los ajenos.
De manera que hemos dado tal par de zancadas en el camino del progreso que ya vemos muy atrás y muy chiquitos a los que teníamos adelante y nos parecían gigantes. La primera zancada es la supresión del consabido tema y de los susodichos monólogos, la segunda la generalización de la facultad de escribir para el público, haciéndolo cada cual como mejor puede o como le da la gana.
Sin embargo, yo, el Duende, no afirmo que las cosas pasen tan simplemente como lo he expresado y no lo afirmo porque es muy fácil saber por qué. Acompáñeme usted allí, mi pacienzudo lector y verá.
— ¿Ve usted aquel gabinete, aquel estante de libros, aquella mesa con periódicos, el diccionario, la brújula y el termómetro?
— Si veo.
— Pues ahora vea usted más allá, un bulto envuelto en una bata, sentado delante de un escritorio, la frente cargada sobre la planta de la mano izquierda, en la derecha una pluma, ¿qué le parece a usted que es ese bulto? Amigo mío, ¡ese bulto es un periodista! esa mano izquierda golpea en esa frente para que salgan las ideas, para que broten los pensamientos, esa pluma parada, inmóvil ahora, la verá usted dentro de poco… ¿Ya se mueve? Sí, vea usted que chorro de tinta sale de ella, ya no es una pluma, es un embudo por donde escurre lo que el fuego de la inspiración o el combustible del talento han hecho resudar en el recipiente del alambique o en el celebro, que es lo mismo. Y bien, ¿qué ha escrito esa pluma? ¡Oh, cualquier cosa! Si es un escritor de la oposición habrá hecho un discurso probando que los ministros deben largar los zurrones o, en estilo oficial, los portafolios y carteras, que la administración no corresponde a la confianza de sus comitentes, etcétera. Si es un escritor ministerial habrá compuesto un elogio ruborizante en favor del gobierno, habrá pasado revista a todos sus actos sin hallar censurable uno solo, concluyendo por echar encima de los oposicionistas un cerro de agasajos [y demás cosas por el estilo]. Si es un escritor faccioso, ya sabe usted la oración que reza un escritor así, y el santo al cual encamina sus plegarias, este periodista no tiene remedio, al menos mientras exista en el almanaque revolucionario el nombre de Chepe Berruecos.
— ¿Si es un escritor de costumbres?
— Señor lector, aguárdeme un tantico me siento ahí y verá usted si yo tengo cara de eso.
— ¡Jesús!, ¡Jesús, esto es diabólico! Tener que decir lo que no se ha aprendido en ningún libro.... ¡Esto es imposible! No, esto es peor que… ¡Adiós trabajos!, yo ha-
ciendo monólogos. No en mis días. El Duende improvisa, copia del gran libro de la humanidad que tiene a la vista, es decir, de uno de los volúmenes de esa inmensa obra; sí, de un solo volumen que se titula Bogotá. Si lo hace mal, será porque no tiene el órgano de la imitación o porque le faltan buenos colores en su paleta.
Pero, ¡de verás, es cierto, lo estoy viendo! El oficio de periodistas es fatigoso, por lo menos aquí donde usted me ve estoy sudando la gota. Pobres de los escritores de alta nota, que no escriben por pura diversión, como yo lo hago y como lo hace el chistosísimo fray Junípero.
5.3. EL ESPIRÍTU DE EXTRAJERISMO
Publicado 20 de septiembre de 1846
“(…) los españoles se han formado tal menestra
De costumbres nacionales Y costumbres extranjeras, Que aquí ya nadie se atiende Ni le conoce su abuela”. Bretón, “Un tercero en discordia. Art. 1. O
Diego, ¿quieres brillar? No te atolondres ni en la elección fluctúes de camino.
¿Por qué vacilas? A París o a Londres.
Si a ser sabio te impele tu destino y si libros y afanes aborreces, yo te propongo un medio peregrino.
Dispón tu viaje que, si no floreces más en un año que, con diez de escuelas, consiento que me ahorquen treinta veces.
Si no de día es fuerza que te muelas siempre leyendo y que las noches pases sin dormir, malgastando muchas velas.
Que de tedio te pudras en las clases del profesor sufriendo el genio austero, prolija explicación y negras frases.
Que esclavo de las plumas, el tintero, papeles y volúmenes sin tasa vivas tu juventud cual prisionero.
Que a faltar no te atrevas de tu casa, tú de caros placeres tan ansioso, tú a quien de cortejar la sed abrasa.
Que de tanto rumiar mustio y quejoso quedes cual en invierno están las aves, sin gustar del vagar grato y sabroso.
Y que minando tu salud te acabes tras de fatigas mil y malos ratos para saber por fin… que nada sabes.
¡Buena sandez!, ¿A cuántos mentecatos vimos partir ayer como jumentos que hoy presumen de sabios literatos?
¿Y en dónde se limaron sus talentos? en Albión, no lo dudes, y en Lutecia, esas las tierras son de los portentos.
Allí en un par de meses la más necia cholla, sin padecer, luego se instruye más que los siete sabios de la Grecia.
De lo cual fácilmente se concluye que allá debe volar el que es más lerdo quien lo desmienta, sin razón arguye.
Pero en raciocinar las horas pierde.
Diego, ¿te convencí?, ¿te irás mañana, no es verdad? Bien. Estamos ya de acuerdo.
Réstame dirigirte por la llana senda que recorrió tanto mancebo, cuya suma instrucción hoy nos ufana.
Observa bien el método, que es nuevo, y si por mis consejos te gobiernas, regresarás más fúlgido que Febo.
Marchas a Francia y, sin parar, te internas hasta su capital, que valen poco Burdeos y otras villas subalternas.
París, Corte de Cortes, es el foco de delicias, poder, sabiduría, comercio y de la Europa el fiero coco.
Si fueras mercader, derramaría su cuerno en tus bolsillos, Amaltea cargando allí de inmensa chuchería.
Pero, más noble fin te aguijonea, tú te vas a ilustrar como está en boga y no es difícil realizar tu idea.
Más meditar la historia es fuerte droga y las costumbres y usos de la Francia son mare magnum que a cualquiera ahoga.
Notar su religión no es de importancia, ni cuál es su política, ni indagues el origen de tal preponderancia.
Ni menos calculando te empalagues de sus artes e industria el adelanto, ni de ventajas sólidas te pagues.
Ensalza solo su interior encanto, no visites gimnasios, ni liceos, ni frecuentes ninguno por Dios santo.
Corre los bulevares y paseos, el Louvre, Notre Dáme y Tullerías, calles, plazas, cafés y coliseos.
Copia el carácter. Gustos y manías de las ninfas versátiles del Sena, sus modas y otras mil coqueterías.
Pregunta por el sastre de más vena para prensar el cuerpo con un traje y mándale cortar una docena.
Estudia de algún alto personaje la rígida etiqueta en los salones, sus aires, porte, gestos y lenguaje.
Adúltera tu nombre, mis lecciones no desprecies, si fueres Diego Prado. Jaques du Pré para firmar te pones.
Como sabes francés, es escusado rogarte que lo aprendas, más olvida el poquito español que has farfullado.
En la ópera hallarás veta escogida que aumente tu caudal de habilidades: ¡Oh, qué cantor serás a la venida!
Aprende, sí, aunque luego nos enfades, a cantar en tenor como Rubini, sean la Grisi y Mario tus deidades.
Tararea un duetto de Bellini, toca de Straus dos valses en la flauta y en el piano una aria de Rossini.
Adiéstrate en el baile, como pauta del garbo, y como clave de conquistas; en galopa has de ser un aeronauta.
Júntate con acérrimos duelistas que la esgrima te enseñen y procura guiar un tilbury con manos listas.
En un corcel ensaya tu soltura y apenas Fili en su balcón apunte con cien corbetas doma su bravura.
O el ijar2 del bridón veloz barrunte3 tu espuela y desaparezca en raudo trote atropellando a todo transeúnte.
Si aspiras de tahúr al chusco mote al ecarté y a la ruleta atiende o en moderno burdel serás un zote.
Sucinto curso de lectura emprende que alternando con jácaras y grescas un bañito de ciencia nunca ofende.
Si aventuras te placen romanescas prefiere a Dumas y si verdes chistes, Kock te brinda sus obras picarescas.
Si al club de los filósofos asistes, acude a Sué, á Soulié, y en sus escritos leerás verdades desecantes, tristes.
Con esto y recitar cuatro versitos robados a un álbum, darás en tierra con los más afamados eruditos.
Después ligero tus baúles cierra y parte a inspeccionar el señorío y lujo del emporio de Inglaterra. Más a orillas del Támesis umbrío, no te demores mucho, te lo encargo por ser un clima nebuloso y frío.
Registra lo más bello, sin embargo, [omite] palacios, templos, puentes y arsenales, pues, estos no requieren examen largo.
Ni por el forro mires sus anales, ni sus fábricas, que son inmenso caos, ¿qué te interesan tales insulsos?
De los Lores concurre a los saraos, contempla sus opíparos festines y de su orgullo toma algunos baos.
Su beodez advierte y sus esplines, su pasión por la caza, sus serrallos de sabuesos, lebreles y mastines.
Repara en sus carreras de caballos, su afición por las luchas a trompadas, su deleite en echar a reñir gallos.
En Drury-Lane aplaudan tus palmadas sus tragedias en que hay espectros, brujas, y hasta el consueta muere a puñaladas.
Y, pues, de docto por el lauro pujas, devora de Miss Ana las novelas. Aunque de horror con sus visiones crujas.
2. Cuero duro, comúnmente de vaca, impermeabilizado con cera.
3. Término en desuso para hablar de espía.
Y aquí fino tu viaje y lo que anhelas ya poseíste, de las ciencias todas las que ignoras son simples bagatelas.
En seguida tus chismes acomodas. Y te vuelves acá mucho más orondo que un mal poeta al imprimir sus odas.
Al entrar en sus lares de sabiondo empiézate a jactar, como si el mundo escudriñado hubieras en redondo.
Desdeña por astroso y nauseabundo cuanto la tierra en que nacerás tiene cuanto de no sea de la Europa oriundo.
Al presentarte en público, conviene las galas estrenar que aquí traigas, una linda tualet parisiense, nene.
En corbata hiperbólica gran lazo debes usar y angostos pantalones que no puedas poner sin embarazo.
De corva punta y máximos tacones arma siempre tus botas y tus chalecos a la Luis XV lleven mil florones.
Y, como los mezquinos chuchumecos que pululan en Francia, en tu pechera siembra dijes, cadenas y embelecos.
La capa y el capote vayan fuera con un corsé pulidos redingotes, tu talle agraciarán sobremanera.
Y no te caerá mal unos bigotes bélicos, retorcidos, formidables, atascados con gomas y cerotes.
Ponte, como los dandis fashionables, un raquítico frac y a los peleles deja sus antiguallas remarcables.
Gasta surtú con primorosas pieles, caña de la India, foete o bastoncito con borlas y cordón o cascabeles.
Peinado con carrera y untadito de macasar o crema de violetas y rizos por doquier, ¡lindo angelito!
Con blanco guante, nítidas manchetas tus pulsos ciñan, si rapé consumes ornen tu caja lúbricas viñetas.
Preciándote de fino nunca fumes, limpia tu tez con pasta de jazmines, inunda tus pañuelos de perfumes.
En fin, sé tipo fiel de figurines, por más que de tu sexo degeneres y cual dengosa niña te afemines.
Tocante a urbanidad, con las mujeres ostenta los suavísimos modales que en la Franca nación cogido hubieres.
Trata a los granadinos de animales, por sus cumplidos toscos y vetustos, di que son imbéciles, materiales.
Serios y aquijotados como bustos, sin por esto alabar a los ingleses, que son asaz para tu plan, adustos.
Nadie a los galos vence en lo corteses: remeda sus posturas, muecas, tonos, cabriolas, saludos y paspiés.
Al salir de un hogar, de sus patronos, ni de su sociedad, no te despidas, pues, esto solo se usa entre colonos.
Si a una beldad pintares tus heridas, hazlo cual por allá se galantea y ni tus dichos, ni tus hechos midas.
Quien hoy respeto y sumisión emplea para alabar el astro que le inflama, de patán el apodo se granjea.
No, cual antes los godos, a tu dama casto, leal y tímido enamores; más bien audaz pondérale tu llama.
Y entre piropos y melosas flores, al coral de sus labios hurta un beso que de su faz purpure los albores.
Ni receles su cólera por eso, pues, quizá la romántica Amarilis clamará semi aireada: “¡qué travieso!”.
“Vuestra osadía me alteró la bilis, más como sois tan loco no hago caso”. ¿Lo ves?... En la locura está el busilis.
¿Boda? Jamás propongas. Pero, paso, que del carril me voy más que a galope y en venenosa hiel mi pluma engraso.
Al disertar de lenguas, hasta el tope que te hastía el bárbaro é infecto bavardage que hablaron Laso y Lope.
Disputa que tan áspero dialecto en este siglo culto es degradante, amenízalo y vuélvelo correcto.
No digas fonda, hotel o restaurante suena mejor, suarés a las tertulias, denomina brigand al más tunante.
Giuliettas sean para ti las Tulias; una fea ciudad, país villano; llama a tus primas Fannys, Porcias, Julias.
Y si Dios no te tiene de su mano, en breve harás de nuestro vil idioma un británico-gálico-italiano.
Reniega del salvaje que no coma bistec, rosbif o carne de venado y no mientes puchero ni por broma.
Añade que es sacrílego pecado probar la mazamorra y que es blasfemia elogiarla cual plato regalado. No te atengas en nada a la academia, aturde de tu charla con el ruido y aunque te huyan cual se huye a una epidemia.
Después, cual anglómano decidido, afirma ser salubre y rico el queso cuando en él mil gusanos hacen nido.
Que el apetito dobla con exceso cuasi crudo pernil, si lo sazona de picante mostaza pebre espeso.
Sostén que la poción que más entona es la espumosa viere, aunque el beberla te cueste más visajes que a una mona.
Y al que padezca vascas al olerla, “no se destila miel para el borrico”, dirás jovial, que viene aquí de perla.
Más, ante todo, Diego, te suplico, que no sabiendo manejar florete o pistola, jamás abras tu pico.
Pues quizá toparás un matasiete que, frunciendo las cejas a tu insulto, te aplaste las quijadas de un cachete. Más si consigues escurrir el bulto sin azar, en tu crítica no pares, ni a nada de tu tierra des indulto.
Motéjanos de rancios y vulgares porque el régimen nuestro no varía nunca de ciertas horas y lugares.
Tú, dulce imitador de extranjería, del tiempo trueca el orden. Y haz con arte del día noche y de la noche día.
Cuando suelas temprano levantarte, (por ejemplo, a las doce) ve a un corrillo de la tienda más célebre a sentarte.
Y de sus elegantes el caudillo, cual gárrulo mordaz omnisapiente a tu sabor murmura sin frenillo.
Pero mientras tu cháchara contente a los bobos con sátiras jocosas, no permitas que chiste alma viviente.
Y divagando charla de otras cosas, de ópera, en especial, y de cantores, para saciar el ansia en que rebosas.
Y dispara tus músicos primores, pues, de tu triunfo ya llegó la crisis, ensarta por millones los autores.
Y los Rubinis, Tamburinis, Grísis y demás filarmónica pandilla hasta que a tus oyentes caiga tisis.
Si a nuestros bates encomiaren, chilla jurando que el alígero Pegaso les sacudió una coz y en Francia brilla.
Que los mimados hijos del Parnaso moran allí, que de Talía el foro siempre en tu patria se hallará en atraso.
Que cualquiera de allá es un tesoro de numen y saber, que cuanto hallaste en materias de amor era oro.
En cuantos puntos hay, muestra el contraste que hacemos con ingleses y franceses, y falla en su favor y chito y baste.
Si de las diversiones discutieses a que la masa popular se inclina, confúndenos a tajos y reveses.
De los Toros maldice y abomina, porque tanto crúor podrá ser grato solamente a una raza leonina.
Sostendrás que es mejor el pugilato; porque se agarran dos a mojicones, húndanse el esternón o el omoplato.
Destrócense el estómago y pulmones y el pueblo inglés de júbilo perece cuando vomitan sangre a borbotones.
Si cuestión de Gobierno se te ofrece, con bien traídas huecas palabrotas di que ninguno gobernar merece.
Verbigracia: “¡señor, ya no hay patriotas!, ¡estos próceres hacen monopolio de la nación!, pues, ¡somos idiotas!
“¡Qué largue ese ministro el portafolio, que se convoque súbito el Congreso!, ¡total reforma o se derrumba el solio!
“Lejos de progresar en retroceso rápido va el país!” Y a tus anchuras disparata frenético y sin seso.
Y si un censor mohíno tus diabluras con acritud rebate, desnudando tu frágil oropel y ya te apuras.
Entonces, una urgencia pretextando, suspendes la sesión hasta la tarde y aun billar te retiras pregonando4.
Por último, en tu patria haz alarde de alimentar un fementido pecho, que ni su fe ni sus promesas guarde.
Anula cuantas dádivas has hecho, quiebra, si es pobre, con cualquier amigo, que entre los dos ya dista enorme trecho.
De algún magnate arrímate al abrigo, porque tus pensamientos elevados el roce te prohíben de un mendigo.
Defiende con ardor por todos lados la opinión de Molière juiciosa y sana y la de otros como él bien informados.
Acerca de nosotros que se gana honor, gloria y fama duradera quien en hablar contra su país se afana.
Empaña el lustre de su prez guerrera tacha de absurdo cuanto veas y oigas y la honra señoril agrio vulnera.
Considéranos solo como hormigas por lo chico que somos y así mismo di que viviendo por acá te hostigas.
De los dogmas el sacro rigorismo, aunque lo veneraban tus abuelos, superstición refuta y fanatismo.
Pues estábamos antes como lelos, más ya nos iluminan los de allende con sus lúbricos y hórridos libelos.
(En harto nos superan, ¡ya se entiende! Y tiene asaz entendimiento ralo el que igualarnos en saber pretende).
Esto no va contigo, Diego, al Galo loa sus fruslerías, sus errores; a tus paisanos befa, zurra y palo.
Y no se escapen, no, nuestros mayores, que también les caerás ¡qué sabían ellos, si no probaron viajes en vapores!
En fin, referirás cuanto en aquellos pueblos del otro mundo medio viste y también lo que no viste: mucho más bellos.
Tus discursos serán, si a ellos asiste tu fecunda invectiva. De contado al volver de la Francia no trajiste sino el tren para estar empaquetado, el habla afrancesada, las manías, el tuste lleno de aire, oh, ¡qué menguado!
4. Original: freddonando.
¡Si trajeras algunas chucherías que sirviesen aquí para el progreso de las artes y las ciencias!, ¡tonterías! A tu patria no traigas nada de eso, basta que tú vengas cual te explico, mono a la moda y hablador sin seso.
Y si intenta burlarse algún borrico de tu bella instrucción, de tu cultura, embútele un God save en el hocico.
Olvidábame ya por premura darte un consejo que a seguir te invito: no vayas a la Italia, ¿qué te apura?
¿Qué puede el ansia hallar de tu apetito en la vetusta Roma?, ¿El Vaticano?, ¡vejestorios en número infinito!
Y aquí termino, porque ya la mano se resiste a seguir. Mucho me queda, pero decirte más fuera inhumano.
Vete, pues, Diego, emprende la vereda que te ha descrito mi amistoso celo, vuelve pronto y que tu amigo pueda gozarse al ver tu prodigioso vuelo.
6. GALERIA DE ARTISTAS
6.1. GILBERTO DUPREZ
Publicado el 1 de abril de 1849
El encanto de la voz harmónica de Adolfo Nourrit, el gran artista dramático de la escena lírica de Paris, solo halló un rival en Duprez, el cantor nómade cuya voz se había desarrollado bajo el sol vivificante de la Italia.
Mr. Duprez es el duodécimo hijo de una familia pobre en otro tiempo consagrada al comercio de la perfumería y luego arruinada por una falencia inculpable. El joven Gilberto nació en París el 6 de diciembre de 1806 y apenas contaba treinta meses de edad cuando ensayaba graciosamente el patois del país y cantaba con voz clara y suave la famosa estrofa del judío errante.
Gilberto comenzó su instrucción escolar a los ocho años y principió en casa de un vecino de su familia sus primeros estudios musicales. Rápidos fueron sus progresos y no dilató en ser admitido en el Conservatorio en la clase de solfeo de Mr. Rogat. Un año después, en 1817, fue uno de los educandos preferidos para formar el plantel de la institución de música sagrada que Choron fundó. En 1819 se incorporó en el Colegio de Enrique IV en calidad de maestro de capilla y se entregó a la composición de motetes y cánticos; también compuso en esa época una cantata sobre la Caída de las hojas de Millevoys, en la cual se encuentran pasajes de exquisita sensibilidad.
A los 19 años Duprez hizo un viaje a Italia, pero no pudo encontrar una buena colocación y volvió a París a contraer otros empeños con Choron. Admitido en el Odeón arregló su contrato por tres mil francos en el primer año y cuatro mil para los posteriores. Sus ensayos fueron desgraciados y en 1828 partió otra vez para Italia, donde se contrató con su esposa en Milán, concluido el tiempo de su empeño, tornó a Paris. Entonces, en 1830 en adelante es que comienza la celebridad de Duprez. Su voz tomó el lleno de la entonación y del sentimiento, se formó una melopea feliz y bien conducida. Sobre todo, se distinguió por una acentuación musical que lo coloca en el primer rango en el canto del recitativo y en los solos. Otra vez, siguieron las peregrinaciones artísticas de Duprez por la península itálica, con varios sucesos y luego dirigió sus miradas al Teatro italiano de París, como más conveniente a su organización vocal y a su físico que la ancha sala de la calle de Gange-Bateliere. Sin embargo, entrevió la posibilidad de penetrar en la Gran ópera y se iniciaron bases de arreglo con el Director Mr. Duponchel.
Mr. Duponchel cedió a Duprez el papel de Arnoldo en Guillermo Tell, esta preferencia hirió tanto el alma artística de Nourrit. La muerte de Nourrit no se dejó esperar mucho tiempo, después de dejar a la Francia quince años [de] gloriosos recuerdos.
La prensa y el pueblo han sido favorables a Duprez, que ha conquistado una posición honrosa entre los primeros tenores de la Europa.
6.2. MOZART
Publicado el 1 de abril de 1849
WOLFANGO, AMADEO MOZART, célebre compositor alemán. Nació en Salzbourg el 7 de enero de 1756 y comenzó desde la edad de tres años sus estudios musicales, llegando a ser en poco tiempo uno de los más hábiles pianistas de su época. A los seis años fue presentado al emperador Francisco I, cuyos sufragios aumentaron su fama y se hablaba en Europa del talento de ese prodigioso niño, para quien la ciencia musical parecía ser no un conocimiento adquirido, sino un lenguaje natural e innato. En 1763 Mozart se presentó en la Corte de Versalles, datando sus primeras producciones de este tiempo y son dos obras que dedicó a dos personajes de la corte. El año siguiente el joven virtuoso pasó a Inglaterra en donde el mismo Jorge III, excelente músico, se complacía en hacerle superar las más grandes dificultades del arte. En fin, después de una ausencia de tres años, Mozart volvió a Salzbourg para entregarse al estudio de la composición y meditar con los grandes maestros. Doce años tenía cuando José II, habiéndole exigido una ópera bufa, compuso la Finta Semplice. Después de esta brillante exhibición en la carrera dramática, Mozart dio en Milán su Mitridates, que tuvo el honor de veintisiete representaciones sucesivas.
Colmado de honores y de gloria durante su mansión en Italia Mozart volvió a Viena en donde se reunió con Haydn. Verificó un segundo viaje a París con el objetivo de dar una ópera, pero habiendo concurrido a la primera representación del Alcestes de Gluck, que como se sabe, poco agradó al público. Mozart renunció a su proyecto y volvió a la Corte de José, cuyo servicio no abandonó, a pesar de las ofertas ventajosas que le hicieron muchos príncipes. Desde entonces cada año produjo nuevas obras maestras, entre otras, Don Juan, Las bodas de Fígaro, La flauta encantada, La clemencia de Tito, etcétera. La edad de Mozart prometía largos triunfos a su genio, cuando súbitamente su salud se alteró y después de una corta enfermedad, agravada por el delirio de su ardiente imaginación, falleció el quince de diciembre de 1791, sin contar todavía treinta y seis años.
Mozart había ensayado todos los géneros y encendido en todos. Dotado de una facilidad inconcebible de creación, ha compuesto un número infinito de obras, cuya sola lista llenaría un catálogo voluminoso. Preciso es citar su admirable Misa de Réquiem, que fue para él, el canto del Cisne, y para el mundo una conquista brillante. La relación de las composiciones de Mozart se encuentra en la edición dada por el Conservatorio de música en 1805, precedida de una noticia biográfica de Mozart por Mr. Sevelinges.
Publicado el 1 de abril de 1849
FRANCISCO JOSÉ HAYDN, el amigo de Mozart, celebre compositor, también alemán. Nació en Rohran, Austria, y era hijo de un pobre artesano, pero muy apasionado por la música. Las disposiciones del joven Haydn por este arte fueron observadas por un maestro de escuela de Haimbourg, que le dio las primeras lecciones. Obtenida una plaza en el coro, Haydn permaneció muchos años en una extrema indigencia, estudiando sin cesar y dando lecciones para vivir. En fin, halló dos generosos protectores en los príncipes Antonio y Nicolás Esterhazy, que, alternativamente, lo ocupaban como maestro de música. Comenzaron, pues, la gloria y las riquezas a recompensar los trabajos de Haydn, cuya reputación aumentó más con dos viajes que hizo a Inglaterra.
Este gran compositor murió en 1809 a los setenta y ocho años de edad y desde muy joven se había casado con una esposa que por su carácter fue el tormento de una parte de su vida. Todas las fórmulas del elogio se han agotado con respecto a Haydn y no se sabe qué admirar más en él, si la rica armonía, la profundidad de la ciencia o la constante originalidad. El número de sus composiciones es prodigioso, elevándose a novecientas; pero sobre todo como sinfonista su fama es inmortal.
7. MUJERES ILUSTRES DEL
SIGLO XIX
7.1. JORGE SAND
Publicado 15 de abril de 1849
Durante los primeros años de la restauración, el aristocrático convento de las Damas inglesas, situado en la calle de Fosés Saint-Victor, que, entonces tenía todo el monopolio de la educación patricia, abrió una mañana su puertecita a una joven e interesante pensionista.
La recién venida, que podía tener como unos catorce años, venía de Berry. Su instrucción religiosa parecía muy descuidada, porque las buenas hermanas observaron con piadosa admiración la filosófica torpeza con la que la joven hacia la señal de la santa cruz, lo cual denotaba una falta absoluta de costumbre. Por lo demás, era una bella y morenita joven, sus rasgos pronunciados respiraban una especie de orgullo feroz, soportaba sin turbarse demasiado las miradas poco caritativas que tanto en los conventos como en los colegios se prodigan a los provinciales recién llegados; todas sus acciones tenían un sello de tan rústica brusquería, que a pocos días todas sus nobles y burlonas compañeras le habían dado el nombre de muchacho. Por lo que toca a su nacimiento y fortuna, la recién venida estaba al nivel de las más ilustres herederas de Francia; porque si por su padre solo descendía de una opulenta familia de comerciarte, por parte de su abuela circulaba por sus venas sangre real, como se explica a continuación:
“Nadie ignora que el mariscal de Sajonia era hijo natural de Augusto II, rey de Polonia y la condesa de Kœnismark. El héroe de Fontenoy ocultaba bajo una apariencia sajona un corazón verdaderamente francés, habiendo tenido durante su vida un gran número de debilidades. De una de estas nació, en 1750, una hija, María Aurora, reconocida después de la muerte del Dariscal por sentencia del parlamento y casada después en primeras nupcias con el conde de Horn. Habiendo quedado viuda poco después de su casamiento, se retiró a la abadía Aux Bois y este asilo predestinado que más tarde debía encerrar en sus muros una gloria de belleza, inmortalizada por la bondad y por la gracia, reunía los talentos más distinguidos del último siglo, siendo uno de sus fieles concurrentes el anciano Mariscal de Richelieu. La joven viuda, que era notablemente viva y bonita, no tardó en inspirar una fuerte pasión a M. Dupin de Francueil, hijo del asentista general M. Claudio Dupin, que se casó con ella y el cual, habiendo sido nombrado poco después para este destino en el infantazgo de Berry, la llevó consigo a esta provincia, donde sucesivamente residió en Chateauroux y en el palacio de Nohant, a una lengua de La Chátre. Dupin enviudó segunda vez, en 1786, habiéndole quedado un hijo, Mauricio Dupin, quien habiéndose casado muy joven, conquistó elevada graduación militar siendo coronel cuando murió repentinamente en La Chàtre de una caída de caballo, dejando una hija única llamada María Aurora, como su abuela y cuya educación quedó a cargo de esta”.
Esta niña, que debía ser Jorge Sand, fue educada al principio a manera de Juan Jacobo. Era un pequeño Emilio a quien dejaban jugar todo el día en las orillas del Indre, coger mariposas en las sinuosidades del valle negro y, la cual, al volver por la tarde de sus vagamundas correrías, oía cantar en su casa historias maravillosas sobre las pompas de Versalles, los placeres de Trianon, los misterios del parque de los Ciervos y sobre los filósofos y los libertinos del tiempo anterior. Estas relaciones no han sido enteramente perdidas y con el auxilio de reminiscencias de esta clase, podrá acaso explicarse como un talento tan original, tan lleno de estilo y tan profundamente apasionado, ha sabido a veces, en preciosas miniaturas, como la de la Marpueza por ejemplo, volver atrás y reproducir tan verdaderamente las costumbres elegantes, las pasiones y el lenguaje recalcado de nuestros abuelos.
En la reacción religiosa que siguió a la restauración, Madame Dupin creyó que había llegado ya la ocasión de sacrificar un poco su método filosófico a las nuevas ideas y de dar a su nieta una educación análoga a la posición que debía esta ocupar en el mundo por su rango y fortuna.
Fue entonces cuando la bella y rústica hija de Rerry debió dejar el valle negro para venir a París al convento de las inglesas, donde más arriba hemos dicho que entró con su inexperiencia religiosa y sus modales de muchacho.
Al cabo de pocos meses de convento, la joven pensionista no era ya conocida, aquella móvil y ardiente imaginación empezaba a revelarse en todo su poder. La majestad y la pompa de las ceremonias católicas, la vida uniforme, la piadosa y pacífica atmósfera del claustro; todo esto producía en aquella alma una revolución completa y la señorita Aurora se halló repentinamente animada de un fervor religioso tal, que la regla no le pareció bastante severa, ni la práctica bastante dura; de modo que la priora se vio muchas veces obligada a moderar su exaltación piadosa en consideración a su salud y haciéndole conocer que estaba destinada a vivir siempre obligada a reducir las proporciones de su fervor.
Seis años después, había en el palacio de Nohant una mujer que se moría de tristeza y de fastidio, esta era la piadosa pensionista del convento de las inglesas, la cual lloraba su perdida libertad y maldecía el yugo que más tarde debía romper. Apenas salió del convento cuando perdió a su abuela y viéndose sola, sin dirección, sin apoyo, rica, joven y huérfana, se dejó casar al modo antiguo y también al modo del día. Proporcionándole uno de aquellos destinos llamados convenientes y tan adecuados a los reformadores de la época. Viva e impresionable como Indiana, orgullosa e indomable como Lelia, se vio unida a un soldado imperial retirado, especie de hombre, en general, la más prosaica que existe bajo el cielo. Este marido era uno de los nombres rústicos nobles, sin riqueza, ni consideración, que hormiguean en la Aquitania, los cuales toman la vida por el valor que tiene y el tiempo por lo que dura,
no de muchas luces, algo rudo, si hemos de juzgar por los detalles de un famoso pleito, por lo demás, el mejor hombre del mundo.
Los primeros años de esta nueva vida fueron, sino dichosos, a lo menos pacíficos. Concentrando en sí misma el exceso de vida, Aurora luchaba valerosamente con sus padecimientos, llamando en su auxilio los libros, los paseos a caballo y, sobre todo, el gran libro de la naturaleza, para la cual Jorge Sand parecía haber recibido una particular facultad de intención extensa y penetrante.1
En 1825, M. Dudemont llevó a su mujer a los baños de los Pirineos. Las impresiones de este viaje, el aspecto de una naturaleza grandiosa y salvaje, los primeros síntomas de una ilusión, todo esto no sirvió, a su vuelta, sino para hacer aún más pesada la carga de una vida árida y monótona, despertando la imaginación del artista y el corazón de la mujer.
En fin, al cabo de muchos combates interiores, después de muchas escenas dolorosas, cuyo amargo recuerdo se deja conocer en más de una página de las obras de Jorge Sand, se separó violentamente de su marido, el poeta remontó su vuelo y un día, en 1828, la señora del palacio de Nohant desapareció, habiendo sido inútiles cuantos pasos se dieron para encontrarla, nadie sabía su paradero.
He hallado en algunas notas, de cuya exactitud no tengo motivo de dudar, un hecho que pinta bastante a lo vivo las fluctuaciones de una alma noble, inquieta y ardiente.
(Concluirá)
JORGE SAND
Publicado 22 de abril de 1849
(Conclusión.)
En 1828, el confesor del convento de las inglesas, que en otro tiempo había sido el director espiritual de la señorita Dupin, vino un día a suplicar a la superiora que le concediese un favor. Contó que una de sus hijas de confesión, antigua pensionista, se hallaba en una penosa y difícil posición y deseaba hacer en la casa un retiro piadoso. La superiora se negó en un principio a recibirla protestando el uso y la regla, el eclesiástico insistió y obtuvo la gracia, resultando que la fugitiva de Nohant entró en el pacífico aíslo donde había pasado pura y piadosamente sus primeros años; pero, su destino la llamaba a otro punto, el ingenio reclamaba su presa y al cabo de algunos
1. Subrayado tomado del original.
días volvió bruscamente al mundo para entregarse a todos los azares, a todas las pasiones, a todos los goces y penas de la vida normal de artista.
El período en que vamos a entrar es delicado y, para los más exigentes en punto a revelaciones, me contentaré con trasmitir aquí una sensible página de las Cartas de un viajero:
“Me importaría poco envejecer, me importaría mucho no envejecer solo, pero el ser con quien hubiera querido vivir y morir no le he hallado aún, o si le he hallado no le he sabido conservar. Escucha una historia y llora. Había en una ocasión un excelente artista llamado Watelet, el cual grababa al agua fuerte mejor que hombre alguno de su tiempo. Se enamoró y amó a Margarita Lecomte, a la que enseñó su oficio, la cual se desempeñaba tan bien como él. Esta joven abandonó a su marido por Watelet, con quien se fue a vivir. El mundo los maldijo y al poco tiempo, como eran pobres y modestos, quedaron sepultados en el olvido. Cuarenta años después se descubrió en las cercanías de París una casita llamada el Molino Bonito (Moulin Joli). Un anciano que grababa al agua fuerte y una mujer a quien él llamaba su molinera, que también grababa al agua fuerte en la misma mesa que él.
El último dibujo que grabaron representaba el Molino Bonito, la casa de Margarita con esta inscripción: ¿Cue valle permuttem Sabiná divitias operosiores? Lo tengo en mi cuarto con un marco encima de un retrato cuyo original nadie ha visto aquí. La persona que me dio este retrato se ha sentado todas las noches conmigo durante un año junto a esta mesita y ha vivido del mismo trabajo que yo. Al amanecer consultábamos sobre nuestro trabajo, hablando de artes, de sentimiento y de porvenir. El porvenir nos ha faltado a su palabra: Margarita Lecomte, ruega a Dios por mí”.
He aquí otra historia que tiene más o menos relación con la primera:
“Algún tiempo después de la revolución de julio, se publicó una obra intitulada: Rosa y blanca o la Actriz y la religiosa. Esta obra que al principio no causó el menor efecto, cayó por casualidad en manos de un librero, el cual la leyó y admirado de la riqueza descriptiva de ciertos cuadros y de la novedad de las situaciones, se informó de la habitación de huéspedes. Subió a un pequeño desván donde vio a un joven que escribía sobre una mesita acompañado de una joven que iluminaba flores a su lado. El librero habló del libro y supo que Margarita sabía escribir obras tan bien o mejor que Watelet, y había escrito una gran parte de aquella; solamente que, como los libros no se vendían o se vendían poco, acumulaban a las ocupaciones literarias el oficio de colorista que era más lucrativo. Animada con lo que le dijo el librero, sacó del cajón un cuaderno escrito todo de su mano. El librero lo examinó, creo que lo compró sumamente barato y hubiera podido comprarle mucho más caro sin riesgo de hacer un mal negocio, porque era el manuscrito de Indiana. Poco tiempo después, Margarita Lecomte abandonó a Watelet, le tomó definitivamente la mitad de su nombre, se llamó Jorge Sand y la mitad de nombre ha sabido hacerse uno que brilla en el día entre los más grandes y más gloriosos”.
En menos de diez años, Jorge Sand ha escrito cerca de treinta volúmenes, sobre los cuales se ha encarnizado la crítica componiendo cuatro veces este número para atacar o defender las doctrinas morales filosóficas y, aún, las políticas del autor. El resultado que me parece más razonable de esta controversia, es que la crítica ha escarbado en el vacío, empezando por suponer lo que no existía y, valiéndome de una expresión de Jorge Sand, ha tomado las vejigas por linternas, es decir, pasiones por razones, quejas elocuentes por sistemas y gritos por conclusiones.
7.2. MADAME GENLIS
Publicado 1 de abril 1849
ESTEFANIA, FELICIDAD, DUCREST DE SAINT AUBIN, Condesa de GENLIS, nació en 1746 en los alrededores de Autun, en la Borgoña y fue conocida en sus primeros años como la Señorita Saint Aubin, que era el nombre de una vinculación de su padre. El talento precoz de esta joven con sus infatuaciones nobiliarias la hicieron admitir de Canonesa del capítulo noble de Alix situado a poca distancia de Lion y, cuando aún no contaba sino siete años de edad, fue condecorada con el título de Condesa de Lancy, porque su padre era Señor de Bourbon-Lancy. El desarrollo prematuro a la par de todos los instintos del orgullo nobiliario, influyó notablemente en pervertir el carácter de esta escritora.
Las ventajas de su espíritu, una bonita figura y un raro talento como música le abrieron la entrada a los salones más distinguidos. Su espíritu y su nacimiento le prepararon [para] su posición en el mundo, desposándose con Mr. de Genlis, quien se decidió por la joven condesa a la lectura de una carta que esta escribió a una amiga suya. La señorita Ducrest aun no contaba dieciocho años y ya desgracias recientes habían arruinado a su familia. Vivía ya en París con su familia en un pequeño alojamiento, próxima a los horrores de la indigencia, cuando el célebre La Popeliniere ofreció a la madre y a la hija un brillante asilo en su encantadora habitación de Passy. Habiendo muerto Mr. de la Popeliniere, la tierna previsión de madama Ducrest madre, se habia procurado otro protector en un magistrado muy rico, a saber, Mr. de Jony. Las circunstancias económicas en que se encontró después este honrado benefactor, obligaron a madame Ducrest a buscar un alojamiento por su cuenta, estableciendo reuniones de hombres de espíritu y allí fue que la joven Estefanía se relacionó con las celebridades de su tiempo. Unida, pues, con Mr. Genlis ella adquirió mayor libertad de la que tenía y su tiempo lo empleaba en montar a caballo, estudiar botánica, asistir algunos enfermos, bañarse y acompañar a su marido, disfrazada de hombre, en los paseos ecuestres al campo. Luego pasando de estas costumbres espartanas a las de Sibaris, se bañaba en leche templada, deshojando rosas en el baño, a la manera de la voluptuosa emperatriz Popea.
Madame Genlis pasó en seguida a Paris y fue presentada a Luis XV que, según ella asegura, la encontró muy bonita y más de una vez cambió el monarca con ella sus miradas afectuosas y expresivas. Por la relación de su esposo, Mr. de Sillery Genlis, ella fue sobrina política de madame de Montesson, amiga del duque de Orleans. Adherida a la suerte de su tía la tuvo que seguir a Normandía, hasta que aceptó el destino en la Corte de dama de honor de la duquesa de Chartres. En esa Caprea de palacio, ella compuso el Teatro de edncacion, Aldea i Teodoro, las Velandas del Castillo i los Anales de la Virtud.
La época de la revolución llegó y madame Genlis se hallaba con sus educandos reales en el castillo de Saint Leu, cuando se supo la noticia de la toma de la Bastilla y corrió a París dividiendo las simpatías de la revolución y concurriendo a los grandes actos de ella. La diferencia de opiniones entre el duque de Orleans y su virtuosa esposa, la duquesa de Chartres, proporcionaron graves disgustos domésticos, exigiendo decididamente esta última que su esposo separase a la condesa de Genlis de la dirección de sus hijos, por imbuirles ideas revolucionarias, pero el implacable Igualdad desairó a su esposa y cuando siguió a Inglaterra hizo que lo precediese llevando a su hija para sustraerla de las influencias borbónicas de la madre.
Cuando la cabeza de Orleands Igualdad rodó en el cadalso, madama Genlis hizo alto a sus ideas republicanas y revolucionarias y se convirtió al realismo neto. La condesa fastidiada de su mansión en Inglaterra volvió a París, cuando aún no había sufrido su juicio el duque de Orleans y alcanzando la prescripción revolucionaria, aún a los hijos de este príncipe, él recomendó a madame Genlis llevase su hija a Bélgica, lo que verificó recorriendo la Alemania y luego amparándose en un convento de Suiza. De aquí partió para Holanda, teniendo que dejar en el convento de Bremgarten a la Señorita de Orleans, que después se unió en Friburgo con su tía, la princesa de Contí. Viajando por Hamburgo y Prusia, al establecimiento del gobierno consular que restituyó a París, Napoleón le proporcionó un alojamiento en el Arsenal y una pensión considerable, conservando una correspondencia particular con ella. En el gobierno posterior de los borbones, ella vivió a expensas de la generosidad del duque de Orleans hijo.
Madame Genlis ha escrito prodigiosamente y se ha ejercitado en todos los géneros, desde la pieza fugitiva hasta la voluminosa compilación, desde el romance poema hasta el tratado de Economía política y los procedimientos culinarios . Ha escrito para la educación de los príncipes y de los lacayos, ha dado consejos al trono y preceptos a la antecámara. En las composiciones literarias y de romance hay mérito de elegancia y de corrección, en muchas de ellas hay situaciones ingeniosamente combinadas. Ella ha sabido penetrar el ridículo, distinguir con finura las situaciones y adivinar con sagacidad las perfidias. En la sátira sus inspiraciones son exactas y sus toques
francos y vivos. Así, de las obras de madama Genlis, Los recuerdos de Felicia y sus Memorias son los trabajos más agradables.
(Continuará.)
Madame Genlis
Publicado 8 de abril de 1849
(Conclusión.)
Madame Genlis, habiendo alcanzado sus ochenta años de edad, vio publicada su laboriosa tarea literaria, cuya enorme lista publicamos: 1. Teatro de educación, 2. Teatro de Sociedad, 3. Anales de la virtud, 4. Adela y Teodoro, 5. Las veladas del Castillo, 6. La religión, base de la felicidad &c, 7. Piezas sacadas de la santa Escritura, 8. Discurso sobre la supresión de los conventos de monjas y nueva educación de las mujeres, 9. Dirección sobre la educación del Delfín, 10. Lecciones de una directora a sus educandos, 11. Discurso sobre la educación pública del pueblo, 12. Nuevo teatro sentimental, 13. Discurso sobre el lujo y la hospitalidad, 14. Los caballeros del Cisne, 15. Conducta de Mdma. Genlis después de la revolución, 16. Discursos morales y políticos, 17. Los pequeños emigrados, 18. Manual del viajero, 19. Herbani moral, 20. Las madres rivales, 21. El pequeño Labruyere, 22. Nuevo método de enseñanza para la primera infancia, 23. Los votos temerarios, 24. Proyecto de una escuela rural para muchachas, 25. Nuevas horas, 26. La señorita Clermont, 27. Nuevos cuentos morales, 28: Recuerdos de Felicia, 29. Continuación de esos recuerdos, 30. La duquesa de la Valliere, 31. Reflexiones sobre la misericordia de Dios por Valliere, 32. Monumentos religiosos, 33. El conde de Corke, 34. Alfonsina, 35. Madama de Maintenon, 36. El sitio de la Rochela, 37. Saint Clair, 38. Belisario, 39. Alfonso o el hijo natural, 40, Arabescos mitológicos, 41. La casa rústica, 42. La botánica histórica y literaria, 43. Influencia de las mujeres sobre la literatura francesa, 44. Observaciones críticas sobre la literatura del siglo XIX, 45. Examen de la obra: Biografía universal, 46. El diario imaginario, 47. Los pastores de Madian, 48. La señorita Lafayette, 49. Los ermitaños de las lagunas Pontinas, 50. Historia de Enrique el Grande, 51. Juana de Francia, 52. Diario de la juventud, 53. Los batuecas, 54. Memorias del duque de Dangean, 55. Cuadros del conde de Forbin, 56. Zuma, 57. Diccionario de las etiquetas de la corte, 58. Viajes poéticos de Eugenio y de Antonino, 59. Aventuras de Julián Delmours, 60. Petrarca y Laura, 61. Almanaque de la juventud, 62. Emilio o la educación por Rousseau, 63. Catecismo crítico de moral, 64. Siglo de Luis XIV, 65. Palmira y Flaminia, 66. Manual de Piedad, 67. Juegos campestres de los niños, 68. Seis novelas morales y religiosas, 69. Comidas del barón de Holbach, 70. Empleo del tiempo, 71. Los prisioneros, 72. Los ateos consecuentes, 73. Memorias de la condesa de Genlis sobre el siglo XVIII y la revolución francesa, desde 1756 hasta 1830, 74. Comidas de la Mariscala de Luxembourg, 75. Memorias de Madama Bonchamps, 76. Proverbios y comedias póstumas. Mr. Dumonceau ha publicado El espíritu de Madame Genlis o retratos, caracteres, máximas y pensamientos sacados de sus obras.
Publicado 8 de abril de 1849
Ana Ward nació en Londres el 9 de julio de 1764 y a la edad de veintitrés años se desposó con Guillermo Radcliffe, graduado de la Universidad de Oxford y estudiante en derecho, que abandonó la carrera del foro y llegó a ser editor propietario del diario The English Chronicle. Poco tiempo después de su matrimonio ella comenzó a dar libre vuelo a su imaginación, publicando los Castillos de Athlin y de Dumbayne, luego Siliciano. Estas dos novelas, que aún no anunciaban la celebridad que la autora debía obtener, fueron seguidas de la Selva o la Abadía de Saint Claire y los Misterios de Udolfo que, traducidas en casi todas las lenguas de la Europa, bien pronto ilustraron el nombre de la Señora Radcliffe. El Italiano, que publicó después, tuvo un suceso prodigioso. Allí se encuentra en el más alto grado una imaginación sombría, escenas terribles, pasiones violentas y una complicación de misterios que, a pesar de la total ausencia de verdad, lanzan el terror en el alma del lector y dejan una impresión profunda. Las descripciones de los sitios de la Italia, de Suiza y del Medio día de la Francia, que se admiran con tanta razón en las composiciones de la Señora Radcliffe, hacían creer que ella hubiera visitado esos países. Sin embargo, aunque los editores de la Edimburg Review (mayo, 1823), pretenden que ella acompañó a su marido a Italia, en calidad de adjunto a la embajada inglesa y que allí tomó ella entre las ruinas de los viejos castillos, el gusto de lo pintoresco y de las sombrías supersticiones que después hizo tan feliz empleo en sus romances; es constante que la Señora Radcliffe antes de 1794 no había dejado Inglaterra y que en esta época solo hizo un viaje a Holanda.
Más de un error se ha dejado correr con respecto a la Señora Radcliffe, se ha pretendido que privada de su razón y viviendo largo tiempo reducida en una casa de campo del condado de Derby, estaba perseguida por los diablos que en otro tiempo ella había evocado y que era la víctima de todos los terrores con que había espantado a sus lectores. En fin, todavía joven y llena de vida, se dijo que había muerto en una edad muy avanzada y se le atribuyeron muchas obras cuya publicación ninguna parte había tenido.
Ana Radcliffe ha muerto en Londres el nueve de enero de 1823, a los cincuenta y nueve años de edad, habiendo, en 1822, pasado a Ramsgate en busca de algún alivio a la enfermedad de pecho que la afectaba hacia doce años. En su juventud fue una mujer muy hermosa, era pequeña, pero las facciones de su cara admirablemente proporcionadas y su tez, sus ojos y sus cejas tenían una belleza perfecta. Había concebido un sentimiento completo de las maravillas de la creación y de los encantos de la música. Toda melodía, aún la del idioma, ejercía sobre ella tan gran poder, que se complacía en hacerse recitar en su lengua los más bellos pasajes de los autores
griegos y latinos, cuyo sentido no conocía sino por la traducción literal que se le vertía después.
En el mundo era tímida y desconfiaba de sí misma, pero siempre llena de benevolencia y extraña a toda rivalidad femenina o de autor. La célebre literata inglesa, Mis Carbauld, ha formado el siguiente juicio crítico de su compatriota:
“Aunque toda producción buena sí misma de su autor derechos a nuestros elogios, una mayor distinción debe consagrarse a las obras que pueden ser contadas entre las primeras de todo género, tales son incontestablemente las novelas de miss Radcliffe, en las cuales se descubre un genio de una especie poco común. Desdeñando el conmover las pasiones sobre el tipo de los romances ordinarios, ella turba el alma por el terror y la agita con la certidumbre. Ella prolonga y exalta al mayor grado estos sentimientos por revelaciones misteriosas y por las oscuras advertencias de un invisible peligro. El teatro de sus prestigios es ahora una torre derruida por los siglos, ahora las vastas salas de castillos solitarios o el laberinto de sus escaleras espirales, ahora claustros sonoros y naves desiertas o bien abrojales desamparados, selvas sombrías, precipicios retirados o la mansión salvaje de los bandidos. Son los paisajes y las figuras de Salvador Rosa. Los personajes están en armonía con los lugares de la escena, sus complots son atroces, sus crímenes extravagantes y la fisionomía inglesa no se encuentra en estos cuadros, pues, la perversidad está tomada de un color más negro que la de los bandidos que habitan la tierra bretona y parecen pertenecer, en cierto modo, a un nuevo género de genios maléficos. Pero, el espanto producido por las maquinaciones del crimen y el presentimiento del peligro, la Señora Radcliffe tiene la maestría de unir otra especie de impresiones todavía más poderosas. En todas las almas susceptibles de experimentar la influencia de la imaginación, existe el germen de yo no sé qué temor supersticioso de un mundo sobrenatural, que nos hace aceptar fácilmente la idea de un comercio con él. La soledad, las tinieblas, el murmullo ahogado de los sonidos, las formas vagas, el pasaje rápido de los objetos que se deslizan en la oscuridad, imprimen en el espíritu el sello de un vago espanto. Aunque estas ideas se despierten a la lectura de las obras de la Señora Radcliffe y aunque ya en el punto de levantar la cortina que oculta la región terrible de los fantasmas, ella descubra todas las causas sobrenaturales y desvanezca los prestigios en su desenlace, no por esto es menos cierto que el lector ha recibido la impresión completa”.
El célebre Francisco José Chenier en su Cuadro de la literatura francesa, dice:
“Estos diversos romances ofrecen un carácter fuertemente pronunciado de situaciones terribles, de bellas descripciones de Italia y del medio día de la Francia, enérgicos cuadros, golpes teatrales y algunos ecos de Shakespeare. De este genio eminentemente inglés, que hace dos siglos todavía fecundiza a su patria en los varios géneros de imaginación. Estos romances considerados en su conjunto se afectan a una sola idea de grande importancia, pues, lo maravilloso allí domina exclusivamente. En los bosques, en los castillos y en los claustros se ven espíritus, espectros, genios celestes o infernales. El terror crece, los prestigios de acumulan, la apariencia casi toma la forma de realidad y cuando llega el desenlace todo se explica por causas naturales”.
De resto Mr. Chenier comete un error al suponer en esto un objeto filosófico a la autora, pues, es evidente para todos los que han leído sus obras, que ninguna intención hay de esta especie, la imaginación se muestra solamente, ella trata de producir efectos y no apoyar doctrinas, en crear ilusiones y no en destruirlas, en pintar y no en probar. La señora Radcliffe ha escrito: 1. Los castillos de Athlyn, 2. El Siliciano o los Subterráneos del Castillo de Manzini, 3. Los misterios de Udolfo, 4. Viaje a Holanda, 5. La Abadía de Saint Clair, 6. El Italiano o el confesionario de los penitentes negros, 7. Gastón de Blondeville y algunas poesías fugitivas.