EL DUENDE: Antología 2

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1. PROSPECTOS

Publicado 3 de mayo de 1846

Un periódico sin prospecto sería como una casa sin puerta, o como una misa sin introito; así como una apertura sin ópera, o como un prólogo sin libro o una cabeza sin cuerpo. Fuerza es, pues someternos a la ley universal y dejar a un lado la necia pretensión de singularizarnos, pues sabido es que, tanto en el mundo físico, como en el moral, político y literario y como en todos los mundos posibles, que todos son uno solo, el que quiere hacerse singular, se hace ridículo; (para no usar palabras de dos acepciones) se convierte en el mingo y en el hazmerreír de la sociedad. Esto es tanto más corriente, cuanto más débil, pobre y menguado es quien tal cosa intenta; y como nosotros nos consideramos tales, salvo la opinión de personas más respetables y de sesudos lectores, la cual respetamos siempre, siempre, como si fuese la propia nuestra, queremos seguir el uso dominante, y dejarnos llevar a la corriente prospectiva, más bien que la retrospectiva, como decía no sé quién.

Es un principio inconcuso de moral universal y aun de teología dogmática que en todas las cosas el porqué es lo más esencial: para nosotros es tal vez más esencial el conqué; pero para dar gusto a todos y dárnoslo a nosotros mismos, vamos a indicar por qué, para qué y con qué se publica este periódico. En primer lugar, se publica porque nos ha dado la gana de publicarlo: nos ha entrado la comezón, como decía el chapetón Lara. Se publica para hablar en él de todo lo que nos venga a mientes, porque somos granadinos, ciudadanos de Nueva Granada, aficionados a meter nuestra cucharada en algunas cuestiones, tal cual amantes a la literatura, de las artes (liberales, que no mezquinas, serviles, ni bolivianas) y por esto queremos abrirnos un campo, aunque estrecho, para echar a volar lo que nos ocurra sobre todas las cosas, si tales pueden llamarse. El con qué se publica… será no solo el papel, los tipos y la tinta, sino el medio real con el que cada hijo de vecino quiera contribuir. Por lo pronto contamos con cinco amigos que se nos han suscrito para leerlo de sobremesa a la hora de cenar; de manera que si El Duende sale de la tienda del Sr. Vélez con diez personas que lo compren, podemos contar de seguro con cincuenta suscriptores, calculando a cinco por ejemplar. Y serían doscientos si hubiéramos tenido la monstruosa ocurrencia de suponer que lo comprasen cuarenta personas. ¡Ojalá que la cuenta nos resultase al revés, es decir, que cada suscriptor tomase cinco suscripciones! Entonces, ¡qué cosas no diríamos de este público benévolo!

Para prevenir la pregunta que algún lector curioso pudiera hacer acerca del nombre de este pobre aventurero, diremos que los periódicos se han dividido y se dividen en varias clases, según sus nombres, y estos indican ordinariamente el carácter del papel (a lo menos el que sus editores creen que tiene), sus conjugaciones principales son

las siguientes: a la primera pertenecen las Banderas, Pendones, Pabellones y demás de esta familia que indican un partido que se levanta; esta es una clase exaltada, por lo regular incendiaria. A la segunda pertenecen los observadores y todos los acabados en or: Pensadores, Investigadores, etcétera; estos la echan de filosóficos, imparciales juiciosos. A la tercera los Correos, Postas, Mercurios, Vapores, Heraldos y demás afanosos y noticieros. A la cuarta los Iris, Esperanzas, Auroras, Olivas, Coronas, Ecos, Misceláneas, etcétera; esta es la especie romántica y sentimental, que en todo la ha de haber. A la quinta los Republicanos, Patriotas, Imparciales, Nacionales, etcétera. A la sexta las Gacetas, que es el género especial. A la séptima pertenecen los Globos, Cóndores, Águilas, Faros, Atalayas, Vigías, Soles, Cometas y todos los que se remontan para observar desde una región elevada lo que pasa en el suelo. Finalmente, en la octava se colocan los Siglos, Épocas, Tiempos, Días, Noches, Tardes y demás de este jaez. Escogiendo entre estos diversos géneros, el mejor partido que hemos podido tomar es el de enrolarnos en la séptima clase, es decir, en la de los volátiles; pero no queriendo ser tan frágiles como un globo, ni tan carnívoros como un ave de rapiña, ni tan inmóviles como un faro en la mitad del océano, ni tan tenebrosa como una noche, nos hemos vuelto Duendes. De este modo conseguiremos remontarnos (siempre es algo estar encima), verlo todo, olerlo todo, introducirnos en lo más recóndito, no para maldecir, ni calumniar, ni herir reputaciones, sino para aclarar estos misterios de Bogotá tan misteriosos, estos ocultos manejos, estas intrigas y estas compañías. El Duende, pues, está dispuesto a tirar piedras, a perseguir a las cocineras, a las beatas y a los muchachos; y aunque él en su calidad de Duende, y de duende granadino, es independiente, porque el mismo Dios lo dejó entre cielo y tierra, cuando en su terrible cólera lo arrojó a puntillazos del cielo por alzado, consiente en someterse voluntariamente al imperio de la ley, único que reconoce en este mundo terrenal, y a responder ante ella con pedradas que tire, advirtiendo que su intención no es descalabrar; ni hacer tuerto a nadie, que hartos descalabros y tuertos tenemos.

Este es el Duende. Por lo demás dirigirse al Sr. Antonio Vélez.

1.2 PROSPECTO DEL TERCER TRIMESTRE DEL DUENDE

Publicado 18 de octubre de 1846

Vamos adelante. He aquí ya el Duende en su tercera estación, que es como si dijéramos la primera caída que dio el Redentor cuando iba (o lo llevaban) para el monte Calvario, después que los Jerusaleños lo habían ido trayendo propiamente de Herodes a Pilatos, y habían tenido la ocurrencia de echarle encima un par de vigas regulares de grandes

para que no fuese desocupado. Y, en efecto, no es menos pesada la cruz que va cargando el Duende, y que tendrá que cargar hasta que llegue al Gólgota (que será el día que lo descubran); pues no es nada menos esta cruz que la cólera injusta de varias personas que se han creído, sin razón, retratadas por el pincel duendil, las amenazas, y palizas ofrecidas espontáneamente, los petardos de los que quieren leerlo a todo trance sin que les cueste nada, lo que es lo mismo, pegando la gorra, y por último las cinco mil y más jeringas que tiene que aguantar el que se mete a Duende, o a Redentor, que para el caso viene a ser lo mismo. En cuanto a los clavos y demás herramientas necesarias para la crucifixión como son los yerros de imprenta, los reclamos de los suscriptores, y las disputas con Don Antonio Vélez, estos cargan los piranchicos, que son los cajistas de la imprenta, el repartidor, el vendedor, etcétera; y aunque mortifican al pobre Duende estas molestias, al fin ellos también tienen sus dolores de cabeza y por esta parte siquiera lo alivian del peso.

Pero esta pasada de cruz no la carga el Duende solo; Cirinéos tiene quienes se la ayuden a llevar de grado o por fuerza, y esos Cirinéos son las personas que el público ha sindicado como Editores de este papelucho, las cuales por consiguiente participan, por ahora, de la resposabilidad legal y moral; haciendo de esta manera repartible o divisible el mal, como decía mi condiscípulo Bentham, que no había oído, sin duda, aquello de que mal de muchos, consuelo de tontos.

Cada uno tiene su cruz en este mundo: la del marido honrrado es la mujer gazmoña o coqueta; la de la mujer virtuosa, el marido jugador o tramposo; la de los padres buenos, los hijos calaveras; la de los escritores públicos, el público, los impresores, los gorristas; la del labrador, las contribuciones, el diezmo (que no es contribución); del granizo, el verano; la de los frailes, el arzobispo y los jesuitas; la del arzobispo y los jesuitas, los demócratas; la de los ecuatorianos, el niño Juan José; la de María Cristina, el coronel Muñoz; y viceversa; la del general Mosquera, Libertad y Orden; la del infeliz que tiene que seguir un pleíto en Bogotá, ciertos doctores y ciertos tinterillos, que son una verdadera vorágine; la de ciertos militares, no es una sola, sino muchas, que sabe Dios cómo las han ganado y con qué derecho se las cuelgan al pecho. En fin, sería el cuento de nunca acabar ponerse a hacer la relación de las cruces con que su Divina Majestad ha querido obsequiar a todo ciudadano del mundo; baste decir que cada uno tiene la suya, así como su ángel de la guarda, y esta consideración hace al Duende soportar con paciencia la que le ha cabido en suerte y seguir adelante con ella sin chistar.

Por fortuna, hasta la presente el Duende ha abogado, si no con viento en popa, por lo menos, sin perder el rumbo y sin tener grandes tormentas y temporales que arrastra; ha ido caminando poco a poco, pero con seguridad y ha llegado felizmente a su tercer jornada sin contratiempo de mucha consideración que digamos. Ahora bien,

lector benévolo, ¿qué más exigís de él, qué reconvenciones de carácter serio podrías hacerle?, ¿no ha llenado su objetivo, no ha cumplido sus promesas? Ha llegado pacíficamnete a su tercer trimestre sin meterse con nadie y sin que nadie se meta con él. ¡Qué más le pedís para lo venidero! ¿Moderación?, ¿decencia?, ¿buen tono?, todo eso lo hallaréis (aunque le pese decirlo) en los veintiseis números que habéis leído hasta la fecha. Él no ha insultado ni satirizado a nadie, no ha zaherido a persona alguna, no ha mentado nombres propios (pues, casi todos los que ha estampado son ajenos), no se ha introducido en el santuario de la vida privada, no ha tocado la tecla fastidiosa de la política, no se ha elevado o, más bien, deslindado a la diplomacia, ni a las profundidades financieras, no ha injuriado, no ha maldecido, no ha calumniado, no ha denigrado, no ha vilipandiado, no ha ruborizado, no ha avergonzado, no ha atacado, no ha levantado falso testimonio, ni mentido, no ha jurado en falso, no ha deshonrado, no ha ultrajado, no ha vejado, no ha despedazado a nadie; por el contrario, ha procurado ser atento y cortés con todo el mundo, franco, urbano, comedido, enemigo de la indirecta y, sobre todo, claro como el agua que mana de la roca para evitar dudas y confusiones. Testigos de esa verdad, más que nadie, son las personas que se han tomado la molestia de remitir remitidos para las columnas del Duende, muchos de lo cuales han sido rechazados por contener personalidades y burlas indignas de la gravedad y circunspección de este papel que, por otra parte, es jovial y festivo.

He aquí lo que el Duende ha sido, es, y continuará siendo, si Dios le da vida, salud y licencia, y si en esta tercera estación no cae de manera que no pueda volver a levantarse, cosa que no es de esperarse, pues ni le faltan materiales, ni le faltan tipos, ni papel, ni tinta, ni prensa, ni suscriptores, ni lectores (aunque sean de gorra), ni tiempo , ni nada de lo que constituye y puede sostener un periódico tal cual acreditado.

¡Ea, pues, señores Libertad y Orden, Cristiano Errante, Albor y demás campeones que estáis en la liza! Veremos cuál se cansa primero. El Duende apuesta cien pesos (que deposita en la jefatura política) contra diez, a que no será el primero que se retire de la arena tipográfica; pero, eso si, conservad vuestra dignidad, vuestro puesto, y ved bien lo que hacéis: vos, señor Libertad y Orden no me escribáis ereis en lugar de sois, como en vuestro número veintiseis, porque no es posible imaginar un disparate más grande: ereis no es palabra castellana, ni tiempo de verbo alguno, no es nada, no es más que un disparate.

Vos, señor Errante, haced más cortas vuestras digresiones, si no queréis que se lo cuente al Dr. General. Vos, señor Albor; corregid mejor vuestro papel, y no insertéis en él versos como los de Una visita. El Duende, de quien ya dijo el hombre más amable del mundo (el Dr. V.L.)

Castigat riendo mores, Restaurant, café y licores. —

El Duende procurará… ya iba a hacer promesas en tono de prospecto de verás, perdonen ustedes este desliz. Antes de concluir, hará varias advertencias para inteligencia y gobierno de los lectores.

1. Todos los domingos sale infaliblemente, mejor dicho, los sábados por la noche ya está fuera, pues él, aunque jóven del día, ha adoptado la antigua costumbre de afeitrase el sábado por la tarde y mudarse de ropa limpia el mismo día por la noche al tiempo de acostarse, para estar listo al otro día temprano.

2. Que el domingo sale de la imprenta y entra a la casa de los suscriptores a hacerles la visita de costumbre; pero que cuando tal cosa deja de suceder, no debe atribuirsele la culpa de esta falta de la que es únicamente responsable su conductor. Sabido es que el Duende camina en pies ajenos.

3. Que tampoco es responsable sino de los yerros de entendimiento, memoria y voluntad, que son las tres potencias aliadas que deciden de la suerte del escritor, como si dijéramos la Ingleterra, la Francia y los Estados Unidos, pues de los yerros de la imprenta solo es responsable el cajista, que algunas veces suele ser incorregible.

4. Que igualmente responsable el Duende de lo que diga, más no de lo que dejare de decir.

5. Que las condiciones de suscripción, venta, agencia y demás, continúan de la misma manera que hasta aquí. Esta advertencia se hace particularmente para los que quieran redimirse del cargo de conciencia de pegar la gorra.

6. Que si el número de suscriptores no ha pasado de doscientos, es porque no ha llegado todavía a ese número y sin llegar, no puede pasar.

7. Que un filarmónico, amigo del Duende, le ha ofrecido para el presente trimestre remitirle varios artículos biográficos, bajo el título de Galeria de artistas célebres, con el objeto de dar a conocer a los principales ingenios que han brillado en las bellas artes.

8. Que aunque vean en la imprenta a los señores Ulpiano González, Lorenzo María Lleras, Domingo Maldonado, Pedro Madrid, José Caicedo Rojas, José María Saíz, Vicente Lombana, Bernando Alcázar, Antonio Castro, Telésforo Rensón, Florentino González, Vananco Restrepo, R.E. Santander, Manuel Pardo, Antonio J.

Irrisari, J.F. Merizalde y otros, no les achaquen el Duende, pues estos señores van a la imprenta a negocios muy ajenos del Duende, tales como El salvá reformado del señor González, la Gaceta del señor Caicedo, la Historia crítica del señor Irrisari, Nuestras costas incutas del señor Madrid, etcétera.

9. Que aunque por ahora no puede presentarse tan gordo como esperaba, esto no ha dependido de su voluntad, sino de que en estos días ha tenido una indisposición pertinaz, aunque ligera, de estómago, proviniente de los cambios bruscos de temperatura y de los sustos que le han dado con la noticia de la venida de Flores y con la amenaza de quiebra de un comerciante antioqueño que tiene seis mil pesos.

Con que lector mío, buen ánimo y no hacer la cara seria cuando os riáis. La imprenta del Duende es en la esquina que llaman de las Masas, y la tienda del señor Antonio Vélez en la tercera calle del Comercio, número 76, debajo de los señores Malos (es decir, debajo de la casa).

1.3 PROSPECTO CUARTO TRIMESTRE DEL DUENDE

Publicado 17 de enero de 1847

Varia y mudable, como los tiempos, ha sido la carrera de este diminuto periódico, visto con indiferenca al nacer, querido y mimado en su infancia, aplaudido y festejado en su adolescencia y hecho el blanco de un furioso enemigo gratuito, áspid venenoso, en su juventud; él ha tenido que seguir el impulso que le han dado las circunstancias. Propúsose en un principio un fin inocente y tal vez benéfico, escribió de costumbres, mina que se explota en todos los países civilizados. En bien de la moral, propúsose recoger noticias curiosas, relativas a la crónica extranjera y doméstica; y en su entusiasmo por el periodismo, y agradecido de público, que tan bien lo había recibido, creyó que podría consagrar con el tiempo algunas páginas a la literatura, no para enseñar, si no para discutir, y que antes de terminar el tercer trimestre ya estaría explorando este hermoso campo… Pero el Duende se vio precisado a extraviarse del camino emprendido, a internarse entre la maleza y a enterrarse en el lodo. El público sabe la causa y la historia de este astravío, así es excusado hablar de él; pero en adelante los lectores del Duende lo verán volver al sendero abandonado, alegre y triunfante, despreciando a sus enemigos y haciendo cuantos esfuerzos estén en su poder para divertir y complacer a sus favorecedores.

Nada tiene que ofrecer el Duende en su cuarto trimestre: el programa anunciado en un principio es invariable: costumbres, crónica, versitos, charadas, avisos, caricaturas, nada de polémicas, nada de cuestiones personales, nada de nombres propios;

paz y armonía con todo el mundo, et in terra pax hominibus; nada de oposición, nada de ministerialismo: el Duende se ríe de todo lo que le parece risible, se burla de la oposición cuando desbarra, satiriza a la admnistración cuando esta lo merece.

Si pudiere de vez en cuando aumentar su volumen para publicar alguna bella producción literaria, ya nacional, ya extranjera, lo hará con el mayor placer, sin que por esto aumente el precio de venta. Como prueba de que esta no es una vana promesa, los lectores hallarán (si ya no lo han hallado) en el presente número, la muestra que les ofreció el Duende de la bellisíma prosa de Gertrudiz Gómez, uno de los mayores ingenios feméniles que han comido pan, si es que los ingenios pueden comer. Si esta muestra fuere bien recibida, el Duende, no echará en saco roto la buena diposición del público y continuará recogiendo y publicando aquellas producciones, que, sin desdecir de la naturaleza de este periódico, sean por su mérito dignas del público y acomodadas a su gusto.

Bien sabe el Duende que a pesar de estas promesas, no muy difíciles de cumplir, por cierto, no dejará él de tener enemigos ocultos y aún descubiertos, ¡Quién no los tiene en este mundo! Bien sabe que nada le han de valer su modestia, su desconfianza propia, su ninguna vanidad, sus buenas intenciones y sanos deseos; pero también sabe que no teniendo su consciencia cargos graves que hacerle, que estando a cubierto de un fallo condenatorio por parte de este juez inexorable, la calumnia, la envidia, el rencor morderan en vano una reputación adquirida a fuerza de dulzura, afecto y buenos modales.

Poco importan, pues, al Duende los enemigos que sus inocentes travesuras hayan podido o puedan granjearle; pero no está por demás que sepan que cada uno tiene su modo de divertirse, el tahur se divierte jugando, el pintor haciendo caricaturas, los diplomáticos jugando al ajedrez con los simples, los usureros y ajiotistas haciendo calentos y esparciendo falsas noticias, la coqueta peloteando a sus amantes, el gazmoño rezando, el militar narrando, el empleado rascandose la cabeza, etcétera… ¿Por qué no ha de haber, pues, quién se divierta, pintando las costumbres de su país con su colorido propio, para que las malas se corrijan y las buenas se mejoren? ¿Por qué no ha de haber quién se divierta en ridiculizar al charlatán, al jactancioso, al pedante; riéndose del ignorante, del cándido, del militar mandria; en castigar con su penca sátirica al usurero, al avariento, al empleado sin probidad, al eclesiástico sin moral, al casado sin pudor? ¿No será esto mejor que divertirse uno solo sin provecho general? Las diversiones egoístas, de que otros no pueden participar ni sacar fruto, son las peores diversiones del mundo.

Terminará este prospecto haciendo las advertencias que son de cajón en todo prospecto, porque han de saber nuestros lectores, si no han caído ya en cuenta de ello,

que no hay prospecto chico o grande, bueno o malo, político o literario, que no termine haciendo ciertas advertencias más o menos numerosas, más o menos sustanciales, más o menos inconducentes al objeto que se propone el que escribe.

Las del Duende son por hoy las siguientes:

1. El Duende pide perdón de cualquier ofensa o agravio que involuntariamente haya irrogado a cualquier persona, de cualquier sexo, edad o condición. Este acto de franqueza, lejos de humillarlo, cree el Duende que los honrrará, en concepto de la parte sensata del público.

2. El Duende aumentará ocasionalmente de volumen sin aumentar de precio, para lo cual publicará folletines escogidos. De esta manera cree el Duende pagar la deuda de los claros y lagunas que ha dejado en algunos números anteriores y al mismo tiempo divertir a sus favorecedores con artículos amenos.

3. Y esta es la mejor de todas, habiendo muerto D. Romualdo Ají, a resultas de un ataque de apoplejía fulminante, el Duende no volverá a ocuparse nunca jamás en hablar de él. El Duende respeta las cenizas de los difuntos, aunque no hayan muerto quemados o, para no hablar en metáfora, no quiere remover momias ni calaveras, que bien se están entre la putrefacción en que yacen. Está seguro el Duende de que este anuncio será el más agradable que pudiera hacer a sus lectores.

4. Este prospecto no se publicará en lo sucesivo al principio de cada trimestre, como hasta ahora lo ha hecho, sino cada año. Debiendo formarse un volúmen que contenga los principales artículos que se han publicado en cada año en el Duende, parece más cómodo que el prospecto vaya al principio de cada volúmen.

5. Concluye aquí el prospecto y entra el Duende en materia.

2. CARTAS

2.1. CARTA DE MI TÍA

Publicada 3 de mayo de 1846

Monserrate 2 de mayo de 1846

Estimado sobrino el Duende

Como me aseguraste la otra noche en el Pico de la Guacamaya, que ibas a hacer una salida pública el próximo domingo, el día del Patrocinio de Señor San José y de la invención de Santa Cruz. Y como sé que tu no faltas a lo que ofreces, doy por cierta tu salida y mi celo maternal (o tiatal) se apresurará a quitar de tu camino los escollos con que tu inexperiencia tropezar pudiera y ¿de qué modo mejor lo conseguiré que dándote los consejos que la práctica y el conocimiento de nuestras gentes me sugieren? Día grande sin duda es el que has escogido para tu exhibición o debut y esta circunstancia sola bastaría para presagiar el buen éxito de tu carrera; empero hay que atenerse a presagios y es indispensable que oigas y atiendas a mis consejos.

Y sea el primero: Procurar no tropezarte con vetustas costumbres populares, o a lo menos no muy de frente, porque esto es necedad.

Y el segundo: no enfadarte al aspecto del místico entusiasmo de nuestra época, porque en nuestra tierra todos los entusiasmos son pasajeros, hasta los buenos.

Y el tercero: dar el lado a la milicia fantasmagórica, porque el poder físico, aunque no se haya adquirido por heroísmo, siempre es poder.

Y el cuarto: ser atento con las notabilidades improvisadas, porque si no, no valdrás un comino.

Y el quinto: no hablar de estos ni de los otros P. P. porque es tiempo perdido.

Y el sexto: no ir al teatro sino con la intención de divertirse inocentemente con lo que veas y oigas; porque lo demás hace suponer refinada malicia o intenciones no muy puras.

Y el séptimo: no hacer oposición, porque no hay cosa más desagradable que tener que oponerse, sea al que fuere.

Y el octavo: no irse rastrero hasta el tablón del solio, ni tomar el incensario (a no ser en la iglesia), porque habrías de ensuciarte y quedas feo.

Y el nono: no darte importancia (o tono) ni echarla de buen hablante, porque cuando menos lo pienses te ponen en berlina.

Y el décimo: hablar de lo que te parezca, sí, pero no con aire magistral y como sí tú solo supieras lo que dices; porque ya no son tan bobos tus paisanos.

Y el undécimo; no empeñarte en candidaturas, porque eso se queda para los candidatos.

Y el undécimo (que guardo para después); no busques de mis preceptos, querido sobrino, mira que yo he visto a muchos (no duendes como tú, sino figuras de cuerpo y alma) meterse en eso y salir (si es que han salido, porque algunos se han quedado en la prensa) rotos y maldiciendo de la sociedad próximos a un suicidio.

Con que, por ahora, no hay más que decirte: no dejes de venir al Pico a darme cuenta de todo lo que te pase y todo lo que veas de tu ciudad.

Tu tía, La Bruja.

2.2.

CARTA A MI TÍA

Publicada 10 de mayo de 1846

Mi respetada tía la bruja

Calle de la 3ª. Orden fecha ut supre

No sabe usted en la que me he metido tía de mi alma, o diré mejor, si lo sabía y no me desanimó como debiera. Estoy lo que se llama sofocado, pero… como bruja que es, y bruja vieja, ¿no está impuesta ya de lo que me ha pasado? Y bien, aunque todos lo sepan, voy a referirle mis aventuras en la primera salida que hice, porque no espere que yo pueda ir a verla, quien sabe hasta cuándo, pues el señor Cualla me tiene en prensa y dice que no me dejará salir sino los domingos como si fuera un colegial o algo peor.

Pues bien, salí de la imprenta como a las diez del día y sépase que madrugué donde el señor Vélez, quien me colocó junto a otros compañeros que refunfuñaron al verme y un momento después una voz de muchacho que decía: “Mi amo Fulano que le mande todos los papeles que hayan salido”. Ya se figurará usted que el corazón (no sé si los duendes podremos decir que tenemos corazón) me dio saltos al oír esa pala-

bra todos, pues era claro y patente que ella me comprendía a mí también y, en efecto, Don Antonio fue cogiendo de uno en uno repitiendo sus nombres, hasta que llegó a mí diciendo: “El duende”, a cuya voz el muchacho abrió tantos ojazos. Ahí van, dile a tu amo que valen tanto y que ojalá lo diviertan, que la Gaceta no ha venido, pero en su lugar le mando La libertad y el orden. No había partido el muchacho cuando entró un negro a preguntar si había salido “el papel del amo Alfonso” y se le satisfizo al momento. Un señor después pidió el Día y otro La libertad y el orden y otro su suscripción y otro (un caballero, en la extensión de la palabra) pidió todos los papeles y ahí fui también enrolado. (Paréntesis: esta voz todos suena tan bien, me entusiasma de tal suerte que no sé qué me sucedería si en mi segunda salida todos dijesen todos).

Pues, tía, en resumidas cuentas, como nadie sabía que yo había salido, pues no anuncié mi función o mi beneficio, pocos, muy pocos me conocieron. Yo esperaba contraer muchas relaciones aquel día, sin embargo, a mi segunda salida será otra cosa.

Ahora vamos a lo que vi en esta santa ciudad. Pero, ¡imposible que alcance una carta de a pliego para tantas cosas! Fui en manos de un presbítero por toda la calle real y vi caras nuevas, cuerpos nuevos, es decir, nuevos para mí, no por sus fechas; vi en tres esquinas, cuerdas colgadas como para maroma (luego me dijo un estudiante que aquí se ponían los tres únicos faroles que alumbran a los cuarenta y tantos miles habitantes y suspiré diciendo: “así habían de colgar a todos los faroles”. Vi montoncitos de gente, los cuales alguno de los que formaban leía como predicando Libertad y orden o Día (¡nada de Duende!). Vi en la plaza la gran obra municipal que no querían que nos hicieran, vi el mono de la pila, testigo eterno de las transacciones mercantiles concernientes al estómago, confidente de bostezos y miserias, de citas, contrabandos y reventas, así como de grandes paradas vísperas, procesiones, toros y numerosos fusilamientos. En fin, hablarle a usted de este sujeto histórico sería nunca acabar. Viéndolo estaba yo cuando se acercaron a mi presbítero dos militares, un abogado (de pobre, se entiende) y un comerciante, que por distintos caminos llegaron, con otros cuyas profesiones no adiviné, que es mucho decir, y uno le preguntó:

— ¿Qué lees, hombre?

— Hombre, el Duende.

— ¿El Duende?

— Si.

— ¿Y qué dice?, Preguntó otro.

— Dice…

— Presta, hombre. ¡Hombre! ¡Un duende tangible! Un duende en los tiempos de ahora, en el siglo XIX, ¡Siglo de la polka, individualismo y positivismo!, ¡Un duende!...

Miedo me estaban dando ya tantas exclamaciones y afortunadamente mi presbítero me abandonó a uno de los militares, quien mirándome de arriba abajo como que me cogía cariño, pues me sonreía y me volvía a ver con más atención. En seguida un doctor de cara amarga y largo levitón se acerca a mi dueño y después de una seca cortesía se empinó para verme y dijo: “ya lo vi, ese es aquel vejete que ha venido del Ecuador, y si no es él, es el Dr. M… (No recuerdo las demás letras), y si no es el mismo de los cubiletes, o si no…”. Calla, malhadado adivinador, le hubiera yo gritado si dado me hubiera sido el hablar, yo no soy ese, ni aquel, ni esotro; soy un duende, y nada más. Por poco me hace aquel maldito figurón renegar de este mundo exótico, exiguo, exigente y execrable.

Réstame solo decirle que llegué tan manoseado a un puesto de guardia, que no me hubiera conocido ni usted misma. Sin embargo, por allá cuando la noche se iba adelantando, alguien al que no tuve tiempo de conocer, me cogió furtivamente y me guardó en su bolsillo, circunstancia que (aunque chupé mi buen susto por creer que era que me ponían preso) me proporcionó la fortuna de ir al Coliseo, en donde mi nuevo poseedor me sacaba para verme en los intermedios. ¡Qué bonito es esto!, decía yo. ¡Si lo habrá visto mi tía! En efecto, el alumbrado, las señoritas, los señores, la música, todo me tenía encantado, pero lo que más me sorprendió fue que cuando yo creía, en vista del numeroso personal de lo que llaman orquesta, que me iba a atolondrar el ruido de los instrumentos, tan solo percibí el sonido de tres o cuatro, pues los demás, aunque estaban en manos (o bocas) de vivos, que tenían por delante sus respectivos papeles, no sonaban. Ya se ve, lo harán por consideraciones al auditorio y dirán que con el elefante (como llamo yo al violín grandote), con los platillos y la tambora hay sobra. De lo que es drama no puedo decirle porque no vi ni oí, a causa de que mi señor me metía en su bolsillo al alzarse el telón.

No quisiera acabar sin comunicarle cosas del congreso, gran suaré o soirée como dicen los franceses, pero ya es demasiado larga mi carta y solo le adelantaré que probablemente le pongo mi veto a algunos de sus preceptos.

La suerte quiera que usted sane pronto de la acoja para que pueda venir en mi auxilio.

Su respetuoso sobrino, El Duende.

2.3 CARTA DOS A MI TÍA LA BRUJA

Publicado 24 de mayo de 1846

Cumpliendo mi promesa continúo dando a usted sucinta noticia de lo ocurrido en esta capital durante el tiempo que he permanecido en ella. Ya usted puede figurarse que lo más importante que hay que ver en ella es el Congreso, esa asamblea monumental, piramidal y nacional. La asistencia a las Cámaras es de primera y última necesidad para imponerse del estado y los negocios públicos, para conocer la política del país, la marcha de la opinión, la situación y sobre todo los hombres, si es que todos los que están dentro de la barra lo son. Es fuera de lo ordinario la expectativa en que se halla esta población y aún yo mismo (que no hago parte de ella), con motivo de las cuestiones que se discuten y que nos traen revueltos y agitados. Sí, señora, estamos en el cordonazo de San Francisco, los huracanes se han desatado, las olas se han embravecido, los truenos nos ensordecen, los vaivenes del buque son tales que no ponemos tenernos en pie, parece un hombre achispado. Después del aspecto parlamentario de las cosas, que no es una situación común, he estado aguardando a ver si S. E. se estrellaba contra las armas de la República, quiero decir, contra la viñeta que las representa o contra el que las hizo representar en ella. Lo primero lo hemos visto, lo segundo... Este acontecimiento no sería cosa de despreciarse y él formaría época en los anales de este país, si es que este país ha de tenerlos. Por supuesto, yo sentiría mucho no hallarme en esta capital para asistir a esta función.

Pero volviendo a la situación parlamentaria, ¡qué horror!, señora, ¡qué horror! Todos parecen locos, todos parece que han salido de un convite, (no interprete usted mal, lo digo por lo mucho que hablan) ¡Qué algazara!, ¡qué babilonia! uno habla, otro interrumpe, otro pide la palabra, otro se la arrebata de entre las manos o, mejor dicho, de entre la boca, como si la palabra fuera algún hueso. Otro hace una moción, otro llama al orden, otro introduce un proyecto (como si los proyectos fueran tintas o clisopones1), otro hace una interpelación y todos gritan, todos patean; el cartagenero porque no le dan puerto franco, (¡vaya si son francos los señores cartageneros!), pero con toda franqueza se les ha dejado con el pulgar en las narices; el antioqueño porque no le dejan hacer legalmente el contrabando, su divisa dizque es ¡contra Obando! (¡ah perros!); el payanense porque no se arriendan las rentas públicas, a ellos era a los que debía arrendarse (“arrendar, atar y asegurar por las

1. Hace referencia a las planchas de metal para la composición de la imprenta.

riendas”, según el Diccionario de la lengua española); el obandista2 porque no le dan guerra con el Ecuador, ya nos darán guerra ellos a nosotros los granadinos. Los arroyos ya no murmuran bajo las ricas arboledas, sino que braman, los gatos pardos y no pardos maúllan infernalmente, los caballeros se mesan las barbas, las señoras se rebujan en sus mantillas como el marisco en la concha, el guerrero no festeja sus glorias, los buenos lloran, los malos ríen, los blancos temen una guerra de colores, los negros se tiran las motas, los calvos (no teniendo que jalarse) invocan a todos los santos, los serranos o montunos ven por todas partes hoyos abismos y precipicios y todos ellos hacen más bulla que el huracán en la espesura que borda las orillas del río. Si Santacruz tuviera un nieto y este viniera a mandar en nuestros días, no se habría armado tanta tremolina, ni se acendrarían las torres abajo con semejante terremoto. En este maremágnum, en esta negra bulla infernal, nadie se entiende ni se atiende, nadie se escucha y nada se hace. Sin embargo, el río de plata que se sumerge en este mal proceloso no para su curso, ni lo parará hasta el postrer minuto del postrer día de la provechosa prórroga.

Volviendo a hablar sobre los concejos que usted me ha dado y a los cuales, como usted sabe, me he reservado el derecho de poner el veto cuando así lo halle por conveniente. Diré a usted que el primero es extra temporáneo e impertinente, dice usted que “procure no tropezar de frente con viejas costumbres”, ha de saber usted que nunca me he metido con las costumbres, ni tampoco con las viejas y mucho menos de frente, porque en verdad es una solemne necedad. Así es como buen cachaco, en cuyo gremio me he enrolado, me petan más las cocineras mozas para tirarles piedras, echarles tierra en las ollas o esconderles la escoba, que no las viejas. Tanto venero yo las costumbres que no quiero decir lo que vi en noches pasadas en un baile de los que llaman de tono. ¡Qué cosas, señora!, ¡qué colorines!, ¡qué trajes!, ¡qué figurones, parecía un baile de disfraces! Bendiga Dios el mal gusto de algunas personas para vestirse.

Aunque el teatro es escuela de costumbres, según dicen los que tienen menos costumbres, creo no cometer un grave pecado en repetir lo que oí decir al salir de la última presentación. Hablaba un artesano (que no es de la Congregación) con su mujer (de él), era un dialogo interesante:

— ¿Oíste la abertura?

¡Qué había de oír!, si todo el mundo converso y, sobre todo, mayormente, que yo no entiendo jota de esas aberturas.

2. Tras la separación de Ecuador de la Gran Colombia en mayo de 1830, estalló un conflicto conocido como “La guerra del Cauca” en el que se disputaron los territorios de Popayán, Pasto y Buenaventura. Los combates estuvieron dirigidos por José María Obando y a quienes lucharon se les conocía como obandistas.

Si no era la jota lo que tocaban, sino quien sabe qué diablos.

¿Sabes lo que he observado? que no hay comedia sin cartas.

Observación exactísima: no hay comedia, drama (traslado a la noche), tragedia, melodrama (traslado pa’ la misma), sainete o farsa en que no haya, cuando menos, una carta que leer, que casi siempre es el comodín para hacer la exposición de la pieza.

Pero ya me alargo demasiado, aunque no soy resorte, ni caucho y terminaré aquí para continuar cuando el señor Cualla me de licencia.

Su respetuoso sobrino,

El Duende.

3. NARRATIVA

3.1. HISTORIA DE UNAS TARJETAS: REFERIDA POR UNA DE ELLAS

Publicada 31 de mayo de 1846

A nosotras nos hicieron en París, en casa de un francés regordete, pero como tenemos dos partes, es decir, la sustancial o pastosa y la del grabado, que realmente es más sustancial que la primera, diremos que el tal francés hizo el cartón que consideraremos el cuerpo y otro francés, de pelo colorado, puso el nombre del señor Federico Chupeda, que será lo que consideraremos como el alma. La primera operación no es tan limpia que podamos describirla a nuestros lectores, baste decir que, a fuerza de apretones, de vueltas, de sobijos y pulimentos en el cartón salieron estos pequeños rectángulos, paralelogramos o paralelepípedos tan blancos como la nieve, tan tersos como el cristal y tan brillantes como la porcelana. Se nos empacó en grandes cajas del mismo cartón y se nos envió al grabador, que nos compró como si fuésemos negras, siendo así que éramos tan blancas. Éramos como doscientas hermanas codas a aguantar el apretón para nosotras encima a Don Federico y volvernos una misma cosa con él identificándonos con su persona. Cuando llegamos a casa del grabador nos dejó descansar por unos días, pero después se nos sometió al duro poder de una prensa que nos dejaba estampado a Don Federico con todas sus letras y nos hacía sus fieles representantes en cualquier parte en que nos hallásemos; por manera que Don Federico Chupeda de carne y hueso, como cualquier animal, es granadino y el Federico Chupeda de cartón es francés. Casadas de este modo tan estrechamente con este señor y llevando por divisa su nombre, nos fuimos con él para Bogotá embarcándonos en un cofre forrado en cuero negro y no volvimos a ver luz hasta Santa Marta, donde, a Dios gracias, ni nos registraron ni cobraron derechos por nosotras. Hicimos un viaje feliz hasta la capital, sin avería, sin mojarnos, sin sufrir las picaduras de los mosquitos, pero en compensación nos ahogábamos de calor dentro del cofre.

Nuestro dueño y señor puso parte de nosotras en su toilette y parte en su pupitre y cada vez que salía de casa se metía diez o doce en una linda carterilla de concha nácar y nos llevaba en el bolsillo del frac. Cuando entraba a una casa y no encontraba a los señores de ella o no estaba de humor de subir a hacer visita, dejaba una de nosotras al criado o donde primero le ocurría. ¡Cruel separación! Entonces fue cuando comenzamos a dispersarnos como judíos por todas las casas y a vernos aisladas; bien es verdad que solía suceder que hubiésemos tres o cuatro en una misma casa, pues en el transcurso de algunos meses hacia Don Federico varias visitas en ella. De aquel tiempo data nuestro conocimiento del mundo, desde entonces comenzamos a ver gente, a presenciar intrigas, a ser testigos de enredos y devaneos, en fin, a abrir los ojos sobre cosas que no sabíamos. La primera amistad que yo tuve fue con los señores Manuel Rodríguez, Silverio Casas, Crisóstomo García, W. Turner, Ambro-

sio Pérez, Amalia de Fonteclara, Clara Fonseca y otros varios individuos de ambos sexos, es decir, con sus representantes, que eran de todas otras tantas tarjetas que estaban confusamente mezcladas y prendidas en el marco dorado de un espejo. A mí me había tocado una de las esquinas del dichoso espejo, en donde se me había colgado para tapar un roto o desportillado de la luna; desde allí me divertía en observar a mis compañeras de infortunio, tan distintas entre sí, tan feas o tan bonitas según el gusto de sus respectivos dueños. Unas eran blancas como el ampo nieve, otras azules, otras coloradas, otras verdes y en fin, de tantos diversos colores que parecíamos una caja de obleas; cuales con dibujos y estampados en que se representaban festones, guirnaldas, coronas, cupidos, palomas, corazones, flechas, cadenas y hasta emblemas de comercio y artes, cuales con dorados entintados había mariposas y ninfas; cuales con letras manuscritas ¡qué divertidas letras y qué letras tan feas!, cuales con caracteres sencillos y candorosos como sus dueños.

En fin, en cada tarjeta estaba pintado un dueño. Del espejo en donde habíamos presenciado las coqueterías de una joven que tenía pretensiones de bella. Las muecas que hacía estudiando las posiciones románticas, la sonrisa picante, la mirada lánguida; desde ese espejo donde habíamos presenciado los misterios ocultos, las miradas profanas, los apretones de corsé (porque la niña se vestía en la sala principal), el arrebolado del rosa con blanco y carmín, la iluminación, los labios, la colocación de los falsos besos, la inspección de la ajena dentadura y compañía. Desde ese espejo pacienzudo y discreto pasamos a una canastilla de paja, en donde, como un nido de pájaros, se nos expuso sobre una mesa para que nos mirasen los curiosos. Afortunadamente, aunque yo había caído debajo de mis compañeras, en una de las revoluciones que un muchacho que estaba de visita había causado en la canasta volteándonos y derramándonos encima de la mesa, me tocó quedar encima de todas y pude continuar observando lo que pasaba. Vez hubo de acercarse a la mesa la joven con un galán y con pretexto de admirar las figuras de Sévres, le decía este al oído:

— Ídolo mío, al menos si usted no me ama, no haga alarde de ello delante de Eugenio; pero acabemos de una vez y oiga yo mi sentencia, aunque me cueste la vida.

Y cree usted posible que a usted ningún hombre…

Por Dios, Carlota, ¡no me haga usted penar más!, esta noche a las once estaré bajo su ventana y entonces…

¡Bueno!, pero apártese usted que nos oyen, no faltaré.

Escenas como esta se repetían todos días con todos los jóvenes que visitaban la casa y nosotras aguantando el gorro. Por último, la familia se fue al campo, la casa quedo por del rey, es decir, en poder de los muchachos. ¡Aquí fue Troya! Yo vi salir seis de mis compañeras de entre su linda cárcel para ser ajusticiadas por esos pedazos de gente. Unas tijeras más cortantes que las de la parca convirtieron a Don Crisóstomo García en fichas de lotería y al señor Turner en golosa, otros fueron quemados en la vela como herejes, otras fueron a parar a un aljibe donde, si no morían ahogadas, se deshacían como lazarinas y otras fueron convertidas en devanadores. Tocándome mi turno, ¡oh, desventura!, ¡oh, condición miserable! Primero fui a la cocina, anduve sobre los fogones, el gato me araño mi luciente tez, dormí largo tiempo en un canasto de costura de una criada con varias chucherías y salí de allí, olorosa a albahaca, para ser agujerada con un alfiler. Sobre mí o, mejor dicho, sobre Don Federico escribieron los muchachos sus nombres y los ajenos, hicieron garabatos fantásticos, firmas y dibujos espantables. Para colmo de mi desdicha me vi manchada con moras, enmelotada de dulce, pringada con manteca, emporcada con tizne y, en últimas, me arrojaron a una canal maestra, donde me encontré con Doña Amalia de Fonteclara, que ya antes había sido condenada a aquel confinamiento gatuno. Allí, lamentándonos de nuestra suerte, hubo que sufrir que las arañas y otros insectos se apoderasen de nosotras hasta que llegó el invierno y el primer aguacero nos arrojó al patio de donde fui recogida por un pordiosero y llevada en su mochila a su miserable albergue.

Por fortuna, aunque en tan triste situación, vivo tranquila y libre de sustos. Esta ha sido mi vejez y en ella he querido escribir mi vida y aventuras, para lo cual el cielo me ha deparado entre las curiosidades del anciano pordiosero un mal lápiz y algunos pedazos de papel mugriento y raído.

Esta habrá sido, poco, más o menos, la suerte de las otras gemelas que nacieron a un mismo tiempo conmigo, hijas de un mismo padre y esclavas de un mismo señor.

3.2. UNA ESQUINA

Publicado 6 de septiembre de 1846

Si yo fuera a referir cuanto he visto y oído en esta esquina, tendría que escribir más volúmenes que los que hay en la biblioteca; por eso dejaré en blanco el espacio que hay desde el día en que la esquina salió de manos del obrero y quedó bajo el dominio del público, hasta el día veinte de julio de 1810, época en que comenzó la patria, aunque con el sobrenombre de boba y empezaré el apunte de los recuerdos desde ese memorable día.

El día veinte de julio de 1810 una multitud de gente se agolpó en mi esquina con motivo de haberse descubierto que en la silla de manos que acababa de pasar iba Don José Llorente ocultándose de la vista del pueblo. Y desde allí mismo, yo, que estaba entre la multitud, vi a poco tiempo los destrozos que se hacían en las habitaciones de dos paisanos de Llorente. ¡Qué calentura reinaba en aquellos momentos! Entretenido estaba con las escenas, cuando a un rato hicieron en mi esquina dos sujetos, que no lo hicieron en mí porque no me veían, eran don Ignacio Herrera y don Joaquín Camacho que se dirigían al ayuntamiento y que pararon por un instante para tomar resuello y convenir definitivamente que debía exigirse del virrey Amar que consintiese en la reunión de una junta deliberativa.

Poco después, allí mismo, un oficial auxiliar encendió su tabaco con el de un mercader, echó una bravata y siguió. . . ¡Oh! todo lo que pasó en mi esquina aquel día y aquella noche, digno sería por cierto de que se leyera en letras impresas; pero eso que lo haga otro, yo estoy muy ocupado. Por cuya razón tampoco apunto lo que pasó en los días siguientes, baste saber que se efectuaba una revolución y cualquiera podrá figurarse lo que en días de revolución se hace y se hable en una sola esquina, pero en una esquina central, inmediata al teatro de los acontecimientos. No pocas escarapelas de F. VII vi desprenderse repentinamente de sus elevados puestos, para ser remplazadas por las nuevas divisas, no pocas caras variaron de gesto al llegar a mi esquina y descubrir desde allí el curso que tomaba la revolución. . .

¡No puede ser!, he comenzado muy atrás y si siguiera estos apuntes por orden cronológico, caería en el escollo que me he propuesto evitar: no acabaría en muchos años. Pero no puedo prescindir del antojo que tengo de hacer una reseña, no ya de los hechos relacionados con la historia, sino de lo que diaria y nocturnamente pasa en la susodicha esquina; para deducir al cabo, que ella no solo es una esquina histórica sino una esquina misteriosa, una esquina magnética.

Allí se para el comerciante en vísperas de quebrar y mirando a un lado y otro las tres calles reales, campo de sus especulaciones, sonríe malignamente o suspira. Allí atrapa el ducho introductor al novel detallador y le convence en un momento de que sus mercancías son las mejores, las más baratas y que los plazos son los más cómodos. Allí espera Remigio a Casiano para ir a hacer penar a sus adoradas pasando por sus ventanas sin acercarse a explicarles tantas cosas que ellas desearían saber. Allí el desocupado y limpio pasa largas horas meditando como hará una trampa para almorzar mañana. Allí el desocupado rico hace que hace. Allí, en coro, los estudiantes maltratan con la lengua al catedrático y el catedrático poco después pondera a un amigo suyo la vagabundería y espíritu revoltoso de sus alumnos. Allí el alto empleado se pavonea, mirando de soslayo al cesante que pasa y luego llega una de nuestras recientes notabilidades y parándose allí, exclama interiormente: ¡cuándo

seré yo presidente! Allí se exhibe el recién llegado de Europa, vestido a la última moda de Paris. Allí se quita el sombrero el que acaba de sacar su cabeza de entre las manos de Mr. Lion. Allí un corrillo de cachacos discute la reputación de ciertas señoras de elevada estirpe. Allí, por la noche, se reúnen tres o cuatro oficiales de taller a lamentarse lo poco que les paga el maestro. Allí espera el tahúr a su compañero para emprender el camino del garito. Allí suelta el solterón descarado su anzuelo para pescar lo primero que caiga. Allí el vago medita acerca de la necesidad que tienen sus semejantes de trabajar. Allí el usurero forma la resolución de no volver a dar su dinero a menos del tres por ciento. Allí, desde las once y media del día domingo, está de plantón Cosme, por ver entrar y salir de la misa de doce a la maga por quien está bobo de amor. Allí da tres a cuatro cabeceadas el mozo de buen humor. Allí el poeta cierra por un momento los ojos y halla el consonante que le faltaba. Allí el literato pichón discurre con sus condiscípulos de ayer, sobre el caos de la creación, sobre el clasicismo, el romanticismo y la ecléctica. Allí el forastero que entra por primera vez a Bogotá, pregunta dónde vive Fulano, en cuya casa debe apearse. Allí, en fin, en mi esquina, todos tocan, todos hablan, todos se paran, cuando menos a leer los avisos, todos hacen algo menos las mujeres y los frailes. Y allí es donde yo me divierto de día y de noche, por eso llamo yo esa esquina, la esquina del Duende.

3.3 UNA NECROLOGÍA EN AYUNAS

Publicado 14 de febrero de 1847

Era viernes, día verdaderamente fatal para la mayor parte de los habitantes de esta insigne capital, por las razones que yo muy bien sé y que nadie ignora. No es, pues, de extrañarse que en tal día y a tal hora (serían las diez y cuarto o, a lo sumo, las diez y veinte de la mañana) estuviese yo, el Duende, repantigado en una de aquellas sillas que, por una figura retórica o, mejor dicho, por una injusticia atroz, se llaman poltronas, siendo así que los poltrones son sus dueños o los que se sientan en ellas. No es extraño, decía, que estuviese arrellanado en mi gran silla de brazos, envuelto en mi robe de chambre, vulgo bata, con mi casquete, greca o birrete, vulgo gorro, con mis pantuflas o chinelas y leyendo… ¿Qué creen ustedes que leía?

— ¡Pssssss! Los Misterios de París.

¡Hombre, qué misterios ahora!

El judío.

¿Qué judío?, eso ya hiede.

Menos. Leía el Libertad y Orden y en él las sendas calabazas que llevan Martínez, Landínez, etcétera. Pero me distraigo. No extraño, decía, que a estas horas me hallase todavía en deshabillé matinal, pues siendo viernes, el almuerzo estaba todavía en la mente de la cocinera, en lugar de estar ya en mi estómago. El lector sabe muy bien que el viernes es día en que no se almuerza temprano, porque los criados toman el mandil, desde que Dios echa su luz, y el mercado les sirve de pretexto para regresar a medio día, a cuya hora llegan jadeando y sudando, abrumados bajo el peso de los canastos y costales, que no parece, sino que en realidad pesaran mucho.

Distraído con mi lectura y riéndome del señor don Judas y de su compañero, hacia mis comentarios, hablando solo como un demente y no conocía que el tiempo se pasaba. Ya había dejado aquel periódico y tomado la Gaceta y vuelto a leer los peregrinos proyectos que la adornan hace algún tiempo y hacía mis reflexiones sobre lo proyectistas que somos nosotros. En fin, había repasado todos los periódicos que tenía sobre mi mesa, había trashojado varios cuadernos, había bostezado, rascándome la cabeza, acariciándome la guacharaca y esperezándome cuan largo era, cuando ¡tun!, ¡tun!, golpean la puerta. Como no había en la casa quien saliese a ver quién era, tuve que hacerlo yo en persona. Abro y me quedo sorprendido al ver a don Clemente frente de mí.

— ¡Señor don Clemente! le dije estrechándole la derecha. ¡Usted por aquí a estas horas! Cuánto me alegro.

¡Ay, amigo! no se alegre usted que un motivo muy triste es el que me trae su casa.

Pues entonces lo siento mucho, pero entre usted y tenga la bondad de sentarse. ¿Y qué es lo que le pasa a usted?

Tal vez seré molesto, pero hay ocasiones...

Nada de eso. Usted está en su casa, mande usted con franqueza.

Ya sabrá usted que Aquiles ha muerto...

¿Aquel perro tan hermoso que tenía usted?

— No, señor, mi sobrino. Un sobrino que tenía en la provincia de Tunja y que nunca había venido a esta capital.

¡Oiga, no sabía!

Si, señor, era un pobre muchacho. Pero si viera usted, ¡qué amable!, ¡qué buenas disposiciones!

¿Y era casado?

Si, señor. Pero con motivo de su extremada pobreza había dejado a su esposa e hijos en la provincia de Vélez y hacía como cinco años que no los veía. Pero ya que hablamos de esto y, para no quitarle a usted el tiempo, le diré que venía con un empeño y espero que usted no me negará el favor que vengo a pedirle.

Señor don Clemente, usted sabe que tendré mucho gusto en servirle. Veamos.

Pues, señor, es el caso que, como llevo dicho, murió mi sobrino Aquiles y ya usted ve que la memoria de un joven como este no debe quedar sepultada en el olvido. Sería una lástima que el mundo no conociese las buenas cualidades y prendas estimables de aquel ciudadano. Con tal motivo he resuelto publicar un artículo necrológico en el Día, o en cualquier otro periódico, y este era el favor que esperaba de usted.

¡Pero si yo no soy editor del Día, ni de ningún periódico!, ¡líbreme Dios de semejante desgracia!

No quiero decir eso, sino que... pues, quiero decir... que usted se tomase la molestia de...

Si. Entiendo, entiendo.

Porque ya usted ve, yo no soy para el paso. En mi vida he escrito una sola línea para el público, no obstante que me he hallado en ocasiones en que pudiera haber escrito, no digo un artículo, pero hasta un cuaderno en forma de folletín.

Un folleto, querría usted decir, que no un folletín.

Eso es exactamente, ¿ya usted lo ve?, ¡si no hay cosa más fácil que decir disparates!

Si, señor. En toda la extensión de la frase.

¡Pues bien!

Pero, ¿qué quiere usted que yo diga? Si yo no conocí a su sobrino de usted.

Diga usted todo lo que le ocurra, el cuento es decir algo.

Tiene razón, las necrologías no son el mejor medio para juzgar de los muertos, por lo menos para llegar a un término aproximativamente justo, es preciso tomarlas con un descuento de un setenta y cinco por ciento.

¡Sí!, yo bien sé que hoy una necrología es un vale de deuda pública cuyo valor real dista tanto del nominal como la tierra del sol. Y a propósito de esto, yo no sé por qué los llaman vales cuando no valen nada.

Estas son anomalías, don Clemente. También hacen diferencia entre deuda consolidada y deuda diferida, siendo así que todas las deudas del Gobierno son diferidas.

Tiene usted razón. Yo creo que la diferencia que debiera establecerse sería (salvo la mejor opinión) la de deuda consolidada y deuda líquida, porque la primera parece indicar una cosa sólida, dura, impenetrable y la segunda, por el contrario, una cosa que se vuelve agua, que se deshace, en fin, una cosa líquida…

Pero no se conoce esa denominación en la ciencia del crédito, sino otras, tales como las de flotante…

¡Vea usted, esta es magnífica!, porque flotante es una cosa que flota por el aire sin que nadie pueda asirla y que anda a merced del viento. Y no hay duda que las deudas de los gobiernos varían siempre de rumbo y dirección, según el viento de los trastornos, las revoluciones y según el poder de los ajiaquistas.

Agiotistas, querrá usted decir.

Exactamente. Además, flotante, entre nosotros, quiere decir el que echa flotas, frase que equivale a echarla de valentón, de rico, de sabio o a ofrecer lo que no se puede cumplir. Pero dejemos este asunto, que solo puede darnos materia para escribir la necrología del crédito nacional y vamos a lo principal, que se pasa el tiempo.

¿Con que me hace usted el favor?

Pero señor don Clemente, ¡si no hay cosa más sencilla que escribir una necrología! Esto se hace con los ojos cerrados, haga usted cuenta que está escribiendo una sentida carta sobre la muerte del muerto, tome usted la pluma y déjela correr guinda por el natural sentimiento que usted debe experimentar, pinte usted sencillamente su dolor por la pérdida del objeto querido y aquellas palabras inspiradas por un afecto tierno y sincero, serán la mejor necrología que pueda escribirse en toda la redondez de la tierra. Si usted intenta escribir una biografía, entonces la cosa varía de aspecto.

Pero eso es lo que yo no me siento con fuerzas para hacer, yo quiero que el articulito vaya algo floreado, con algunas frases elegantes, pensamientos elevados, imágenes bellas; en fin, ya usted me entiende, una cosa pulida.

Pues bien, lo haré. Pero necesito para ello que usted me de algunas noticias y datos acerca del difunto, a saber: su edad, profesión, carácter, condición social, etcétera.

Si usted quiere, como el tiempo urge, pues el domingo debe salir el artículo, para ahorrar tiempo y trabajo, podemos poner manos a la obra y en ese caso usted puede dictarme y yo escribo, aquí, ahora mismo, sobre la marcha.

El lector puede figurarse el apuro en que me vi, sin poder negarme abiertamente, y al mismo tiempo hallándome en aquel estado en que dicen los bogas que la tripa larga le manda recados a la muela cordal, quiero decir, en ayunas y con el estómago pegado al espinazo. Pero tuve que ceder a una exigencia tal, no sin gran disgusto y mal humor, bien que dije para mí: “lo que ha de suceder mañana que suceda hoy”. Tomó, pues, posesión mi amigo, del sitial de mi escritorio y sacando un par de espejuelos montados en carey, cuyas extremidades estaban unidas por una cinta negra, se los caló y tomó una pluma que introdujo en el tarrito de las obleas, sacando tres o cuatro de ellas ensartadas, como quien se sirve ensalada de remolacha. Luego que rectificó su error, mojó en el verdadero tintero y me dijo: “ya estoy”. Pero al tiempo de dictar la primera palabra hallé que no sabía cómo encabezar el artículo: Discutimos un buen trecho lo que debería ponerse y al fin dije en voz entonada:

Escriba usted: Un suspiro y una lágrima.

¡Bravo! dijo mi amanuense. esto es lo que se llama poesía.

— Este epígrafe es digno de mi genio conciliatorio, pues yo no querría poner el suspiro solo y comerme la lágrima, ni tampoco poner esta y dejar aquel; además, el que llora tiene que suspirar a la fuerza. Aunque no siempre el que suspira se ve obligado a llorar.

Y usted supone que yo hago ambas cosas por la muerte de Aquiles. ¡Bravísimo! Mire usted, yo hallo este epígrafe, no solo poético, sino filosófico; porque las lágrimas, que pudieran compararse a las vertientes de agua salada que fecundizan los campos, son signo de profundo dolor, de cólera, de vergüenza y los suspiros indican ternura apacible, tristeza, melancolía, aflicción. Prosiga usted.

Seguí dictando. — La parca atrevida y despiadada, que nada respeta en este mundo...

Mundo repitió don Clemente, luego que hubo escrito.

Aguárdese usted, ¿cuándo murió su sobrino?

— Me parece que murió el primero…no, el cinco de febrero, es decir, del corriente, a las doce y treinta y cinco minutos de la noche.

Entonces no fue el cinco, sino el seis, porque de media noche para adelante se comienza a contar el día siguiente.

— Efectivamente. Pues pondremos que murió el seis a las... ¡¿a qué horas?!

— A la una menos veinticinco minutos de la mañana. Continuemos: “Que nada respeta en este mundo, ni la salud, ni la ciencia, ni la gloria, ni la juventud, ni las canas…”

Permítame usted, me parece un poco largo ese período.

No señor, ¡si él murió joven!

— Siga usted: “Cortó repentinamente…

— Tinamente…

— ¿De qué murió nuestro Aquiles?

De un costado que le cogió con motivo de haber…

¡Bien!, no íbamos tan descaminados con el adverbio: “Cortó repentinamente el hilo precioso de los días de un joven por mil títulos apreciable. Aquiles Paniagua vivía contento y feliz, gozando de las dulces caricias que le prodigaban su cara esposa y tiernos hijos y de las delicias de un lazo conyugal…”

Permítame usted, él no vivía con su familia. Ciertos disgustillos, y algunos atrasos en sus negocios lo tenían separado de ella.

No importa, ponga usted lo que dicto, si quiere conseguir lo que desea.

(Continuará.)

Continuación publicada el 29 de febrero de 1847

UNA NECROLOGÍA EN AYUNAS

(Conclusión.)

Usted me permitirá continuó don Clemente, que voluntariamente se había constituido en mi amanuense, como lo recordará el lector Usted me permitirá que antes de seguir adelante le haga algunas observaciones que me han ocurrido en este instante. En primer lugar, ha hablado usted de canas al principio de la necrología que estamos redactando y es preciso que usted sepa que mi sobrino no tenía canas, como que era joven.

Sí, sí, bien, sigamos.

Es que como usted me dijo que le suministrara datos... y como yo creo que las canas no son de los que yo le he....

— Luego veremos eso, en cuanto esté concluido el artículo.

También ha dicho usted que mi sobrino vivía en el seno de su familia, gozando de qué sé yo cuantas cosas…

¡Pero señor don Clemente! si no decimos esto, ¿qué quiere usted que digamos?

Si, pero es que los que saben que Aquiles no vivía con su familia dirán, con razón, que la necrología miente y como esta necrología por fuerza me han de achacar a mí que soy su pariente más cercano, resultará que el mentiroso soy yo.

Desengáñese usted, amigo mío, esto es lo que se estila, esta la regla y norma de esta clase de producciones. La necrología no es otra cosa que una elegía del género prosaico o un retazo en prosa del género elegiaco y usted sabe que en esta clase de composiciones lo que se ha hecho ab initio, se hace actualmente y se hará mientras el mundo sea mundo, es alabar y elogiar al que es el objeto de nuestro panegírico. Como del que ya ha muerto no tenemos que esperar ni que temer, aunque no suceda así respecto de sus parientes, dolientes o allegados que quedan vivos, los cuales pueden darnos o quitarnos algo, se dice regularmente en estas ocasiones: “aquí no peco”. Allá te van sahumerios al muerto, que serían capaces de asfixiarlo, si tuviera en servicio activo sus pulmones.

La verdad, señor de mi alma, es que no entiendo de tales lejías; por lo que respecta a los ajiacos de que usted habla, yo no conozco otros que los que me da mi mujer, o sea mi cocinera, a mañana, tarde y noche y de cuyas diferencias y variedades tengo, a Dios gracias algún conocimiento, por la mucha práctica que en cincuenta años he adquirido. Así es que a tiro de escopeta conozco y distingo el bienaventurado manjar papal, o de papas. Como a mí me dé algún olorcillo, aunque sea a tres cuadras de distancia, no necesito más para saber que por allí debe haber tienda con hoja de tallo. Lo que es en la mesa, señor de mi corazón, en la mesa es en donde puedo desplegar mis profundos conocimientos en la materia. Mire usted, tres son las especies principales de ajiacos que se conocen en la ciencia culinaria…

Por Dios, señor don Clemente, que no me vaya usted a asesinar con su disertación ajiaquística. Mire usted que ahora no tratamos…

No señor, permítame un instante, un momento; hay tres clases de ajiacos a saber: el ajiaco sallón, que vulgarmente se llama sancocho, porque apenas se halla medio cocinado o sancochado y ya usted ve que…

— ¡Señor don Clemente, por la Virgen Santísima, mire usted que estoy en ayunas!

La segunda clase es el ajiaco mazacotudo, apelmazado: este se llama así porque…

— Señor, tenga usted la bondad de atenderme y sigamos nuestro trabajo, pues de otra manera me veré forzado a dejarlo.

¡Muy bien, muy bien!, continuemos redactando.

— Pero, ¿qué es lo que no troncha, continué dictando. qué es lo que no siega su impía guadaña?

Guadaña... dijo el amanuense limpiando la pluma en la falda de la casaca.

¿Habíamos nombrado ya la guadaña?

No señor, me parece que no hemos dicho nada de esa señora tan impía.

¡Bien!: “La flor tierna y temprana que en el desierto yergue su tallo flexible, el guerrero invicto, el adalid famoso, que con su brillante espada dio a su patria días de gloria, el astro de la ciencia, el hombre que en profundas lucubraciones sorprendió a la naturaleza en sus más recónditos secretos, la virgen cándida y bella, la matrona…”

Pero, ¿a dónde vamos a parar con toda esta letanía?

— Tiene usted razón, hablemos de Aquiles. “Todos sucumben continué. al golpe de su saña feroz. Testigo de esta triste verdad el joven Aquiles, a quien lloramos espléndidamente, cubiertos de luto funeral. Este modelo de virtudes…”

Mire usted, aquí también exageramos un poco, porque el tunantuelo era algo calavera, no dejaba de menear los huesecitos de cuando en cuando y de empinar el brazo que era una gloria, esto así entre nosotros, por supuesto. Tanto que esta trae una de las causas del abandono de su familia. Gallero, no se diga, cuanto le puedo asegurar a usted que tenía cuatro gallos amarrados a las cuatro patas de la cama en que dormía con su mujer.

Con la de él.

Se entiende, de manera que a eso de las tres o cuatro de la mañana comenzaba un cuarteto de lo más divertido. El giro registraba en mi bemol, el gallino contestaba en fa mayor, el saraviado... ¡vaya, vaya!, si digo que…

No importa, continuemos: “Este modelo vivo de virtudes cívicas y domésticas, tan buen padre como buen hermano, excelente sobrino, inmejorable tío y admirable primo, este esposo tierno y solícito, este hijo respetuoso y obediente, este amigo fiel y decidido, este compañero en la desgracia, este Aquiles, en fin, que no nació de ninguna Tetis, ni mató a ningún Héctor, invulnerable, moralmente hablando, a los halagos, a la seducción, a la venalidad; este Aquiles moderno que prefirió una vida oscura y tranquila, a otra turbulenta y azarosa para hacer contraste con el Aquiles antiguo, este Aquiles pacífico, en fin, no desdeñó tomar las armas en defensa de los fueros patrios para combatir y pelear como león rabioso al lado de los más briosos capitanes, por la independencia y libertad de sus hogares”, resollemos aquí un poco y dígame usted ¿su sobrino hizo alguna campaña o fue militar?

No señor, ¡qué campaña, ni qué militar!, si era una liebre el pobrecito. Lo mismo era oír un tiro de escopeta, aunque fuese con taco nada más, que ya estaba entre

alguna alacena escondido o metido en algún zarzo. No le hacía usted coger una pistola en la mano por nada de este mundo, aunque el supiese que estaba descargada; porque él decía que el diablo suele cargar estas armas.

¡Adelante!: “Cinco lustros de una carrera brillante, consagrada al más cabal cumplimiento de sus deberes morales, políticos, religiosos y civiles...”

¿Y cuánto viene a ser cinco lustros?

¡Claro está!, ¿cinco por cinco...?

¡Veinticinco!

Pues eso he querido decir.

¿Y con qué conciencia voy yo a decir al público que mi sobrino no tenía más que venticinco años y a pintarlo como un jovencito de ayer?

Entonces borre usted ese periodo y sustituya: “Doce lustros de una carrera brillante…”

Permítame usted, doce por cinco... son… dos por cinco, diez, cero y llevo una… ¡Carambola, no es nada lo del ojo y lo lleva en la mano!, ¡¡¡sesenta años!!! Pues no es nada lo que le echa usted encima a mi sobrino…

Pero esto lo hace más respetable. Ponga usted, pues, en lugar de cinco, ocho y deje el período como estaba: “Ocho lustros y compañía lo hicieron acreedor al aprecio y consideración de sus conciudadanos, a la gratitud de la Patria, a las bendiciones de la posteridad, a las lágrimas de sus amigos, al eterno dolor de su familia y al grato y sentimental recuerdo de todos los que lo conocieron. Honrado hasta la pared de enfrente, bueno como el buen pan, hombre de bien a carta cabal, próvido y sin tacha en el manejo de los negocios, más exacto que un puntero, cumplidor fiel de su palabra, puntual como él, ¡jamás! Tuvo...”. Dígame usted, ¿su sobrino de usted tuvo algún pleito?

Es decir... pleito no. Lo demandaron varias veces, así, por cantidades insignificantes, por futesas que no valían la pena. De resultas de lo cual estuvo tres veces en la cárcel y el pobrecito, figúrese usted, que no estaba acostumbrado a estas cosas, aguantó la última vez en el bodegón nueve meses mortales...

Y eso, ¡¿por qué?!

Porque algunos malquerientes le achacaban quiebra, cuando no había tal quiebra, sino que había suspendido sus pagos de plazos cumplidos, porque... porque no tenía con qué pagar...

¡Hombre!, pues esto es algo parecido a una quiebra.

Sí, eso es lo que en mi tierra llaman quiebra; pero…

Estoy, estoy; el sobrino Aquiles seguía la máxima de aquel cierto personaje que tenía la costumbre de no pagar jamás sus deudas viejas y de dejar envejecer las nuevas. ¿Se acuerda usted de Llueven bofetones?, pero sigamos: “El joven Aquiles era un dechado de moralidad y un ejemplo patente del poder de los principios religiosos inculcados desde la niñez. Sí, como debemos creerlo, al buen ciudadano, al hombre honrado, virtuoso, próvido, sensible, patriota, liberal…”

Permítame usted, ¿y podemos decir liberal en estos tiempos o será cosa de que alguno se moleste?, porque ya ve usted, hay palabras apasionadas que no siempre pueden pronunciarse impunemente…

Si señor, en estos tiempos todo puede decirse: rara temporum felicitate. ¡Lúcidos estábamos con que un granadino no pudiera decir lo que le diera la gana! Los granadinos siempre han pensado lo que han querido, han dicho lo que han pensado y han hecho lo que les ha venido en talante. ¿Por qué han de ser de peor condición los granadinos de ogaño que los de antaño?

¡Es cierto! Sigamos redactando.

“Si, como debemos creerlo, al buen ciudadano, al hombre honrado, virtuoso, próvido, sensible, patriota, liberal, activo, industrioso, amable, pacífico, valiente, obediente, paciente, inherente, inocente, benéfico y sencillo le es acordado en la mansión de los justos, el justo galardón de tantas y tan sublimes virtudes; no debemos dudar que a la fecha se halla Aquiles Paniagua”, subraye usted con dos líneas el nombre para que lo pongan en mayúsculas, “que a la fecha se halla AQUILES PANIAGUA reposando en el seno del Padre y cantando con la celeste milicia alabanzas al Señor.”

Sí, señor, esto es muy cierto. y aquí dejó deslizar don Clemente una lágrima tibia por entre sus anteojos de carey, que viniéndola caer sobre el nombre de Aquiles, lo borró enteramente; circunstancia que halló mi amigo muy poética y sustanciosa, pues el nombre de Aquiles estaba borrado de los registros de los vivientes y dado de alta en el de los cielos.

“El sepulcro de Aquiles Paniagua no merece ser coronado por las manos del grande Alejandro, como lo fue el del guerrero de Troya, pero bien merece serlo por las manos del patriotismo, de la amistad y de la virtud, bien merece ser regado con blandas flores y con amargas lágrimas. Un amigo del difunto se complace en depositar hoy sobre la tumba querida del malogrado joven una guirnalda de

rosa y ciprés, rendirle el tributo de su dolor, única ofrenda que puede consagrar a su memoria.”

¿No le ponemos aquello de la tierra le sea ligera y descanse en paz? dijo don Clemente.

No, ya este pensamiento que Chateaubriand puso en su Átala, está muy manoseado, pero pudiéramos sustituirlo con algún otro, sea en prosa o en verso. Dígame usted, ¿su sobrino murió fuera de su país?

Es decir... murió en otra provincia, pero al fin, puede decirse que estaba en su país natal.

No señor, ni pensarlo; si estaba en otra provincia, él era extranjero allí, porque entre nosotros no se llama país natal sino la provincia en que uno ha nacido.

¡¿De manera que los pastusos no son nuestros paisanos?!

¡No señor, qué han de ser!, ni los veragüeños1 tampoco. Con que así, bien podemos ponerle el versito de don Ángel Saavedra que dice: “Que aún después de la muerte es gran desdicha / Sufrir el peso de la tierra extraña”.

En efecto, le viene como pedrada en ojo de boticario. No podía usted haber hallado cosa más apropósito.

Con esto dimos fin y remate a la malhadada necrología y don Clemente, después de haber rociado la competente arenilla, tomado los borradores, los dobló con cuidado y los metió en la copa del sombrero, con semblante entre dulce y agrio y, con visibles muestras de emoción, me dio las gracias por el servicio que acababa de hacerle. Después de lo cual salió precipitadamente y tomó el camino de la imprenta de Cualla y yo tomé el del comedor, en donde me aguardaba el sancocho, sobre el cual me había hecho una disertación gastronómica mi amigo don Clemente. Veremos hoy en el Día, si Dios y el impresor quieren, el resultado de este trabajo en ayunas, que cuento con que será el millonésimo de los de este género que se han publicado en aquel periódico.

1. Gentilicio utilizado para hablar de los panameños antes de la separación, pues una de sus provincias más antiguas es la de Veraguas.

4. DUENDES

Publicado 10 de enero de 1847

Era primero de enero y… ya los lectores saben lo demás, si no que el Duende fuera a Palacio en aquel día, célebre por tantos títulos y, sobre todo, porque en él comenzará a ejecutarse y cumplirse el reglamento de honores, o sea, el Ceremonial de Corte que tantos desvelos, afanes, angustias, vergüenzas y plata les cuesta. No tanto a su autor, como a los que a él están sujetos, es decir, al reglamento. El que dude si el Duende no ha estado ciertamente en Palacio, puede preguntarlo a los curiosos que a la puerta estaban, como quien espera una cosa inaudita y ellos dirán si lo vieron entrar con su porte marcial; pues que cómo no iba de etiqueta, no tenía por qué estar como corrido ni embarazado con la novedad del traje, a guisa de matachín sin máscara, ni fue acompañado, porque no necesita de compañeros participantes con quienes dividir la carga del ridículo, que afecta a todo lo que es nuevo y no bien recibido. Estuvo el Duende, sí señores, en Palacio y la verdad sea dicha, más bien por curiosidad, que, por la solemnidad del día, atendiendo a que ente nosotros los días de besamanos y felicitaciones se sabe que son las pascuas, el cumpleaños, o cosa parecida y reputamos como un extranjerismo la erección del año nuevo en día de sopitorios1. Extendíase también aquella curiosidad a saber si el presidente recibía cordialmente a todos sus conciudadanos, hasta al más infeliz gaznápiro, a quien le viniese en voluntad el ir a verlo, como acontece en semejante día en los Estados Unidos, donde los yankees sin más ceremonial, sin más atavíos, ni colgandejos, ni bandas van a verle los bigotes a su presidente. O en balde están tan atrasados, si no tienen honores ajustaditos al reglamento, ni saben qué cosa es etiqueta, ni democracia, ni nada que lo valga.

¡Entró el Duende a Palacio!, ¿y qué novedad es esta? Amigo personal del presidente, cofrade del Cristiano Errante y uña y carne con el bizarro capitán de la cachucha que de guardia estaba, claro es que tuvo la entrada franca y, además, comedimiento, atención y finura de parte de todos los introductores. Cuando ya estuvo (el Duende) en el ancho corredor del ancho barandón, se detuvo allí y luego se le hizo entender que el besamanos era estrictamente de Corte, es decir, que a él solo eran admitidos el cuerpo diplomático y los latos empleados; por lo cual apenas pudo fisgar a los que allí se reunían y lo que hacían.

No espere el buen lector, que este su apasionado (el Duende) le haga una descripción

1. Término coloquial caído en desuso.

de lo que el día primero de enero se presentó en Palacio. Si dijera que entre nosotros el traje de ceremonia debiera ajustarse en lo posible al común que la gente distinguida usa en iguales casos agregándole algún ligero distintivo, para evitar así que los visitadores no se sientan ni hallen mal con un traje que los pone al revés de los demás, que no saben llevar y que les viene ridículamente, sobre todo ese sombrerito al dos que les hace una figura tan desairada. Si se les dijera que aún admitiendo como ridículo e inusitado el vestido de los diplomáticos, por esto también debiera proscribirse y respondiera a esto que los hábitos antiguos, como las ceremonias y usos, tienen el sello de antigüedad que les ha impreso cierto carácter augusto y solemne, que los respetables, mientras que al presente no es ni puede ser elegante adaptar un traje caprichoso y fantástico, que no estando consagrado por el uso o una respetable tradición, forzosamente hace caer en ridículo a quien lo lleva. Y si en fin quisiera concluir, trayendo como prueba de que ni los altos empleados, ni el público miran bien un ceremonial que los asemeja a compañía de farsantes, porque en el jest se les conocerá a aquellos, que no se hallan bien con el disfraz y que con él andan como escondidas, como temerosos de que les griten ¡qué feo! Y los otros, es decir, la gente se ríe, cuchichea, se inventan a ir a ver a los disfrazados y mil ocurrencias por este estilo… Si todo esto lo dijera el Duende, ¡pobre de él! Al punto, aquel buen cristiano que tan aborrecido lo tiene, diría que es un maldiciente, un calumniador, ignorante y zafio, que no entiende ni palabra de achaque, de cortesías, ni de ceremonias, ni de etiqueta; que es un bárbaro republicano aferrado a esas ideas de sencillez, de ingenuidad y franqueza. Y que ni en tiempo de Herrán y Márquez, que son unos bárbaros, no hubo nada de todo esto que él llama pura fantasmagoría: dirían que es un Duende de muy mal gusto, mordaz, disparatado, periodiquillo, desabrido y vulgar, como también lo llaman otros adoloridos. A todo esto, el Duende no tiene otra que replicar, sino que habiéndose propuesto divertirse con todo lo que de público y notorio se reputa por ridículo, despreciable, mezquino y aún odios; en sus pasatiempos no hace otra cosa que ver, oír y escribir, de lo que todos dicen, todos critican, todos murmuran y todos ríen.

4.2 EL DUENDE EN UN BAILE

Publicado 23 de agosto de 1846

I.

Celebraba Don Antonio

El santo de doña Pepa

Y al efecto preparaba

Una alegre francachela;

Pues que, a fuer de caballero,

Juró, cuando era soltera,

Que aun después de casada

Había de hacerle fiestas.

Don Antonio no es hermoso:

Dona Pepa es algo fea

Él es brusco hasta el extremo:

Ella, en verdad, poco diestra

En esto de cumplimientos,

De sociedad y etiquetas;

Pero se quieren y basta

Para su dicha perfecta.

Gastan plata y buen humor,

Y cuando el día se acerca

Del Patriarca San José,

Entonces es que comienzan

Los recaudos y las compras, Los afanes y carreras

Para dar un bailecito

Y preparar una cena.

Y, aunque una vez en el año,

Esto siempre lisonjea

A la chusma de pipiolos

Que, a costa de la pareja,

Bailan, comen, se trasnochan,

Se divierten y recrean,

Y de los cuales no hay miedo

Que ninguno lo agradezca.

Uno de estos soy yo mismo,

Yo, que de la amable Pepa

Son amigo desde el año

Mil ochocientos cuarenta

En que un primo halló en casa

Buena acogida y franqueza,

Cuando andaba perseguido

Por causa de las revueltas.

Más esto no viene al caso:

Sigamos con doña Pepa.

En semejante ocasión,

Como lo dice ella misma,

Será don Pacho el primer

Chicharrón de la cazuela.

Me preparaba a salir,

Pues urgentes diligencias

Me llamaban a la calle,

Cuando tocan a la puerta.

¿Quién es? — Yo soy. — ¿Qué decía?

— Que si está mi amo don Pacho.

Ahí está. —dijo el muchacho.

¿Cómo le va? — ¿Qué quería?

Que le despachaba a decir

Mi señora doña Juana,

Que es su señor, que mañana

Tenga la bondad de ir,

Porque tiene una reunión:

Que es una cosa casera,

Y que sin falta lo espera

Al punto de la oración.

Hay aquí algún escondite:

Doña Juana o doña Pepa…

No señor, mi seña Chepa

Le ha encargado del convite,

Porque como está ocupada

Con el horno y amasijo,

Sobre el convite esque dijo

Que no podía hacer nada.

Decíle que bien está;

Que si no hay inconveniente

A su mandato obediente

Sin falta allá me tendrá.

A la mañana siguiente

Volvió a casa Magdalena,

Que así llamaba la criada,

(Aunque no hace penitencia)

Con recaditos de su ama

Que dispense la franqueza

Que va a tomarse conmigo:

Que le preste unas bandejas,

Cuatro azafates pequeños,

Un convoy y una docena

De cubiertos que le faltan:

Que perdone la molestia;

Y que tan solo me ocupa

Por lo mucho que me aprecia.

Entregué lo que dijo,

Aunque con cierta sospecha

De que aquella despedida

Había de ser la postrera

Que le daba a mi convoy,

A mis platos y bandejas;

Más no omití el cumplimiento

(Aunque de dientes afuera)

De encargarla que dijese

Que en lo demás que se ofrezca

Mi placer será servirles,

Pues que mi pobre despensa

Está a su disposición

Con todo lo que ella encierra.

Llegó al fin aquella noche

En que, de grado o por fuerza,

Tenía que divertirme

Y hacer cara placentera.

A las cinco, poco menos,

Arremetí la tarea

De acicalarme y prenderme

Como la mejor coqueta:

Aféiteme con desgano,

Puse en orden la melena,

Múdeme otra vez camisa

Con pereza o no pereza,

Me puse el chaleco blanco,

La casaca dominguera,

Los guantes de cabritilla,

El reloj con la cadena,

Y tomando la cachucha

Y una capa más que vieja

Salí pisando blandito,

Como gato por las tejas,

Pues llevaba por desgracia

Zapato y media de seda.

Atravesé veinte calles,

Pasé por cincuenta iglesias,

Y al fin cansado y molido

Sin farol y sin linterna,

Maldiciendo las tertulias

Llegué a la casa de Pepa.

Para colmo de desdichas

Cerrada estaba la puerta,

Que hay personas que dan baile

Y con cerrojo se encierran.

(Continuará.)

Continuación publicada el 30 de agosto de 1846

EL DUENDE EN UN BAILE

(Continuación.)

IV.

No faltarían algunos lectores que aguardasen que este artículo continuase en verso, como comenzó y a fe que tenían razón, porque aunque no es lo más común continuar y acabar las cosas como se comienzan, siguiendo siempre un mismo camino, sino variarlas todos los días, a cada instante, sostener una opinión al principio y otra al fin, presentar un proyecto hoy y combatirlo mañana, romper un discurso en estilo sublime, con énfasis, con elación y concluir como la mula de alquiler, ofrecer el oro y el moro en un periódico y no cumplir nada, no obstante todo esto, el Duende siempre ha sido formal en esto de cumplir sus promesas y ha tenido punto en pasar por hombre de bien, perseverante, fijo, inmóvil como Don Jorge.

Para evitar, pues, los cargos que sobre el particular pudiera hacerle algún lector poco indulgente o algún enemigo gratuito, anticipará y desvanecerá todas las suposiciones que es natural que se hayan aventurado. Que no es intención de engañar, parece que está demostrado. Tampoco es que al Duende se le haya extinguido la vena y no pueda continuar escribiendo en verso, porque sostener que lo que escribió en el número anterior no es verso, sino prosa en renglones cortos. Ha de saber el lector que de

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