|| NACIONAL || NacioNal ||
SÁBADO,S12 DE, SEPTIEMBRE ábado 12 Septiembre 2020 2020
20 8 crónica
Amores que hicieron historiA ¿Cómo eran Miguel Hidalgo y José María Morelos? ¿Cómo, más allá de esos instantes en que decidieron entrar en la historia? Lo sabemos, fueron seres humanos, con instantes de duda, de furia, arrepentimiento. Hay instantes, hay destellos de una vida privada, de la que se dice mucho, se especula más, y se imagina todavía más. Pero aquí están, con ese puñado de sombras en las manos; esos fantasmas en los que alguna vez anidó el amor.
Amores, los reales y los ficticios, de los caudillos insurgentes [ Bertha Hernández ]
P
ocas cosas tan arriesgadas que meterse con los sentimientos más íntimos de los “padres de la Patria”, porque de eso sabemos ¡tan poco! Pero la necesidad de comprender a esos hombres, que hace 210 años abandonaron la vida que su calidad de párrocos les había deparado, es lo que, a lo largo de estos dos siglos ha hecho que los mexicanos se pregunten por su dimensión humana, por los sentimientos que albergaron, por la gente que fue cercana a ellos. ¿Tenían familia, quisieron a alguien? Son cuestiones que hoy permiten que los habitantes del presente puedan entender a esos personajes a los que seguimos manteniendo en pedestales y a los que, cada tanto, nos empeñamos en bajar a la vida real, como personajes actores de la historia, y, por lo tanto, seres humanos. Tanto de Miguel Hidalgo como de José María Morelos, tenemos abundantes datos de sus periplos personales: dónde y con quién estudiaron; a qué se dedicaron y en dónde hicieron carrera eclesiástica. También sabemos de sus errores y sus aciertos; de la afición al juego de Hidalgo, y de los regaños que Morelos les propinaba a sus feligreses de la Tierra Caliente. Sabemos de los alcances intelectuales de Hidalgo, cuya vocación de teólogo era muy conocida en la Nueva España de finales del siglo XVIII, y de los esfuerzos que Morelos tuvo que realizar para poder estudiar y ordenarse. ¿Sabemos de sus familias? Sí. Conocemos detalles de los hermanos de Hidalgo, y del tremendo impacto que le supuso al que sería el líder de la primera campaña insurgente, la muerte de uno de sus hermanos, enloque-
De Morelos es conocido su negocio de arriería, y la frecuente correspondencia que mantenía, al respecto, con su hermana y su cuñado. Es decir, al igual que Hidalgo son seres humanos, con necesidades e intereses materiales y con naturales aspiraciones de progreso y prosperidad.
cido cuando la ruina alcanzó a la familia y tenemos el dato de que otro de sus hermanos, también sacerdote, ocupó por un tiempo el curato de Dolores antes que Miguel. También sabemos que, en aquella población, vivían con el señor párroco sus hermanas, y que, aquella madrugada de septiembre, ellas se levantaron también, para ocuparse de que les sirvieran chocolate a aquellos que, junto con su hermano Miguel. De José María Morelos conocemos también sus orígenes, y los empeños de su madre por que su hijo entrara en religión para recuperar una capellanía —un dinero dejado en herencia por un pariente rico para el familiar que hiciera carrera religiosa—, sabemos que se empeñó en tener, a fuerza de trabajo, una cierta prosperidad que, se dio cuenta muy pronto, no provendría de su empleo de párroco. Es conocido su negocio de arriería, y la frecuente correspondencia que mantenía, al respecto, con su hermana y su cuñado. Es decir, tanto Morelos como Hidalgo son seres humanos, con necesidades e intereses materiales y con naturales aspiraciones de progreso y prosperidad. Hidalgo no tiene negocios particulares, pero su talento le granjeó la simpatía de su obispo, Antonio de San Miguel, quien lo fue ubi-
cando en distintos “empleos”: de la rectoría de San Nicolás al curato en Colima; de Colima al curato de San Felipe Torres Mochas, y de éste a Dolores; en este último curato su sueldo eran tres mil 500 pesos anuales, una suma bastante considerable para la época. Si sabemos todo esto, del mismo modo en que abundan los testimonios y documentos de sus vidas como líderes militares, hasta el último día de sus vidas, ¿Nos puede extrañar que intentemos conocer sus sentimientos más personales, su vida amorosa, si la tuvieron? ¿Nos puede extrañar que se apartaran de sus ministerios o que lo mantuvieran al mismo tiempo que tenían una vida sentimental? Tal vez, la palabra clave en este momento, es “vocación”. No era extraño, pero no generalizado, que en la Nueva España se diesen casos de sacerdotes faltos de vocación religiosa: la milicia o la vida eclesiástica eran alternativas de vida en un mundo duro, difícil para los criollos, que jamás alcanzarían los puestos más altos de la escala sociopolítica del reino. En tiempos de Hidalgo y Morelos, había también sacerdotes “sin beneficio”, es decir, sin empleo, sin curato asignado, y por lo tanto sin sueldo. El problema de la vocación no se acaba con los dos grandes líderes insurgentes, sino que se menciona, a menudo, respecto de algunos de los sacerdotes que también se lanzaron a la guerra de independencia. Por lo tanto, ¿nos tendría que extrañar que Hidalgo o Morelos tuvieran parejas e hijos? No, especialmente, si nos adentramos en sus biografías.
DE LA FRANCIA CHIQUITA A LA ETERNIDAD. Es conocida la
anécdota según la cual, el talentoso cura de Dolores le suelta un pícaro, pero elegante piropo a los senos de Victoria de Saint Maxent, la criolla francesa cuñada del difunto virrey Bernardo de Gálvez, y esposa del Intendente de Guanajuato, Juan Antonio de Riaño. También se conocen las muchas historias, muchas sin comprobación de los sucesos en torno a la vida de Hidalgo en el curato de San Felipe Torres Mochas, donde su hogar fue conocido, para bien y para mal, como “La Francia Chiquita”. Ahí surgieron abundantes historias que hablan de un ánimo galante y amante de la diversión, que, a la hora en que la Inquisición quiso indagar. No halló pruebas y dejó por la paz al sacerdote. Pero calumnia, que algo queda. Hidalgo llegó a San Felipe en enero de 1793. No era un mal trabajo, después de un año pasado en su primer empleo como párroco, en Colima, y después de sus años como rector del Colegio de San Nicolás. Definitivamente, era progresar: cada nuevo trabajo era mejor pagado, con responsabilidades muy definidas: predicar, dar auxilio espiritual a los enfermos y moribundos, ayudar a los pobres de su parroquia y constituirse en el mejor ejemplo posible para sus feligreses. Aunque no oficiaba misa a diario —para eso tenía un equipo de clérigos auxiliares— Hidalgo cumplía con sus obligaciones, y aún le quedaba tiempo para dos de sus grandes aficiones: la música y la lectura. Se sabe que en esos días Hidalgo se dedicó a leer a Cicerón, a Demóstenes, a Esquines. Estudiaba a un teólogo apellidado Serry, a dos estudiosos de la Biblia, Natal Alexandro y Agustín Calmet —autor éste último, por cierto, de un curiosísimo trata-