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Acontecimientos de la vida

“…Muerte que representó más de una simple despedida del mundo, un testimonio profético, mensaje de profundo contenido…” (Jorge Amado, Los viejos marineros)

La Revista Porro y Folclor es una tribuna abierta para la reexión de la cultura popular, esencialmente en lo que corresponde al patrimonio material e inmaterial de la ciudad y el país. Dos hechos nos ocupan en ese sentido y están relacionados con la partida, en lugares equidistantes de la geografía nacional, de dos guras de la música tradicional, que sin duda entran a hacer parte de nuestra memoria colectiva y patrimonial. Primer Réquiem: Rey de la Parranda Mientras los medios colombianos se inundaban con los homenajes a Chespirito, nuestro humorista de la guitarra, Joaquín Bedoya, solo mereció unas pobres y escuetas esquelas, llenas de lugares comunes, registrando la muerte de alguien que por muchos años puso a bailar y a reír con su trabajo musical a varias generaciones. La Revista Porro y Folclor logró una entrevista, unos meses antes de su partida. Unas de las preguntas claves fue sobre su canción “Échele más agua a la sopa”. Esto dijo:

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“Imagínese, en un paseo de ollas vi yo a un señor, a una señora y a un niño, con una olla pequeña, muy pequeña, y dije la olla apenas es, no son muy buenos comelones, para el niño y los dos adultos, les alcanza. Se hicieron al pie de una quebrada en Bello. Ellos pusieron la olla pequeña, cuando van llegando dos o tres personas, que más hombre Arcadio y se van sentando en una piedra; al rato, van llegando otros dos más y al rato ya habían por ahí 30 personas, y yo dije hombre cómo va hacer este para darle almuerzo a estas personas con esa olla tan pequeña, ¿cómo va hacer? y yo riéndome solo, ni modo de echarle agua porque no le cabe a esa olla, y me dije, si eso fuera en la ciudad; de ahí fue donde saqué la canción, que le avisaran, que viene mi suegro con mi suegra, tres vecinos, dos amigas, y uno con una sopita, que hace, échele agua a la sopa, de ahí salió el disco”.

Segundo Réquiem: en una caja negra En Montería, en el mes de septiembre, como para guardar la tradición, pues allí también falleció Alejandro Durán, Enrique Díaz Tovar, el último de los juglares de esa generación, partió, posiblemente, en su caja negra e inundó, con su acordeón, los campos elíseos de San Pedro. Dueño de un estilo en el cual sus notas rudas y penetrantes en el acordeón, se convirtió en la gloria de María Labaja, pueblo de Bolívar, de donde partió a repartir su música y sus cuitas a lo largo y ancho de la comarca caribe. Recordada con humor y esperada con impaciencia por sus contertulios, fue la piquería que sostuvo en varias producciones musicales con Rúgero Suárez, oriundo de Sahagún, en la que no había reglas para dejar al otro en ridículo. En esta ocasión el duelo se traslada a las huestes celestiales porque Rúgero partió primero y allá lo esperaba para seguir en el aquelarre. Este es parte del testamento de Enrique Díaz:

El hombre que trabaja y bebe déjenlo gozar la vida porque eso es lo que se lleva si tarde o temprano muere.

Después de la caja negra, compadre, creo que más nada se lleve.

Todo el que tenga sus bienes que se los goce bastante. Goce lo más importante, ay, que goce con mujeres.

Marcos Vega Seña