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Carmen García de Merlo | El mayor sufrimiento fue dejar lo
Carmen García de Merlo
Algo más que unos cuerpos juntos es el amor, algo más que cinco dedos juntos es una mano, algo más que unos labios abiertos es un grito, algo más que una oración es la ternura.
Gloria Fuertes
Nací un martes 27 de marzo de 1962 a la una del mediodía en Valdepeñas. Ese día, según me han contado, lucía un sol de primavera. El lugar: una casa típica manchega de mediados de 1800 donde había cuatro viviendas y todos éramos familia. Teníamos un patio en común con muchas macetas, una bodega, cuevas, jaraíz, corral, estercolero y una gavillera que servía de tendedero. Cuando anunciaron por el balcón que había nacido, gritaron: «Es un niño». El primer hijo varón de mi madre. Ella era hija única y huérfana desde los tres meses de edad por la guerra. Yo nací ya con una hermana mayor y después de mí vinieron cinco hermanos y hermanas más. Vivíamos con mis dos abuelas y un tío abuelo. Ellos estuvieron conmigo durante toda mi infancia y juventud. En 1977 nos trasladamos a Madrid, donde he pasado la mayor parte de mi vida, con la excepción del año y medio que trabajé en un hospital en Reino Unido.
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Soy consciente de que soy una mujer desde que tenía once años. Recuerdo que, con apenas cuatro años, jugaba con la ropa de mi hermana y otras prendas de mi madre. Me vestía, me miraba al espejo y me veía como a mí me gustaba. Hasta que llegó un día en que me dijeron que aquello estaba mal; entonces comencé a ocultarlo. En ese momento apareció también la sensación de culpa que me acompañaría la mayor parte de mi vida. Algo en mí me impedía dejar de vestirme con la ropa de mi hermana, así que lo seguí haciendo a escondidas. Aunque ha pasado mucho tiempo, recuerdo perfectamente cada prenda y sus colores.
Uno de esos días de juegos nos encontrábamos mi hermana, otro hermano pequeño y yo en mi dormitorio, donde había dos camas con cabeceras de barrotes dorados antiguos. En el momento en que me había puesto las prendas de mi hermana oímos ruido: se acercaba y se disponía a entrar en el dormitorio mi hermano mayor. Entonces me escondí debajo de la cama para que no me viese. Pasé mucha vergüenza. Muchísima. Pero, a su vez, tuve miedo de ser descubierta en una situación parecida. Seguramente aprendí a mantener mi yo en la clandestinidad, a escondidas. Conviví con la culpa que conllevaba expresarme como era, con la idea de que algo estaba mal en mí.
A pesar de todo, mi infancia transcurrió tranquila y feliz hasta que, durante el año 1973, cuando cumplí once años, me empecé a desarrollar físicamente. Una de tantas veces en las que me vestía a escondidas, cuando me vi de pie, desnuda ante el espejo, noté que me sobraba una parte del cuerpo. Desde entonces trataba de esconderla. Ese fue el momento en que me di cuenta de quién era realmente: «Soy una chica». En aquella época no conocía a nadie que fuese como yo. En mi pueblo se sabía de la existencia de mariquitas o tortilleras, como se les decía por entonces, pero yo no encajaba ahí. Durante este periodo trágico de la adolescencia, de descubrir quién era, de llorar preguntándome si aquello le sucedía a alguien más, me enviaron a un internado. Allí lo pasé realmente mal. Sentí el abandono absoluto y la incomprensión. Académicamente pasé del sobresaliente al suspenso. La mayor parte de mi tiempo libre estaba sola, en el monte de aquella Universidad Laboral con más de cinco mil internos a más de trescientos kilómetros de mi casa. Para empeorar la situación, en séptimo de EGB sufrí acoso por parte de mis compañeros. Todo aquello me demostró que no encajaba en ese mundo masculino.
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Pero ¿qué podía hacer? ¿Soñar? ¿Rezar para despertarme a la mañana siguiente siendo yo de verdad?
Recuerdo de ese internado que algunos compañeros traían revistas porno importadas de Suiza porque aquí, en España, no había. Nos encontrábamos en los últimos años del franquismo cuando los alumnos descubrían su sexualidad y yo descubría que la mía no tenía nada que ver con la de ellos. Me sentía como en mitad de la nada, no formaba parte de aquello. Era una persona zurda que tuvo que hacerse ambidiestra: tenía que vivir en ese mundo que no era el suyo y aprender a vivir de aquella manera. Conforme fui creciendo y entendiendo quién era, también descubrí mi orientación sexual: me di cuenta de que me gustaban indistintamente tanto las chicas como los chicos.
A la muerte de Franco, ya a finales de los setenta, comenzaron a aparecer revistas de «señoras desnudas» en los kioscos españoles. Fue en la revista Interviú donde vi por primera vez a una mujer trans. Era Bibiana Fernández y con su visibilidad supe que había más personas como yo. Por desgracia era el morbo y babeo de algunos hombres en aquella época lo que motivaba hablar del tema. Solo interesaba saber si se habían operado los genitales o no y si era o no «una tía buena». A la sociedad española de entonces aquello le parecía más una perversión que otra cosa. A estas personas se las llamaba «travestis» y yo supuse que sería una. En la vida te van etiquetando y, si no conoces otras opciones, pues lo aceptas. Lo único que tenía claro es que era una chica. A raíz de tener noticias de que había más gente como yo, empecé a indagar y llegué a descubrir películas como Ocaña, retrato intermitente, de Ventura Pons, o Cambio de sexo, de Vicente Aranda. Tímidamente y con todo el estigma de la época, se empezaba a hablar públicamente de la transexualidad.
Continué vistiéndome y siendo yo en la clandestinidad. Aprovechaba cuando me dejaban sola en casa para estudiar por mis malas notas. A pesar de ir a trancas y barrancas en los estudios, hice el BUP, el COU, la selectividad e incluso la FP2. Cuando por fin llegué a la universidad y empecé a estudiar lo que yo quería, Enfermería, en el Hospital Provincial de Madrid, leí que lo mío era, según la medicina, un «trastorno», es decir, una enfermedad. Me examiné de la asignatura de Psiquiatría teniendo que responder en un examen que yo era una persona trastornada. La verdad es que en mi interior llevaba todavía la culpa por ser quien era,
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fruto de mis creencias y educación. La definición médica sólo supuso sumar otro estigma a los que ya llevaba encima. Según la psiquiatría, las personas que se vestían de mujer o del sexo contrario al que habían nacido satisfacían así su deseo sexual. Pero yo, al vestirme, no desarrollaba ni mi deseo sexual ni me excitaba, sino que me reconocía a mí misma de esta manera.
En ese tiempo, además de estudiar, entré a formar parte de Jóvenes de Acción Católica (JAC) de Madrid y estuve incluso como responsable de los grupos de iniciación que había en la diócesis. Trabajé como militante dentro del área de Paz y Desarme y me declaré objetor de conciencia al servicio militar obligatorio. Tenía claro que no iba a hacer el servicio militar y que había tenido bastante con el internado durante seis años de mi vida: había visto todo lo que tenía que ver y sufrido todo lo que tenía que sufrir. Fui una de las primeras personas en objetar en aquellos años ochenta, donde, además de la Movida, concurrían los movimientos sociales de clase como la olvidada teología de la liberación, Madres contra la Droga o la famosa Coordinadora de Barrios de Madrid. Pude trabajar con estos grupos como militante de la JAC. Justo en esa época conocí a un chico y me enamoré de él, aunque no se lo dije hasta muchos años después. Ahora, cuando viene a Madrid y nos vemos, recordamos aquellos años. Pero en aquel momento lo que me pasaba era que, al verme como un chico, no quería establecer una relación entre dos chicos. No me encajaba porque yo era una chica y soñaba con tener relaciones como tal. Así, aprendí a ser la amiga y el amigo perfecto, porque me costaba mucho iniciar o pensar siquiera en una relación de pareja.
Cuando terminé Enfermería, trabajando ya en la clínica Puerta de Hierro, me planteé qué hacer con mi vida. Era joven, independiente y tenía mi coche. Viajaba a menudo a ciudades como Bilbao o Barcelona. En uno de estos viajes, en Barcelona, pensé en ver si podía hacer una transición y ser yo estando a muchos kilómetros de casa. Con la distancia era fácil ir a las Ramblas con el coche, buscar a una travesti —como aún se decía entonces—, compartir el tiempo con ellas y ver cómo vivían. Pero todo aquello que las rodeaba en ese momento —la prostitución, la persecución policial, el sida, que golpeaba muy duro entonces, y la precariedad de sus vidas— me hizo decidir que eso no iba conmigo y salí de allí convencida de que debía haber otra manera. Yo era enfermera y tenía
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que encontrar otra salida para ser yo misma, pero, si no la había, no estaba dispuesta a pagar ese precio.
A finales de los ochenta, cuando empecé a conocer la existencia de clínicas y operaciones de cambio de sexo, pensé: «Eres enfermera. Puedes trabajar en ello y hacer posible tu sueño». Pero había una condición: poner tierra de por medio e irse lejos. Eché mi currículum vítae en el Instituto Español de Inmigración y me llegaron varias ofertas de Estados Unidos y Reino Unido para trabajar como enfermera. Al final, me decidí por una oferta de trabajo en Reino Unido. Este sería mi primer contrato de trabajo fijo en mi vida. Durante los tres primeros meses lo pasé mal, porque no conocía a nadie y todo era muy diferente a lo que conocía aquí, en España. Allí tuve bastante con adaptarme al país y sus costumbres y con socializar desde cero con gente muy distinta a la que conocía. Por aquel entonces no había móviles ni internet. O conocías bien los lugares por los que te movías o directamente no te movías. Así que avanzar en mis objetivos tenía que esperar hasta que estuviera lo suficientemente integrada.
Al año de vivir en Reino Unido, vino a visitarme una buena amiga y conocida de bastantes años atrás, hicimos un viaje juntas a Escocia y terminé enamorada de ella. Esto supuso un cambio de planes radical; dejé el trabajo, volví a España y me casé con ella, formando una familia. Pensaba que iba a poder soportar la carga de ocultar mi identidad de género, como había hecho toda mi vida, y ser feliz así. Cuando volví a España, sin una peseta en el bolsillo y con unas pocas libras esterlinas en la cuenta, empecé a trabajar de nuevo. Estaba hasta en tres sitios a la vez; ganaba medio millón de pesetas al mes, lo que hoy serían tres mil euros. Ahorré, aprobé una oposición del Ayuntamiento de Madrid —donde todavía trabajo hoy en día— y nos casamos en 1993. Fuimos felices esos primeros años; nacieron mis dos hijos, me licencié en Derecho, cursé dos másteres y un Experto Universitario.
Cuando mis hijos eran pequeños, la relación se interrumpió. Fue entonces cuando empecé a comprar anovulatorios además de otras hormonas y tomar aspirina para evitar los trombos. Me encontraba sola con dos niños pequeños y la mujer que había dentro de mí gritaba para salir de una vez por todas. Fue entonces cuando viví la experiencia de sentir cómo me salían los pechos. Notaba cómo rozaban los pezones,
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cada vez más sensibles, con la ropa e incluso el cinturón de seguridad del coche. Durante ese tiempo me depilé y me hice con prendas de ropa que escondía en cualquier sitio. Mi pareja, a pesar de verme depilada y con ginecomastia, nunca me dijo nada.
Fueron las necesidades de mis hijos pequeños las que impidieron que cometiese alguna barbaridad. Era o ser yo o dejar de ser. De modo que volví atrás, tiré todas las pastillas y mi ropa, pasaron unos años de reencuentro de pareja. Pero, al final, siempre volvía a salir la mujer que yo era todo el tiempo reclamando no solo serlo en mi interior, sino vivirlo y compartirlo con los demás. La relación de pareja se fue apagando poco a poco y solo me retenían en ese lugar mis hijos y la necesidad de mantener las apariencias.
Por causa de todo esto, durante diez años fui abandonando mi salud hasta que con cincuenta y cuatro años desarrollé apnea obstructiva del sueño severa, ansiedad y depresión. Estaba tan mal física y psíquicamente que llegué a pensar en suicidarme; mi vida no tenía sentido, había fracasado en todo lo que me había propuesto y no dejaba de sufrir y de estar mal en las relaciones con los demás. 2015 fue un año de búsqueda en Internet de otras personas como yo, de pensar en cómo dejar salir a la mujer que llevaba dentro y en si podría llevarlo a cabo sin hacer daño a mis hijos, que eran ya mayores. Ya a principios de 2016 me pasaba las tardes llorando e incluso sintiendo dolor físico en mis entrañas, desesperada y con miedo a hacer una locura.
Había visto en internet entidades LGBT y una de ellas fue COGAM, que contaba con una asesoría psicológica. Creí que podría pedir ayuda allí, por lo que una tarde, después de meditarlo durante muchos días, cogí el móvil y llamé. Lo veía bastante claro: o me ayudaba alguien y salía de ahí o me tiraba por un puente. Esto último lo tenía ya cuidadosamente planificado; lo único que quería era deshacerme del sufrimiento. Parecía que lo tenía todo en la vida: trabajo, reconocimiento y familia. Al menos, todo lo que la gente puede desear tener. Pero la verdad es que carecía de lo más importante: no me tenía a mí misma. Cuando fui a la sesión de apoyo psicológico, mientras esperaba a ser atendida sentada en una silla cerca de la entrada, vi salir al Grupo de Mayores. Entonces me dije a mí misma que era donde tenía que estar, que había tardado demasiado en pedir ayuda. Recuerdo que guardé en mi bolso tres hojas
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arrancadas de un cuaderno. Estaban escritas con boli rojo y las llevaba por si no sabía qué decirle al psicólogo, pero, al final, no me costó nada contarle mi vida y mis problemas. Aquello fue liberador, como dejar un saco de cincuenta kilos de patatas que llevaba a cuestas y salir de la consulta sin él. A partir de ese momento, empecé a asistir a terapia de manera asidua. En mi familia veían bien que fuese al psicólogo, porque era evidente que lo necesitaba, aunque desconocían la causa principal. Meses después, volví a sufrir ansiedad y la terapia ya no era suficiente. Tuve que ir a la médica de atención primaria, que conocía a toda mi familia, y pedir ayuda. Recuerdo su cara al explicarle todo y la frase que me dijo: «Pero tienes hijos y estás casado». A pesar de todo, me ayudó mucho, me puso un tratamiento para la ansiedad que estuve tomando durante más de dos años y me facilitó información acerca de lugares a los que poder acudir. Permanecí ocho meses de terapia psicológica continuada sin saber lo que iba a hacer con mi vida, y eso seguía mortificándome. Con el transcurso del tiempo y como consecuencia de la terapia, le fui hablando sobre mí, como mujer, a mi pareja: las cosas que me pasaban y lo que estaba sufriendo. Necesitaba el psicólogo, pero intuía que ser yo misma me iba a costar muy caro: iba a tener que dejar lo que amaba para amar lo que era.
En octubre de ese año decidí lo que iba a hacer. Recurrí otra vez a la médica de atención primaria y esta me derivó a la Unidad de Identidad de Género (UIG) del Hospital Ramón y Cajal, un recurso de atención a personas trans de Madrid. Iba a coger el último tren. No me quería quedar en la estación, como Penélope. Antes de ese verano comencé a usar redes sociales y puse una imagen de un avatar con mi foto. La foto la había tomado en mi trastero con la peluca y ropa que tenía. Empecé a utilizar el nombre de Carmen; era parecido al que tenía entonces, aunque yo siempre había pensado en llamarme Ana o Marta. Al final, como todo en esta vida, el nombre de Carmen vino a mí sin querer y me seguirá siempre hasta mi muerte, sin saber muy bien por qué.
Después de casi ocho meses con el psicólogo y de haberme apuntado a la UIG, di por terminado ese primer momento en mi transición. Estaba empoderada y resuelta a ser yo misma, costara lo que costara. Empezaba otra etapa que iba a ser más difícil de llevar por lo emocional: separarme de mi familia. Lo que tuviera que ser con mi familia sería. Quería ser yo
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misma por una vez en mi vida; al fin dejaría de estar escondida, fingiendo ser lo que no era, e intentaría ser feliz. Durante ese tiempo, no podía ir a los grupos de apoyo porque eso causaba problemas en casa: ahora sabían a dónde iba y no querían que fuera. Tuve que dejar de asistir un tiempo, cortarme el pelo y cosas similares. Mi expareja no se creía que fuera a dar el paso y me controlaba continuamente. Tal vez era un acto de resistencia a que diera el paso definitivo. Después de tener que hacer todas esas concesiones, esas Navidades pude pasarlas en casa todo el tiempo. Presentía lo que iba a pasar y que serían las últimas que pasaría en familia, como efectivamente así ha sido hasta hoy. Para ser yo y poder hacer la transición, tendría que irme de casa, así que quise aprovechar el máximo tiempo con mis hijos y estar lo más juntos posible en esos momentos. Desde que acabaron las Navidades hasta que me fui a mi casa actual, pasaba todo el día fuera para evitar discutir con mi pareja; había mucha tensión que no supimos resolver y, lo peor, pedí ayuda para mí y para ellos en esos momentos tan duros y nadie quiso o supo ayudarme con mi familia. Como digo yo, nos comimos con patatas los cambios y la inseguridad nosotros solos. Aquel fue un periodo muy duro donde lo pasé realmente mal, todo el tiempo entre llantos y gritos.
Me acuerdo del momento en que les dije a mis padres que me separaba. En principio se alegraron por mí, porque ellos ya habían visto que la relación tenía muchos problemas, pero no pusieron atención al motivo. Al día siguiente me llamó una tía mía y me dijo que no habían terminado de entenderlo, así que tuve que volver otro día a explicárselo. Su reacción, después de toda una vida, fue de incredulidad y decían que nunca habían visto nada raro en mí. Les costaba mucho comprenderlo y me pidieron que siguiera vistiendo de chico para ir a verlos. El 11 de abril de 2017 empecé con el tratamiento hormonal y me fui a pasar la Semana Santa con mis padres y mis hermanos a Valdepeñas. Esa fue la última vez que estuve con todos ellos; este viaje, a fin de cuentas, estaba siendo también una despedida de algún modo.
Siempre quise operarme, lo tenía muy claro; en principio lo quería pasar sola, pero, al final, llamé a mi hermana mayor y a otro hermano para que estuvieran conmigo. Sin embargo, la relación con mis hermanos es rara; por ejemplo, se casó un ahijado y no me invitaron a la boda para no dar explicaciones. Con mis hijos es parecido y mi relación con
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mi expareja tampoco es buena. Hoy en día lo tengo asumido y no me quedan fuerzas para gestionar tantas trabas. Me hubiera gustado poder tener una buena relación con mi familia, por la que he sacrificado tanto, pero esta realidad se me escapa.
Suelo decir que «he salido del trastero», ya que, durante mi matrimonio, toda la ropa que compraba la guardaba allí y lo usaba para vestirme cuando estaba sola y sentirme a gusto. Cuando me mudé a la casa en la que actualmente vivo, me traje medio armario de ropa diversa. En mi nueva casa ya no tenía que esconderme, así que estaba todo el día con mi ropa femenina. Tenía un armario de hombre que me servía para poder salir a la calle; como digo yo, «para disfrazarme»: la usaba para ir a trabajar y para ir a ver a mis padres. Un sábado de finales de abril me llamó una amiga para dar una vuelta; yo estaba en casa vestida cómodamente y no me apetecía cambiarme. En cambio, sí me apetecía salir y aprovechar la tarde. Así que tomé otra decisión importante. Ese día no me disfracé: iba a salir vestida de Carmen. Alguna vez lo tendría que hacer, me decía, pero, ¡ay!, llegué al pomo de la puerta y no era capaz siquiera ni de abrir la puerta de la calle. Parecía que pesaba mil kilos, no sabía qué me pasaba. Lo intenté no sé cuántas veces. Después de tantos intentos, por fin deslicé mis manos para girar el pomo, se abrió la puerta y pude salir a la calle. Entonces empecé a andar, me vi a mí misma y me dije: «¿Por qué no lo has hecho antes?». En ese instante me di cuenta de que quien más daño me había hecho era yo con una autocensura atroz y que la gente, al final, va a lo suyo. Recuerdo que llegué a la casa de mi amiga con el coche y, después de pintarnos las uñas y maquillarnos, fuimos andando hasta Kinépolis y los centros de ocio que había cerca de allí. No era nada fuera de lo común, pero esta vez había ido como era yo. Recuerdo llevar una peluca, unas botas azules, un niqui a rayas y unos jeans ajustados. Estaba profundamente contenta, eufórica. Al final tomamos unas cervezas en una terraza y charlamos. Después de beber, tenía ganas de ir al servicio; mi amiga me miró y me dijo: «Pues ve». Me dirigí hacia los aseos de mujeres y me encontré una niña pequeña de unos diez años en la cola. Le pregunté si era la última y me puse detrás de ella. Ahora lo recuerdo riendo; todo lo que parecía difícil fue muy fácil ese día, quizás porque no era sino yo misma. A partir de entonces ya fui todo el tiempo Carmen; guardé la ropa de chico, que solamente usaba cuando tenía que ir a casa de mis
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padres y para ir a trabajar. Pero el resto del tiempo era yo misma. En mi trabajo, ya a finales de 2016 y antes de salir de casa, se lo expliqué a mi jefa. Le conté que iba a empezar a tomar hormonas e iría cambiando poco a poco. Me dio su apoyo y con el tiempo se lo fui contando a mis compañeros y compañeras más próximas. En el trabajo, como en todos sitios, la transición no solamente la haces tú, la hacen también los demás a tu alrededor. Es imposible llegar un día y cambiarlo todo: la gente se volvería loca. La forma que tenía de comentárselo a mis compañeros era un poco a traición; los cogía tomando un café y les decía: «Mira, qué suerte. Tienes una compañera nueva». Ahora lo pienso y me pregunto cómo reaccionaron por dentro; con el tiempo todo ha sido fácil para mí y creo que también para ellas y ellos. Los tuve de confidentes, sobre todo a mi compañera de al lado, que se sabía toda mi historia. Ella dudaba que valiera la pena tanto esfuerzo y tanto dolor para ser reconocida como una mujer cuando las mujeres están en peor situación que los hombres en la sociedad. A esto le contestaba: «Claro que vale la pena luchar por ser una misma». Con el paso del tiempo iba cambiando poco a poco: el pelo más largo, agujeros en las orejas y pendientes, el pelo teñido y tantas cosas que ya ni me acuerdo. Creo que en el trabajo llamaba la atención y algunas personas me decían que me notaba muy distinta, claro. Aparte de los compañeros con los que tenía más relación, nadie sabía nada de mi transición.
Al entrar un día en el edificio, una ordenanza salió corriendo a las escaleras mientras subía hacia el primer piso, me paró y me pidió permiso para preguntarme sobre mis cambios, así que se lo confirmé, que era una mujer y estaba cambiando mi aspecto exterior. Su reacción me sorprendió: me dio un abrazo muy cálido y dos besos, ofreciéndome su apoyo. En mayo, entrando ya casi el verano, decidí que, aprovechando el cambio de ropa, empezaría a ir vestida como me apetecía de verdad. Tuve una conversación con mi jefa y le pareció bien. Al final me faltaban unas catorce o quince compañeras y compañeros de trabajo más próximos que no sabían aún lo que estaba pasando. Los reuní en una sala y les lancé que les había tocado la lotería, porque personas trans no se ven normalmente, somos muy pocas y ellas y ellos tenían la suerte de tener una en el equipo. Me sorprendió la forma de reaccionar. Mis compañeras reaccionaron preguntándome cosas como mi nombre y felicitándo-
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me, pero los compañeros salieron bien deprisa de la sala. En el trabajo, en realidad, no he tenido problemas; en el edificio trabajamos muchas personas y nos vemos todos los días o muy a menudo. Había compañeros que antes charlaban conmigo y me habían visto transicionar, pero ya no se atrevían. Incluso le preguntaron a un compañero y amigo con el que siempre desayunaba que cómo me trataban. «Pues como siempre la habéis tratado. Es la misma persona», les dijo.
Ya siendo Carmen todo el tiempo, incluidos el trabajo y la familia, y aprovechando unos Premios Triángulo de COGAM, hablé con las concejalas Rita Maestre y Celia Mayer, del Ayuntamiento de Madrid, y les pedí que realizaran un protocolo para facilitar la transición de las personas trabajadoras del Ayuntamiento que fueran trans. Acabamos formando una mesa de trabajo e impulsamos el protocolo que existe actualmente. También tuve que hablar con Recursos Humanos para facilitar los trámites, porque, evidentemente, nadie sabía nada sobre ese tema.
En la Comunidad de Madrid había unas leyes que no se estaban cumpliendo, por lo que me puse en comunicación con diferentes entidades para ver qué se estaba haciendo y vi que no se hacía nada. Me dio mucho coraje, así que me puse manos a la obra y pedí cita con los representantes políticos de la Asamblea de Madrid. Solo me respondió Carla Antonelli, del Grupo Socialista. Me reuní con ella y empecé a hacer escritos pidiendo el cambio de nombre en las tarjetas sanitarias y a reclamar que se cumplieran las leyes. Conté para ello con su colaboración y la de las personas del Grupo Trans de COGAM, así como con las familias de menores trans. Llevamos la reclamación incluso hasta el Defensor del Pueblo, que nos dio la razón, aunque no sirvió sino para cambiar el nombre en el plástico de la tarjeta y no en la historia clínica.
También me hice socia de COGAM y, en un abrir y cerrar de ojos, me vi envuelta en un montón de historias: salí en la tele, radio y prensa, me nombraron coordinadora del Grupo Trans y me dieron un premio a la militancia. De repente, me había convertido en una activista sin pretenderlo. Me metí de lleno sin darme cuenta y al final acabé de presidenta. A mí me habían ayudado y en ese momento me tocaba ayudar a mí. Tenía que devolver algo de lo que me había dado COGAM. Además, me vino bien, ya que ocupaba gran parte de mi tiempo libre y me sirvió para sobrellevar lo duro que fue dejar a mis hijos y a mi familia. Al estar
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haciendo cosas constructivas, me quitaba un poco la pena de la cabeza.
Recuerdo mi primer Orgullo LGBT, el World Pride de 2017; entonces era coordinadora del Grupo Trans de COGAM. Los días anteriores me entrevistaron en televisión en casa, antes de la manifestación. Para mí fue un honor llevar la segunda pancarta en la manifestación, al lado de Jordi Petit, al que conocía de verlo en la tele hacía muchos años, en mi juventud. Algunas veces miro las fotos y me pregunto cómo acabé ahí. Me fui haciendo poco a poco y aprendí a ser yo misma sin cambiar un ápice mi forma de ser, solo el envoltorio. Soy una mujer, trans y bisexual. He bajado dos escalones en la sociedad: uno por ser mujer y otro por ser trans. Además, he aprendido la invisibilidad de ser bisexual, ya que todo el mundo sabía que era trans, pero parecía que a nadie le importara mi orientación sexual. No me arrepiento de nada de lo que he hecho en mi vida anterior, porque lo hice por amor. Lo de ahora tampoco, porque también lo hice por amor, amor propio esta vez. Siempre llevé un sufrimiento dentro de mí, aunque el mayor sufrimiento, como he dicho, fue dejar lo que amaba para amar lo que era. Ahora soy feliz y lucho por lo que creo y seguiré amando hasta mi último aliento.
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