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sucede en Barcelona Fabiana Castro Hernández | Mujeres trans y migrantes: «Ca
Fabiana Castro Hernández
Callando seguiríamos teniendo miedo.
Audre Lorde
Llegué a España hace cuatro años. Lo cierto es que mi plan comenzó en 2016 con un viaje temporal; lo que no me habría imaginado es que aquella llamada lo cambiaría todo. Con las maletas en la mano, cogí aquel avión y me abracé a la suerte y a la incertidumbre. Tras tantas horas y kilómetros a las espaldas, al llegar me encontré un panorama de lo más desolador. No creía que también en Madrid, la ciudad entendida como paraíso LGTB+, el culmen de la igualdad y del respeto, aún quedase tanto por hacer. Mi vida en México consistía en colaborar con personas del colectivo que habían sido deportadas y en defender los derechos humanos desde mi profesión. De repente, me vi yo en esa situación. En la frontera, en el limbo, en una especie de precipicio con caída al vacío asegurada. Sucedió el cambio de roles más absoluto. Jamás imaginé que el vértigo constante sería la sensación que protagonizaría este viaje. La imagen que se tiene de España antes de venir es mucho más amable que la que te encuentras cuando resides aquí. Más aún si eres una mujer trans y migrante. España es destino turístico de la población LGTB+. Para las
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personas del colectivo es como venir al País de las Maravillas: Chueca, el Pride, los ambientes… Pero esa imagen es solo un espejismo. Cuando vienes para quedarte a vivir en Madrid, la situación siendo migrante LGTB+ dista años luz de la de ser un mero turista. Mientras seas turista, eres bienvenida. Pero, si eres inmigrante, cambia de manera radical el lado de la moneda. Eres un estorbo, te conviertes en la mala. Casi te leen —y te tratan— como si fueras una delincuente. Esto lo cuenta la escritora peruana Gabriela Wiener en Llamada perdida:
Para el viajero, el pasaporte es como la piel, cada viaje es una marca, una herida, una arruga, una historia que contar. Dime cuánto has viajado y te diré cuánto sabes, apuntan los filósofos del viaje. Para el migrante, en cambio, el pasaporte es eso que mira la policía sin una pizca de simpatía. Los migrantes pasamos cada día delante de la Sagrada Familia o de la Torre Eiffel sin emoción.
El motivo por el que este viaje se convertiría casi en un exilio, con el que dejaba tanto atrás, recaía en que me vi amenazada al querer cambiar desde los activismos transfeministas parte de la política del norte de México. Estando en Madrid de viaje, recibo una llamada en la que me cuentan que estaban desapareciendo compañeras de activismo. Una madrugada de junio de ese mismo año, más concretamente un miércoles, se metieron en mi casa, donde tenía también mi propia peluquería. El viernes volvieron y lo destrozaron todo. Este suceso coincidía el mismo fin de semana en que se llevaba a cabo una manifestación del Frente Nacional por la Familia, cuyas voces eran una alianza entre personas de ultraderecha y arzobispos, quienes exponían que no aguantarían nuestras «aberraciones», haciendo referencia a las mujeres trans en particular y a las disidencias sexuales en general. Nos tachaban en los medios de comunicación de «aberración», de seres raros llenos de vicio y malicia. Recuerdo recibir mensajes de compañeras aterradas. Y no era para menos. Muchas de ellas fueron encarceladas injustamente por defender los derechos humanos y otras fueron asesinadas. No quería que me sucediera. Te quitan la vida y ensucian tu nombre. Pensé que fue casi un milagro que estuviera en España en ese momento. Allí un día eres la heroína y al otro eres la culpable. Entonces, no tenía otra opción que la de quedarme aquí.
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Las oportunidades que España proporciona a las mujeres trans son una especie de quimera, una ilusión, una mentira. Es un panorama muy arduo en el que seguimos siendo las más discriminadas con diferencia. Hay mucho juicio, estigma y discriminación. Los prejuicios y estereotipos sobre las personas trans alimentan esa realidad en la que se nos precariza, margina y relega a un segundo plano. Esta exclusión laboral asciende a más de un 80% de tasa de desempleo. Y no atiende, de ninguna manera, a nuestra formación ni a nuestras capacidades o habilidades, sino que se basa únicamente en la transfobia y en la xenofobia.
Ya residiendo en Madrid, me especialicé en Estética y Peluquería al encontrarme con la imposibilidad de convalidar mis estudios en Periodismo y Comunicación Social. Al lograr el estatus formativo que necesitaba para empezar a trabajar, hice muchas entrevistas. En tres obtuve el sí para comenzar en el puesto, hasta que llegaba el momento NIE. A la hora de firmar el contrato, cuando veían en mi documento de identidad mi nombre registral —que no podía cambiar por ser migrante—, en los casos más favorables me preguntaban si ya estaba operada. Como si fuese a trabajar con la entrepierna. Se produce una genitalización enorme de los cuerpos y se valen de esto para violentarte. Como inmigrantes, no tenemos los mismos derechos. Por ejemplo, como decía, no podemos cambiar nuestro NIE porque no somos nacionales. En los trabajos, cuando ven mi nombre legal, me echan para atrás o ponen alguna excusa. Hoy cuido ancianos y trabajo de limpiadora. Lo cierto es que como interna o para cuidar niños no me quieren por ser trans. Quizá tú puedes pasar todos los filtros, pero, en el momento en que tienes que mostrar tu carné de identidad y tu residencia, es ahí cuando te paran y ya no te contratan.
La imposibilidad de convalidar los estudios y cambiar tu nombre en el NIE te mantiene inmersa en una especie de círculo vicioso del que es muy difícil salir. El estigma hacia las mujeres trans migrantes sigue siendo demoledor. Hay mucho trabajo por hacer de educación y sensibilización, pues nos siguen leyendo como si fuésemos pervertidas. Esta situación hizo que me tuviera que buscar la vida en la calle. Una vez que regularice todo, podré cambiarlo, pero primero he de garantizar mi techo y comida. Yo aquí me quedé en la calle, lo perdí todo. Y no tuve otra opción que la del trabajo sexual. La sociedad te empuja a ello. Se nos siguen
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cerrando las puertas. Para muchas mujeres trans y migrantes, el trabajo sexual es la única salida. Al no tener documentación y estar inmersa en una situación irregular, una tiene que comer, pagar un techo y sus gastos. Es un mito que todas las mujeres trans quieran ejercer la prostitución y vivir del trabajo sexual. De hecho, creo que nadie quiere dedicarse a esto, pero es la única vía que nos queda. Aunque tú no quieras, la sociedad te empuja a que lo vuelvas a hacer. Cuando eres inmigrante LGTB+ y no tienes papeles, o te casas o te vas a un piso de prostitución. No hay más. En cualquier caso, somos explotadas.
La esclavitud nunca se abolió, sino que cambió de forma y de nombre. Nosotras, como mujeres trans, seguimos siendo esclavas del sistema. Esclavas del dinero, de la residencia, de la hipersexualización, del NIE, del laberinto burocrático… En definitiva, las migrantes y las trans somos la moneda de cambio para los grupos de poder.
Es muy difícil erotizarte y desprenderte de esa parte para entregarla a otros. Me ha llevado la comida a la mesa, pero también me ha deshumanizado. No es un plan de vida para ninguna persona dedicarse a esto. No hay que perder el contexto: gran parte de los trabajos mal o no regularizados es ocupada por mujeres precarizadas en su mayoría, que somos quienes más sufrimos las consecuencias del cistema patriarcal. Quienes digan que el trabajo sexual es dinero fácil no conocen ni un ápice del él. Es una realidad muy difícil. Tú nunca te planteas ser una trabajadora sexual. Dime acaso qué mujer de clase alta dejó su puesto para dedicarse a esto. Es una cuestión de clase, de raza y de género. Y es un trabajo que, de alguna manera, mina tu salud mental. Te hace buscar resiliencia hasta en el último resquicio de tu identidad. Una vez dentro, sentí que no podía mantener una relación sana con mi propio cuerpo. Tampoco con otra persona. Otro factor es la culpa, esa que tanto nos ha metido en el pecho el cristianismo: «He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión; por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa» (rezo del «Confiteor», Ordo Missæ).
Si salía todo tan mal, pensabas que algo habías hecho mal tú, que lo merecías. Y vuelve a aparecer la culpa. Hay que ponerles nombre a las cosas; calladas no vamos a ningún lugar. Y no podría decir lo contrario: trabajar en el plano sexual te deshumaniza en cierto modo. No es fácil erotizarte con gente que no te atrae; te cambia la vida y estoy trabajando
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mucho en mí para desprenderme de esa culpa generada y del estigma que tú misma cargas sobre tus hombros por ser trabajadora sexual. Me gustaría trabajar en ello para, cuando lo logre, poder compartir ese desprendimiento de culpa con las demás compañeras. Dejar la culpa supone poner mute a ese cacao mental que moraliza. Supone vivir un poco más libre. Vivir lejos de todos estos miedos y cargos de conciencia alimentados, en parte, por el discurso que se te transmite cuando creces en una familia cristiana y católica.
Tampoco es sencillo ser visiblemente activista por los derechos de las trabajadoras sexuales. Ninguna mujer quiere llevar el estigma de su familia ni de la sociedad. Suelo ser yo la cara visible porque nadie se siente orgullosa de decir que es trabajadora sexual. Muchas, por no preocupar a sus familias al otro lado del charco, dicen que trabajan de peluqueras. Aunque aquí en realidad están exponiendo su vida en la calle, no quieren arrastrar ese estigma con sus seres queridos.
Todas tenemos otras expectativas de vida y, en mi caso, lo último que quería era vivir del trabajo sexual. Pero la vida me empujó a unos giros que me fueron llevando a contracorriente. Y era esto o ahogarme. Todo ello cuando, al otro lado del charco, yo ya lo había perdido todo.
Ya no me escondo. No tengo nada que perder.
Nuestras voces se escuchan poco. Por ello, decidí ser visible. No tengo ningún reparo en decir que soy trabajadora sexual porque tampoco tengo ya nada que perder. Estoy empezando de nuevo y, de este modo, le puedo poner cara a la situación que muchas compañeras migrantes pasan. Muchas de sus familias están en Latinoamérica, en África y otras partes del mundo y no saben que ellas están sobreviviendo con esto. Porque no es vivir, es sobrevivir. Y la aspiración es vivir, no sobrevivir.
El sistema nos obliga a aceptar esa realidad y tomarla cuando va llegando. Esta situación de vulnerabilidad fue agravada durante el confinamiento debido al estado de alarma por la covid-19. En muchos casos, ni siquiera tenemos derecho a prestaciones. Por esta razón, creamos una red solidaria que da cobertura a más de treinta personas en situaciones precarizadas que no tienen acceso a las ayudas económicas porque no cotizan a la Seguridad Social.
Ser trans, mujer y migrante supone sufrir una triple discriminación. Todo ello unido a un sistema racista que perpetúa la supremacía blanca.
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Las mujeres trans seguimos siendo las más jodidas. Tuve que romper con todo, empezar de cero donde no conocía a nadie. Me vi inmersa en la situación de las personas a las que ayudaba a cruzar la frontera cuando vivía en México. No encontré miradas compañeras hasta acudir a los colectivos sociales como La Merced Migraciones, Apoyo Positivo o COGAM, entre otros. También las asociaciones por los derechos de las trabajadoras sexuales y en contextos de trata y prostitución fueron el principal apoyo psicológico con el que conté. Estas armonizaron mi estancia aquí y me hicieron sentir un poco más en un hogar. Los colectivos son espacios de resistencia y cuidados. Yo formaba parte del Grupo de Mujeres Trans de COGAM; me hacía responsable de las sesiones que se daban. En 2018, cuando me negaron el asilo en España, COGAM me hizo un informe que testificaba que yo era responsable para lograr, al menos, el arraigo social. Es decir, necesitaba un documento que demostrara que estaba aportando algo a la comunidad. Los mexicanos creemos encontrar en España una mejor acogida, pero la realidad es que la mayoría de nuestras solicitudes de asilo son rechazadas. En 2019 inauguramos la exposición «Orgullo de valientes», formada por una serie de fotografías que reflejaban las realidades de personas migrantes LGTB+ y en la que se daba visibilidad a las historias de personas que se vieron obligadas a dejar sus países de origen por motivo de su identidad u orientación y que habían pedido refugio en España.
En cuanto a mi vida en México, recuerdo que en 2008 comenzó mi activismo en Sonora, un estado al norte del país. Estudié Periodismo y Ciencias de la Comunicación y estuve trabajando en la radio comunitaria hasta el año 2011. Sin embargo, con el cambio de Gobierno, pasó a ser una radio comercial. Al privatizarse, nos quedamos fuera. Yo tenía que comer, así que comencé a trabajar en una peluquería y a realizar diversos proyectos. Pero lo cierto es que, cuando eres una persona trans, visibilizas tu proceso —casi como frente a una cámara diaria— y luchas por tus derechos y los de tu colectivo, te quieren quitar del medio. Eres un incordio para el sistema, una molestia.
Mi visibilización como mujer trans tuvo lugar en el año 2010, cuando ya trabajaba en una asociación por una sociedad diversa e inclusiva en general y por los derechos de las personas trans en concreto. En 2012 creamos una red de apoyo y todos los activistas de México abrimos un
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consultorio virtual para ayudar a las personas LGTB+ y a quienes tenían VIH y eran enormemente estigmatizados por la sociedad. Del mismo modo en que, en la década de los ochenta, en España se encarcelaba a las personas LGTB+, en México hasta el 2012 la ley municipal de la ciudad del Hermosillo (Sonora) de 1920 se anteponía a la Constitución. Era inconstitucional que nos estuvieran encarcelando a las activistas. Pero la impunidad del Bando de Policía y Buen Gobierno fue una realidad aplastante. Los titulares de las notas de prensa sobre crímenes de odio tenían un enfoque nada fiel a la realidad. Escribían cosas del tipo «Hallado muerto un hombre vestido de mujer» para hacer referencia a los asesinatos de personas trans.
Los asesinatos de mujeres trans no son anécdotas; son la superficie de toda una pirámide que basa sus cimientos en la transfobia más perversa. Una pirámide de violencias hacia todo aquello que no encaje en la norma capitalista, cishetero y patriarcal. México es el segundo lugar de Latinoamérica con mayor número de crímenes de odio hacia personas del colectivo LGTB+. Hace apenas unos días hallaron sin vida a una compañera de activismo, Mireya Rodríguez. Otro crimen de odio. Mismo modus operandi de siempre. Era fundadora y presidenta de la asociación Unión y Fuerza de Mujeres Trans Chihuahuenses, A. C. Su activismo se encaminó a lograr la visibilidad y los derechos de las personas trans en México. Trabajamos juntas en las reuniones nacionales por ser del norte y de la frontera con Estados Unidos. Recuerdo su activismo imparable, sus shows espectaculares y sus ganas de que el mundo fuera un lugar menos hostil. Estas líneas no son más que una exigencia de justicia, de terminar con todas esas violencias que atraviesan nuestros cuerpos. Son un grito por erradicar la discriminación de esos bandos municipales y mal llamados «de buen gobierno» que aún hoy tienen la potestad de vulnerar los derechos de las personas LGTB+. Mireya, continuamos ese camino que dibujaste en la defensa de la diversidad. Sigues presente en cada una de nosotras, en cada paso. Voy con el alma dolorida, pero voy. La historia de los avances sociales no puede borrar sus vanguardias.
Por otro lado, el número de suicidios de personas trans es desmesurado. Esta es quizá una de las consecuencias más dolorosas de la transfobia social e institucional que se vierte sobre nuestros cuerpos. Cuando has vivido toda la violencia social, tú misma te rechazas, te quedas en
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el armario y tu salud mental se ve minada. Cuando llegas a las oscuras salas de las oficinas de Extranjería; cuando te piden el pasaporte con malas maneras; cuando te miran como si hubieses cometido un crimen; cuando la condición de refugiado se usa como cortina de humo; cuando la desidia de las instituciones atenaza tu cuerpo; cuando recibes tratos vejatorios; cuando la ley te pide avalar la incongruencia que supone ser quien eres; cuando te ponen en tela de juicio en tu trabajo; cuando algo tan sencillo como llamarte por tu nombre supone una guerra fría. Cuando todo ello sucede, ¿en qué posición quedas tú?
En cuanto a mi petición de asilo, ni la leyeron. Hicieron un copia y pega de otras denegaciones y volví a quedarme en la calle indocumentada. España rechazó tres de cada cuatro solicitudes de asilo en 2018, según los datos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). En esa situación irregular, no tenía otra opción que no fuera la del trabajo sexual o la de los cuidados. Dentro de las oficinas de Extranjería hay mucha transfobia. Me han tratado en masculino con una actitud deshumanizante. Desgraciadamente, mucha gente nos sigue leyendo a las mujeres trans como hombres, como travelos, como maricones. Recuerdo pedirles de manera pacífica que se dirigieran a mí por los apellidos, sin éxito. Falta mucho trabajo, hay mucha LGTBfobia y esto afecta a nuestras vidas y cuerpos de manera transversal.
Me reapropié de mi rabia y la expresé a través de un texto poético en 2019 cuando participé en la publicación de un libro llamado Devuélvannos el oro: cosmovisiones perversas y acciones anticoloniales con el colectivo Ayllu. Nos juntamos un grupo de activismo artístico y social formado por personas migrantes, racializadas, disidentes sexuales y de género. En el libro presentamos una crítica a la ideología heteronormativa colonial y eurocéntrica. Nuestro objetivo residía en poner en valor nuestras voces, imágenes y cuerpos como personas atravesadas por la migración y la disidencia al régimen cishetero y blancocéntrico. Lo hice con mi poema «La pinche Malinche»:
Da igual quién seas ahora, si Pacha, Lupe o Fabiana. Al final siempre vulnerable, siempre traicionada, el Hernán te clava el puñal por la espalda. Te deja de inmigrante, de indocumentada; sin papeles, sin residencias ni espejitos
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ni nada.
Esclava a merced de los blancos limpiando pisos y culos de ancianos, caca de perros y hasta de gatos. […] No dejas de soñar ni pierdes la esperanza a pesar de que te jode a diario la lumbalgia. Siempre sonriente, siempre animada, aquí no hay pulque ni mezcal pa’aclimatar tu nostalgia. El único tequila que saborea tu alma es aquel destilado de todas tus desgracias. Ahora mujer trans-tornada. Por buscar un bienestar te llevó la chingada.
Este libro de relatos partió de nuestra experiencia colectiva como migrantes y críticas con la supremacía blanca. Quise visibilizar la situación de las mujeres trans inmigrantes a través de la figura de Malinche, la mujer que traducía a Hernán Cortés. Para muchos era una diosa, para otros heroína y para algunos vendió su patria. Es una de las mujeres más despreciadas de la historia de México. Su historia ha sido contada, en numerosas ocasiones, desde un prisma que posiciona a las mujeres como esos buscados chivos expiatorios en los relatos. Malinche fue intérprete durante la invasión del Imperio azteca de 1519 y su historia no se puede relatar sin nombrar las violaciones a las que fue sometida. Los cuerpos de las mujeres como mercancía con la que pagar. Nuestros cuerpos como territorios en los que habitamos, pero que no nos pertenecen en absoluto. La segunda acepción de la Real Academia Española define malinche como ‘persona, movimiento, institución, etc., que comete traición’, mientras que en la Academia Mexicana de la Lengua se define como ‘actitud de quien muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio’. Así, el malenchismo se introdujo en el vocabulario de México como algo peyorativo, como se suele hacer con lo nombrado en femenino. Pero Malinche daba a conocer la situación interna de cada grupo. No solo era la que traducía, sino también quien mediaba y acompañaba. Romper con los imaginarios difundidos sobre las mujeres quizá sea un modo de reapropiarnos de nuestra propia historia.
No podemos encerrar nuestros gritos en el silencio. Tenemos que leer las líneas de reivindicación, orgullo y de la verdad más cruda. Pues,
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como dijo Audre Lorde, «callando seguiríamos teniendo miedo». Hay momentos en los que me llega la nostalgia de México. Cuando emigras, eres de aquí, de allí y de ningún lugar a la vez. Como canta mi admiradísima Chavela Vargas:
No soy de aquí, ni soy de allá; no tengo edad, ni porvenir y ser feliz es mi color de identidad.
He dedicado toda mi vida a defender los derechos humanos. Desde la radio, desde las calles y desde las entrañas. Derechos que hoy me han robado. Los cuerpos de las mujeres, en concreto de las mujeres trans, han sido atravesados por las violencias coloniales y patriarcales. Si una no habla, nadie te oye. Si calladas seguimos con miedo, al menos alcemos la voz. Recuperando las palabras de Michelle Lobelle (2019) sobre Audre Lorde, sobrevivir es
defender este continuo, este conjunto, de los ataques del cuerpo despótico, de la sociedad consumista, de la cultura de la violación y del expolio. […] Que se sigan dando estas diferencias, a pesar del esfuerzo brutal del capitalismo, racismo y la homofobia por acabar con ellas, es en sí una victoria.
Tal como dicen mis compañeras de Ayllu, «gritamos el dolor, bailamos la rabia y resistimos desde el goce». A la lucha por una orientación sexual libre se suma el movimiento por una identidad de género también libre, por la igualdad de derechos de las mujeres y de las personas migrantes. Cuando nos despojan de nuestros derechos humanos, las alianzas migrantes LGTB+ son nuestra herramienta de resistencia y cuidados. Frente al odio y al olvido, memoria transfeminista y antirracista.
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