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Miryam Amaya | La liberación sexual y de género de 1977
La liberación sexual y de género de 1977 sucede en Barcelona
Miryam Amaya
Soy como me ves, no como me miras.
Miryam Amaya
La historia sobre cómo ha evolucionado la sociedad suele contarse con matices que nos invisibilizan. Me pregunto en qué parte del relato estamos las mujeres trans. Me pregunto también qué lugar ocupamos aquellas que encabezamos la manifestación del 1977 en Barcelona, la primera del Orgullo, tras los años más hostiles de la dictadura franquista. Me pregunto dónde quedaron las voces de las mujeres en situación precaria, qué hay de las prostitutas, si acaso se escucha el eco de la periferia, si permanecieron nuestras reivindicaciones, si acaso importan las vidas gitanas. El menosprecio hacia quienes hemos estado a pie de calle es clamoroso, más todavía si son vidas trans a quienes hacen referencia.
Hacía dos años que había fallecido el dictador Francisco Franco y nos dejaba como legado un sistema cuyos cimientos se basan en vejar cualquier tipo de disidencia. Las personas LGTB+ eran juzgadas y encarceladas en aquel régimen dictatorial, que penaba todo lo que se saliera de sus moldes heteronormativos bajo leyes de «vagos y maleantes» y de «peligrosidad social». Entonces convocamos, de manera clandestina,
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la primera manifestación en España en defensa de nuestros derechos. En aquella marcha histórica tomamos las Ramblas de Barcelona para reivindicar nuestras identidades y orientaciones afectivo-sexuales fuera de la norma. En 1978 se realiza en otras ciudades, como Madrid, Bilbao o Sevilla. Este mismo año se funda la COFLHEE, la Coordinadora de Frentes de Liberación Homosexual del Estado Español, en la que se agrupaban diversos colectivos. Aunque no fue hasta casi entrados los años noventa cuando se derogó por completo aquella ley, que pasaba a llamarse Ley sobre el Escándalo Público. En 1995 surge la primera convocatoria del Orgullo a nivel nacional.
Estamos muy olvidadas. Diría, de hecho, que fuimos —y somos— las eternas desdeñadas. Todo ello cuando, en realidad, las primeras que estuvimos delante de una manifestación e hicimos frente a la policía para lograr los derechos que hoy se tienen fuimos las trans. Se nos ha desdibujado por completo. Tanto es así que se sigue llamando en numerosas ocasiones «Orgullo Gay», borrando todo lo demás. No es el Orgullo «Gay»; es un Orgullo diverso de personas que sienten, aman y se identifican de manera diversa. Éramos las trans las que estábamos allí y se nos ha infravalorado mucho. Incluso dentro del mundo LGTB+ hay mucha transfobia aún. Las mujeres trans no contábamos con ningún derecho durante el franquismo. Nuestros cuerpos eran el campo de batalla. Tal vez por ello no nos quedaba otra opción que la de ser pioneras en esta reivindicación durante la Transición y la posterior democracia.
A decir verdad, aquel Orgullo de 1977 lo recuerdo como cuando a un niño le das un caramelo y va con toda la ilusión a por él. Pero mentiría si no dijera que íbamos aterradas. Y, aunque el terror presionara nuestros pechos, tomamos las calles. Vivíamos los últimos coletazos del franquismo y la democracia permanecía en paños menores. Íbamos con miedo, pero aquel día la policía no nos hizo nada porque estaban grabando la prensa nacional e internacional. Era impensable que hubiera una manifestación LGTB+ en aquel momento, por lo que vinieron todos los medios posibles. Pero a los dos o tres días se vengaron. La policía llevó a cabo numerosas redadas llenas de violencia y odio, cuando lo único que se reclamaba allí era poder vivir siendo respetadas, que no se juzgara nuestra identidad y poder darnos la mano —independientemente de cuál fuera el género— sin tener miedo. Les repelía que tomáramos las calles por nuestros derechos si eso suponía salirse de la norma.
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Pasaban las lecheras —como llamábamos a las furgonetas de la policía al tratarse de un modelo similar al usado para el reparto de leche— y las redadas consistían en cogernos a todas, llevarnos a comisaría y meternos en unas celdas enormes con un aforo de unas treinta o cuarenta personas. Al entrar la madrugada, a eso de las cinco, limpiaban los suelos con Zotal, un producto desinfectante muy tóxico. Aún recuerdo aquel olor que nos impedía respirar. Nos ahogaban del modo más cínico. Nos llevaban a un cuartito y nos sometían a un interrogatorio mientras ponían frente a nuestros rostros un ventilador con espray de pimienta que dañaba los ojos. Igual te daban un guantazo, pero la humillación verbal traía las secuelas más perversas. Y esto acontecía día sí y día también.
Sus acciones estaban amparadas por la Ley de Vagos y Maleantes. Ibas a la cárcel y podías estar entre rejas de tres meses a un año sin haber hecho nada, mientras que sus delitos de odio quedaban totalmente impunes. Esa ley se cambió por la Ley de Peligrosidad Social, es decir, el mismo perro pero con distinto collar. Bajo esa misma premisa nos encerraban. Recuerdo que, siendo jovencita, caminaba tranquila un día por las Ramblas de Barcelona con mi chaqueta de brillos favorita y me llevaron a comisaría. Te echaban encima esa ley y lo justificaban diciendo que no tenía trabajo y que «era maricón». No me decían ni siquiera gay, sino que usaban maricón como insulto. Me decían que no me podía llamar Miryam, que era nombre de mujer, y me trataban en masculino. Les daba igual mi identidad. El respeto nunca estuvo presente y las humillaciones eran constantes. Para las autoridades, éramos un despojo de la sociedad.
Soy gitana y siempre digo que me tocó una familia que parecía del siglo XXV; me aceptaron tal y como soy y me quisieron muchísimo. Mi bisabuela —como me contaba mi difunta madre—, siendo yo muy pequeña, ya lo intuyó y dijo que de varón tenía poco. Sus palabras fueron que de mí «no podían esperar descendencia». Mi familia gitana, en contraposición a los clichés que se puedan tener, fue la que mejor lo aceptó. Mi padre era vendedor y mi madre, aunque estaba en casa la mayor parte del tiempo, también tenía una herboristería. Tuve la suerte de que en casa me apoyaran desde muy pequeña. Tenían una mente muy abierta, nunca me recriminaron nada, nunca me pusieron una mala cara, al revés. Desde pequeña cogía la ropa de mi hermana mayor y me vestía como ella.
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Nací en una cuadra en 1959 y podría decir que, pese a las adversidades, he vivido minuto a minuto mi vida muy intensamente. He sabido que venimos para vivir y morir, que esto tiene un principio y un final. Si en el medio nos vamos a estar amargando las tres cuartas partes, ¿para qué estamos en este mundo? Ahora, a mis 61 años, pienso en mi vida como una película de esas que pasan muy deprisa. Empecé a ir a la escuela al mudarnos a Barcelona y a los doce años fue cuando tuve claro que era una chica. Desde muy temprana edad me ponía los zapatos de mis hermanas, simulaba cabello largo con una toalla en mi cabeza y realizaba actuaciones como si fuera una estrella. Aunque lo tenía claro desde pequeña, no fue hasta los catorce años cuando comencé a hormonarme de manera clandestina. En Barcelona había una especie de farmacias en el Barrio Chino. Yo vivía en la calle Unión, donde se encontraban dichas farmacias. Eran lugares donde vendían los condones a las trabajadoras sexuales, donde se ponían inyecciones para enfermedades venéreas, etc. Recuerdo que comencé con el Prolutex, que contiene un principio activo de progesterona —la hormona sexual femenina— que nos hacía salir el pecho y formarnos el cuerpo como mujeres. Siempre he tenido la cabeza muy bien amueblada; entonces sabía que tenía que hacerlo despacito, que la transición debía ser lenta porque no conocías el efecto que podía tener en tu salud ingerir una cantidad grande de hormonas. Sabía que se trataba de algo paulatino y con buena letra. Mi cambio completo sucede en San Sebastián con diecisiete años. Estuve trabajando en un club como artista y trabajadora sexual. Ya tenía el pecho grande y mi cuerpo había cambiado. La sociedad, en cambio, no.
En el año 1977 llevamos a cabo aquella «primera manifestación del Orgullo» que se hacía en España. Tuvo lugar en las Ramblas de Barcelona y yo estaba en primera fila sosteniendo la pancarta. En 1979 seguíamos en el activismo alzando la voz por nuestros derechos y visibilidad en una sociedad recién salida de una dictadura que lo había apaleado todo. Las más perjudicadas habían sido las vidas de las personas del colectivo. Lo cierto es que, aunque no tuviéramos conocimiento de política, hacíamos activismo en las calles. Pero ¿cuál fue el detonante para organizar aquella manifestación en 1977? Para empezar, el contexto era de lo más desfavorable para las personas LGTB+. Sabíamos que debíamos hacer algo, pero no cómo. Las consecuencias que podía acarrear no eran ba-
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ladíes. Lo pasábamos realmente mal huyendo de la policía. Recuerdo un momento en concreto en el que estábamos en Barcelona y no teníamos ni idea —ni nos importaba— acerca de partidos políticos. Creíamos que otros modos de hacer política más allá de lo institucional eran posibles y concluimos que organizarnos nosotras mismas era la clave. Esto se unía a que teníamos que estar más pendientes de salir corriendo de la policía para que no nos pillara que de escuchar lo que decían los políticos. Entonces una compañera trans argentina nos dio una charla allí y, como siempre he sido tan curiosa, quise saber más. Estuvimos hablando sobre nuestro papel como activistas en aquel momento e indagando en los modos de militar. Entonces algo hizo clic en mi cabeza y pensé: ¿por qué teníamos que estar escondiéndonos? Es mi vida, mi forma de vivir, ¿por qué tenía que estar con voz bajita y caminando de puntillas para no hacer ruido? Ella fue quien nos dio herramientas para no callar. Aunque el empujón definitivo vino dado por el trato vejatorio de un policía. Cayó así la gota que colmó el vaso, a punto de rebosar muchas otras veces. Una de las ocasiones en las que hicieron una redada, nos acabaron llevando a comisaría. Resuenan en mi cabeza aquellas primeras palabras de los policías: «¿No te da vergüenza ser gitano y maricón?». Era una situación profundamente deshumanizante. Este fue el detonante. Pensaba: si mi familia y entorno me quiere y respeta, ¿por qué merecía escuchar estas humillaciones? A partir de ese momento, no iba a permitir que nadie más me humillara. Fue lo que me hizo quedarme inmersa de lleno en el activismo. Entonces organizamos la primera manifestación de la historia del Orgullo de España en los setenta, cuando llenamos las calles de Barcelona de consignas por los derechos de las personas trans, homosexuales, bi y otras disidencias.
Lo de «las trans» en los años setenta fue un boom. La gente lo veía como una payasada, daba mucho morbo y escuchabas cosas como «Oh, mira, si es un hombre y parece una mujer». Hacían largas colas en los espectáculos para ver a una mujer trans, pero sus miradas estaban llenas de prejuicios en la mayoría de los casos. Esto se unía a que, años después, las apariciones mediáticas de mujeres trans reforzaban una óptica que no se correspondía con nuestra realidad diversa, sino que nos posicionaba en un determinado modo de operar y nos mantenía en la marginalidad. Todo esto fue evolucionando conforme fue pasando el tiempo. En ese
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momento teníamos el llamado «carné de artista». Para lograrlo, debías demostrar que lo eras frente a un jurado. Cuando venía la policía, lo que sacabas era ese carné en el espacio del espectáculo, no tu DNI. Yo me veía con tacones y plumas en un escenario. Mi padre me había comprado un chándal de fútbol y mi madre le dijo que si me hubiese comprado un tutú lo habría aprovechado mejor. Y no le faltaba razón. Yo quería ser algo más, pero, cuando empecé a notar mi cambio, una vez terminé los estudios, lógicamente no encontraba trabajo. ¿Quién iba a coger a una trans en esa época? Contaba con formación en Dibujo —se me daba muy bien el estilo artístico—, pero ya me veía con tacones y plumas en un escenario.
Me da rabia especialmente que se nos encasille en etiquetas y he luchado contra ellas toda la vida. Soy como me ves, no como me miras. Soy consciente de mis actos y de mis palabras, y lo que piensen y digan de mí no me pertenece. Estoy aquí y sigo hacia adelante. Me gusta ver el pasado y ser consciente de que he dejado huella. No me siento identificada con aquellas palabras con las que tratan de encasillarme. Yo me siento Miryam, nada más. Soy quien soy, no lo que las etiquetas quieran imponerme.
Llamarnos comunidad es relegarnos a lo diferente. Supone alimentar el discurso de la tolerancia: «Yo, que soy normal, te tolero a ti, aunque seas rarita». La invisibilización, unida a este discurso de la tolerancia, hace que crezcamos sin referentes. En mi caso, esto se dio hasta que conocí a Dolly van Doll, una de las primeras mujeres trans que estuvo por Barcelona. En una ocasión, coincidí con ella en la cafetería Ópera de las Ramblas de Barcelona. Recuerdo estar sentada y acercarme muy curiosa, con cierta timidez, hacia donde estaba ella tomando algo. Al verme tan jovencita, le hice mucha gracia y estuvo compartiendo conmigo su experiencia con las hormonas. Me dio pautas que me ayudaron mucho. Como explica Pilar Matos:
La vida de Dolly van Doll, personaje creado por Carla Follis, es un canto a la libertad, a la ilusión, al amor y a la dignidad, porque ser quien quieres ser y lo que quieres ser, valiéndose solo del tesón y del trabajo, es digno de admiración y de aplauso.
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Dediqué mi vida al espectáculo en cabarés. Empecé haciendo imitaciones de Juanita Reina y Lola Flores. Me encantaba el flamenco; siempre me ha fascinado taconear y sacar mi rama flamenca. Luego me lancé a estilos más modernos. Entre otras cosas, trabajé con Sara Montiel y otras nueve artistas en el teatro Arnau de Barcelona. Guardaba todos esos recuerdos en cajas con todas las fotos en mi casa de Zaragoza, pero se hundió y lo perdí todo. No pude recuperar mi archivo ni el vestuario que tenía de recuerdo de todos los espectáculos que había hecho. Perdí decenas de cajas con todo aquello. Morí de pena, porque allí guardaba hasta mis entrañas.
En aquel momento ninguna era famosa, solo locas a las que les apetecía pasarlo bien. Gané varias ediciones del concurso Miss Trans. Conocí a mi primer marido; fue mi primer contacto con el amor verdadero. Partió de Alemania a España y tuvimos una relación de nueve años. Durante ese tiempo, pasaron muchas cosas. Supongo que como en todas las parejas, pero puedo decir que conocí el modo en que nace y muere el amor. Como he sido tan intensa para todo, viví tan intensamente esos años que luego me di cuenta de que era más cariño que amor. Y con el tiempo pude aceptar que se había ido todo. Ganar Miss Trans me abrió muchas puertas, pero, al estar casada, perdí también muchas oportunidades. Vivía con mi marido en casa de mis padres; era uno más de la familia. Sin embargo, me aparté de las grandes ventajas que podía haber tenido tras ganar ese concurso. Dejé muchas cosas, pero no me arrepiento. Pude dedicarme al espectáculo y formar parte del teatro. Cuando estuve en la Movida madrileña, yo era una joven alocada. Por ese entonces conocí a Marisol, a Máximo Valverde y a Pedro Almodóvar. Pero el ambiente festivo no era incompatible con la lucha social. El activismo nunca lo dejé y continúo hoy con ello, pero fue un momento que viví mucho.
Yo era la niña pequeña de mamá. Venía a mis shows, me dejaba sus vestidos y quería que luciera como la más divina porque sabía que así era feliz. Y eso era todo lo que le importaba. Ella me tenía en su algodoncito para que no me ocurriera nada. Sabía lo que pasaba en esa época porque te tachaban de maricón (no existía otra palabra), entonces me tenía protegida. Creía que era la más débil de mis hermanas por el daño que hacían a las personas del colectivo en aquella época. En especial a las mujeres trans. Me tenía como su princesita. Pero de princesa nada; más bien era una reinona.
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Hoy vivo en Zaragoza, donde me tienen un cariño muy especial. Perdí hace unos años la visión del ojo derecho en un accidente y, desde entonces, recibo una ayuda por ello. Ahora limpio y hago espectáculos. Lo mío son los vestidos de lentejuelas, las plumas y el espectáculo, pero hoy todo eso no está pagado, ya no se paga lo que se pagaba antes a las artistas.
Además del espectáculo, me he dedicado al trabajo sexual para poder pagarme mis cosas. La mayor parte de las mujeres que trabajan en la prostitución está en una situación precaria y se encuentra ante la imposibilidad de realizar un trabajo con unas condiciones dignas. Es decir, está en una situación vulnerable. Si se quisiera abolir, ¿le vas a dar trabajo directamente a todas las prostitutas? Hoy se abole, pero mañana pueden entrar a trabajar directamente: ¿van a hacer esto? No, ¿verdad? Entonces, ¿cómo van a sobrevivir estas mujeres, que son madres que están alimentando a sus hijos? ¿Cómo van a sobrevivir estas mujeres, que son migrantes —en su mayoría latinoamericanas—, que están trabajando para poder ayudar a su familia? Si se prohíbe, ¿qué les queda a ellas? Yo comencé en el trabajo sexual teniendo diecisiete años mientras seguía con los estudios de Dibujo Lineal en la Universidad de Logroño. Me recuerdo soñadora. Yo quería volar más alto, pero se nos margina del mercado laboral de manera absoluta. La prostitución es dinero rápido, pero no es dinero fácil. De fácil no tiene nada. Debes tener mucho estómago, porque te puede venir cualquier persona y tienes que aceptarlo como trabajo que es. Parte de nuestras reivindicaciones desde aquellos años setenta incidían en que las trans podamos trabajar sin sufrir esa discriminación. Conozco a muchas trans inteligentísimas que tienen sus estudios y que, por su identidad, han quedado radicalmente excluidas del mercado laboral. De hecho, la tasa de paro de las personas trans es descomunal. Recuerdo que iban a contratarme de cocinera y, cuando vieron mi aspecto, me dijeron que el puesto ya estaba cogido. Los que llevaban ese bar eran fachas y me discriminaron nada más verme. Fue muy indignante; no me cogieron por ser trans de manera muy evidente. Ojalá llegue el momento en que nos juzguen por lo que hagamos, por nuestro trabajo, y no por nuestra apariencia. Te juzgan por lo que ven, no por lo que eres. Y eso es muy lamentable.
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Hablando mal y pronto, siempre me ha importado tres carajos la opinión de la gente. Lo que sí me marcó mucho fue un enfrentamiento con el macarrilla del colegio. Me decía mariquita por jugar con las niñas hasta el momento que me enfrenté a él. Y ahí se quedó. Desde entonces, nunca nadie me volvió a llamar mariquita. No me gustaba pelearme; se trataba de autodefensa por supervivencia. Ojalá ninguna niña ni niño tenga que vivir esto más. Ojalá se entienda que nuestras identidades y vidas son solo nuestras, que ni el Estado ni nadie puede entrar ahí. Es imprescindible una Ley Trans estatal, no somos un proyecto ni un experimento. Es tan sencillo como querer tener una vida normal, aunque a mí me gustaría saber qué es normal y qué no. ¿Quién diablos marca esos parámetros? Muchas trabajadoras sexuales desearíamos poder cumplir con nuestras ocho horas de trabajo, contar con vacaciones y un sueldo fijo y olvidarnos de la calle, tan hostil. Pero es una realidad aún muy lejana.
Nuestra vida no fue fácil, pero sí provechosa para el futuro de las de hoy. Basta de ideologías de odio. Por las disidencias gitanas. Por un Orgullo para todas las diferencias. Por las que estuvimos a la vanguardia en la reivindicación de los derechos y libertades. Porque el legado sea seguir en este movimiento que no cesa.
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