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ción? Arantxa Fernández | Romper ese silencio que mantenía el viejo orden : ¿y las bisexuales dónde están?

«Romper ese silencio que mantenía el viejo orden»: ¿y las bisexuales dónde están?

Arantxa Fernández

Vivid, la vida sigue, los muertos mueren y las sombras pasan; lleva quien deja y vive el que ha vivido. ¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!

Antonio Machado | Elegía a don Francisco Giner de los Ríos

Mi madre siempre dijo que se esperó hasta la muerte de Franco para que naciese mi hermana. No quería traer hijos ni hijas al mundo en plena dictadura. Poco después, nací yo. Esto sucedió en 1977 en Santander, una ciudad que es, al mismo tiempo, bellísima, tradicional y tremendamente clasista. En cambio, me siento afortunada por haber crecido en un hogar, cuando menos, especial. Mi abuelo era anarquista y republicano y fue uno de los niños exiliados en Francia durante la guerra. Mis padres militaban en clandestinidad contra el régimen franquista y tenían contactos con el movimiento francés de mayo de 1968. Lo cierto es que fui consciente de todo esto —casi por casualidad— hace relativamente poco a través de una carta que encontré en un desván.

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La educación que hemos recibido mi hermana y yo, como podemos imaginar, no fue la típica. Un ejemplo de ello es que celebrábamos Papá Noel a pesar de que no fuera común en la zona. En casa se educaba a través del diálogo, no a través de la imposición. No dictaron sentencia sobre lo que teníamos que creer o pensar, pero sí hicieron hincapié en la importancia de ser consecuentes con nuestros actos. Estudié en el colegio Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, donde también estudió mi madre. Ella era católica, al contrario que mi padre, que era ateo. Él era jefe de máquinas de la Marina mercante, por lo que viajaba por todo el mundo todo el rato. Yo estudié la carrera de Ballet Clásico y con once años conseguí una beca para estudiar en la Classical Royal School Ballet de Reino Unido. Jamás llegué a congeniar del todo con la cultura británica. En lugar de aprender inglés, aprendí italiano porque me relacionaba con lo que yo llamo «el Mercosur» (Italia, España, Portugal y Grecia). Mi periodo británico duró seis meses. Terminó con mi vuelta a España a raíz de sufrir una lesión. Me mudé entonces a Algeciras, el extremo más alejado, donde habían destinado a mi padre como director de un astillero. Tenía once años y ese cambio me reconfortó: descubrí otros universos, desconocidos hasta el momento, como Cádiz en sí misma. La libertad de las personas gaditanas me cautivó. Son tremendamente libres. Del mismo modo conocí el modo en que coexistían la cultura musulmana, la población hindú y la judía.

Tiempo después, a mi padre le detectaron un cáncer y partimos a Santander. Cuando ya estaba muy grave, su obsesión era que no iba a poder votar en las siguientes elecciones. Hoy doy gracias porque no viera a Aznar como presidente. Su fijación me marcó mucho a nivel político. Cuando la gente dice que no va a votar, me acuerdo de aquello y pienso en que el hecho de que alguien decida no hacerlo no quiere decir que el resto lo haga desde una posición individualista. Sobre los partidos recuerdo que me decía que cogiese los programas electorales y marcase con una cruz todo aquello con lo que estuviese de acuerdo para descubrir así con qué ideología era más afín. Luego me pedía que guardara el programa electoral del que ganara y que señalara cada vez que cumpliese cada una de las cosas que prometió hacer. Esa fue la mayor lección de democracia que me pudieron dar. Solo suponía leer con detenimiento cada cuatro años y comprobar si cumplían o no su palabra. No recuer-

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do un momento concreto de mi vida en el que decidiera militar, ni tan siquiera siento que lo decidiera, sino que lo llevo en la sangre como una acción de justicia. Quizá sean los resquicios del activismo de mi padre en mí.

En mi pueblo había dos mujeres que vivían juntas. Las habladurías decían que eran «muy buenas amigas», aunque nunca nadie confirmó ni desmintió nada —ni siquiera ellas—. Cuando yo era pequeña, en una visita al pueblo, me perdí. Una sensación de pánico invadía mi cuerpo hasta que una de ellas, Teresa, me recogió. Recuerdo que tenía una imagen muy característica: su melena corta, sus pantalones y buzos de campo y su sonrisa amable. Lo cierto es que en los pueblos a los niños y niñas los cuida todo el mundo; entonces me acompañó de la mano hasta casa de mis padres, pero justo habían salido, por lo que fuimos a casa de mi tío, quien le pidió que esperase en la vivienda de ellas, más próxima, y que, cuando viese el coche de mis padres, los parase. Así que me llevó a su casa con la otra amiga, Antonia. Recuerdo sentarme en aquella casa ajena, pero tan acogedora, frente al televisor. Estaban emitiendo El tiempo es oro y yo contestaba en voz alta las preguntas que me sabía ante los elogios de Antonia: «¡Qué niña más lista!». No sabré nunca si fueron pareja o no, pero en esa casa se respiraban una paz y un amor impresionantes. Cuando Antonia murió, Teresa estaba destrozada. Durante el entierro todo el mundo apoyaba a los sobrinos de Antonia mientras Teresa se quedaba sola. Así que yo me puse a su lado para hacerle compañía. Al tiempo, Teresa acabó en una residencia porque los sobrinos se quedaron con la casa que había sido suya tantos años. Me pareció tan terriblemente injusto que en ese momento me di cuenta de que algo debía cambiar en la sociedad. Vivir aquella injusticia fue la gota que colmó el vaso para dar el paso hacia el activismo.

Soy bisexual y, a decir verdad, siempre había tenido relaciones con chicos. No fue hasta que conocí a Amparo cuando comenzaron a llamarme la atención las chicas. En un principio pensaba que solamente era una muy buena amiga. Hasta que se enrolló con un tío y me sentó como un tiro. Me pillé un cabreo importante sin saber en un principio la razón por la que me sentía así. Até cabos y descubrí que estaba enamorada de ella. Al llegar a esa conclusión, me dije a mí misma: «¿Te has vuelto lesbiana de repente?». Los chicos me seguían gustando, así que me sen-

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tía el perro naranja dentro de los perros verdes. Hasta que encontré la definición de bisexual.

Tenía trece años cuando la conocí; ella tenía dieciocho y era modie. Un día estaba en el salón escuchando música, entró mi hermana, que era heavy, y se pusieron a hablar sobre grupos, dejándome a mí abandonada, porque era rocker y no tenía nada que ver con sus gustos. En un momento, Amparo se subió para cambiarse de ropa y, cuando bajó, iba vestida toda de negro, con el pelo cardado, con un mechón rubio en la frente, con una cruz y con una cadena de perro como si fuese una pulsera. Según bajaba las escaleras, el cardado del pelo se deslizaba con su movimiento. Y yo no podía dejar de mirarla. ¡Qué valor tenía salir así así a la calle en un pueblo como este! De ese día hasta que empezamos a salir juntas pasaron ocho años.

Cuando terminé Ballet Clásico, comencé a cursar Arte Dramático. Más adelante estudié para técnico superior en Animación Sociocultural. Para las prácticas trabajé en La Noche es Joven, uno de los programas de ocio nocturno alternativo del Ayuntamiento de Santander. También estuve inmersa en la Unidad de Trabajo Social, donde tenía que realizar un estudio de zona sobre las ONG locales. Entre ellas estaba ALEGA, la asociación LGTB+ de Cantabria. En ese momento tenían un local enorme en Barrio Camino que todo el mundo confundía con una tienda de pinturas por los colores. Las cortinas eran la bandera del Orgullo, y la gente no veía en esa época la bandera del Orgullo: veían los colores del arcoíris y lo asociaban con una tienda de pinturas. Ya llevaba un año en pareja con Amparo, pero jamás me habría atrevido a entrar en un local así. El destino me lo puso en bandeja de plata: tenía que hacer mis prácticas para el título. Así, de paso, conseguiría la mayor cantidad de información posible sobre el colectivo LGBT. El día que comencé las prácticas nos recibió Javi Papi, que murió hace poco. Su pareja era nuestro tesorero y recuerdo enfadarme con él porque le tenías que justificar hasta el último céntimo. Supongo que por eso era el mejor tesorero que podía tener una asociación, pues gestionaba el dinero como si del suyo se tratase. Cuando llegué a ALEGA estaba atenta a todo y Regino, que era muy listo, debió notar algo en mí, porque me anotó algo en una postal del libro Los ojos del ciervo. Cuando fui a Madrid a ver a Amparo, que vivía allí, me fui a Berkana a buscar el libro. Por aquel entonces, la

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librería aún estaba en la plaza de Chueca. Esta fue la primera vez que pisé el mítico barrio.

En esa época existían aún los consejos de la juventud. En él estaban todas las asociaciones juveniles de Cantabria y tenía un local en la plaza de Cañadío donde participábamos muchos jóvenes. La primera asociación a la que pertenecí, Juventudes Marianas Vicencianas, también estaba allí junto a ALEGA, que participaba en ese espacio con Javier Igarega porque ya no teníamos local propio. En esas reuniones yo oía hablar sobre gais, gais, gais, alguna lesbiana y más gais. Era algo sistemático, pero un día tuve que interrumpir: «¿Y las bisexuales dónde están?». Me dijeron que yo podía participar en la asociación solo por mi parte lésbica. «¿Cómo? —respondí hecha una fiera—. Yo no tengo partes, soy una sola persona entera. No me siento lesbiana ni hetero. Tengo la capacidad de enamorarme de una persona esté en un envoltorio o en otro. A lo mejor para otros es importante, pero para mí no». Esto es, explicado suavemente, lo que les dije. Me recordaron alguna vez que me puse de pie, que chillé y hasta tiré la silla donde estaba sentada del impulso con el que me levanté. Javi Papi me enseñó una lección impresionante ese día. Me dijo que no lo entendían, pero que, si les daba la oportunidad, iban a hacer todo lo posible para ver si lo podían entender. Me hicieron sentarme y tranquilizarme. Eso hizo que me quedara dentro del colectivo. Si ese día Javi no hubiera actuado así, yo me habría ido del movimiento con la impresión de que eran iguales o peores que los heterosexuales. Por eso creo que son las personas las que marcan las diferencias. Los discursos se crean con el tiempo, pero no pueden crearse sin las vivencias.

Siempre ha habido una ausencia aplastante de mujeres en las juntas directivas. En ALEGA eran todos chicos menos yo. Existía un espacio propio de mujeres llamado Grupo de Mujeres Lesbianas y Bisexuales. Esto es así porque antes de mí otra chica había dado aún más guerra que yo hasta que se agotó. Esa persona me había allanado el camino. Cuando llegué decía: «Si lo haces de esta manera, nosotras nos sentimos más incluidas». Debí de decirlo dos o tres veces o lanzar dos o tres críticas de las mías y, en menos de quince días, me propusieron coordinar el Grupo de Mujeres Lesbianas y Bisexuales. En ese momento puse cara de horror y lo rechacé. Javi Papi y el tesorero, que eran el yin y el yang, me convencieron. Javi valoró la capacidad que tenía de hablar sin tapujos y de romper ese silencio que

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mantenía el viejo orden. Su pareja sentenciaba que, si no estaba dispuesta a comprometerme y a luchar, me tenía que callar; que, si no estaba dispuesta a buscar soluciones y a trabajar por ellas, era mejor no decir nada. En ese momento entré como coordinadora en el grupo de mujeres.

En ALEGA nadie nos negaba nada; solo había que justificar el presupuesto. Hicimos el primer equipo de fútbol femenino que competía dentro del programa de La Noche es Joven como equipo de ALEGA. Esto fue un paso de gigante para una ciudad como Santander. En los Carnavales de Santoña nos vestimos de bandera del Orgullo, cada una con un color. En un momento pitábamos, nos alineábamos como la bandera y marchábamos formando la bandera. Era una manera de dar visibilidad. Como colectivo, primero luchamos por conseguir un espacio propio, un local pequeñito donde poder vivir y crear nuestras actividades. Legalmente estábamos en la guerra por el matrimonio igualitario.

En toda esta situación aparecen los encuentros estatales de Salamanca. Ya se intuía que la ley de matrimonio se iba a aprobar y se empezó a trabajar por la Ley de Identidad de Género y por ampliar los objetivos de la Federación con los derechos de las personas trans. Fueron mis primeros encuentros estatales los que me acercaron mucho a las personas trans. Cuanto más vivo, más me doy cuenta de que las personas trans y las personas bisexuales tenemos más en común de lo que parece. En aquel momento estaba Rebeca como coordinadora del área Trans de la FELGTB. Recuerdo que se metieron todas en una sala desde las tres de la tarde y estuvieron debatiendo leyes y objetivos hasta las once de la noche. En otra sala se estaba trabajando el manifiesto del Orgullo y, cuando se leyó el borrador final, fui contando las veces que se nombraban las mujeres lesbianas, personas trans y bisexuales. A las lesbianas se las nombraba poco, pero se las nombraba. A las personas trans se las nombraba de manera puntual y nosotras, las bisexuales, no existíamos. Mi compañera Rebeca había contado cuántas veces se había nombrado a las personas del colectivo, por lo que tomó la palabra para señalar que no se nombraba a las personas trans, así que pidió que, al hablar de gais y lesbianas, se nombrase también a las trans. En ese momento tomé la palabra y señalé que, del mismo modo, no se había nombrado ni una sola vez a las personas bisexuales y pedí que se nos nombrase. Nunca olvidaré la cara de Beatriz, porque se puso a leer el texto sorprendida

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y dijo: «Por supuesto». No se podía creer que no lo hubiese puesto. A partir de ahí empezó «lo de Arantxa y las bisexuales». Cada vez que se nombraba exclusivamente a las personas homosexuales, se oía mi voz al fondo: «¡Y bisexuales!».

En otra reunión, esta en el antiguo local de Fuencarral de COGAM —donde estaban, entre otras, Beatriz, Silvia y Boti—, proclamé que no solían tener en cuenta las posturas de las mujeres bisexuales en los grupos de mujeres, pues estábamos trabajando junto a las lesbianas y no nos tenían en cuenta. En ese momento, Boti se enfadó, se levantó y se giró. Beatriz la agarró y Silvia, con ese carácter tan lindo, canario y pacífico, dijo: «Ya conocemos a Arantxa y sabemos que es la mosca cojonera de la bisexualidad, pero tiene razón. Ahora no podemos, pero en algún momento tendremos que hablar del tema». Aparte de ponerme el mote para la Federación, me hizo pensar que podría dar la murga dentro del colectivo, pero no fuera. Los bisexuales han estado siempre dentro del colectivo, pero callados para que se los aceptara; ahora tocaba que se nos reconociese.

Después de aquello, ALEGA organizó los encuentros de «Jóvenes contra la homofobia» —porque aún no se usaba el término LGTBfobia—, que se realizaron en un albergue de Cantabria en el que, casualmente, solían quedarse las tropas de Franco. Lo primero que hicimos fue subir la bandera del Orgullo al palo mayor del albergue. Mientras estábamos preparando las jornadas, en una junta directiva me avisaron de que tenían una propuesta, llegada por internet, que me iba a encantar: hacer un taller sobre bisexualidad. Vino de la mano de Pablo Hernández, del colectivo Lambda, y estuvo a punto de no poderse hacer porque no teníamos ponente, pero la casualidad hizo que fuera posible en uno de los cursos del colectivo sobre educación. Vino a impartirlo un chico de COGAM, Darío López. Me acordé de él por una anécdota que nos sucedió juntos durante una comida: había salido el tema de la bisexualidad y, como me dijo que él también era bi, le recomendé el libro Seré bisexual y me respondió que lo había escrito él. Cuando lo llamé por teléfono para que se encargase del taller, vino sin dudarlo. Por primera vez en la historia, una charla de género se quedó con cuatro personas y el resto estaban todos en bisexualidad. Esto fue una inyección de adrenalina. Era gente muy joven y tomamos nota de sus teléfonos, con lo que empezó a

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crearse una red de comunicación bi.

Las primeras Jornadas de Políticas Lésbicas se hicieron en Madrid en 2005. Eso fue como abrir un poco los ojos al mundo. Para mí y para las compañeras que venían de ALEGA, algunas de diecisiete años, aquellas jornadas nos vinieron genial. Yo seguía en ALEGA y mi relación sentimental con Amparo continuaba, ella en Madrid y yo en Santander. Trabajaba como personal laboral del Ayuntamiento de Santander en La Noche es Joven y en los centros cívicos. Pero llegó un momento en el que la situación se hizo insostenible y decidimos que o rompíamos o una de las dos tenía que dejar su ciudad y moverse hacia donde vivía la otra. Decidí irme yo a Madrid y le di tres años. Me quedé seis. No había salido de ALEGA y ya me estaban preguntando: «Te irás a COGAM, ¿no?». No había salido de mi grupo socialista de Santander cuando ya me decían: «Te irás a Ferraz, ¿no?». A Ferraz no iba a ir, pero a COGAM sí. Ya conocía a Miriam, que era la presidenta; a Elena Llanes, que estaba en el grupo de lesbianas, y a mucha gente de la entidad. Cuando eres una jovencita como lo era yo, llegar a una ciudad nueva y quedarse en casa es muy malo, porque te puede comer, así que me puse a ayudar en el grupo de lesbianas. Conseguimos ser un montón de chicas e hicimos muchísimas actividades.

En el congreso de la Federación —hasta entonces FELGT— de 2007 entra la «B» de bisexual. Comenzó a considerarse que las personas bisexuales necesitábamos un espacio propio para desarrollar nuestro argumentario. La verdad es que las del Área de Políticas Lésbicas estaban hartas de nosotras. Lo podemos explicar con otras palabras, pero estaban hasta las narices de que reivindicáramos nuestra bisexualidad en sus espacios, lo cual es comprensible. No fue poco el tiempo en que las personas bisexuales estuvimos fuera de lugar. No existíamos y estábamos votando como si fuéramos gais, lesbianas o trans. Más adelante se aprobó incluir la letra «B» entre sus siglas, consolidándose FELGTB como nombre.

Al tiempo que se incorporaban los intereses de las personas bisexuales en la Federación, hubo momentos muy duros en los que pensábamos que la letra B no se iba a integrar jamás. En esas jornadas me hice con un teléfono móvil para poder coordinarnos entre todas las personas bisexuales que conformábamos los pequeños colectivos. Sabíamos de

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antemano cuáles serían las críticas porque todas y todos las habíamos recibido previamente. Tanto es así que hasta teníamos respuestas preparadas. Pero los ataques a la introducción de la B por parte de Gehitu fueron tan fuertes que provocó que el resto de los grupos 一para muchos eran sus primeras jornadas en la Federación一 nos apoyase. Un detalle que recuerdo con cierta gracia fue el de Sinvergüenzas, que ante la idea de que teníamos que demostrar que éramos bisexuales 一 porque podíamos ser homosexuales o heterosexuales encubiertos一 se dibujaron un código de barras con la letra B en la mano para mostrar que eran bisexuales. Cuando votaban, lo hacían levantando la mano con el código Visible.

Mi objetivo en la Federación era incluir la bisexualidad en la entidad. Los jóvenes eran los menos contaminados por los prejuicios de la bifobia. Nos habíamos formado juntas las personas gais, lesbianas bisexuales y trans. Habíamos crecido como personas aprendiendo del sentir y del vivir de nuestras compañeras. Los grupos de gais vienen de las resistencias, se relacionaban en un subgrupo y subsistieron en él durante la dictadura. Las lesbianas venían del movimiento feminista. Aunque soy feminista, a veces las críticas eran tan agresivas que me sentía reñida. Es cierto que había un sustrato machista en muchos colectivos de gais y, frente a la rabia, no supimos muchas veces llegar a unir fuerzas y poner en valor lo que nos unía.

A una determinada generación de lesbianas y gais nuestra orientación y forma de ver el mundo las sacaba de quicio. Crearon su identidad tan desde la resistencia que cuando yo abría la puerta a que las cosas no fuesen tan rígidas se ponían nerviosos. Por ejemplo, yo no entendía a Beatriz Gimeno. En su libro ¿Seré lesbiana? hablaba sobre bisexualidad y yo pensaba que ella lo era, pero se definía como políticamente lesbiana y yo eso no lo entendía: o eres lesbiana o no lo eres. Me llevó mucho tiempo entender que eso era una batalla necesaria de reconocimiento político y social de las lesbianas.

El orden de las siglas LGTB en España responde al proceso de inclusión de los colectivos en la Federación. La lógica dictaría que las orientaciones fuesen juntas, pero por el nombre de la Federación en España se usa esa nomenclatura. Primero fue la «G» de gay y luego entró la «L» de lesbiana, pero las chicas entraron tan fuerte que se pusieron delante

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para recuperar visibilidad. Lo primero en que se trabajó fue el matrimonio, pero nada más aprobarse las personas trans ya estaban trabajando en la Ley de Identidad. Las personas bisexuales no estábamos tan organizadas, así que fue después de que las personas trans abriesen camino en sus reivindicaciones cuando comenzamos a reivindicar nosotras las nuestras. Entraron entonces la «T» y la «B», por ese orden. Después de eso se decidió dejar de poner letras porque si no iba a acabar siendo un galimatías y nadie se iba a enterar de qué significaban las siglas de la Federación. Pues tiempo después se tuvo que ampliar con la «I» de intersexuales. Su realidad era muy distinta a la del resto del colectivo, así que había que incluirla. El mundo cisheterosexual nos mete a todas en el mismo saco; hay que mantener la visibilidad de los colectivos.

Las entidades más reacias a reconocer la bisexualidad cambiaron bastante con el tiempo; Gehitu tomó el relevo en el área, pero al principio se oponía muy fuertemente. Había gente que era referente en el colectivo y se olvidaba continuamente de los bisexuales. Muchos activistas de la Federación pensaban que era mi guerra en exclusiva, pero enseguida vieron a las personas que habían estado apoyando desde detrás: Pablo, de Lambda; Jose Cristóbal, de Ojalá; Ben Amics, Gilda, los integrantes de Arcópoli, etc. Gracias a ellos y ellas se pudo crear una base sobre la que poder trabajar. La primera reunión del área se hizo en enero del 2008, donde se presentó el primer borrador del argumentario. Nos definíamos en esa época señalando lo que no somos en lugar de lo que somos. Fue una decisión política en respuesta a todas las veces que nos habían dicho cómo nos veían desde el prejuicio. No habíamos hecho nada más que empezar.

En el COGAM de la calle Puebla, impartimos una charla sobre bisexualidad en la sala de la planta de abajo y se llenó hasta el máximo; incluso había gente fuera escuchando, en el pasillo. En esa charla explicábamos que no nos habíamos sentido incluidos, que habíamos tenido que pelear asumiendo la identidad de gay o lesbiana para poder sentirnos incluidos. Durante el debate se dijo que no había tantos bisexuales, que la única a la que conocían era a mí, a lo que contestó un chico del grupo de gais que él mismo era bisexual; que ahora estuviese saliendo con chicos no significaba que no se hubiese enamorado de mujeres. Que no era un gay encubierto. Nunca había dicho nada porque no quería pasar por lo que estaban pa-

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sando otras bisexuales como yo. Eso cambió el tono de la charla y mucha gente entre el público empezó a hablar de sus experiencias. Era muy cansado ser siempre la bisexual que tenía que recordar que existíamos. A todo esto, no sé cómo, me escogieron vicepresidenta de COGAM.

COGAM es genial. De mi pequeña y querida ALEGA pasé a una de las entidades más grandes de la Federación. Es un colectivo con un potencial constructivo salvaje y a la vez de lo más complicado, un pulpo con muchos brazos que a veces se entorpecen sin querer. Yo quería ayudar en eso: los grupos de socialización funcionan muy bien, los que trabajan en prevención del VIH son punteros, el grupo de Educación es referente para España y su labor es vital para muchas personas —por eso molestan tanto a algunos—. Asimismo, su equipo de Información LGTB+ es el que toma el pulso a la realidad, pero a la hora de llevar a cabo una acción conjunta cuesta mucho más y pueden no ponerse de acuerdo. Se tropiezan las patas del pulpo y se pueden caer. Mi objetivo como vicepresidenta era intentar que todos anduviéramos en la misma dirección. Los consejos asesores me parecían vitales para esto. Era el único momento donde todos se reunían. El Grupo Joven y de Treintañeros de esa época trabajó muchísimo. Hicimos la patrulla condonera, algo que en ALEGA habíamos hecho siempre y que en COGAM me resultó muy complicado. Cuando vi a tanta gente reunida en el pasillo de arriba, casi me da algo. No sé si alguna vez he dicho lo orgullosa que estoy de ese grupo y de todos. Cuando volvían, tenían su chocolate caliente para matar el frío. El año siguiente me lo propusieron ellos mismos y aún sigue realizándose. Lo que aprendí en ALEGA lo trasladé al Grupo Joven. Organizamos las acciones, los objetivos, los materiales que se iban a usar y todo el papeleo sobre cuánto iba a costar. Ahora, con el tiempo, me pesa un poco que quizá fui demasiado dura con ellos. A lo mejor no lo hice bien del todo. Pero gracias a la guerra que les di iban con un proyecto en la mano y, a la hora de justificar y pedir subvenciones, eso facilitaba mucho las cosas. Uno de los momentos más felices que he vivido en COGAM fue cuando en un consejo asesor se presentó la propuesta del Grupo de Bisexuales. Lo iba a llevar Esperanza Montero, una gran luchadora a la que siempre respetaré.

Recuerdo a Miguel Bros como una de las personas más dulces del colectivo. Mucha gente decía que era un gruñón, pero a mí siempre me

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tendió la mano. Cuando me ha tenido que mostrar su desacuerdo, me ha desgranado siempre los motivos, lo que hacía fácil trabajar con él. Cuando me fui, me dijo que había sido la mejor vicepresidenta que había tenido COGAM. Eso me llegó al alma. Que te diga eso una persona que lleva toda la vida en el colectivo es muy importante. Ojalá mi trabajo haya sido útil, porque ese colectivo ha sido una parte importantísima de mi vida.

No he vuelto a pisar el Orgullo en Madrid, aunque siempre estoy pendiente a través de los medios. Cuando lo veo por la televisión, estoy sufriendo, preocupándome de los cordones de seguridad de los laterales, de los refuerzos de voluntarios, de si han puesto barras… No he disfrutado un Orgullo en Madrid desde que fui a la ciudad por primera vez y me tocó ser voluntaria. El cansancio era tan grande que tenía la sensación de no haber hecho nada más que trabajar. Sobrevivimos a Botella, a Aguirre y a Gallardón. Recuerdo COGAM con mucho cariño, pero también con mucho cansancio. Todo el trabajo no ha sido en balde. Pero me cansé mucho y llegó un momento en que tenía que escoger. No podía más; el pelo se me caía a mechones por culpa del estrés. Además, me detectaron un problema médico y yo quería tener un hijo. Cuando conté que quería quedarme embarazada, se revolucionaron todos. Un día, cuando encendí mi ordenador en la sede del colectivo, me encontré con la pantalla dividida en cuatro partes con cuatro modelos de cuna. Me decían que eligiese una que cupiese en la oficina y así podía seguir en COGAM, que niñeras no le iban a faltar. Pero era el momento: la B ya no me necesitaba; había gente nueva, joven, fuerte y maravillosa en la que confiaba, como Carlos, de Arcópoli, o Esperanza, de COGAM. En las entidades se creaba mar de fondo.

Me volví para Santander porque necesitaba alejarme del estrés. No me creían cuando dije que no volvería a militar en un colectivo, como igual no me creían cuando en el PSOE de Santander dije que no continuaría en Madrid. Aunque, sin quererlo, mi propia vida está atravesada por el activismo: mi hijo es el primer niño nacido de una pareja de chicas por reproducción asistida en la Seguridad Social de Cantabria. Santander parece más conservadora de lo que es, mientras que Madrid luce como una ciudad muy liberal, pero no lo es. Amparo y yo empezamos el proceso de reproducción asistida antes de casarnos. Estábamos en

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2011 cuando fui al centro de salud de mi zona en Madrid y me dijo el funcionario que no podía ser por la Seguridad Social aunque le enseñé la ley, que llevaba fotocopiada. Me enviaron al Hospital Clínico, donde tuve que volver a sacar dicho documento. Los servicios jurídicos del Clínico nos mandaron al Doce de Octubre. Esto tuvo lugar entre los meses de enero y mayo de ese mismo año, momento en el que nos vinimos a Santander. Le dije a mi médico de cabecera, ya aquí, que queríamos ser madres y, como no sabía cómo era el procedimiento, me pidió el número de teléfono para poder avisarme una vez lo hubiese averiguado. Me llamó poco después y lo iniciamos. En la clínica de reproducción asistida de Valdecilla hubo un momento de confusión al preguntarme quién era el padre y hacerle notar que éramos dos madres. Nos dijo: «A mí me da igual: ¿quién es la que lo va a llevar?». Me hizo gracia y me pareció algo lógico: ella solo quería hacer su trabajo, no tuve que enseñarle la ley. De ahí nació Pedro. Con un carácter superfuerte que dicen que sale a mí, no sé por qué.

Cuando tuve que llevar a mi hijo al colegio, hice una investigación sobre los que podrían ser más adecuados. En mi zona son todos concertados o católicos. Había toda una estructura social que los protegía. Siendo honesta, a las Esclavas no iba a ir porque no tenía ganas de entrar en esa guerra. Amparo y yo elegimos el Jardín de África por el ideario del centro y porque no hay ninguna estructura católica aunque sí imparten Religión para quien la quiera. Fuimos a una entrevista, les avisé de que el niño tenía dos mamás y les dije que si había algún problema prefería saberlo cuanto antes para no tener que estar en guerra con la Inspección de Educación después. La respuesta de la directora fue que el colegio era pionero en integración, pero mi hijo iba a ser el primer hijo de dos mamás, así que íbamos a tener que aprender juntos. En ese momento, ese colegio me ganó.

El primer año de cole me sentía muy rara. Subía la cuesta hacia el centro y me saludaba gente que no conocíamos. Eran personas que te querían demostrar su apoyo y no sabían cómo. Otras, en cambio, cuchicheaban sin ánimo de crítica, sino con la genuina curiosidad que las caracterizaba. Un día, mientras esperaba con Daniel, el padre del mejor amigo de mi hijo, un corrillo de madres estaba hablando sobre una situación personal de separación en la que la madre tenía miedo de que su hija

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no lo percibiera con normalidad. En ese grupo estaba Virginia —una mujer maravillosa—, quien le dijo a la otra madre: «Va, mujer, no te preocupes, que en tu clase hay un niño que tiene dos mamás. La diversidad familiar es algo que van a aprender en el aula». Me hizo mucha gracia, porque lo dijo con tanta naturalidad que no se dio cuenta ni de que yo estaba allí. Al año siguiente entró otra niña con dos papás. Yo no los conocía, pero siempre me saludaban con cariño cuando nos cruzábamos.

Pese a que las cosas avanzan y mejoran, no soy muy optimista con el futuro en mi ciudad. El partido verde no por ecologistas, sino por su color distintivo tiene mucha fuerza. Un día estaban en la plaza Porticada repartiendo su propaganda, Pedro y yo estábamos paseando cerca y se acercaron a nosotros para darme un panfleto alegando que ellos eran el partido que defendía a la familia. Entonces exploté: «No, vosotros defendéis a vuestras familias y atacáis al resto. Este niño tiene dos mamás y vosotros no lo respetáis». Yo puedo convivir con todo tipo de familias sin problema, pero no entiendo por qué ellos no pueden convivir con nosotros. Aún recuerdo los autobuses del Foro de la Familia bajando a manifestarse porque «lo nuestro» no se podía llamar matrimonio ni se nos consideraba una familia siquiera. Esto nos pasaba hace diez, quizá doce años, y todavía sucede. Mi esperanza está puesta en la siguiente generación. En la de mis sobrinos, en la de mi hijo y en la de sus compañeras y compañeros del colegio. Ojalá puedan ser quienes son. Y ojalá no necesiten tanta lucha para ello. Ojalá hayamos tocado los engranajes del sistema y esto les haya facilitado las cosas.

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