CS Dic 2013

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de Pablo vida del ahora occiso: las élites políticas, económicas y mediáticas, en el aparente confort capitalino, recordaron la infausta carrera criminal del capo, mostraron a sus víctimas (sus víctimas de ellos, claro) y volvieron sobre la cantaleta moral (que ellos mismos no escuchan) de que «delinquir no paga». El otro país masculló sus silencios, de nuevo. En miles de hogares de policías pobres volvieron a pasar las imágenes de la desgracia que les declaró el jefe de lo que se llamó –con pompa de película de Hollywood- «el cartel de Medellín», volvieron los ecos de las bombas de una guerra que no solo le declaró al Estado sino a sus vecinos de la capital paisa, la gente del común –que son los otros que no somos nosotros- regresó a las noches en que la ciudad se convirtió en el escenario de una guerra sin cuartel porque sucedía en las calles. Pero ese otro país lo masculló en silencio, incluso hasta los parientes y admiradores del criminal, convertido entre sus aúlicos en una especie de «Robin Hood al que la historia terminará por entender», como dicen. A muchos colombianos de entonces –y a los de ahora- se les quedó la impresión de que lo repudiaron porque logró hacerse más rico que los ricos que lo miraban con recelo y por eso lo persiguieron, que de día declaraban su odio y de noche, en las sombras protectoras, su amistad y admiración. Nunca fue condenado por nada. Nunca se demostró en forma fehaciente su responsabilidad en los hechos delictivos, distintos de los que confesaron sus cómplices y subordinados y ya se sabe que los muertos resisten todo. Hubo un momento en que cada cosa mala que sucedía en Colombia era culpa de ese señor, después fueron los Castaño, después las Farc, después las Bacrim y después… después inventarán otro enemigo malo. El enorme esfuerzo militar que fue necesario para terminar con la carrera de Escobar se hizo costumbre en Colombia. Desde entonces, no hay una sola universidad pública nueva y, en cambio, el número de instalaciones militares ha crecido sin cesar y las iniciativas por crear un sistema de seguridad social sostenible apenas fueron escarceos: el sistema financiero se llevó el grueso del ahorro nacional en ese campo. Sin embargo, nadie ha sido enjuiciado por el fracaso de la Ley 100 de 1993, la que se llama con la cruel denominación de «el paseo de la muerte». Muerto el demonio y cerrado el infierno por la modernización católica predicada por Juan Pablo II, en la posmodernidad aparecieron nuevos «satanás». El Estado colombiano inventó a Escobar y como pasa en todas las tradiciones, hay quienes creen que ese demonio era, en realidad, otro hijo de dios. Para bien o para mal, el fantasma de Pablo Emilio Escobar Gaviria va a rondar durante varias generaciones los sueños y los temores de los colombianos: para que no veamos los verdaderos monstruos que amenazan la vida de todos.

Ciudad

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