PONENCIA LORENZO

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II ENCUENTRO CITAP DE INTERVENCIÓN RESIDENCIAL EN TRASTORNOS DEL COMPORTAMIENTO La contención Corporal Torremocha del Jarama (Madrid), 25 de abril de 2008

BASES NEUROPSICOLÓGICAS DE LOS TRASTORNOS DEL DESARROLLO. IMPLICACIONES PARA LA PRÁCTICA Lorenzo Ortega Trujillo Psiquiatra

Introducción. Los trastornos del desarrollo psicológico: Los trastornos del desarrollo son una gama de trastornos caracterizados por un deterioro en el desarrollo normal de funciones superiores, tales como el lenguaje, organización viso-espacial y psicomotriz, capacidad de aprendizaje e integración cognitiva, y capacidad de relación objetal. Abarcan una gama de anomalías distintas del puro retraso mental cuantitativo a las que se presupone, no sin polémicas históricas, una base biológica fuerte. Se subdividen en trastornos específicos del desarrollo (trastornos del habla y del lenguaje, trastornos del aprendizaje y de la lectoescritura, trastornos psicomotores) y trastornos generalizados del desarrollo (Autismo, Enfermedad de Asperger, Síndrome de Rett, Trastorno Desintegrativo Infantil, y otros). De todos ellos, seguramente los que han suscitado un mayor nivel de controversia teórica y un mayor esfuerzo investigador en neurociencia han sido los trastornos del espectro autista. Estos se caracterizan por un retraimiento precoz y casi completo del mundo de relación del niño. Su comorbilidad con trastornos psiquiátricos y neurológicos es muy amplia, y los esfuerzos explicativos a nivel etiopatogénico a lo largo de las épocas abarcan todas las tendencias teóricas en psiquiatría. Descrito por vez primera por Kanner en 1943, el núcleo central del problema (aislamiento extremo e insistencia a todo trance en la preservación del medio interno de intromisiones del exterior a través de pautas de comportamiento repetitivas y estereotipadas) se ha revelado como consistente a lo largo del tiempo y revelador de una entidad clínica definida por derecho propio. Se reconoció como un diagnóstico específico en 1978, en el DSM III, como resultado de esfuerzos de investigación epidemiológica y clínica acumulados desde los años 60 y 70, en el contexto del auge creciente de la psicología empírica de base conductista y de la psiquiatría biológica que dura hasta nuestros días. De estas dos áreas de conocimiento, psicología cognitiva y psiquiatría biológica, surge por un lado el análisis detallado del funcionamiento neuropsicológico a nivel de funciones cognitivas básicas, con el desarrollo paralelo de tests psicométricos y de diseños experimentales, y por otro el conocimiento científico del fundamento neurobiológico de estas enfermedades.

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Neuropsicología en los trastornos autistas: Se considera característico de los trastornos del espectro autista la coexistencia de áreas claramente deficitarias con otras bien conservadas: El perfil de desempeño en las diferentes subescalas del CI es típicamente desigual, y es frecuente también encontrar islotes de habilidades hiperdesarrolladas que han llegado a formar parte de los tópicos populares en torno a estos trastornos. Esto concierne especialmente a habilidades básicas de memoria y cálculo, tareas manipulativas concretas, y capacidad de atención y concentración. El lenguaje también presenta aspectos de déficit junto a otros bien preservados, aunque la anomalía en el lenguaje es omnipresente, ya sea absoluta, de disfunciones concretas (ecolalia, uso de neologismos, errores sintácticos más o menos idiosincrásicos, etc.), o a nivel únicamente de uso comunicativo del lenguaje (es particularmente característico de estos trastornos la anomalía en la mirada, el gesto, la entonación, y la adherencia a la literalidad de las palabras en contraste con el lenguaje figurado). Se han desarrollado, a partir de estos perfiles, elaboraciones teóricas con pretensiones de llegar a concretar operativamente la anomalía nuclear del autismo. Estas son básicamente: 1- Déficit a nivel de la capacidad de construir una “teoría de la mente”, a partir de capacidades consideradas precoces, como son la capacidad de conexión emocional temprana con el otro, a través de la expresión corporal, la imitación, y la capacidad de atención compartida; tres capacidades precoces típicamente deficitarias en trastornos autistas. Este defecto daría cuenta de la tríada sintomática característica de discapacidad de socialización, de comunicación y de imaginación (que se considera fundamental en estos trastornos desde los trabajos epidemiológicos de Wing y Gould de finales de los 70). 2- Déficit de funciones ejecutivas básicas, relacionadas con el lóbulo frontal y circuitos asociados: Planificación y organización de tareas, regulación de la atención, constancia en las tareas, aislamiento respecto del contexto, inhibición de respuestas inapropiadas, uso de feedback, etc. Da cuenta de los comportamientos repetitivos y estereotipados que forman parte también de los criterios diagnósticos al uso. 3- Déficit de “coherencia central”, referido a las capacidades de integración de la información en forma de conocimiento en el que se privilegie el significado global coherente.

Neurociencia en los trastornos autistas: La base sobre la cual se asienta la tesis, cierta, de que los trastornos autistas son enfermedades del cerebro, consiste en una serie de hallazgos acumulados a lo largo de los años que podríamos clasificar como procedentes de la clínica y de la epidemiología, procedentes de estudios de neuroanatomía, con técnicas de imagen convencional (TAC y RMN) y funcional (PET y SPECT), histopatología de autopsias, y electroencefalografía, procedentes de estudios de neuroquímica cerebral, y procedentes del campo de la genética.

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1- Hallazgos clínicos: Especialmente, la fuerte asociación entre autismo y retraso mental (hasta un 70%), y autismo y epilepsia (hasta el 45% de autistas padecen alguna forma de epilepsia a lo largo de la vida). Retraso mental que se da en grados muy variables, que sobre todo en los casos mas severos hace muy difícil el diagnóstico diferencial entre los efectos que en la vida psíquica puede producir el puro retraso mental y las anomalías cualitativamente específicas del autismo, y que deja siempre abierta la puerta a la duda teórica no resuelta de si el factor predominante es un daño neurológico responsable de ambas series de alteraciones, o si la limitación cognitiva dificulta la normal puesta en funcionamiento de dinámicas madre-hijo necesarias para el despliegue del mundo psíquico. Respecto a la epilepsia, es especialmente notable la presencia de trastornos epilépticos específicos y deteriorantes, tipo E. de West, y la frecuencia además de la asociación epilepsia complejadeterioro intelectual-trastornos autistas. También existe casuística de casos de autismo tratados con éxito con anticomiciales. 2- Anatomía estructural y funcional: Anomalías citoarquitectónicas en el sistema límbico, cerebelo y oliva inferior de tronco encefálico. A las anomalías en cerebelo se le ha otorgado una especial importancia, destacando su papel en la integración de modalidades sensoriales, lenguaje, atención y funciones cognitivas en su conjunto, y comportamiento emocional, a través de sus múltiples conexiones con tronco encefálico y sistema límbico. Relacionado con la asociación de epilepsia y autismo, existe una alta incidencia de anomalías en el trazado electroencefalográfico sin clínica de episodios convulsivos, cuya significación es a menudo incierta, tanto a nivel diagnóstico como a nivel de indicación de tratamiento con antiepilépticos. 3- Neuroquímica: Especialmente Serotonina, Dopamina (en línea con la teoría dopaminérgica de la Esquizofrenia), y opioides endógenos (por la relativa insensibilidad al dolor y las observaciones clínicas de autoagresiones). Los resultados en general son poco concluyentes, y no han dado lugar, como en otras áreas de la psiquiatría, a posibilidades de tratamiento farmacológico realmente significativas. 4- Genética: Incidencia familiar incrementada, concordancia en gemelos monocigóticos que ha llegado en algunos estudios casi al 90 % (de estos estudios se ha dicho que prueban tanto la presencia de factores constitucionales como la presencia de factores no constitucionales, por el sólo hecho de no alcanzar el 100% de concordancia), y asociación con cuadros genéticos, especialmente el Síndrome del Cromosoma X frágil, la esclerosis tuberosa, la Trisomía del cromosoma 15, y otros. En los últimos 20 años el desarrollo de las técnicas de ingeniería genética y el conocimiento del genoma humano ha dado lugar a una multiplicidad de genes que se han asociado, de una u otra forma, al autismo. Con toda seguridad asistiremos a una auténtica revolución en el conocimiento neurobiológico del SNC en las próximas décadas a través de estas líneas de investigación, aunque todavía no haya resultados concluyentes. Consecuencias en la práctica clínica corriente: La consideración de los trastornos autistas como cuestiones neurológicas plantea, a mi modo de ver, una serie de consecuencias prácticas:

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En primer lugar, el menoscabo en los esfuerzos en rehabilitación y psicoterapia, no sólo en niños típicamente autistas, sino en toda la gama de niños con dificultades en la organización psíquica a niveles profundos, psicóticos o prepsicóticos. La práctica de la psicoterapia necesita una cierta convicción en los fundamentos de lo que se está haciendo. Podríamos decir que se mueve en un margen relativamente estrecho entre el realismo terapéutico y la utopía, y que el entusiasmo terapéutico es un valor a preservar. Este entusiasmo se basa en el supuesto de que algo relevante, no necesariamente todo, en los trastornos mentales obedece a la articulación entre el ambiente y el psiquismo, y que operando a estos niveles se pueden obtener resultados clínicamente significativos. El conocimiento neurobiológico realmente no afirma nada en contra de la eficacia empírica de la psicoterapia, la rehabilitación psicoeducativa o cualquier otro procedimiento análogo, y de hecho existe evidencia de su efectividad perfectamente compatible y complementaria con los hallazgos neurobiológicos. Pero es inevitable que exista una dimensión “política” que tiene que ver con la pugna entre teorías, que sigue vigente a pesar de los esfuerzos conciliadores, y que se inclina temporalmente a un lado u otro de la balanza en función de todos estos conocimientos acumulados. Igualmente, el oscurecimiento de la importancia atribuida al entorno familiar como facilitador del desarrollo psicológico, y la dificultad en argumentar la pertinencia de intervenir a ese nivel, a veces con medidas legales, como sucede con frecuencia en nuestro ámbito de actuación. También, el estrechamiento del margen de lo considerado normal, o no estrictamente normal pero sí dentro de lo explicable por métodos convencionales. Fenómeno que sucede con cualquier trastorno que alcance un determinado nivel de concreción diagnóstica y de apoyatura en datos neurobiológicos sólidos, llámese TDAH, Esquizofrenia, T. Bipolar, etc. En el terreno de la contención corporal, tenemos por un lado una descarga de su trascendencia como hecho con valor psicoterapéutico, reduciéndolo a mero procedimiento evitativo de males mayores o educativo en un plano conductual simple, correlativo a un vaciamiento del significado subjetivo del hecho disruptivo, y por otro una sobrecarga del diagnóstico psiquiátrico, como evidencia de una tara biológica que estaría más allá de la psicología corriente, que complementa y refuerza lo anterior, y llama a situar todo el fenómeno por fuera del ámbito normal de intervención no bien alcance una cierta dimensión (derivación a urgencias psiquiátricas, recurso a la psicofarmacología). Todo esto no tiene que ver realmente con el conocimiento en sí ni con su fundamentación científica, sino más bien con las dificultades de integración de saberes que proceden de sistemas de pensamiento diferentes entre sí. Sistemas que producen, como no podía ser de otra manera, visiones globales del ser humano que llevan aparejadas toda una serie de actitudes “de partida” ante el hecho clínico, la enfermedad, y nuestro posicionamiento ante él. A riesgo de pecar de excesivo esquematismo, pienso que existen en la psiquiatría de nuestros días dos modelos polares: Uno de ellos es el científico-médico, tendente a la biologización de los fenómenos, que bebe de la tradición fenomenológica y deriva en un radicalismo clínico que prescinde casi totalmente de la exigencia de sentido, de “imagen de conjunto coherente”, que sí exigía la fenomenología, el análisis existencial, u otras variantes expresamente desprovistas de carga ideológica. Su punto fuerte es la delimitación de los términos y de los trastornos, las clasificaciones nosológicas, y la metodología científico-natural en la investigación, de la que deriva su sólido realismo y su apoyatura en lo biológico. A cambio, produce a menudo una práctica poco versátil, incapaz de entender la riqueza de lo humano expresada en la clínica, que se le escapa como el agua por un cesto, que no incluye ninguna consideración hacia lo vincular, y que con

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frecuencia produce resultados sospechosos por poco compatibles con el sentido común, y que con seguridad no ayudan a superar el estigma que tradicionalmente acompaña a lo psiquiátrico ni el descrédito social de la profesión. El otro es el modelo psicodinámico, heredero de la tradición psicoanalítica, fuerte en los años 40 y 50 y venida a menos desde los 70, en una crisis que ha producido la aparición de una tendencia modernizadora, caracterizada por un esfuerzo por hacer lo psicoanalítico compatible con la ciencia, y que recoge las tendencias intersubjetivistas, Winnicotianos (y kleinianos en cierta medida), Bowlby, y otros. Su punto fuerte es el entendimiento de lo humano, su adaptabilidad, su capacidad de contención en la práctica clínica, en mi opinión una eficacia práctica mucho mayor, contra lo que suele ser opinión habitual, y la riqueza del método analítico y su capacidad de producción teórica. El punto débil es su tendencia al dogmatismo, a la fidelidad incondicional a los autores carismáticos, la sobreproducción de conceptos no siempre fácilmente delimitables unos de otros, y la escasa predisposición a la constatación empírica. Todo ello derivado del hecho fundamental de que exige necesariamente la implicación del profesional como persona, y no es una posición cómoda para hacer ciencia aquella en la que uno mismo está personalmente implicado. Estos problemas no son exclusivos de la psiquiatría. La medicina corriente, en la que el paradigma biológico sí ha logrado imponerse con claridad, paga también el precio de no disponer de un entendimiento suficientemente eficaz para comprender los fenómenos que se mueven en la esfera de lo psicosomático, de los que se ha dicho que ocupan hasta el 50% de todo el trabajo cotidiano en atención primaria. En psiquiatría no existe ningún diagnóstico realmente neurobiológico. Todos son diagnósticos sindrómicos, con mayor o menor fundamentación epidemiológica, para los que hay que suponer una etiopatogenia cogida de entre las que ofrece el mercado de las teorías aceptadas. No es posible zafarse de esta elección, incluso cuando creemos eludir este dilema lo que hacemos habitualmente es adherirnos al paradigma dominante, que viene a decir que a un diagnóstico psiquiátrico “fuerte” corresponde una tara neurobiológica determinante para el pronóstico. La competencia teórica en psiquiatría ha sido históricamente intensa, y produce demasiadas veces situaciones de “empate técnico”. La tentación reduccionista se hace particularmente apremiante en estas situaciones, por la urgencia de escapar de la vivencia subjetiva de caos, y por esto mismo es especialmente importante reconocer que mantener viva esta deliberación teórica aplicada a casos concretos es precisamente una parte de nuestro trabajo, y no precisamente la menor.□

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