Víctor San Frutos, 2º premio ESO Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles de estas montañas son mi compañía; las claras aguas de estos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mi pensamiento y mi hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos, pero ya cansado de apagarme, decidí dejar de ocultarme para mostrar mi ser. Así, una fresca mañana de verano, tras haber preparado mi equipaje, lo dejé todo para empezar mi nueva vida. Mi antiguo hogar se hallaba lejos de toda sociedad, y desprovisto de todo tipo de carruaje, me dispuse a andar, ataviado con una larga capa dotada de un capirote que tapaba gran parte de mi cara. Pronto me encontraba dejando atrás las montañas que me habían arropado tanto tiempo y los campos que habían sido mi sustento, pero había de ser fuerte y no mirar atrás. Llevaba recorrido largo trecho y la senda aún se me antojaba interminable, cuando oí tras de mí el traqueteo de unos cascos seguidos de unas ruedas. El carromato seguía la misma dirección que yo, así que me dispuse a pararlo. El conductor empezó a aminorar el paso, pero cuando me alcanzó y vio mi rostro, volvió a acelerar y me hizo recordar el porqué de mi exilio. Poco después del encontronazo con mi pasado, surgió ante mí una gran ciudad custodiada por una colosal muralla que a pesar de su altura, dejaba ver altos edificios que supuse serían iglesias y el ayuntamiento. Seguí el sendero hasta su desembocadura en una de las calles adoquinadas de la ciudad, a la que había de entrar pasando bajo un gran arco que atravesaba los muros de lo que sería ahora mi nuevo hogar. No había cruzado aún el umbral de la ciudad cuando las miradas indiscretas del gentío ya me atravesaban como frías cuchillas que entumecían el alma. Estuve a punto