11 minute read

La excursión cristiana de Bob Dylan

El bautismo de Bob Dylan

El 17 de noviembre de 1978, durante un concierto en San Diego, un fan arrojó una cruz de plata al escenario. Dylan la recogió y sintió un escalofrío. Ese evento abrió una represa: era el inesperado comienzo de su “trilogía cristiana”.

Advertisement

L

leonard cohen caminaba en círculos por su casa y se retorcía las manos. La música que salía de su tocadiscos llenaba el aire de preguntas. “¡No lo entiendo! –gritaba–. Es que no puedo entenderlo. ¿Por qué buscar a Jesús a estas alturas?”. El canadiense escuchaba que Bob Dylan, su reflejo en el hondo lago de los trovadores, cantaba los primeros versos de “Gotta Serve Somebody”. La canción, paradójicamente, estaba más cerca que nunca de su propia música: una producción cromada, coros femeninos y el aliento de un Dios poderoso y cambiante esparcido sobre todas las cosas. Eventualmente, Leonard Cohen se postró ante Slow Train Coming: “Pensaba que aquellas eran unas de las canciones góspel más hermosas que jamás se habían oído”.

POR MARTÍN E. GRAZIANO

Otra paradoja. Las epifanías son trascendentales, pero también intransferibles. El 17 de noviembre de 1978, mientras ofrecía un concierto en San Diego, un asistente del público lanzó una pequeña cruz de plata al escenario. Bob Dylan se inclinó a agarrarla y sintió un escalofrío. La escena llegó a su clímax unos días después, cuando se encerró en la habitación de un hotel de Tucson. “Jesús se apareció ante mí como rey de reyes y señor de señores –dijo–. Había una presencia en la habitación que no podía ser nadie salvo Jesús... Puso su mano sobre mí. Fue algo físico. Lo sentí. Sentí todo mi cuerpo temblar. La gloria del Señor me tiró al suelo y me recogió”.

Desestabilizado por su divorcio y el terremoto del punk, el estreno de Renaldo and Clara (la película surrealista que dirigió y protagonizó) y las críticas sobre Street Legal, Dylan venía caminando sobre aguas tempestuosas. La cruz parecía una pista. La punta de un ovillo. En enero de 1979, la actriz negra Mary Alice Artes, que además de vecina era su nueva novia, se acercó a la iglesia evangélica y neopentecostal Vineyard Fellowship. No era la primera artista que tocaba la puerta. Por esos encuentros, celebrados en las casas de los pastores o locales alquilados, ya habían pasado algunos Eagles e incluso tres miembros de la propia banda de Bob. Artes se paró ante Ken Gulliksen, el pastor luterano que había fundado la iglesia, y fue directo al grano. Quería consagrar su vida a Jesús. Su novio, agregó, atravesaba una crisis espiritual. Poco después, los pastores Larry Myers y Paul Esmond visitaron a Dylan, quien, ese mismo día, “rezó y recibió al Señor”.

Dylan, descubrieron en la iglesia, no se tomaba nada a la ligera. Durante los siguientes tres meses, asistió cinco veces por semana a los cursos de lectura bíblica y coronó la transformación con su bautismo. Luego miró a los ojos de su novia y escribió unos versos. “Ángel preciado bajo el sol, / ¿cómo iba a saber que tú serías / quien revelaría mi ceguera y mi perdición, / cuán frágiles eran los cimientos que me sostenían? / Ahora hay una guerra espiritual, / la carne y la sangre se pudren, / o tienes fe o no la tienes, / y no hay terreno neutral”. No era extraño. Para Bob Dylan todo era una canción. Incluso el Apocalipsis.

Claro que no era la primera vez que utilizaba la Biblia como combustible (revisar, por ejemplo, el material de John Wesley Harding), pero sí era la primera vez que escribía con un propósito devocional. Aun cuando el objeto de su devoción fuera un ánfora donde cabía el Dios de los cristianos o una chica. A medio camino entre la imaginería de la generación beat y las Tablas de la Ley, la imagen de ese Tren Lento encabezaba una tanda de canciones que –como no definían ese sujeto– oscilaban entre el soul o el mero góspel. Dylan, que no daba puntada sin hilo, se metió en el Muscle Schoals Studio con un productor célebre por su trabajo con artistas como Aretha Franklin o Ray Charles. Jerry Wexler, a su vez, trajo de la mano a Mark Knopfler. Las cartas estaban sobre la mesa.

El disco se publicó el 18 de agosto de 1979 y, contra todos los pronósticos, fue una suerte de hit. Trepó al puesto N° 2 en los charts de Inglaterra, alcanzó ventas de platino en los Estados Unidos y le valió a Dylan su primer Grammy como cantante masculino. Durante la gira de presentación, sin embargo, se comportó menos como una estrella del pop que como un pastor. “Jesús me dio unos golpes en el hombro y me dijo: ‘Bob, ¿por qué te resistes a mí?’ –soltó durante un concierto en Syracuse–. Yo dije: ‘No me estoy resistiendo’. Entonces me preguntó: ‘¿Vas a seguirme?’. Yo respondí ‘Bueno, no lo había pensado’”.

Para febrero del año siguiente, Dylan tenía una nueva tanda de composiciones donde, según el dylanólogo Paul Williams, aquel “Dios de la justicia vengadora” giraba hacia “un Dios de la restitución y el amor”. Reunió al mismo

equipo en el mismo estudio y, en solo tres días, registró las nueve canciones de Saved. La tapa era una pintura ligeramente kitsch de Tony Wright donde la mano de Jesús condescendía a tocar la mano de sus creyentes. Aunque tenía grandes momentos (“Pressing On” y la apertura con “A Satisfied Mind”), el disco no llegó a estrechar las manos del público. La crítica se abalanzó sobre su radicalización barroca y el ranking de Billboard arrojó la peor posición de un disco de Dylan en casi dos décadas.

El fin de año no trajo mejores noticias. El 8 de diciembre se produjo el asesinato de John Lennon, y Dylan, que ya había sido víctima de algunos fans obsesionados, comenzó a entrar en pánico. Su comportamiento, que siempre había oscilado entre la extravagancia y la mera misantropía, alcanzó cotas más altas de paranoia. Chuck Plotkin, el productor del tercer disco de la trilogía cristiana, lo sufrió en carne propia. Después de cinco sesiones en sus estudios, Plotkin le presentó una versión que Dylan rechazó porque su sonido pulido le remitía a los Doobie Brothers. Volvieron a grabar, removieron canciones, mezclaron todo de vuelta. Dylan devolvía casetes de saque y volea. Eventualmente llegaron a un acuerdo y Shot of Love salió a las calles en agosto de 1981.

“¿Te puedes sentar con él, charlar sobre el partido de fútbol y tomarte una cerveza y ver juntos el partido? Claro –decía Plotkin–. ¿Le importan un rábano muchas de las cosas que a los demás también parecen importarle un rábano? A veces, depende de cómo se mire, hasta cierto punto. ¿Es un tipo corriente? No. ¿Por qué quieres que lo sea?”.

A diferencia de muchos de sus colegas, Dylan tenía algo claro. No quería ingresar dócilmente en la meseta de los clásicos adocenados. No quería adult oriented rock. Quería seguir en la discusión. De modo que recibió a regañadientes su inducción al Salón de la Fama del Rock & Roll y, cuando ya nadie lo esperaba, reapareció con un saco arremangado en el prime time de MTV. Con la Biblia en el cajón de la mesa de luz: exactamente en el medio de los 80.

La posibilidad de manipular sonidos con máquinas fue uno de los grandes aportes de la tecnología a la música, y, como bien anticipó Peter Gabriel, estos tuvieron una enorme influencia en el desarrollo de nuestra cultura.

POR PATRICIO CERM I NARO

ruido: solo eso se necesita. la bocina de un auto, el ladrido de un perro o el tronar de un relámpago: ruido, cualquiera, solo eso se necesita. La aparición del sampler significó una de las evoluciones más importantes de la música moderna. Y en la revolución de posibilidades que la tecnología dio, una máxima: si hace ruido, se puede samplear.

Fue en 1979: el primer sampler propiamente dicho salió al mercado hace 40 años. El Fairlight CMI I tenía un teclado de 73 notas y aparentaba ser un sintetizador normal. Sin embargo, eran años de ciencia que parecía ficción: un enorme monitor táctil –manejado con un lápiz óptico– funcionaba como central de operaciones. De hecho, tan avanzado era el sistema que, por primera vez, el sonido se transformó en imagen: fue la primera máquina en revelar representaciones gráficas de formas de onda. Enterrado entre su exagerada cantidad de innovaciones, el aparato creado y diseñado en Australia por la empresa Fairlight permitía grabar un sonido y manipularlo a gusto y placer.

“El sampleo digital es un tipo de síntesis computacional en la que el sonido se transforma en datos, que luego se vuelven instrucciones comprimidas para reconstruir ese sonido original”, explica el autor Mark Katz en su libro Capturing Sound – How Technology Has Changed Music. El audio se reduce a su mínima expresión: ceros y unos. Y a partir de ahí, la lógica es la de un rompecabezas que se desarma en mil pedazos para volver a reunirse más tarde. Entonces, la novedad: “El sonido, una vez procesado en datos, puede manipularse de varias maneras hasta los detalles más pequeños. El tempo y el tono se pueden aumentar o disminuir en cualquier sentido, y los dos se pueden manipular de forma independiente”.

Pero como siempre, las tecnologías nacientes son para los pocos que pueden comprarlas. Y, su éxito, para los menos que pueden aprovecharlas. Un dato incomprobable indica que fue Peter Gabriel el primero en tener el Fairlight CMI I, al menos en Gran Bretaña. Tal vez no fue el primero, pero que lo tuvo, lo tuvo: en una entrevista para la TV francesa, el exlíder de Génesis invita al equipo periodístico en cuestión a convertirse en músicos. Que destruyan una televisión, que golpeen paredes: mientras, él los graba. Entre risas y sorpresa, la magia. No, la tecnología: esos ruidos caprichosos y sin sentido se transforman en algo improbable. Música.

“Esto va a abrir el juego totalmente, todo aquel que quiera hacer música podrá trabajar con un rango de sonidos enorme. Creo que es algo muy emocionante”, comentaba Gabriel en esa misma emisión y concluía, profético: “Estoy seguro de que este tipo de instrumentos van a tener una tremenda influencia en nuestra cultura”. Y así fue. Como toda innovación tecnológica, no solo necesitó un tiempo de adaptación, sino un considerable abaratamiento: el equipo en cuestión llegó a costar hasta 60.000 libras. En 1981, el Emulator de E-Mu Systems se incorporó al mercado e hizo explotar la demanda: funcionaba con un sistema y posibilidades similares a las de su competencia, por un precio mucho más accesible.

La relación con los músicos, el contacto con la búsqueda y la imaginación hicieron crecer la disciplina. Y algo que había sido creado casi como un detalle simpático –la posibilidad de grabar y manipular un sonido ajeno a un instrumento tradicional– se volvió norma y estética de la música por venir. El sampler se transformó en una máquina de citar. Es cierto, la historia de la música siempre referenció a tiempos pasados o exitosas canciones de antaño. “Consideremos la tradición musical occidental –sugiere Mark Katz–: cantos medievales incorporados libremente y patrones melódicos adaptados de cantos anteriores: docenas de misas del Renacimiento se basaron en la melodía de la canción secular ‘L’homme armé’”. Y continúa: “Siglos después, una moda similar se desató cuando compositores como Berlioz, Liszt, Rachmaninoff, Saint-Saëns e Ysaÿe samplearon el canto ‘Día de la ira’ –una conocida canción datada en el siglo XIII–”. Sin embargo, nunca en la historia del sonido los músicos habían tenido tantas posibilidades para citar el pasado. Y eso se volvió una tentación demasiado grande.

Rápidamente, samplear pasó de recurso a modalidad de trabajo, sobre todo para el hip hop, la música electrónica y el pop. Dr Dre, Beastie Boys, Madonna, The Notorious B.I.G., Michael Jackson: todos –cualquier músico que venga a la mente– samplearon y fueron sampleados. Según explica el teórico Simon Reynolds en su libro Después del rock, esa obsesión por el sampler deriva de una vocación del rock como tal: “Desde muy temprano en la historia de la música las bandas de rock usaron la tecnología de estudio para corregir errores y sobregrabar algunas partes de instrumentos agregados, aunque más no fuera para hacer que los discos sonaran tan densamente vibrantes como la banda en vivo”, introduce, y continúa: “El hip hop y el techno representan la apoteosis del interés del rock por el sonido en sí mismo y el espacio virtual”.

Y en esa obsesión de alcanzar el estado definitivo de la música como tal, el sampler no fue solo un paso más, sino, tal vez, uno de los más importantes: logró que la música alterara el tiempo. O al menos así lo entiende Reynolds: “Si la fonografía del rock usa múltiples tomas y sobregrabaciones para crear un cuasi evento, algo que nunca ‘ocurrió’, lo que se escucha en un disco generalmente suena tan plausible como un acontecimiento en tiempo real. La sampladelia va más allá: dispone fragmentos musicales de diferentes épocas, géneros y lugares en capas, y los usa para crear un pseudoevento que altera el tiempo; algo que nunca podría haber ocurrido. Diferentes espacios acústicos y ‘auras’ son forzados a una adyacencia siniestra. Se lo podría llamar ‘magia’, es una suerte de viaje en el tiempo, una sesión de espiritismo, una teleconferencia entre fantasmas que tiene lugar en la máquina de samplear”. Siendo así, tal vez sea bueno revisar lo dicho: la ciencia sigue siendo ficción. Y la música, todavía más.