Frenopatía

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FRENOPATÍA FRENOPATÍA a

Samuel Moreno

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Abrí los ojos en una habitación grande, para dos pacientes, aunque estaba solo. A los pies de mi cama, mi abuelo y mi tío esperaban a que despertara. «¿Cómo estás?», me preguntó mi tío. No recuerdo qué respondí, pero no estaba bien. Me levanté y fui al baño que estaba dentro de la misma habitación. Me duché y me masturbé con gran dificultad. No podía excitarme tal como se excita alguien de veinte años. Volví a tumbarme en la cama, mi tío y mi abuelo quizás disimulaban una risilla porque de algún modo sabían que acababa de aliviarme.

—¿Tengo que quedarme?

Fue la primera pregunta que se me vino a la mente al no saber exactamente cómo había llegado a esa habitación. Recuerdo estar hablando con un médico y a mi tío diciéndome «quédate aquí unos días…». Después, un pinchazo en el culo en un box. Después, la habitación.

—Sí, lo mejor es que te quedes un par de días porque aquí vas a estar tranquilo. —Mi tío intentando calmarme—. Nosotros nos tenemos que ir ya; cenarás en un rato. Después podrás descansar.

Unos treinta minutos después los enfermeros me llamaron a cenar. Salí de la habitación. Lo que había fuera era un pasillo largo con unas quince habitaciones, dos salas para ver la tele y pasar el rato y una especie de terraza cerrada con rejas para

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tomar el aire. Entré en una de las salas, las más grande. Había dos mesas con unas cuantas sillas y dos hileras de sillones en las paredes. Me senté en una de las mesas, estaba un poco grogui. Enfrente de mí, también a la mesa, había una muchacha que tenía los labios igual que un amigo mío. Llevaba un gorro de lana. Le pregunté su nombre.

—Celia.

—¿Te vienes a mi habitación, Celia?

—No nos dejan entrar en las habitaciones de los otros.

Si el sexo de por sí excita porque es sucio, no me quiero ni imaginar cómo será hacerlo en un psiquiátrico. Dos personas que deben sentirse como residuos de su propio tiempo. Además, esta clase de gente tiene poco que perder, y ese es otro estimulante en el sexo. Quien tiene poco que perder no tiene miedo a experimentar más allá del clásico mete-saca, él arriba y ella abajo.

La cena se servía a las ocho y media. Me di un atracón, hacía mucho tiempo que no comía tanto. Salí al pasillo a estirar las piernas, y pegado a una pared, cerca del mostrador de los enfermeros, estaba el horario: las nueve era la hora a la que te obligaban a levantarte para hacer la cama y ducharte; a las nueve y media, el desayuno; a las diez, estiramientos (cosa que solo ocurrió una vez); a las once, terapia musical; de las doce a la una y media descanso para ver la tele o leer y poco más. A las una y media se servía la comida, a las cuatro y media era la merienda, a las ocho y media la cena, a las diez y media zumito o vaso de leche y magdalena. Las once de la noche era la hora de dormir. Sentía ansiedad solo de pensarlo. Hacía unos cinco años que no seguía un horario tan a rajatabla. Pedí a uno de los enfermeros una pastilla de nicotina. Era como un caramelo, y me senté en la sala común a esperar el zumito de las diez y media. Me acosté puntualmente a las once y estaba casi roque cuando súbitamente sentí ganas de vomitar. Fui al baño y vomité largo y seguido. Sorprendentemente, me encontré notablemente repuesto a todos los niveles, pero no duró mucho. Me dormí.

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Tenía los párpados cerrados, pero podía ver a través de ellos. A los pies de mi cama estaban todos mis compañeros de planta, incluidos algunos que había conocido en la cena, y los veía a ellos y el resto de mi habitación como una pintura fauvista. Predominaban los tonos verdosos; todo parecía salido de un pantano de cuento de terror para niños. Estaban, por citar a algunos, Juan Pedro, un anciano bipolar al que le gustaba hacerse el duro y amenazar a la gente, aunque su masa muscular era nula; Mayú, un joven de veintiún años al que las drogas habían atrofiado intelectualmente, pero era simpático y además guardaba ciertas semejanzas en sus facciones con algunos amigos míos, y eso para mí era un plus hacia una posible amistad; Ángela, una cuarentona con problemas de agresividad, rubia con el pelo corto y muy guapa; María José, una mujer que rondaba los treinta y cinco años y olía como imaginaba yo que olería la última chica que murió en la película El perfume; Jesús, un gitano amanerado del barrio de Lo Campano de Cartagena; Hugo, un quinqui de veintisiete años de Lorca; Y «el abuelo» (nunca llegué a conocer su nombre), un hombre de unos setenta y tantos años al que como pude comprobar en la cena, no le gustaba mucho el pescado. Intenté alargar el brazo y tocarlos, pero me daban esquive. Lo único que hacían era mirarme y sonreír de forma insidiosa, como ocultando lo que se morían

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por decirme. Enseguida empecé a sospechar que no se trataba de gente enferma, sino de actores contratados para mí, para que mi estancia en el hospital cumpliera con su objetivo. Empezaron a reírse a mandíbula partida; después, oscuridad.

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III

Desperté y era la hora de hacer la cama y ducharse. Hice la cama pensando en si el recuerdo de la noche fue un sueño o una alucinación. Tampoco tenía claro si había mucha diferencia. El desayuno fue deprimente e insano: leche con cacao y galletas. Los ojos empequeñecidos, el reparto de pijamas limpios, el aliento mañanero, el pelo mojado, los enfermeros dándonos directrices, la luz tardía del invierno: así era despertar en un psiquiátrico. Terminado el desayuno fui a mi habitación a ojear un libro sobre el faraón Tuthankamon. Un psiquiatra y una psicóloga hicieron su aparición.

—Buenos días, Antonio. Me llamo José Pedro, soy tu psiquiatra; y ella es Marina, es psicóloga. ¿Cómo te encuentras hoy?

—Bien —mentira.

—Antes de nada, ¿quieres comentarnos algo?

—He soñado con mis compañeros de planta, pero no tiene mayor importancia.

—Bien, ¿por qué crees que estás aquí?

—Porque soy el nuevo Jesucristo.

—¿Puedes explicarnos eso? —Se estaba poniendo pesado.

—En realidad no es exactamente eso… es que… no lo sé.

—Vale, Antonio. —Él mantenía una expresión serena, pero ella denotaba cierto enfado—. Pasaremos en otro momento para ver si tienes las ideas más claras.

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Salí al pasillo. Sudaba por la ansiedad que me habían causado las preguntas del médico y la psicóloga. Me senté en la sala común. Fue entonces cuando un batiburrillo de elementos nostálgicos tales como un tiovivo, un amor de invierno y un pasillo iluminado con luz amarilla, recuerdo de mi infancia esto último, quería ocupar el lugar de lo que me rodeaba. Se trataba de un posible viaje en el tiempo, y yo temía que todo eso aplastase a mis compañeros, así traté de luchar intentando devolverlo a su tiempo. Pero todo aquello tenía demasiada fuerza, y desistí. Se aparecieron ante mí, traslúcidos y queriendo jugar conmigo y mis compañeros, pero no nos hicieron daño. Se fueron en unos pocos segundos. A mi derecha, unos cuantos sillones más allá, Juan Pedro farfullaba sobre no sé qué teoría de los universos múltiples. Daba igual dónde me hubiesen metido, en un psiquiátrico, en un manicomio, en la cárcel… daba igual porque yo no estaba. Me sentía como si me hubiesen desplazado y hubiesen colocado a muchos otros en mi lugar. Cada postura, cada gesto me eran ajenos. Parece horrible, y lo es; pero con el paso del tiempo me di cuenta de que ese distanciamiento de mí mismo también me alejaba del dolor. Y eso me ayudó a sobrevivir. Era la hora de la terapia musical, que tenía lugar en «la biblioteca». En realidad, era una sala al final del pasillo con una estantería con unos cuantos libros, un ordenador y un proyector. El enfermero encargado de la terapia musical se llamaba Carlos. Lo primero que hicimos fue presentarnos todos, y seguidamente puso música, apoyándose con los vídeos en el proyector. Nos contó que tenía un grupo con el que tocaba canciones de los Beatles, así que puso un vídeo en modo karaoke y empezó a cantar mientras se daba palmadas en la pierna. «I wanna hold your hand…»; si en aquel momento no sintiera nada más que un profundo estado depresivo, seguramente me habría reído. Nos dijo que le pidiéramos la canción que nos apeteciese. Un joven con las capacidades

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mermadas pidió no sé qué rap muy agresivo. No me sentó bien. No tengo nada en contra del rap, pero sí en contra de los raperos. La mayoría se limita a decir que hacen las mejores rimas. Pero ese es otro asunto. Una anciana con graves problemas de cognición, Carmen, pidió Juntos, de Paloma San Basilio. «Juntos, amor para dos/ fumando un cigarrillo a medias…», la cantó a coro con Hugo, que parecía encantado ante aquel despliegue de costumbrismo. Yo pedí Serve the servants, de Nirvana. «Teenage angst has paid off well, / now I’m bored and old. / Self-appointed judges judge/ more than they have sold». O en español: «La angustia adolescente ha merecido la pena, / ahora estoy viejo y aburrido. / Jueces autodenominados juzgan/ más de lo que han vendido».

Llegó la una y media y comí abundantemente. Uno de los enfermeros me dijo que, si no quería, que no comiese. Y, en verdad, comí salvajemente para echar la raba otra vez y experimentar esa mejoría que vino después de la primera regurgitación. Pero no volvió. La hora de la siesta se me antojaba impersonal, así que me tumbé en la cama a esperar que pasara el mal rato. Puntualmente a las cinco, hora de las visitas, mi tío tocó la puerta de mi habitación y entró.

—¿Cómo estás? —Bien se alejaba mucho de la gran desesperación en la que todo yo estaba sumido—. Vamos al pasillo.

Nos sentamos en una de las salas comunes y sentí una profunda vergüenza. Mi tío me ha había visto en mis horas más bajas, me había visto totalmente desquiciado, y puede que incluso supiera ciertas cosas que yo no le habría contado ni a mi mejor amigo. Me sentía como si me hubiera bajado los pantalones delante de él y estuviera esperando a que se riera.

—¿Has comido bien? —Intentando empezar una conversación conmigo.

—Sí, aquí se come mucho.

Lo cierto es que mantener una conversación conmigo en aquellos momentos era muy difícil, y en parte, un tiro al aire. Por

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mi cabeza pasaban contestaciones impropias de alguien cuerdo. Afortunadamente, había un trecho entre mi mente y mi lengua que era capaz de controlar.

—Por lo menos tienes tele y libros.

—Sí —yo, como siempre, lacónico.

—Tu padre te ha comprado esto.

Me dio un mp3 sin estrenar, de última generación y de marca. Fue un detalle que agradecí. Sobre las siete se fue mi tío y me puse a escuchar mi nuevo mp3. Tenía un repertorio muy variado: flamenco puro, nuevo flamenco, grunge, rock muy diverso, y hasta una pieza corta de orquesta. Puse a Radiohead: «This is my final fit / My final bellyache…». O en español: «Este es mi último ataque / Mi último dolor de estómago…».

Me paseaba pesaroso con mi música por el pasillo y me vino una pregunta: ¿por qué a la gente no le da miedo la música de las películas de terror antiguas? Está claro que lo que resulta más angustioso en una película de terror es la música. Pero parece que, a la gente, las cosas que le parecen lejanas, ya sea por tiempo o por probabilidades, no le dan miedo. Pensé que esa podría ser una buena excusa para tomar drogas. Entre todo esto, me asaltó la hora de cenar. Tres horas después estaba durmiendo.

IV

Estábamos seis amigos en casa de uno de ellos, y teníamos en nuestro poder una droga de diseño. Se llamaba spice y era una especie de polvillo verde que emulaba los efectos del thc, pero que los superaba cien veces en potencia. Lo preparamos como un porro, y el primero en probarla fui yo. Bastaron dos caladas para darme el mayor subidón que había sentido en mi vida. Se me calaron todos los huesos de felicidad y comprendí el sentido de la vida, pero sin palabras, sin ciencia; tal como lo comprenden los niños. Aquello duró unos diez segundos, después empecé a encontrarme considerablemente mal. Primero, me bajó el subidón y fue sustituido por angustia vital, luego, vinieron los mareos, a continuación, vi a mis amigos como retratados en un cuadro. Después la pared tiró de mí hacia ella y sentí un auténtico terremoto. Lo que siguió fue que parecía que todo mi ser iba a dividirse en dos. Me resigné ante lo que percibí como una muerte segura. Pero por fin llegó una larga vomitona y se fueron todos los efectos, excepto un gran cansancio. Una media hora después los seis amigos comentábamos los diferentes efectos que habíamos sufrido. Un par dijeron que habían visto al «Gran Ser» que describió Allen Ginsberg: una especie de coño morado y rosa gigante que servía de portal a otra dimensión, otros experimentaron un estado de conciencia alterado en el que lo veían todo «con los sentidos afilados», como diría Manolo García.

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Me desperté aturdido por la ensoñación de la noche, y aún no había despuntado el sol. Así que esperé a que se hiciera de día para salir al pasillo. Descubrí el método de seguridad que tenían los enfermeros para evitar que los pacientes salieran de sus habitaciones antes de la hora debida. Colocaban un botellín de agua vacío delante de la puerta, y, si alguien la abría, oirían el golpe del botellín contra el suelo marmolado. Simple y cutre, pero efectivo. Cuando llegó el momento, me duché, hice mi cama y desayuné. Estaba viendo la tele cuando me interrumpieron José Pedro y Marina. Me preguntaron si podía hablar con ellos en mi habitación. Cuando estábamos a solas empezó la entrevista.

—Buenos días, Antonio. Lo primero, ¿cómo estás?

—Me encuentro bien.

—¿Quieres explicarnos qué es eso de que eres el nuevo Jesucristo?

—Fue una broma. —Intentaba salir de allí.

—¿Nos estás diciendo que intentaste gastarnos una broma? —Tanto el gesto de él como el de ella se tornaron agrios—. Porque eso sería hacernos perder el tiempo. Guardé silencio.

—Tus padres nos han dicho que tienes una actitud conflictiva hacia ellos, ¿es cierto? —El carácter de José Pedro era, en general, afable. La psicóloga, Marina, se limitaba a observar.

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—Sí.

—Por qué?

Yo estaba convencido de que, por medio de algún tipo de ritual mágico, mis padres intentaban hacerme daño. Se lo expliqué todo. Sus expresiones me parecían ilegibles, y yo me sentía desnudo por las ideas que sostenía sobre robo de pensamiento. Sentí ansiedad y deseé que se largaran. Se fueron, pero media hora más tarde Marina estaba otra vez en mi habitación; quería hacerme un test de inteligencia. No me suscitaba demasiado interés, así que lo hice sin mucha disposición. Nunca supe el resultado. Me senté en la sala común y Juan Pedro, el anciano bipolar, de pie delante de todos, empezó a maldecir.

—¡A mí no me calientes que te meto!

Mayú estaba hablando con Samuel, un treintañero que por su corte de pelo y sus formas parecía un recto ciudadano conforme a Dios y la Justicia.

—… sí, yo nací en el Sahara español cuando ya se había independizado, pero me siento más español que árabe. —Mayú, que escuchaba reggaetón y tomaba drogas por diversión.

Mayú empezó a hablar conmigo.

—¿Y tú por qué estás aquí?

—Tuve una discusión muy fuerte con mis padres, y he tomado drogas.

—¿Cuáles?

—Cristal, cocaína, marihuana sintética, marihuana, codeína y otros medicamentos.

—Buen currículum. Yo, sobre todo, yerba, cocaína un par de veces. Pero he fumado mucha hierba. Mis planes los sábados era juntarnos tres amigos y bebernos tres botellas y fumar un montón de porros. Y mi madre me lo decía: «Mayú, no fumes porros, que verás cómo vas a acabar». Pero yo no le hacía caso. Y al final mira.

Recordé el momento en el que llegó Mayú al hospital. Se le caía la baba y le tenían que dar de comer. Había mejorado mucho en pocos días.

—Podríamos estar peor —dije, intentando quitarle hierro al asunto.

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Hablamos de algunas cosas sin importancia. De lo sosa que era la comida, de lo guapas que eran algunas enfermeras, de lo ido que tenía que estar Juan Pedro como para amenazar a alguien.

—¿Qué vas a hacer cuando salgas de aquí? —Mayú también tenía ganas de volver a su casa.

—Supongo que podría intentar acabar el bachillerato, ¿y tú?

—Me gustaría hacer un curso de soldador y trabajar. No me gustaría declararme minusválido al 100 %.

—Eso está bien.

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¿Tengo que quedarme?

Antonio despierta en la habitación de la planta de psiquiatría de un hospital de provincias. Ha llegado allí después de haberse apostado la juventud a la que podría haber sido su última partida a la ruleta rusa del alcohol y las drogas. Quería matar a su padre. Aunque aún le cuesta discernir entre realidad, alucinación y sueño, no le queda otra opción que reescribir su vida en un nuevo mundo de batas, horarios, charlas, terapias, visitas... y con nuevos personajes: Juan Pedro, un anciano bipolar; Mayu, un magrebí de origen saharaui internado por abusar del cannabis; la Canicas, una chica preciosa con la que recupera viejas sensaciones... ¿Y si no era el Jesucristo gitano? Con la amenaza de la esquizofrenia en el horizonte, Antonio vuelve a reconciliarse con la vida ayudándose de antiguas pasiones: la música, la literatura, nuevos atisbos de deseo; tratando de encontrarse a sí mismo entre el Xeplion y los fantasmas de la religión y la familia.

mirahadas.com ISBN 978-84-19973-40-5 9 788419 973405 I N S PIR I N G UC R SOI I T Y
«Si te muerden en el cuello... ¡mejor que sea sin dientes!».

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