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El cambio de Antonio Mateus K. Maldonado Zayas, María F. Páez Zayas Javier A. Argüelles y Estefanía Martínez Sosa (Mención honorífica
El cambio de Antonio
Autores: Mateus K. Maldonado Zayas, María Categoría: 11mo. a 12mo.
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Fernanda Páez Zayas, Javier A. Argüelles y Estefanía Martínez Solá
Escuela de procedencia: Colegio Radians Grado: 11mo. y 12mo. Mención honorífica
Todo tiene un principio y un fin, desafortunadamente lo mío duró demasiado y eché de menos una gran mayoría de mi juventud. Esta es mi historia de cómo me dejé ser destrozado por la adicción. Me acuerdo que en aquel entonces tenía 13 años y durante la hora de receso me iba a jugar cartas con mis amigos. Eso se había convertido en nuestra tradición, todos los días jugábamos juntos y era divertido. Pero había alguien que era especialmente bueno en eso y siempre ganaba… Marcos. Ese chamaco nunca perdía y todo el mundo lo adoraba por ser tan bueno. Cada vez que iba contra con él me humillaba. Él pensaba más astuto que yo y se aprovechaba de cualquier error que cometía. Nunca le pude ganar, y eso me enfurecía, me ponía de tan mal humor que me rendía y corría cada vez que iba ganando. Ya no podía jugar más con él, pero decidí que ya era suficiente. Una noche construí un plan para al fin poder ganarle en una partida y enseñarle a los demás que él no eran tan especial. Hablé con un amigo mío que repartía las cartas, para que me diera la mano invencible. El plan era perfecto y estábamos listos para el próximo día. Llega la hora de receso y todo estaba en orden. Todo el mundo estaba allí esperando que Marcos ganara, pero no iba a ocurrir. Comenzaron a repartir y ya tenía mis cartas perfectas, no había forma de perder. Pasaron las rondas y sentía a Marcos en pánico, la última jugada llega y gané. Todo el mundo se sorprendió y Marcos se enfogonó por al fin haber sido derrotado. Mi mejor amiga, Olivia, me quiso hablar sobre sus sospechas de que había algo raro de como todas las rondas estuvieron etremadamente a mi favor. Pero yo lo negué y le dije que gané en una partida limpia. Después de haber ganado por primera vez, entendí cuan bien se sentía.
Desde ese entonces nunca paré. Ahora, tengo 25 años y todos los viernes saco dinero de mis ahorros y voy para el casino con la confianza de que me voy a llevar el “jackpot”. Había decidido que no pararía, iba a buscar la forma de ganar. Paré en cada mesa, estudiando cada juego y futuro oponente. Desarrollando un plan que me asegure la victoria. Pasan horas y ya he jugado cuatro juegos. Preparándome para el quinto, al lado mío se sienta una mujer. Sus ojos de miel se fijan en mí. Su pelo rubio, peinado en una trenza cae en su espalda. Un aroma dulce me llega. Viene vestida con un traje elegante. No podía quitar los ojos de ella. Mi turno pasó sin darme cuenta y ni me importaba. Toda mi atención estaba enfocada en ella. La invité a cenar y aceptó. Nos enseñaron la mesa y la noche empezó. Su tono de voz era delicado, cada palabra que emanaba de su boca derretía mi corazón. Sentía que el tiempo era eterno, sentía que frente a sus ojos mi visa cobraba sentido. Creía que con ella ya no era lo mismo. Sentía que alguien la había enviado solo para mí. Ella, tan bella, para mí. No podía enfocarme mucho en los demás que pasaban, ni tanto en lo que ella me decía. Pero llegó un momento dado que me reveló que yo le acordaba mucho a un amigo de su niñez. Me dijo que aquel amigo era un tramposo ya que no podía ganar una partida sin jugar sucio. De repente, estaba en la escuela de nuevo y lo único que me vino a la mente fue solo una pregunta, “¿Olivia, eres tú?”. Me respondió con un “¿Antonio?”. Nos reímos de la situación y hablamos aún más. Compartí detalles sobre mí, detalles que no he compartido con otra gente, solo con ella. Me hizo entender mi fallo, mi problema. Toda mi vida solo he pensado en mí. Dejé que la codicia manejara mi vida. Pero ahora comprendo, por primera vez pienso en alguien más. Por primera vez no estoy pensando en cuanto ganaré y cuanto dejaré para usarlo en el próximo juego. Para estar verdaderamente feliz tengo que pensar no solo en mí, sino en las personas que afecto y en las personas que podría ayudar. Han pasado cinco años desde la última vez que fui al casino y las cosas han cambiado. Todos los viernes Olivia y yo damos nuestro tiempo para ayudar a otros. Esto me llena de una manera que el dinero y el juego nunca me han podido llenar. Me brinda alegría y me da un propósito, lo cual ganar todo el dinero del mundo nunca me podría entregar.



Cuando abordé el barco…
Autor: José A. Barroso García Categoría: Maestros Escuela de procedencia: Colegio Nuestra Señora de Belén
1er. lugar
Cuando abordé el barco, mi corazón comenzó a palpitar aceleradamente. Hacía años que esperaba ese momento. Años de investigaciones, lecturas y consultas sobre aquella tribu legendaria de la que muchos hablaban, pero que nadie sabia si verdaderamente existía. Estaba consciente que iba a enfrentarme a lugares inhóspitos, llenos de dificultades y sin comodidades. Total, ya estaba acostumbrado. No vengo de una familia acomodada y mucho menos de una profesión remunerada. Me había convertido (autodidácticamente), en un antropólogo aventurero. Era casi un Quijote social que buscaba aventuras y daba paso acelerado a su imaginación. De todos modos, nada se pierde con
sonar.
En la embarcación, las miradas de la tripulación eran tan incisivas como puñales afilados. Miradas llenas de preguntas, de muchos por qué, (a mi juicio), infundados y llenos de ignorancia. Pero nada de eso minaba la emoción que me hizo iniciar este viaje. Al contrario, seguía repasando mis notas en aquellas libretas de páginas sin líneas que por años había llenado y que ocupaban la mayor parte de mi equipaje. Después de casi tres meses de viaje, de enfrentar situaciones problemáticas con el clima y un pequeño brote de disentería llegamos a las costas de Brasil. Este inmenso territorio de colonización y conquista comenzaba hacía ciento treinta años atrás por los portugueses era un mar de incógnitas y enigmas. En el viejo continente no había visto paisajes tan vírgenes y hermosos. Especies exóticas que como rosas de Castilla se abrían ante mis ojos sorprendidos y admirado. Pero, aún así, nada de eso me borraba de la mente la tribu.
Recuerdo que una vez durante el viaje el capitán del navío me preguntó: “Abimael, ¿Qué tiene de especial esa tribu de tus notas? ¿Por qué esa obsesión
tan apasionada?” Le miré a los ojos con un poco de molestia y le respondí: “¿Acaso piensas que estoy loco o delirante? Esa tribu posee un don especial que muchos le adjudican a la mitología en la que creen y eso precisamente es lo que quiero corroborar. Soy un aficionado de la antropología y por ende me apasionan las civilizaciones antiguas y legendarias. Al bajar en el puerto de Santos, en la pujante comercial ciudad de Sao Paulo, me conecté con unos lugareños que me llevarían a una región llamada Amazonas, donde se supone estaría la tribu que tanto anhelaba encontrar. El haber vivido diecisiete años en Portugal me permitió aprender ese idioma colonizador europeo que los criollos brasileños dificultosamente trataban de mascar. Me advirtieron que el viaje iba a ser largo y complicado y así fue. Los medios de transportación fueron variados: caballos, burros, rústicas e incipientes carreteras y, por último, caminar a pie. Insectos endémicos de todas clases, humedad y el calor eran asfixiantes. Enfrentamos reptiles y anfibios peligrosos, vegetación exuberante que en ocasiones sentía como si amarraran mi machete, y, sobre todo, la copiosa lluvia que formaba una especie de tornado de vicisitudes e inconvenientes que matizaban de agotamiento el peligroso viaje. Pero la aventura continuaba corriendo por mis venas de soñador como las aguas de un río embravecido. Nada me haría desistir de seguir el viaje y llegar donde por años había soñado estar. Cuando se acababan nuestras fuerzas, en una hondonada rodeada de miles y miles de un tipo de palmera que jamás habíamos visto antes. Divisamos una tribu cuyos habitantes estaban en plenas labores cotidianas. Eran hombres y mujeres de mediana estatura, piel cobriza, de cabello color negro y destellos anaranjados, caderas anchas y glúteos exuberantes como la parte trasera de las arañas, de escasa vestimenta. Sus niños de caras inocentes y alegres jugaban libremente con sus arcos y flechas entre aquella selva tan espesa. La formación arquitectónica de la tribu se parecía mucho a la que habíamos visto en el Caribe hacía muchos años atrás. Durante tres meses estuve
conviviendo con ellos, compartiendo sus costumbres, tradiciones, pero, sobre todo, sus labores. A primera fase, era una tribu común de civilización simple. En
ese convivir cotidiano logré descubrir el talento que tenían: eran unos excelentes tejedores de hojas de palmas. Sus hamacas, donde descansaban en las noches, estaban fabricadas en un hilo grueso y resistente que extraían de las ramas de las palmas y que tenían la forma de la tela que tejen las arañas. Una gran cantidad de canastos, envases y utensilios eran fieles testigos de sus habilidades artesanales donde la naturaleza aportaba la materia prima y ellos su talento. Respetaban, amaban y veneraban con intenso fervor la naturaleza. Habían aprendido implacablemente la destreza que tienen los arácnidos para fabricar sus telas. Entonces fue que aprendí por qué la araña era considerada la deidad más importante de su mitología. Ellos aseveraban ser descendientes directos de la primera araña que habitó la selva. Era curioso, pues hasta en su caminar imitaban este insecto. Emprendimos el viaje de regreso al puerto de Santos. Iba releyendo y meditando de mis libretas, todas las experiencias y vivencias que viví esos tres meses con aquellos hijos de la selva amazónica. Cuando abordé el abarco, para regresar a Portugal, mi corazón comenzó a palpitar aceleradamente, como me sucedió cuando inicié el viaje a Brasil (aunque ahora por un nuevo motivo: dar a conocer lo que aprendí en aquel remoto y hermoso lugar). Entendí que la naturaleza es extraordinariamente perfecta y ordenada y que de ella tenemos tanto que aprender. Somos nosotros los únicos generadores del caos, los que alteramos el orden, los dictadores inconscientes del uso inadecuados de los recursos que esta nos provee. En ambas teorías: la de la Creación y la de la Evolución, la naturaleza, con todas sus manifestaciones de seres vivos, llegó primero que el hombre. Por ese simple hecho es suficiente para admirarla, cuidarla y conservarla. Ese es el viaje, la nueva aventura que he decidido emprender hasta el fin de mis días en el planeta. Seré un arácnido decidido a tejer la conciencia del mundo a favor de la conservación de la madre naturaleza.
El labial rojo
Autora: Carmen Trelles Categoría: Maestros Escuela de procedencia: Academia del Perpetuo Socorro
2do. lugar
Sus miradas se cruzaron súbitamente. Todavía quedaban rastros de las lágrimas derramadas en sus mejillas que creaban un surco que descendía por su barbilla y se internaba en los pliegos de aquel cuello rugoso y grueso. Estaban parados uno frente al otro. Él la había mirado una vez más y ella había levantado la cabeza de forma imperceptible para encontrar aquella mirada adusta. ¿Qué más podía decir? Se habían dicho ya todo y a la misma vez faltaba aún tanto por decir.
Era la historia de siempre… la historia del desamor profundo, de la cotidianidad arrasadora, del tedio y del miedo. Hacía años que se sabían vencidos, hacía años que las palabras que se pronunciaban el uno al otro solo servían para crear murallas cada vez más altas entre ellos. Solo quedaban aquellos momentos fugaces en que sus miradas se cruzaban y podían derramar el inmenso dolor del uno en el otro.
La casa se les venía abajo. Eran muchos años de recuerdos anclados entre aquellas cuatro paredes, sepultados por los retratos del hijo, de los nietos, de las bodas, los bautismos, las comuniones y las graduaciones. Una vida juntos, una vida de silencios y omisiones, de recriminaciones y regaños, de un desamor de más de treinta años sellado por las alianzas que aún ostentaban ante el mundo y la imagen de aquella familia perfecta. El hijo llamaba a menudo, pero venía muy poco. Se le notaba siempre incómodo y distante al entrar en aquella casa en ruinas. Era el único sobreviviente en aquel mundo de guerra silente. Sintió de nuevo la humedad de su piel, el recorrido silencioso y paulatino de más lágrimas que no se hacían esperar y que se iban perdiendo en las arrugas profundas de su cuello. Se sorprendió de que todavía le quedaran lágrimas y a él todavía le quedara el coraje. Sus miradas se cruzaron en ese instante y comunicaron el vacío profundo de la vida juntos. Él se viró de espaldas y siguió
a la habitación. Ella respiró profundo, tomó la cartera y no olvidó ponerse aquel labial rojo con el que se armaba siempre antes de salir de la casa, el color de la sangre y de la pasión pintado en sus labios y que le anunciaba al mundo, que a pesar de todo, aún quedaba algo de esperanza.
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