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Luz, cámara y acción: entre escaleras y bocinazos

Gustavo Terra es ginecólogo obstetra y trabaja en el Hospital Materno Infantil San Roque y en el centro de salud Selig Goldin. En el último, asiste y acompaña a aproximadamente 350 personas trans en su proceso de hormonización. Destaca que la salud no son solo aspectos biológicos y que el vínculo con el paciente es primordial.

Por Sofía Taborda

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“Si hicieran una película sobre tu vida, ¿qué actor te gustaría que te interpretase?”. Gustavo no sabe qué contestar. “¡Qué difícil!”, dice, pensativo, luego de unos segundos.

Sentado sobre las escaleras del centro de salud Selig Goldin, que está cerrado porque ya son las 19, se produce un silencio que queda opacado por el ruido de los vehículos que transitan sobre calle Laurencena. Minutos atrás, el hombre de ambo sanitario y gafas rectangulares conversaba animadamente sobre cuánto le gustan los cines danés, francés e italiano porque con su fotografía sutil y su ritmo tranquilo, crean intimidad con el espectador. Pero, quizás, para contestar la pregunta inicial debe detenerse y recapitular sobre el pasado, que está ansioso por cobrar vida una vez más.

El peso de ser el mejor Federal está compuesto por un paisaje de lomadas, montes de abundante vegetación y muchos arroyos. En los árboles se oye el cantar de cardenales y jilgueros, señal de que no hay peligro que turbe sus vidas por esos lares. De ahí es Gustavo, que nació el 16 de mayo de 1973. Al ser el segundo hijo de una familia tradicional de la época, creció rodeado de la complicidad de sus cuatro hermanos, pero bajo la sombra de uno de ellos, el mayor. Estaba cansado de los ideales machistas y simbólicamente violentos de su padre y que a su hermano le dieran el auto que él también anhelaba. Eso lo llevó a mudarse a la casa de su abuela en Concordia, un municipio que estaba a más de 100 kilómetros de su hogar, distancia suficiente para alejarlo de aquello que le afectaba. Obsesionado con aprobar todas las materias, se convirtió en uno de los mejores estudiantes y eso sentó un precedente, tanto en el aula como en su vida. “Siento que siempre tuve esa obligación de ser el mejor alumno”, confiesa. Además, asegura que esa presión era secundada por sus amigos: “Ellos decían: ‘Vamos a preguntarle a Gustavo que es el que sabe y el que estudia’”. Pero afirma y repite que lo pasó bien, demasiadas veces como para convencer a cualquiera, especialmente a él.

El médico que vivía a la vuelta de mi casa

“Cuando uno es chico tiene la fantasía de curar, de tratar a otra persona, de ayudar, pero desde la visión muy reducida de un niño. Nunca me cuestioné si había otra cosa, siempre sentí que iba a ir por el lado de la salud”, confiesa con seguridad y recuerda que admiraba a un vecino que era médico. Gustavo quería involucrarse con los pacientes, pero no desde una distancia kilométrica, de esas que emanan frío casi tan parecido al que se siente en las escaleras donde transcurre la charla.

Para el hombre del ambo y barba en forma de candado, este espacio de concreto que guarda las huellas de cientos de pacientes, es una extensión de su consultorio y el inminente descenso de la temperatura no lo perturba. Por el contrario, acomoda las piernas y posiciona las manos sobre su regazo para continuar con uno de sus propósitos del día.

Al terminar la secundaria, cambió de escenario y se fue a Rosario, una ciudad al sureste de Santa Fe. Con su cabello limpio de canas y su obsesión apasionada por los estudios intacta, Gustavo comenzó a dar sus primeros pasos en la adultez entre aquella urbe populosa de árboles de cemento. Cada año que transcurría en la Universidad Nacional de Rosario lo acercaba más a su posición de trabajo ideal: el primer nivel de atención. Como si alimentara una fogata, arrojó leños y leños hasta que el fuego eventualmente lo abrazó, dándole el cobijo que tanto anhelaba.

“Elegí ginecología y obstetricia porque sentí que albergaba todo”, admite y explica que le gustaba que ambas incluyeran la posibilidad de realizar cirugías y entablar una relación más estrecha con el paciente. La residencia la hizo en 2001 en el Hospital Materno Infantil San Roque de Paraná, donde vive y trabaja actualmente. “Estoy casado con una rosarina. La conocí en una de las mudanzas que tuve. Ella vivía a tres cuadras de mi casa”, cuenta sobre su esposa, con quien tiene tres hijos. Ambos se mudaron a la ciudad entrerriana de barrancas altas y río caudaloso porque les quedaba a medio camino de sus lugares de origen, aunque a Gustavo parece haberlo convencido el hecho de que no era Federal.

Su formación lo limitaba a ver las enfermedades como resultados de procesos fisiológicos que había que solucionar, aunque ese deseo que ardía en su interior eventualmente lo guiaría a redescubrir otra forma de percibir lo que hacía. Pero antes de eso estaba la residencia. Frente al disgusto que le provocó oír esa palabra nuevamente, la única anécdota que se le escapó fue de aquella vez que decidió tomar una siesta y despertó turbado porque creía que había dormido hasta el otro día. Como alma que lleva el diablo, voló hacia el hospital y al ingresar se alarmó porque no encontraba a sus compañeros, así que preguntó y le contestaron que eran las ocho, como él creía, pero de la noche.

Durante esos años apareció en escena una de sus primeras pacientes, Teresa Zapata, que lo recuerda muy bien. La calidez con la que ella lo conserva en su memoria se materializa por primera vez en la tarde cuando Gustavo abraza a un joven que inició la transición. “Es un loco, pero es un loco bueno”, afirma una de sus compañeras del Selig Goldin, Fernanda Spessot, que es psicóloga y referente provincial de Salud Integral de las Adolescencias. Él, en cambio, lo pone en otros términos: “Trato de ser resolutivo en cualquier situación problemática que atraviesa una persona”.

Cuando te cae la ficha Después de concluir la residencia decidió hacer un posgrado en Salud Colectiva con orientación en Salud Social y Comunitaria. Uno de sus proyectos para trabajar con población trans en la ciudad se llamaba Consultorio amigable, pero una vez que se encontraba en una mesa de discusión una mujer trans lo corrigió sin rodeos: “Yo no necesito que usted sea mi amigo, yo necesito que me trate como corresponde”.

En 2010 empezó a trabajar en el Hospital San Blas de Nogoyá, donde ayudaba y acompañaba a personas trans en sus procesos de hormonización, que consisten en el uso de fármacos que inhiben o aumentan el nivel de las hormonas masculinas y femeninas. De esta forma, quien lo necesite puede modificar su cuerpo de acuerdo a la identidad de género autopercibida, que es la vivencia interna e individual del género y puede coincidir o no con el sexo asignado al nacer. Es decir, puede haber mujeres con pene y hombres con vulva.

Hoy no es tan complicado entenderlo, pero hace 12 años no era un tópico que fuese discutido con la misma regularidad. Tampoco existía la Ley de Identidad de Género Nº26.743, que recién fue promulgada y sancionada durante mayo de 2012. En ella se estipula el derecho que poseen las personas al reconocimiento de su identidad de género, al poder desarrollarse en torno a ella y a ser tratadas e identificadas de ese modo en los instrumentos que acreditan su identidad.

Quiero ser valorado por esto

Al lado del Selig Goldin se encuentra la Plaza Italia, que está en remodelación. Parece un cráter en el que algunos infantes juegan mientras los adultos pasean a sus perros. Las voces y las risas viajan y se cuelan por los oídos, pero hay un lugar al que no llegan. Dentro de la sala de espera del Centro de Salud hay muchos asientos ocupados y un policía que observa la entrada. También hay un reloj que marca una hora incorrecta y su segundero va en dirección opuesta a las agujas. Pero las miradas ignoran la anomalía y apuntan hacia una puerta específica a la espera de que alguien salga.

Como si el director lo llamara a escena, Gustavo hace su aparición, aunque no se detiene más que para saludar. Camina con prisa, busca lo que necesita y de inmediato se escucha cómo se cierra la puerta de su consultorio. Si quieren hablar con él, deben esperar su turno.

Su lugar de trabajo es de referencia en la ciudad. Junto a un equipo interdisciplinario atiende consultas, asesora y acompaña en distintos aspectos a quienes realizan el proceso de transición y a sus familias. También capacita a profesionales e insta a que se reproduzcan espacios similares ya que hay muchas personas que deben viajar durante horas para acceder a algo que es un derecho. De acuerdo a la Ley de Identidad de Género, los tratamientos médicos de adecuación de género deben incluirse en el Programa Médico Obligatorio (PMO) para garantizar una cobertura de las prácticas en los sistemas de salud público y privado. “Mis principios son ir hacia la equidad en la salud y tratar de hacer lo mejor en cualquier ámbito”, admite Gustavo, convencido.

Con una rutina que no deja espacios vacíos, comienza a las 6 y la primera parada que hace es la escuela de sus hijos. Luego, se dirige al San Roque, donde trabaja como jefe de Servicio de Obstetricia de la Maternidad y como instructor de residencia. Allí también es acompañado por esa presión que lo persigue desde niño. “Me llaman por teléfono, y me preguntan todo —relata y repite, como es habi- tual, que no le molesta—. Siempre fui muy responsable y siento que la inteligencia y el conocimiento son grandes virtudes. Trato de tener eso porque lo valoro mucho en otra persona”.

Trabajar con jóvenes es tarea ardua, sobre todo si se trata de los hijos. De repente, ese amor que profesa por la crianza de los suyos se pierde entre el barullo de las bocinas de los autos. Confiesa que si bien no le agrada que desaprueben materias, realmente no es un problema para él. “Yo padecí eso y prefiero que sean más descontracturados, más libres y que no carguen con esa presión de tener que saber siempre y nunca equivocarse”, afirma Gustavo con su tono de padre, ese que se olvida de tecnicismos y se ahoga en la enfatización de: “Disfruto tener hijos”.

Festival de primavera 2021 organizado por el Centro de Salud.

De 15 a 19 está en el Selig Goldin, donde asisten aproximadamente 350 personas para realizar su proceso de transición. Algunas de ellas son recurrentes, pero hay otras que van por primera vez. Mientras esperan su turno, con una postura nerviosa y la cabeza gacha, se dan cuenta de que ciertos ojos las observan como si estuvieran ante un espejo y se reflejaran en él. De pronto, un cruce de palabras se vuelve una manta que da cobijo ante la frialdad que amenaza con colarse dentro de estas paredes. “Anotá mi número”, se escucha y, posterior a eso, se teje una conversación cómplice que dura hasta el momento del cierre.

Cuando salen del Centro de Salud, Fernanda le pregunta, preocupada, a Gustavo: “¿Vos trajiste una campera?”. Él se vuelve y corrobora que, en efecto, no lo hizo. Su compañera, que le pone los pies en la tierra cuando los compromisos lo apabullan, lo recono- ce como alguien muy comprometido con su tarea y con las personas que asiste. “Tal vez demasiado, a veces —estima, pero reconoce que es muy confiable y empático—. Escucha atentamente a las personas que lo consultan y tiene un muy buen humor”.

La hermeticidad típica del médico nunca estuvo realmente presente, ni siquiera en las primeras interacciones que se dieron por medio de audios de WhatsApp. Fue más bien una ilusión que suele estar sujeta a un cuidado temeroso de dirigirse a ciertos profesionales porque podría ser inoportuno molestarlos. Pero Gustavo, en lugar de reclamar por retenerlo después de que su jornada laboral terminó, pide disculpas por haberse demorado.

Entre charlas que imaginan cafés y medialunas, ocurre un evento inesperado que cambia el guión y el médico debe auxiliar a una joven que sufrió un accidente de tránsito. Después, como si nada hubiese pasado, vuelve a las escaleras y sigue con su relato, esta vez sobre libros clásicos que adora, como Ensayo sobre la ceguera de José Saramago y Pedro Páramo de Juan Rulfo.

Tantos planes imprevistos en su rutina preocupan a sus conocidos, que ya le han pronosticado más de un infarto. Pero a sus 49 años se niega a un futuro en el que no siga con su trabajo. Reconoce que la manera de ejercer su labor se vio influenciada por el contexto social, cultural e histórico que vivió y, por esa razón, se manifestó a favor de la legalización del aborto y debatió en televisión sobre la discrimininación que sufre la población trans, que aún tiene una expectativa de vida inferior a los 40 años.

Según el Registro Nacional de las Per- sonas (Renaper), hasta ahora, 12.655 personas tuvieron o tienen su DNI conforme a la Ley de Identidad de Género, pero lo alarmante de esto es que de ellas fallecieron 335, un número que solo contempla a quienes realizaron el cambio registral. “Eso somos como país también, el daño sin tregua al cuerpo de las travestis. La huella dejada en determinados cuerpos, de manera injusta, azarosa y evitable, esa huella de odio”, escribe Camila Sosa Villada en Las Malas.

“Me gustaría que fuera alguien común, no ese actor clásico”, responde, por fin, a la pregunta sobre quién lo interpretaría en la película sobre su vida. Dice que tiene que ser creíble, como ese doctor al que recurrirías en busca de ayuda, o como ese entrevistado que te mandaría audios en lugar de escribirte cuando le pidieras charlar, o como un amigo con quien hablarías despreocupadamente en las escaleras de un centro de salud que ya cerró.

Gustavo se va, tiene que llegar a su casa porque le toca hacer la cena como todos los jueves. No lleva mochila, todo lo que necesita está guardado en los bolsillos de su ambo. Tampoco tiene abrigo que lo proteja de las temperaturas frías de una noche invernal, pero no le importa. Se va tranquilo porque cumplió con el último propósito de su día.

Obstetra y defensor del derecho a decidir

Por Mercedes Ruberto

Fragmento del perfil periodístico

En el tiempo en que realizó la Residencia de Obstetricia se destacó por la atención hacia las pacientes que llegaban a sus manos. El 13 de febrero de 2002 recibió a una mujer llamada Teresa Zapata que estaba a punto de dar a luz, pero presentaba dificultades de dilatación. La atendió con calma y delicadeza, analizó su situación y le recomendó aplicarse una inyección para poder realizar el trabajo de parto. Aunque la mujer no había visto nunca al joven médico, se sintió resguardada por su gentileza y le pidió que recibiera a su primera hija. El parto fue exitoso y la madre recuerda haber sido cuidada atentamente por el doctor Terra. “Me dijo: ´Su bebé va a estar bien, yo la voy a atender, quédese tranquila´. Y yo confié en él”, rememora Teresa.

En calle Laurencena el ruido de los vehículos atraviesa la voz del entrevistado. Pero este no se deja opacar y se entrega a la reconstrucción de momentos que determinaron su perfil profesional. “Durante mi formación, siempre pensé que el límite iba a ser hacer un aborto. Pensaba que nunca iba a poder acompañar una práctica así. Y después terminé siendo el primero en declararme en contra de la Sociedad de Obstetricia y Ginecología de Entre Ríos, que se encolumnaba detrás del pañuelo celeste”, reflexiona Gustavo. A raíz de este suceso, sufrió un contundente rechazo por un sector de sus colegas, además de artículos en los diarios que degradaban su imagen y lo acusaban de transgredir los principios éticos médicos.

En estos fragmentos de vida no se trasluce ninguna contradicción en la práctica ni cambio repentino de pensamiento. Lo que guía la carrera del ginecólogo obstetra es, nada más y nada menos, que el principio de respetar, informar y acompañar las necesidades de las personas, de prestar oídos y amparar sus elecciones.

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