

hablan
Rosario Castellanos


Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas Domingo 18 de mayo de 2025 Primera época
Ilustración de Enrique Alfaro



Continuamos hoy con nuestro homenaje a Rosario Castellanos en la conmemoración del Centenario de su Nacimiento. Ahora, pueblan las páginas de nuestro suplemento las plumas de Elena Poniatowska, Ángeles Mastretta, Guadalupe Loaeza y Cristina Pacheco, con sentidos textos leídos al recibir la medalla que lleva el nombre de la querida y siempre recordada escritora comiteca.
Jorge Mandujano
Rosario Castellanos, esa niña que siempre acudió a los recursos de su imaginación
ElEna Poniatowska
Perdonen la nota personal en una ocasión tan solemne, pero quisiera afirmarles aquí, en la honorable Cámara de Diputados y frente al gobernador Juan Sabines, que le debo mucho a Chiapas. Hace cuatro años, mi hijo Mane, director de ciencias en la UAM Iztapalapa, se cruzó en un corredor de la facultad con uno de sus estudiantes chiapanecos, que le pidió:
¡Ay, maestro, sea buena onda, cómpreme un boleto para una rifa, no hay que ser! Costaba dos pesos. Unos meses más tarde se enteró por Mari-bel, esposa de Giovanni Proiettis, maestro de la Universidad Autónoma de Chiapas que un tal doctor Emmanuel Haro Poniatowski se había sacado un automóvil y una casa de interés social en Tuxtla Gutiérrez. El coche es un maravilloso Nissan moradito y desde entonces su presencia en el barrio de Chimalistac nos remite a Tuxtla Gutiérrez, así como la casa, que los espera a todos ustedes con las puertas abiertas.
Desde hace más de 50 años recibo dones de Chiapas, no sólo cántaros, tejidos, libros de poemas del Taller Leñateros, sino lecciones de vida. Algún enamorado me llamaba Chulmetic, que quiere decir Lunita, pero yo nunca le dije Chultetic, que quiere decir Solecito. Hace 30 años también, Susana Alexander y yo venimos a Ocosingo a dar una conferencia sobre las mujeres que escriben, y al final, un muchacho de ojos muy inteligentes debajo de su sombrero campesino, reclamó: “Se le olvidó a usted el Segundo sueño, de Sor Juana Inés de la Cruz”, y sin más empezó a decirlo de memoria, mejor que Jesusa Rodriguez aquí presente.
Después he asistido a encuentros, conferencias en Tuxtla Gutiérrez, en San Cristóbal, en Comitán, e incluso en la selva Lacandona, en la que hablan los venados, los quetzales y los saraguatos. Admiré Palenque, Bonampak, Yax-chilán, Toniná e Izapa; pero lo que más me llamó la atención fue comprobar que en todo está la figura entrañable de Rosario Castellanos, esa niña que siempre acudió a los recursos de su imaginación y de joven fue confinada en un hospital para tuberculosos después de haber servido en el Instituto Nacional Indigenista (INI), que protegía a los lacandones. Rosario le dio vida a una marioneta, Petul, que animaba a los niños a lavarse los dientes.
Sus personajes fueron el cepillo, el peine, el agua y el jabón.
Además de escribir los textos para el Teatro Petul y desandar toda la sierra, Rosario fraguó sus dos novelas y sus libros de cuentos que ahora son la esencia de Chiapas. Extraordinaria maestra, sus clases de las cuatro de la tarde en la Facultad de Filosofía y Letras sustituían lo que otros convertían en siesta y ella, reloj-alarma despertaba conciencias y forjaba vocaciones.
En los Altos de Chiapas, Rosario no sólo produce sus novelas y sus libros de cuentos; la mayoría de sus poemas reflejan su diálogo con las lavanderas del Grijalva, las escogedoras de café en el Soconusco, las tejedoras de Zinacantán, las palmeras y la madera con la que hacen la marimba. Su literatura es un cántico a la mujer que vende flores en la plaza, al cofre de cedro, a la ceiba, al cántaro de Amatenango.


Rosario, dueña de una voz iluminada por la tristeza y la ironía
ElE
ÁngElEs MastrEtta
No conocí a Rosario Castellanos pero he sido su lectora y su amiga encerrada en el enigma de la amistad, que se teje leyendo como quien escucha. Creo que a ella le hubiera gustado vivir para ver que esta representación de los suyos decidió otorgar un premio para recordarla. Por eso lo agradezco dos veces, a ustedes y a ella, cuyo ejemplo de vida los movió a dedicarle el homenaje de premiar en su nombre.
Dar este premio es darle a Rosario un regalo; recibirlo es un privilegio, una anomalía de las emociones. Muchos de los poemas de Rosario están premiados por la tristeza. Dice que le enseñaron la tristeza; sin embargo escribió: “A veces tan ligera como un pez en el agua, me muevo entre las cosas feliz y alucinada, feliz de ser quien soy, sólo una gran mirada: ojos de par en par y manos despojadas”. Estoy segura porque he aprendido la calidad de las palabras con ella. Contaba el mundo y admiro la fuerza y la convicción de sus libros, de que ella se hubiera ganado mil veces este premio; de quienes nos toca recibirlo hemos de hacerlo con alegría, con sencillez, con reverencia. Rosario Castellanos supo apiadarse de los demás, tanto como alguna vez quisiera serlo yo y seguramente lo han querido ser ustedes. Supo decir su compasión y su compromiso como una declaración de fe, como un viaje al corazón de la noche. Ella pudo mirar a los demás y describir sus penas.
A nosotros nos ha tocado leerla y aprender de su generosidad. Cuando supe que existía esta medalla, pensé en unos versos de Rosario. “El que se va se lleva su memoria, su modo de ser río, de ser aire, de ser adiós y nunca”.
Está claro que entonces ella no pudo o no quiso imaginar de qué modo iba a quedarse con nosotros su memoria, su río, su aire, su hasta siempre ella.
Los premios son tesoros que a veces cuesta recibir porque son responsabilidades. Quien recibe el premio Rosario Castellanos trenza su nombre al de esta mujer excepcional, a esta pionera, a esta poeta extraordinaria.

A esta buena voz iluminada por la tristeza y la ironía, por una lucidez que lastima. Una pasión que impuso a esa escritura la verdad y la inteligencia como una ley inapelable. ¿Cómo puedo recibir este premio?, no puede ser más que con responsabilidad. Dijo Rosario: “Considera alma mía esta textura áspera al tacto a la que llaman vida. Reparen tantos hilos tan sabiamente unidos y odia después si puedes”.
Buena cara al mal tiempo. Si que aprendimos de mujeres con la fuerza de Rosario Castellanos, pero no nos enseñaron con la misma consistencia a recibir la buenaventura como algo que se celebra sin matices, sin dudas y sin culpa. Un premio por hacer lo que me gusta, me dije y, pensando en Rosario Castellanos, lo acepté con mucho gusto porque he pasado media vida tratando de aprender que los premios hay que recibirlos como las penas cuando llegan: con tranquilidad, con alegría y con agradecimiento. “El mundo es la forma perpetua del asombro”, escribió Rosario Castellanos. Al recibir este premio, me asombro. Pregunto con frecuencia para qué hacer una novela. Por qué limitar horas a preguntarse si es mejor escribir fuego o escribir lumbre, escribir mar o escribir deseo, escribir deseo o escribir afán, absoluto, sed, demencia, luna, luciérnagas, menos certeros que los físicos, más empeñados en la magia que los médicos. Los escritores trabajamos para soñar con otros, para mejorar nuestro destino, para vivir todas las vidas que no podríamos vivir siendo sólo nosotros.
Es necesario a veces encontrar compañía, dijo ella. Amigo, no es posible ni nacer ni morir sino con otro. Es bueno que la amistad le quite al trabajo esa cara de castigo y a la alegría ese aire ilícito de robo. Me alegra que ustedes consideren que quien imagina, sueña, recrea y cuenta la realidad por escrito, tiene un quehacer que como dice la convocatoria del premio: el premio mismo honra nuestro país. Lo recibo con humildad y segura de que en mi premian a muchos otros. Muchas gracias.



Un sueño con Rosario
ElE guadaluPE loaEza
Anoche tuve un sueño. Soñé que venía a Tuxtla Gutiérrez a recibir la Medalla Rosario Castellanos. Me encontraba en la sala de sesiones del Poder Legislativo del Estado de Chiapas. El recinto estaba lleno de gente. De pronto, en las primeras filas, además de mi marido el doctor Enrique Golbard, del señor gobernador Manuel Velasco Coello, de mi amiga Leticia Coello y de algunos amigos que vinieron especialmente a acompañarme para recibir esta distinción, descubrí a Rosario Castellanos.
No es posible, exclamé entre sueños; a su lado se encontraba su nana Rufina, la misma que le hablaba a Rosario niña en tzeltal, y que odiaba a los automóviles porque creía que era un invento del demonio. Su misma nana que la esperaba a las afueras del colegio Luis G. León, junto con su amiga de toda la vida, Dolores Castro. Cómo se hubieran reído ambas si alguien les hubiera profetizado que sería creado un Estado de Israel, que sería nombrada Rosario Castellanos embajadora de México allí, y que luego vendría un desenlace trágico y disparatado. A pesar de sus noventa años cumplidos el 25 de mayo pasado, me di cuenta que Rosario no había cambiado ni un ápice.
Tenía su mismo peinado de salón esponjado por el crepé, sus mismas cejas, muy negras perfectamente delineadas, su misma boca pintada, de un rojo muy intenso, y sus mismos grandes ojos de miope.
Con una sonrisa en los labios vi cómo me lanzaba desde su lugar un beso con su mano enguantada. Rufina me sonrió y las tres nos sonreímos como si estuviéramos soñando el mismo sueño. A partir de ese momento decidi dirigirme exclusivamente a Rosario. ¿Acaso no era gracias a ella que yo estaba aquí con micrófono en mano? Me encaminé hacia donde se encontraba su lugar y empecé a leerle mi discurso: “Gracias, Chayito, por venir de tan lejos; gracias, Rufina, por acompañarla. De ti Rosario no
me sorprende. Siempre fuiste muy solidaria con las mujeres, especialmente con aquellas que se habían separado del rebaño e invadieron un terreno prohibido, como escribiste en algunos de tus más de 500 ensayos. Si me permito, con todo respeto, hablarte de tú, es porque te siento sumamente cercana y porque ambas tenemos muchas cosas en común.
Cuando era niña, como tú, padecí la no existencia, como tú, me dedicaba a soñar que estaba muerta y como tú al día siguiente no podía ser hasta aceptar que me sentía viva.
¡Ay, Rosario niña!, cómo has de haber sufrido sintiéndote tan poca cosa.
Más que como una hija, te sentías como un estorbo por el sólo hecho de ser mujer. No en balde escribiste tu poema Autorretrato: “Sufro más bien por hábito, por herencia, no por diferenciarme más de mis congéneres, que por causas concretas. Sería feliz si yo pudiera, si yo supiera cómo, es decir. si me hubieran enseñado los gestos, los parlamentos, las decoraciones. En cambio, me enseñaron a llorar”
Lo anterior me recuerda lo que hace muchos años subrayé, con tinta roja, en tu libro Mujer que sabe latín, y que tiene qué ver con una realidad que a veces a las mujeres no nos gusta asumir. Tú escribiste: “Si compito en fuerza corporal con un hombre, normalmente dotado, siendo yo una mujer también normalmente dotada, es indudable que me vence. Si comparo mi inteligencia con la de un hombre, normalmente dotado, siendo yo una mujer también normalmente dotada, es seguro que me superará en agilidad, en volumen, en minuciosidad; sobre todo, en el interés y la pasión consagrados a los objetos que servirán de material a la prueba”.
Que ojeemos el Excélsior, especialmente el Excélsior, días después de tu partida prométeme que no te pondrás triste Rosario y que lo tomarás con el sentido del humor que siempre te caracterizó. Leamos, por ejemplo, al reportero de tu pe-
riódico Excélsior, Marco A. Carballo, quien, por cierto, acaba de morir; leamos lo que escribió el 9 de agosto de 1974: “Bajo la copa casi amarilla de un Fresno, y junto a los restos de Jaime Torres Bodet y de David Alfaro Siqueiros, en la Rotonda de los Hombres Ilustres fue sepultada Rosario Castellanos, poetisa, escritora y periodista. Después de una rápida memoria por la persistente lluvia otoñal, un grupo de personas, mujeres en su mayoría, observa la tarea de los cuatro sepultureros que cubren con coronas y arreglos florales la húmeda tierra”. ¿Qué estilo verdad Rosario?, los reporteros de ahora ya no escriben así. Tú que odiabas los homenajes, déjame decirte que antes de llegar a la Rotonda de las Personas ilustres, como se llama ahora, te homenajearon en la Secretaría de Relaciones Exteriores y en el Instituto de Bellas Artes. Ahí cubrieron tu féretro con la bandera mexicana, sobre la cual se encontraba una corona con bandas negras en la que estaba el nombre ¿adivina de quién?, de la ex primera ministra de Israel, Golda Mier; hicieron guardia el rector de la universidad, Guillermo Soberón, el Secretario de Educación, Victor Bravo Ahuja y el de Relaciones Exteriores, chiapaneco como tú, Emilio O. Rabasa: “Hoy es un día de luto para México” -apuntó éste-, esa mañana tan gris y mojada.
Las que estaban sumamente desconsoladas eran María Luisa Mendoza y, por supuesto, tu amiga Dolores Castro; también un grupo de chamulas se veían visiblemente afectados. ¿Quién crees que se veía de verdad muy triste, mientras hacía guardia al lado de tu féretro?, el gobernador de Chiapas, el Doctor Velasco Suárez; minutos antes había anunciado que el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas te rendiría una serie de homenajes, y dijo:
“Se trata de una pérdida irreparable; las letras pierden uno de su más limpios valores, una inteligencia extraordinaria. Rosario Castellanos nos honra y nos honrará siempre”


Me han dado tu nombre
Cristina PaChECo
“Querida Rosario, agosto de 2018; sabes una cosa, hoy me ha pasado lo más increíble: me han dado tu nombre. Me han dado tu nombre y me han dado tu rostro, me han dado tu risa que recuerda a la mía, me han dado tu mirada que recuerda a la mía, me han dado tus palabras que recuerdan a las mías, me han dado tu silencio que es el mío. Hoy, me ha pasado lo más increíble. Hoy, siento tu abrazo en mi corazón y siento tu risa en mis labios. Hoy, me ha pasado lo más increíble.
Tuvimos un vínculo, aunque nunca lo dijimos. Tuvimos una conversación en la universidad, y recuerdo tu risa, tu mirada, y tus palabras, pero sobre todo, tu silencio. Y ese silencio, querida Rosario, ese silencio es el que hoy me da fuerza, es el que hoy me anima a seguir contando, a seguir mirando, a seguir escuchando.
Hoy, te doy las gracias, querida Rosario, por tu risa, por tu mirada, por tus palabras, por tu silencio. Hoy, te doy las gracias, querida Rosario, por todo. Hoy, me has pasado lo más increíble: me has dado tu nombre.”

Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F.
Cristina Pacheco