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Piedad & Justicia: Capítulo III

No era posible. No que les hayan lanzado la montaña encima. Ni siquiera que los ogros hayan concebido el plan, pues al final, emboscar y dejar caer cosas pesadas es prueba de su fuerza, no de su inteligencia. Acciones consistentes con sus instintos animales. No. El problema de hecho, era que el grupo haya peleado selectivamente, sacrificando miembros para hacer creer que perdía tal como se esperaba, mientras en realidad estaba llevándolos a la trampa previamente colocada. Ese pensamiento era tan oscuro que planteaba dudas que amenazaban con la protección de Yideana.

Los hombres de Jovian, al igual que su marqués permanecían en el suelo, viendo los escombros flotando sobre ellos, detenidos por una especie de escudo etéreo que salía de Yideana, quien al recitar La Ley, oraba a Demerit, al tiempo que solicitaba su protección.

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Todo había sucedido demasiado rápido, pero el marqués fue oportuno en tener listos a sus hombres y no chistar un segundo cuando la ordenada le dijo que los moviera tras ella. Luego, cuando la pared se convirtió en una avalancha de piedras, esta se rompió frente a la protección invisible de la Jueza mientras eran sepultados por los escombros. Ya habían pasado varios minutos, y ella continuaba concentrada. Orando.

En medio de la oscuridad, los hombres de Jovian permanecían en silencio y de rodillas alabando el nombre de Demerit sin estar seguros de si lo hacían bien, pues sabían que si las fuerzas de su enviada fallaban, morirían todos aplastados. Por ello, el marqués hablaba en voz baja dando aliento a los hombres y asegurándoles que recitar una ley “cualquiera que recordaran” sería una buena plegaria para la Diosa de la Justicia. La única luz del lugar provenía de la misma barrera invisible que los protegía, y aunque tenue, era suficiente para que pudiera ver el rostro esforzado de su salvadora, satisfecho.

Yideana estaba complacida con la actuación de todos. Si bien estas plegarias improvisadas no ayudaban a su empeño, al menos la experiencia les permitiría recordar una Ley el resto de su vida. Un servicio valioso para la Divina Hermana que prometió Justicia para quienes se apeguen a sus preceptos. Sin embargo el esfuerzo era mucho, y aunque se le había entrenado para mantenerlo por horas, la sola idea de que los ogros hayan logrado algo así, le obligaba a concluir que cada segundo que no perseguía su encomienda, era un segundo que fallaba a lo que representaba.

Este último pensamiento cambió la estructura del escudo y pequeñas piedras y arena cayeron entre las fisuras. Todos exclamaron mostrando miedo hasta que la ordenada habló:

Podría sostener este escudo por horas en la esperanza de que vengan a rescatarnos, pero si lo hago, los responsables de esto se escaparán. Tan segura como que son unos cobardes, si saben que estamos aquí tratarán de matarnos. Marqués, hombres de Jovian, les pregunto, ¿dónde está su corazón?

Claramente ninguno de los hombres veía morir como un buen prospecto. Pero ya que dependían de la ordenada, y que ella no tendría por qué preguntarles parecer, de pronto morir peleando contra ogros resultaba más alentador que perecer sepultado, así que liderados por Su Señor, exclamaron al unísono:

¡Demerit tiene a los hombres de Jovian en sus manos! ¡Ogros no huyan, la justicia los espera!

El reto fue acompañado con el choque de las armas para hacerlo más estruendoso, lo que sí causó alguna dicha en Yideana, que no estaba segura de lo que sucedería, pues si los ogros caían en el reto y comenzaban a escarbar, cuando encontraran la barrera entre las piedras, la situación no mejoraría en realidad, solo que las vidas de los jovianos no serían las únicas en riesgo.

Los hombres de Jovian comenzaron a vocear su reto, animados por la posibilidad de la revancha tanto como el gusto de quitarle a los ogros la victoria. Cada minuto de gritos era secundado por un breve silencio para esperar por si algo cambiaba en el ambiente. El último y más estruendoso desafío, hizo que el marqués de Jovian pidiera silencio, pues aseguraba escuchar algo. Picos. Rocas. Gruñidos ¡Éxito! Para bien o para mal, los ogros venían por ellos.

Yideana decidió que era hora de ser clara. Con muy pocos movimientos, logró que el marqués se acercara, haciéndolo quedar casi cara a cara. Sin embargo, no pudiendo susurrar pues esa es práctica de quien esconde algo, y los seguidores de Demerit viven al pie de La Ley siempre pública. Con voz serena dijo:

Cuando lleguen a nosotros, podrán vernos, pero no podrán atacarnos ni nosotros a ellos. Así que solo esperaré a que hagan el hoyo más grande, porque cuando lo colapse, ellos caerán y nosotros tendremos que abrirnos paso, entre las piedras y los ogros. Me temo… la verdad es que, no hay otra manera.

El marqués sintió el conflicto en la justiciera, por lo que con una mano sobre el hombro, la reconfortó:

Lo saben, como lo sé yo. Mi señora, estamos agradecidos por esta oportunidad, y no la desaprovecharemos. Cual sea el resultado, de hoy en adelante cuando cualquiera de ellos sepa que el Muro le reclama, su última plegaria será para Demerit, su último aliento para agradecerle a usted.

Yideana sonrió. Conocía bien los peligros de la vanidad, pero esa respuesta, y el breve movimiento de aceptación que hicieron los hombres que pudo ver por reojo, fue sin duda mucho más de lo que había esperado cuando juró cumplir y hacer cumplir La Ley.

“¡Lo que merecen los aguarda!” gritó alguno de los soldados y el rugido militar volvió a estallar. A partir de ahí, las ganas de pelear y de vivir, se convertían en ansiedad y temor mientras los ogros avanzaban en su empeño de desenterrarlos solo para matarlos. Los soldados no eran profesionales, de acuerdo a las leyes de su marca, debían servir como guardias por dos años, y se les entrenaba para ello, lo que sumado al horror de ver lo que los ogros le hicieron a las villas a su paso fue suficiente para salir avante hasta el momento, aunque aceptaban que en realidad toda esta situación les había quedado grande hasta que Yideana apareció.

Como hombres del QuarNaTor, habían escuchado muchas historias sobre las grandes batallas y los héroes que crearon y sostuvieron a la Alianza de Reyes, así que para no caer presas del temor, se entregaron a las ensoñaciones sobre Santa Yideana, domadora de la avalancha, esperando que algún templo de La Orden se erigiera en ofrenda a los soldados que no murieron pero no la abandonaron. El sonido crecía y de pronto, la luz de Concordia comenzó a entrar, por lo que los hombres se acomodaron listos, alrededor del primer hoyo. El marqués, buscando inspirar a los demás, se puso en el justo medio de la excavación, tan erguido como pudo, retando.

No estuvo mal, pues cuando el primer ogro apareció, a pesar de que éste se lanzó rugiendo contra el marqués, aquel, nervioso, pero sabiendo que si quería ganarse una esposa capaz de estos milagros necesitaba sobrevivir y mantener el aplomo, se quedó parado, sin miedo, preparando la espada para apuñalar al primero.

Varios hoyos más comenzaron a aparecer arriba, y con la luz roja de Concordia derramándose entre las piedras, los soldados se prepararon para hacerse un lugar en la historia; vivos o muertos, pero inconquistables. Un ogro encontró a Yideana de rodillas e intentó en vano rasgar con sus uñas, sin lograr nada. Sin embargo, embebido en el terror que podía causar, lamió la protección y la saliva maloliente como la arena se filtró cayendo sobre la capa de la ordenada. Los soldados reclamaron la afrenta gritando y los ogros rugiendo. Filos y garras intentaron encontrarse sin lograr nada.

Exasperados, los soldados le aseguraron a la ordenada que estaban listos, pero aquella, aunque con las mismas ganas de luchar que ellos, sabía que debía esperar un poco más. Durante ese breve proceso, los ogros comenzaron a resignarse a no atravesar la muralla invicta, marchándose en el proceso, algo que se notó pues la luz de Concordia en lo alto entró con fuerza, y el marqués reportó que un hombre había aparecido en un extremo.

Claramente el hombre intentaba dar indicaciones, y Jovian entendió que lo que buscaba era que los soldados sepultados se posicionaran a lo largo de una ruta que describía. Aunque de alguna manera irradiaba confianza, el hecho de que los ogros se hayan retirado era suficiente para desconfiar.

Mi señora ¿es una trampa? . Preguntó el marqués confundido.

¿Cómo es? inquirió ella, temiendo lo peor. Es un hombre alto y fornido con ropas de mendigo.

¿Viene armado? ¿Puedes verle algún arma? indagó ella, preparada para constatar lo peor.

Jovian miró, levantando su mano para cubrirse de la luz que lo opacaba.

No. Me parece que La justiciera le ordenó que él y sus hombres se prepararan para salir. Jovian no dudó, aunque si lo agarró un poco más desprevenido, pues el ímpetu por pelea se había convertido en curiosidad. Así que solo terminó su frase antes de dar la orden a sus hombres. es un monje…

Cuando Yideana lo escuchó, volteó a verlos, deteriorando un poco la barrera. Solo les dio un momento a los hombres de Jovian para tomar posición, porque sabía que la presencia del monje solo podía significar una cosa, y aunque cualquier precio valía cumplir La Ley, no creyó que fuera justo matar a estos hombres que se habían ganado su respeto.

Algo está haciendo dijo el marqués mientras la justiciera, cesaba la muralla invicta que los protegía.

En un instante. La mujer se rodó por el suelo, esquivando la piedra que la hubiera aplastado, para luego salir por el hoyo principal en el momento que el campo colapsó. La mujer se movía rápido, aunque en realidad parecía más que alguna fuerza invisible la impulsaba. Así que cuando salió por el hoyo, alcanzó a ver lo últimos tres movimientos de la kata del monje, misma que terminó en un golpe al aire que inmediatamente se convirtió en vendaval.

Con los aires amenazando su estabilidad, Yideana supo que no podría completar su misión, así que con una mano llamó una lanza del suelo a su palma, y con los ojos de Demerit encontró a su presa moviéndose a lo lejos. Así, en pleno aire, con la capa revoloteando por la explosión de viento por suceder, sin importarle nada, lanzó, aunque el golpe de aire del monje terminó expulsándola fuera de la montaña.

Fue casi un milagro. Los hombres de Jovian sintieron el peso de las piedras pequeñas, y tuvieron un momento para entender el suicidio que intentaban antes de que la arena y el aire los enterraran, mientras las rocas grandes volaban hacia el vacío.

Dos soldados lograron sacar de entre la arena al marqués, quien viendo a su alrededor, encontró a sus hombres rescatando a sus compañeros, y en vez de encontrar a su futura esposa, solo pudo ver lo cercano que estaba el borde en el que todas las piedras cayeron. Al encontrar al monje, se acercó dudando un par de veces entre envainar o no la espada, pero al fin hábil político, se contuvo y solicitó nombre antes de reclamar.

¿¡Eres un monje de Narshe?! preguntó sin poder evitar que su tono sonara a reclamo porque lo era.

Así me reconoció mi maestro, como mi maestro fue reconocido por el suyo.

Los monjes de Narshe no eran una fuerza política y militar como la Orden, de hecho, muy probablemente entre las ocho iglesias, eran la menos influyente, por tratarse de ascetas recluidos en los páramos más inhóspitos del QuarNaTor. Pero su influencia no equiparaba su importancia, su divina patrona, Narshe representaba la piedad, por lo que las historias sobre pobres, enfermos y desposeídos que clamaban su piedad y eran asistidos por monjes capaces de extraordinarias hazañas, abundaban en la Alianza de Reyes.

Las siguientes palabras de Jovian debían ser astutas. Sabía que la Orden y los monjes no estaban en buenos términos, pues había rumores que los monjes asistieron a los ogros en la rebelión, de tal suerte que La Orden usó su influencia para que Toscana los considerara ilegales, y si bien, el Lyonesse no aceptó semejante petición para no contrariar a la Divina Hermana de la Piedad, sí implicó, que quien fuere que asistiera a los enemigos de la Alianza de Reyes, era enemigo de Todo bajo Concordia.

Así que la pregunta era; ¿debía reclamar o sencillamente comendar a sus hombres a arrestarle? Porque claro, por un lado los había salvado, pero por el otro, había lanzado al barranco a la que pudo hacer sido su prometida.

Debo informarle que atacó a la mejor servidora de Demerit, Yideana de nombre.

No fue mi intención, pero quien está en paz con su Diosa, estará bien con la mía respondió el monje mientras caía de rodillas, caliente por el esfuerzo de usar el puño del vendaval.

Jovian ponderó sus posibilidades de matar al monje. No, más bien, no le importaban las posibilidades, pues el corazón roto le demandaba una satisfacción, así que por qué lo mató y bajo qué cargo lo hizo tendría que pensarlo después. Apretó la empuñadora de su arma y…

Señor Jovian escuchó la voz de un soldado que no conocía, pero cuyos atavíos eran los de la Legión mire ¡ahí está!

Jovian se acercó a la saliente para encontrar a la mujer colgada de una piedra a unos diez metros hacia abajo en la pared contraria del acantilado. Orando. El marqués era tan buen prospecto de marido, que sabía que su problema no era regresar, sino decidir qué hacer con el monje que claramente asistió al enemigo.

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