

CROQUIS LITERARIOS de Juan Babel

CROQUIS LITERARIOS
de Juan Babel
Croquis literarios
©Juan Babel
Primera edición: diciembre 2025
Diseño y diagramación: Georgina Odi
Colliguay Ediciones
Directora: María de la Luz Ortega H.
©colliguayediciones@gmail.com
Impreso en Chile/ Printed in Chile
Derechos Reservados


Juan Babel
Douglas Hübner Vidal. Periodista, cineasta y escritor. Socio activo de la Sociedad de Escritores de Chile. Director de los films “Herminda de la Victoria” y “Dentro de cada sombra crece un vuelo”. Autor de las crónicas radiales de Domingo a Domingo y de la antología del mar en la poesía chilena “He aquí el mar”. Como profesional ha sido dirigente del Colegio de Periodista de Chile y del Círculo de Periodistas de Santiago. Ha participado en varias antologías y como jurado en diversos concursos literarios.
Navegaciones
Año nuevo en el mar
Noche cerrada. Una débil luminosidad de una luna en cuarto menguante acompaña la continua lucha de la proa rompiendo las aguas del pacífico ecuatorial. La nave, el petrolero Almirante Montt, se dirige con su suave bamboleo hacia Panamá, cruzará el canal y en la antillana isla de Curazao, llenará sus sentinas con petróleo pesado para los buques de guerra de la Armada chilena.
Canopus, Aldebarán y miles de estrellas entregan su titilar como silencioso concierto a la paz nocturna. Apenas se percibe el runrunear de los motores y si se mira con atención la estela que va dejando el buque pareciera que teje una partitura sobre las aguas.
Faltan minutos para la medianoche y en instantes la nave pasará por la línea ecuatorial, el paralelo cero, el mítico accidente geográfico que al cruzarlo bautiza a los navegantes como curtidos hombres de mar.
En el puente de mando solo permanece el viejo timonel y un joven piloto que por primera vez navega en altamar. Ambos han sido sorteados en la guardia de cero a cuatro y serán, junto al turno de máquinas, los únicos que no participarán de la fiesta de año nuevo que unirá en abrazo fraterno a toda la tripulación unido al bautizo de los que cruzan el ecuador por primera vez. Los preparativos han tomado días; habrá champaña, pichuncho y otras bebidas marineras, empanaditas de cóctel y una variada gama de delicias preparadas por
la cocina de a bordo. Incluso, sin que lo sepa el capitán, los aficionados a la música han improvisado una orquesta. La luna se ha perdido tras el horizonte y la oscuridad penetra en las almas. El radar, con su punto verde de posición geográfica señala que el Almirante Montt ha cruzado de hemisferio rumbo al norte. Son las once cincuenta y nueve con cincuenta segundos. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y cero…
Se escucha un sonoro ¡Viva Chile, mierda! Ruidos lejanos de abrazos, risas, brindis, algarabía plena de ruda amistad.
En el puente de mando de la nave el silencio es sepulcral.
A las cero cero horas con un minuto el joven piloto temblando en su interior se dijo “los hombres no lloran” y logró expresar con un hilo de voz:
–Feliz año, timonel.
Una voz ronca, plena de experiencia le responde: –Feliz año, piloto. La vida es así. Ya amanecerá y mañana solo será otro día en la mar.
Años después, marinero en tierra, el que fuera joven piloto, aún tiene una lágrima de año nuevo en el corazón.
El capitán Contreras
Mi abuelo era un gran simulador. Nunca le oí quejarse, pero era notorio que aborrecía cuando alguien no estaba de acuerdo con sus opiniones. Era conocido como el Capitán y todos le respetaban cuando paseaba por el barrio con su gorra marinera ajada por el tiempo y conocedora de miles de aventuras y los más remotos parajes de la tierra según el mismo solía decir.
Al atardecer, con la patota pichanguera de la cuadra, cuando ya el cansancio nos impedía seguir jugando, íbamos a verlo y le pedíamos que nos narrara sus aventuras marinas. Nos miraba serio, carraspeaba un poco para aclarar su voz gastada por el tabaco, alzaba las manos en un movimiento que parecía descubrir todo el entorno de su cuarto y decía: ¡Bueno, nunca está demás que los jóvenes aprendan de las lecciones de la vida! Una vez, navegando solo en un velerito de apenas siete metros de eslora con una vela mesana y tres pequeños foques, intenté emular a Vito Dumas, el navegante solitario más famoso del mundo y que había dado vuelta al globo terráqueo por el paralelo 40 Sur donde soplan los vientos bramadores, conocidos como los más traicioneros del mundo y donde la mar boba trae olas de seis metros de altura. Sí, jóvenes, hay que ser cuero duro para enfrentar una travesía austral. Me hice a la mar en Puerto Williams, era apenas una caleta en ese verano del 57 y pasando la isla Lenox enfilé hacia las Islas Shetland del Sur, las más
australes del océano atlántico, como quién dice al ladito de la antártica. No llevaba cinco días, cuando la fuerza del viento ya me había desgarrado las manos al sostener la escota con la derecha y mantener firme el timón con la izquierda. Dura es la vida del navegante solitario. Ahí mismo o al día siguiente… (El abuelo gustaba de hacer largas pausas para mantener nuestra atención y mirarlo con ojos expectantes) se desató una feroz tormenta, de esas que solo los viejos lobos de mar han visto. ¡Mamita mía! ¡Estas son olas, puéh! El Alondra Segundo, que así se llamaba el velerito, era menos que una pequeña gavilla en medio de un trigal. Y ¡paf!, ola gigante por babor y seguidamente ¡pum!, una aún más grande por estribor. Supe que ahí venía la parca con sus ojos de fuego y la guadaña en ristre, luego de que un ventarrón arrancó de raíz el palo mayor con un estruendo mayúsculo. Con esa mar el naufragio era cosa de segundos. Apenas alcancé a tomar la pistola de señales y disparar la guirnalda de auxilio. La pucha, me dije, cuando con el fogonazo divisé un ballenero inglés a pocos metros. Malditos trece minutos se demoraron en rescatarme. Tiritaba de miedo y de frío. Media taza de aguardiente me volvió a la vida. La tormenta amainó y dos días después me dejaron botado en las Malvinas. Pero eso, niños, es otra historia.
Fumando un pucho, en toldilla, me gusta recordar a mi abuelo Juan Segundo Contreras, ahora que como marinero de cubierta navego en La Esmeralda. Mañana entraremos al mar de Drake y se anuncia tormenta. Así es la vida.
Retrato amargo
Tenís mala suerte cauro, me dijeron, cuando fui transbordado al escampavía Lautaro que patrullaba los canales desde Melinka al Cabo de Hornos.
Era sabido que el comandante Aguirre era más agrio que la hiel, nunca hablaba con nadie y maltrataba de capitán a paje. Es un torturador decían, pero nadie podía negar sus condiciones marineras.
¡Póngase bién la gorra!, me dijo cuando me presenté a bordo. En los primeros quince días no volvió a dirigirme la palabra. Un día en que navegábamos a la altura de Natales, en el seno Almirantazgo avisté un témpano huacho, “buen ojo marinero” exclamó y yo, de inmediato, pensé que era como sacarse la lotería. Habló, aunque ni siquiera sabe mi nombre, pero habló. Soy un hombre de suerte. Es un hombre extraño, que tiene rabia contra la vida, pero qué culpa tenemos nosotros. Dicen que hace más de tres años que no baja a tierra. Será que no tiene familia, me digo. Del puente a su camarote, de su camarote al puente, día tras día. Cuál será su pecado. Qué lo atormenta. Seis meses después, cuando enfilamos a Punta Arenas, en maniobra de abastecimiento, volvía de la guardia de ocho a doce, y la puerta de su camarote estaba entreabierta. Me detuve a mirar manteniendo la respiración. Quedé trémulo y sorprendido, mi capitán miraba una foto de una hermosa mujer y por la sal de sus arrugas de viejo marino surcaban
unas gruesas lágrimas. Al llegar a puerto recién supe que hace quince años unos miserables violaron y asesinaron a su amada mientras él, como joven guardiamarina, cumplía con su deber en la Esmeralda.
Juan Babel
El piloto Barrientos
–Esos cúmulus nimbus renegridos y el viento sureste traerán tormenta, Barrientos.
–Seguro, como que hay Dios. Hay que pasar rápido el Corcovado, mi capitán.
–¡Barrientos! Diez grados a estribor la caña y de ahí firme, sea cual sea el oleaje de la tormenta.
–Diez a estribor la caña, a su orden.
Barrientos, bajo, fortachón, chilote de tez aceitunada, llevaba más de treinta años de timonel recorriendo los mares australes de Puerto Montt al cabo de Hornos; pocos como él conocían cada ensenada, islote y fiordo de los canales que hace miles de años transformaron el sur del continente en centenares de islas. Sabía de sus traicioneras y gélidas aguas, pero también gozaba de esa naturaleza agreste, del viento, la lluvia y de los colores violeta o amarillo encendido cuando el sol se esconde en la inmensidad del mar.
Pronto la mar rizada fue cambiando y las olas –verdaderas murallas de siete metros– golpeaban con fuerza nuestra nave, que dando tumbos avanzaba lentamente por el golfo. La lluvia, gruesa y copiosa, nos impedía ver. Era el diluvio, pero yo firme en el timón. Las olas barrían la cubierta. Esta sí que es grande. Mamita mía. De un plumazo arrasó con el corral y se llevó los siete novillos que llevábamos a Chaitén. Truenos y relámpagos quebraban la negritud y el ruido sordo
de la tempestad. De pronto, entre un aletazo y otro del viento, el grito rodó hacia abajo como un fino y claro guijarro.
–¡Hombre al agua!, ¡hombre al agua! –reiteró pálido el vigía de babor.
De inmediato giré la caña a estribor para iniciar la maniobra de rescate.
–Bien hecho Barrientos –vociferó el capitán–. Hay que ser idiota para salir a cubierta en medio de un temporal.
Se hizo todo lo posible. Dos horas de rastreo. Nadie puede sobrevivir mucho tiempo en las aguas del golfo Corcovado y menos en medio de un temporal.
–¡Mierda, mierda! –mascullaba el capitán y yo calladito firme en el timón.
En un silencio sepulcral seguimos batallando hasta el amanecer cuando lentamente la furia de la naturaleza comenzó a amainar. Una mar boba nos acompañó con la salida del sol y me dije “de otra igual no salís vivo, Barrientos”.
En eso estaba cuando sentí la voz cansada del capitán
–Bien hecho Barrientos, páseme el timón. Váyase un rato a descansar.
Al salir del puente de mando un viento frío le azotó la cara. Metió las manos en los bolsillos del chaquetón. Dio un prolongado suspiro y se persignó mecánicamente.
–Otro finado que se traga la mar.
Diente de
cachalote
El islote Lobos, más allá del estrecho de Magallanes era conocido por su faro, potente ojo de Neptuno que en las noches ayudaba a que los navíos corrigieran su rumbo para no zozobrar en los arrecifes cercanos. Como todos los días al atardecer, Segundo Ortiz, único habitante de esas soledades, llenó pausadamente de tabaco se antigua cachimba fabricada con un diente de cachalote que le había regalado en su juventud el capitán de un ballenero. Se llamaba Charles, recordó. A la espera de prender la luminaria del faro, todos los días recordaba con minuciosidad distintas escenas de su vida, casi siempre solitaria. Nunca conoció a su padre y había perdido a su madre a los ocho años en una estancia ovejera del fin del mundo. Apenas recordaba las caras de quienes lo recogieron, sin embargo, se dijo: “Siempre recordaré los calcetines mojados junto al bracero y los zapatos echando vapor, como pequeñas locomotoras”. Aspiró una bocanada y miró cómo en el horizonte iba desapareciendo el disco dorado con rapidez. Era hora de prender el fanal. Día a día se quedaba horas oteando la mar por si avistaba algún navío en peligro, pero nunca pasaba nada. Así, vivía de recuerdos y soledades. Nunca se casó, no tuvo hijos, fue su timidez la que lo llevó a ser farero. La idea de vivir en una gran ciudad le causaba náuseas, sin embargo, en lo más íntimo, deseaba ser farero en una isla más grande, tener un poblado a
unos kilómetros y, si se daban las cosas, buscar una mujer con la cual compartir sus penas y sus soledades.
URGENTE. Aquí Motonave Iquitos. Me escucha Punta Arenas. Repito. Mensaje a Capitanía Punta Arenas. Faro Islote Lobos apagado. Repito. Apagado.
El mensaje había llegado a las cero seis cero cero horas. Al día después, el patrullero de la armada llegaba al islote para averiguar lo sucedido. Un joven marinero fue el primero en llegar al faro. El olor era insoportable. En el suelo yacía Segundo Ortiz definitivamente muerto. El joven recogió la cachimba de hueso y corrió a dar la noticia al capitán.
Bucanero en tierra
Mientras bebo a sorbos un café negro, una brisa húmeda que se escurre por las rendijas de la ventana da cuenta del vendaval que azota al puerto. La lluvia torrencial con vientos huracanados es lo peor que puede pasar mar adentro. Recuerdo cuando en el bergantín Estrella Polar una ola enorme barrió la cubierta y la mar se llevó gran parte del botín del galeón español que habíamos abordado a sangre y fuego. Esa vez, Tragasables, el capitán, raptó una dama de largas trenzas y ojos negros. Todavía recuerdo sus gritos, después sus quejidos y al final su llanto desconsolado. Horas después, sin misericordia alguna, la abandonó en el islote de Los Cuervos camino a la Isla de la Tortuga. Tráeme otro ron doble, mira que los recuerdos llaman a apagar la sed y el fuego del corazón. Parece que fuera ayer, porque aún resuena en mis oídos el tintineo maravilloso de los doblones de oro cuando se repartía el botín. Al Manco Triste tuve que dibujarle un siete en la mejilla el día en que quiso arrebatarme la hucha con los treinta Luises de oro que me habían tocado… Belarmino puso el ron doble sobre la mesa y se retiró sonriendo. Al llegar al mesón casi sin poder contener la risa le dijo el dueño del bar: “Ya está desvariando el abuelo Cortés. Mire que creerse pirata, cuando nunca ha salido de Valparaíso y le tiene terror al mar”.
Pastiche
Homenaje al Amigo Piedra1
Mi padre. Sí. Entra él trayendo la actualidad retratada en las palabras, sudando, oliendo a látigo como su cinturón y los lazos trenzados con que amarraron a la criatura. Mi padre. Sí. Con sus espuelas de plata curtidas por el barro de las nieves eternas y su gesto gris de cuatrero cureptano que más sabe por viejo que por diablo. Mi padre. Sí. Macho recio y gigantón, cariñoso a su manera y llorón con el simple beso de una de sus niñas repartidas por el mundo. Mi padre. Sí. Con su voz de trueno y mil relámpagos de justicia defendiendo a los huasos pueblerinos explotados desde siempre por patrones miserables que se pasean por París hinchados de monedas robadas y sonrisas de siúticos malparidos. Mi padre. Sí. Con su vehemencia de anticristo que blasfema esperando con una garrafa de buen pipeño la llegada de una nueva era. Mi padre. Sí. Desenfundando su cuchilla de matarife insaciable en la defensa del abigeo, pa’ eso macho de los verdaderos que no le teme ni a los policías ni a la parca que lo espera en un recodo de los quinientos caminos que recorre en su potro salvaje y aguerrido. Mi padre. Sí. Que entra, me abraza, y yo, sin miedo alguno, soy feliz.
1 El Amigo Piedra se titula la autobiografía del poeta Pablo de Rokha editada en marzo de 2019 por la Biblioteca Nacional.
Peripecias
Habia una vez…
La infancia tiene momentos que marcan la vida por siempre, decía mi madre cuando nos contaba los mismos cuentos que a ella le había contado la abuela y que, por cierto, es una historia que se repite en la mayoría de las familias. Hijo menor no alcancé a tener abuelas, si una tía muy anciana y solterona, le decían Doña I, para mí su nombre era un misterio hasta que ella misma me confesó que se llamaba Inés. De los recuerdos de mi primera infancia creo estar en lo cierto al afirmar que fue Doña I la primera persona que muy seria me dijo: “Había una vez…” y desde entonces la amé para siempre.
Recuerdo que esa primera introducción al mundo de la fantasía fue el cuento del “Ratón Pérez que se cayó a la olla” y poco a poco fueron apareciendo gigantes, ogros, gnomos, animales y princesas. Debo reconocer que nunca me gustaron las princesas y menos aún que uno debía acudir a su rescate. Mi primer favorito fue Simbad, el marino. Mi hermana Carla Vicenta, un año mayor que yo aprendió a leer desde muy pequeña y pronto remplazó a Doña I, porque cada noche me leía un cuento antes que la nana Berta apagara la luz. En ese mundo onírico y cariñoso de la niñez temprana fui feliz. Todo cambió cuando mi padre se fue a vivir al Quisco, para escribir un libro sobre la reciente revolución guatemalteca, y mi mamá me envió con él.
El papá no tenía tiempo para leerle a un niño. Yo me dedicaba a pasear por la playa y soñar que el propio Simbad vendría a rescatarme en una alfombra voladora que nos llevaría a un galeón imponente en que recorreríamos los siete mares. La soledad fue un acicate para aprender a leer. Antes de dos meses, en la escuelita pública, ya leía a tropezones pero sonriente y satisfecho. No recuerdo el nombre de la profesora que me prestó sus libros de cuentos. Los leía una y otra vez al compás del rápido tecleo de la máquina de escribir cuando acompañaba a mi padre en el escritorio que tenía una gran chimenea. La primera responsabilidad de mi vida fue lanzar cada cierto tiempo un trozo de leña al fogón y atizar el fuego con una herramienta de metal que era también mi espada cuando combatía contra los salvajes imaginarios de un continente nuevo que mi Bergantín llamado El Poderoso acababa de descubrir. Pasan los años y uno corrobora que en el presente se olvida el pasado reciente pero los recuerdos de la infancia afloran majestuosos con total claridad. Paradojas del ciclo vital. Hoy este niño-anciano, evocando el ayer, escucha sorprendido una hermosa voz que dice: “Había una vez…”
Tíos literatos
Las imágenes ingenuas y borrosas de la infancia no siempre pueden reproducirse con claridad. El filtro de la madurez y la racionalidad es siempre duro y severo. Por eso, ante algunos recuerdos intento vivirme de niño otra vez. Dichosa infancia en que familiarmente me apodaban Tino. En los finales de la década del cuarenta acompañé a mi padre, el escritor y periodista Manuel Eduardo Hübner, a una temporada invernal en el balneario del Quisco, donde él tendría la calma para terminar un ensayo histórico político sobre Guatemala. En las mañanas aprendía las primeras letras en una escuelita rural y por las tardes acompañaba a mi padre a caminar esperando la puesta de sol. Un domingo llegaron a verlo unos amigos intelectuales, como le había dicho a la empleada para que se esmerara en preparar un espectacular almuerzo. Hablaban, contaban historias, celebraban con grandes risotadas situaciones que yo no entendía bien mirando desde una esquina del comedor.
–Tino, ven –me dijo y llamó con un gesto un señor de voz nasal y que parecía ser muy importante.
–¿Cómo es esto de tus caminatas con Manuel Eduardo?
–Bueno, caminamos poco y descansamos mucho –respondí.
–¿Por qué pasa eso, Tino? –inquirió posando su manos sobre mis hombros.
–Porque mi papá es muy “hablín y poco andino”.
Los comensales rieron de buena gana y el señor prosiguió: –Tino, ¿sabes?, eres un gran innovador del idioma. En la noche mi papá me explicó que el señor de voz nasal era un gran poeta y se llamaba Pablo Neruda.
Juan Babel
Pejerrubio
El muchacho aún no cumplía veinte años, cuando el azar lo llevó ese verano a oficiar de escribiente-secretario de María Luisa Bombal, que había retornado a Chile y quería trasladar al español una obra que había escrito en inglés. Trasladar, decía María Luisa, porque no era traducir, sino encontrar la palabra que daría poesía a su texto. Todas las mañanas trabajaban un par de horas y a partir del mediodía él descorchaba una botella de vino blanco que ella bebía con parsimonia. La charla era amena hasta que la escritora se sentía mareada y se retiraba a dormir la siesta.
Al fin del verano, en el último día que se vieron antes de que ella viajaría a Viña del Mar para radicarse en la ciudad jardín, María Luisa, con gran ternura, le dijo: –Gracias, mi niño, te quiero mucho, desde ahora y para siempre eres mi Pejerrubio. Nunca se te olvide, tienes alma de poeta.
El Pejerrubio, entusiasmado con su reciente investidura, tomó en serio su condición de poeta y como cientos de jóvenes admiradores de Neruda, escribió:
Acantilados del pacífico muralla rocosa de Cachagua
Yo te canto porque siento el aroma de tu melancolía Y la ola insiste, insiste
Juan Babel y poco a poco te penetra granito gris piedra ancestral etcétera, etcétera.
Inexperto, creyó que era ya un consagrado y envió sus poemas a un concurso del Ateneo de San Bernardo. Pasó desapercibido. Ni siquiera una mención honrosa.
Superada esa primera crisis existencial, abandonó la poesía para siempre.
Pronto se realizaría el Mundial de Fútbol y un buen amigo le permitió iniciarse como ayudante de reportero deportivo. Pronto el periodismo fue el centro de su vida, durante más de cincuenta años.
Hoy, un anciano solitario, de cabello cano y caminar parsimonioso suele recorrer los centenarios senderos del Parque Forestal musitando:
–¡Es tu obra Pejerrubio! Acantilados del Pacífico… muralla rocosa de Cachagua…
Paternidad
Octubre de 1973. El frío nocturno del desierto se colaba entre los barrotes de la improvisada celda del Regimiento de Ingenieros de Copiapó. Éramos ocho los que compartíamos las seis literas. Los dos más jóvenes nos acurrucábamos en el suelo cediendo los camastros a los mayores entre los que destacaba don Carlos Iribarren, alcalde de Tierra Amarilla y ahora preso político. El frío era tan intenso que no me dejaba dormir y entre castañeteo y castañeteo de dientes esperaba la llegada de la aurora cuando un susurro rompió el silencio sepulcral de la prisión.
–Don Carlitos, don Carlitos, le traigo una choquita.
Me asomé al ventanuco y a través de los barrotes vi el rostro de un joven conscripto, casi un niño. Pero igual uno más de nuestros presidiarios.
–Busco a don Carlos –me dijo.
–Lo despierto.
–Sí, por favor.
El anciano dormía plácidamente, pese al frío con solo una vieja manta, que cubría su flaca humanidad en el jergón que los militares llamaban litera.
–Don Carlos, lo busca un conscripto. Le trae un tecito. Dice que quiere hablar con usted.
–Putas –me dijo–, ni en esta covacha se puede dormir tranquilo.
Sin embargo, tras desperezarse latamente, mi anciano compañero de celda se aproximó a los barrotes, miró al conscripto. Estiró la mano para recibir el tarro de choca balbuceando un escueto gracias.
–Parientes dicen que somos –le replicó el muchacho–.
–De a dónde eres –inquirió el alcalde preso–.
–De estación Paredón, don Carlos.
El prisionero lo miró detenidamente. Estatura media como él, rostro curtido como todos los mineros de la zona.
Vaciló un instante y dijo:
–¡Niño, cómo está la María!
–Esta bien mi mamá.
Pálido, el joven soldado se dio media vuelta, echó a correr y se perdió en las sombres de la noche. Don Carlos me miró triste, no dijo nada. Se llevó el dedo índice a la boca.
–Schhhhit.
Volvió al camastro y se acostó.
Amanecía. Vaya manera de un padre para conocer a su hijo, me dije repetidas veces.
Al muchacho que cumplía con el Servicio Militar nunca lo volvimos a ver.
Todo el horror
Tenía treinta y un años el aciago 11 de septiembre de 1973. Periodista y cineasta, luego de una larga trayectoria en el Canal 9 de Televisión, había sido nombrado en el gobierno del presidente Allende director creativo de Chile Films. En un año habíamos realizado una veintena de noticiarios y más de treinta documentales. Queríamos hacer grandes cosas y preparábamos dos largometrajes. Uno sobre el presidente Balmaceda y otro sobre Lautaro. Ninguno se pudo realizar. Fui detenido ese mismo día en mi lugar de trabajo y llevado a las cocheras de la Escuela Militar donde fui salvajemente golpeado. Luego de treinta o treinta y seis horas de torturas fui dejado en libertad. Eduardo ‘Coco’ Paredes, uno de los dirigentes más buscados por la dictadura era el presidente de la empresa y comprendí que esa relación me traería problemas. Decidí, luego de que mi casa fuera allanada, viajar a Copiapó, donde mi hermano mayor tenía una granja avícola y era un conocido empresario camionero de la zona. Allí estaría más seguro. A fines de septiembre, cuando me había hecho cargo de la administración de la granja, esta fue rodeada por soldados del regimiento de ingenieros Atacama y, luego, que se comprobara mi identidad, detenido y conducido al cuartel. Allí en un barracón improvisado, un maloliente pañol de pinturas creo, me encontré con una treintena de presos entre los que se encontraban el alcalde de Tierra Amarilla, el gerente de Corfo, otros empleados
públicos, dirigentes mineros, y dos jóvenes que trabajaban en la radio local.
Se hablaba poco, cada uno cavilaba sobre su familia, sobre qué iba a pasar y, hay que decirlo, sobre el miedo que se nos colaba por los poros y aumentaba caya vez que alguien era llevado a declarar. Curioso eufemismo para encubrir los crueles interrogatorios y la tortura. Pese a ello podíamos sobrevivir.
Debo reconocer que algunas veces el oficial de guardia permitía pequeñas visitas de los familiares que se agolpaban en las puertas del regimiento inquiriendo por sus seres queridos. Los días parecían eternos con la fuerza del sol del desierto mientras que las noches heladas aumentaban nuestra angustia. Un día todo cambió: una comitiva en helicóptero llegó de Santiago, fuimos maltratados, humillados, y sacados desnudos en la noche. Allí nos preguntaban el nombre. Respondí con voz fuerte, recordando mis años de cadete naval. El siguiente, uno de los muchachos de la radio, respondió con un hilo de voz casi imperceptible. “¡Habla bien maricón!”, le gritaron y lo separaron del grupo. Otros once corrieron la misma suerte. Al amanecer comenzaron los rumores. Un recluta nos dijo la verdad: se les había aplicado la ley de fuga. Era casi un niño y lo dijo entre sollozos. Nadie dijo nada. Con la mirada extraviada un viejo minero rompió el silencio minutos después: “¡No puede ser, cabrones!” Dicen que los hombres no lloran, pero fuimos varios los que en un rincón del barracón no podíamos contener las lágrimas. “Hijos de puta”, escuché cuando las lágrimas seguían saliendo, como un río amargo y salado.
Juan Babel es un pseudónimo que utilizó con frecuencia en el Diario La Nación, durante los años 30 el escritor, diplomático, periodista y profesor Manuel Eduardo Hübner.
En la década del 60 la firma Juan Babel fue adoptada por su hijo Douglas, cineasta y periodista quién nos entrega estos Croquis Litetarios.

