

ANAMNESIS
Ana Dalle Vedove vive y trabaja en São Paulo desde hace poco más de 10 años. Obtuvo su primera cámara en 2008 y se adentró en el campo de la fotografía de autor a partir de 2018, cuando se unió al grupo de estudio con Marcelo Greco, en el que permanece hasta hoy. Recibió mención honorífica en el concurso fotográfico Sony-Fotografe (2010) y ha participado en exposiciones colectivas.

ANAMNESIS
ANA DALLE VEDOVE
Colección Rosa Brava - libro III

ANAMNESIS
ANA DALLE VEDOVE
Colección Rosa Brava - libro III
Animae, quibus altera fato corpora debentur, Lethaei ad fluminis undam securos latices et longa oblivia potant.
Virgílio, Eneida, LV VI. 711-713
Almas a las que por el hado se deben otros cuerpos, junto a la onda del río Leteo beben líquidos seguros y largos olvidos.
La Eneida, Virgílio. LV VI. 711-713. trad. Antonio Alvar Ezquerra

voy a contarte la historia de mis entrañas.
voy a decirte por qué el aire que sale de mí me desgarra.
voy a explicarte por qué mis oídos no soportan el silencio, por qué mis manos no paran y mis uñas no crecen.
voy a enseñarte mi cuerpo. ahora me toca a mí.



Miro en el espejo. Estás detrás de mí.
¿Dónde está la salida? La cerraste. La cerraste.
Y vienes hacia mí. No vas a parar. Me tocas. No vas a parar. No me lo puedo creer. ¿Es en serio? ¿Hasta dónde vas a llegar? ¿Está pasando de verdad? Intento moverme, pero mis miembros no me responden. De mi boca no sale ningún sonido; no consigo levantar el brazo. Me he convertido en una espectadora. Me observo desde fuera. Mi cuerpo no me pertenece. Abro los ojos. Sólo hay oscuridad. Vuelvo a intentar moverme. Una fuerza me agarra. Voy a gritar, voy a correr. Voy a hacer algo, voy a atacar. La mente se va, el cuerpo se queda. Los segundos se alargan. No termina. Socorro.
Que alguien me saque de aquí. Necesito recordar cada detalle. No puedo olvidar nada. Necesito grabarlo como una fotografía. Este momento exacto.
Este vestido mostaza, estos zapatos rojos, estas bragas de encaje, este collar de perlas. Este espejo. No puedo gritar. Mi padre está fuera, con una flor rosa prendida en el ojal de su traje. Con una sonrisa idiota, con esa mirada que no ve nada, con toda la familia. Nadie puede vernos juntos, será mejor que termines pronto. Termina rápido, por favor. Déjame salir de aquí. ¿Qué pasará si no quiero? Más vale que quiera, más vale que quiera. «Uhum», me rendí.
verano


Viajo a la costa norte con una amiga de la facultad. Nos encontramos con un colega que organiza una fiesta de cumpleaños temática sobre el Arca de Noé, en un barco azul y blanco alquilado. Los invitados llega en parejas. En vez de especies de animales, están disfrazados como especímenes de distintas tribus urbanas. Hay parejas de funkeros, punkies, otakus, emos, clubbers, metaleros y geeks. El selecto grupo incluye ejecutivos de publicidad, productores culturales y algunas subcelebridades. También hay una pareja de hippies lesbianas, ambas embarazadas. Con mucho MD de por medio, la fiesta —que empezó por la mañana— sigue desatada hasta la noche. Al amanecer, las parejas se reúnen en el suelo del salón. La música suena pero nadie baila. Estoy en el dormitorio con mi amiga, que duerme. Un estruendo a lo lejos y ruidos cada vez más fuertes. “¡Es un disparo! Despierta!”. Empujo a mi amiga. Miro por la rendija de la ventana del pasillo. Un hombre armado dispara por todos los lados. Mata uno por uno. Dispara a la pareja de punkies, a los metaleros, a los geeks y a los funkeros. Entra en las habitaciones en busca de los demás. Ni siquiera las mujeres embarazadas se salvan. Agarro la mano de mi amiga. “Ven al baño de mujeres, aquí no entra ningún hombre.” Soltamos nuestras cosas y nos apretamos en un solo cubículo. El pistolero no nos encuentra. Los disparos cesan. Permanecemos inmóviles durante casi una hora dentro del cuarto de baño, escuchando los susurros y gemidos de los que aún siguen con vida. Salimos lentamente a los pasillos. El horror es evidente miremos donde miremos. Nos apartamos de los cadáveres. No hay tiempo para llorar. En la cubierta, el pistolero yace con el arma en la mano tras pegarse un tiro. Miro el cuerpo. Me estremezco. Vuelvo a mirar. Reconozco esos rizos, esa piel oscura. Eres tú.




El mes es marzo y el lugar la Isla del Gobernador. Con 11 años, acabo de llegar a la ciudad maravillosa después de dos años en Buenos Aires. Mi padre es teniente coronel de la Fuerza Aérea, mi madre es ama de casa. Somos una familia del interior de San Pablo fuera de lugar. Mis hermanas me consideran una mimada. Y es verdad. Lloro para conseguir cualquier cosa. O casi. Ayer vi a mis padres peleando por dinero. Me he enterado de que mi padre ya no gana en dólares. Por eso nos matricularon en una escuela aquí en la isla. Hasta tiene nombre de santo, pero las semejanzas con nuestro colegio porteño terminan ahí. El uniforme de tactel es mucho más cómodo que aquel otro estilo Chiquititas, pero echaré de menos tener que hacerme el nudo de la corbata todos los días. Ya no tenemos monjas como maestras, ni capilla en la escuela. En mi clase hay chicos y los profesores faltan cada dos días. Por lo menos la medalla de inglés del año pasado, aquí me ha garantizado una plaza en el último curso de cultura inglesa. Soy la única de mi edad, pero no me amilano. En el colegio también me hicieron saltarme un curso. Siempre tengo una respuesta en la punta de la lengua, pero me la guardo para mí y escondo mis notas. No soporto el repertorio de groserías y chistes, ante los que me río para disimular. Ayer me regalaron un sujetador, de esos con relleno, para que nadie sospeche que aún no “me he hecho mujer”. He cambiado mi mochila de Piolín por una de Kipling, aprendido a doblar los pantalones cortos del uniforme y dejado de jugar a la Barbie para centrarme en los chicos. Disfruto con la competición de llamar la atención, coleccionando notitas y gomas de borrar prestadas. Incluso las chicas más populares me pidieron que me sentara con ellas en el patio la semana pasada. Les encanta hablar de chicos, pero dicen que Rayanne es una zorra porque besó a varios en un baile funk. Les cuento que me gusta ese chico que cecea. Enseguida lo organizan todo para que vaya al cine con él a escondidas. Y pasa. Descubro la magia del encuentro del deseo ajeno con el propio. Confío en mis sentidos y deseos. Este juego de imitación de la vida adulta me hace sentir muy dueña de mí misma.



Vivo con una prima en San Pablo, el lugar de mi libertad. El año pasado, cuando estaba , empezaste a comentar mis fotos de Flickr. Tu perfil estaba lleno de fotos de animales de la mata atlántica. Las imágenes, tomadas en tu ciudad natal, mostraban la precisión técnica de alguien que aprendió fotografía con Araquém Alcântara. Solías decir que Nikon era mejor que Canon y me enseñaste a utilizar objetivos analógicos en cámaras digitales. En tus ratos libres, me ayudabas a resolver los ejercicios de polinomios de los deberes. Después de meses de chatear por Internet, nos conocimos en una exposición de Cartier-Bresson en San Pablo, cuando fui a la ciudad para hacer el examen de acceso a la universidad. Fuiste a la escuela pública y entraste directamente en la escuela de ingeniería más prestigiosa del país. Genio incomprendido, la abandonaste en el último curso. Hace unos meses, empezaste otro curso en San Pablo, en la misma universidad donde yo había venido a estudiar. Empezamos a salir. Sé que estás loco por mí, pero eres siete años mayor. Yo digo que la edad no tiene nada que ver, pero me siento incómoda. No consigo mirarte a los ojos y decirte que te quiero. No te llevo de fiesta con mis amigos, no te presento a mi familia. Hace unos días, besé a un amigo. Una traición imperdonable. Aún así, quieres seguir. Para mí, se acabó. Quiero ser libre.
La ciudad está en el interior de San Pablo. Tiene setenta mil habitantes, los mismos desde hace décadas. La escuela predica el catolicismo no practicante y en ella conviven arrendatarios de tierras y propietarios de fábricas de alcohol. Es el año 2008 y la epidemia de embarazos adolescentes aterroriza a las chicas. La hija del conserje repitió curso porque se quedó embarazada, y otra entró en pánico cuando no le vino la regla la semana pasada. Muchas de mis amigas ya han ido al ginecólogo, pero mi madre prefiere decir que es la mujer la que pone límites para no quedarse embarazada. Demasiado tarde: ya he perdido la virginidad. Tengo novio desde hace más de un año. Saca buenas notas, viene de buena familia y es campeón regional de equitación. Tiene los ojos azules y está enamorado de mí. No nos acostamos muy a menudo después de la primera vez. Vivimos a veinte kilómetros el uno del otro, una distancia insalvable cuando tienes quince años. Aparte de mi novio, tengo muchos amigos chicos. Hablo contigo todos los días por MSN. Incluso te he visto en el colegio, pero nunca hemos hablado en persona. Me gusta tu forma de ser cínica, con un humor mordaz sobre cualquier tema. Siempre utilizas frases cortas, nunca demuestras sentimientos. Un día me enviaste un cuestionario que revelaba el perfil sexual de cada persona. Tú eras el “pervertido”; yo, la “santurrona”. Inmediatamente me preguntaste si alguna vez había visitado una página porno. Mentí diciendo que sí y me enviaste un enlace. Me pediste que viera el tatuaje de la chica de la cuarta foto de la derecha. Internet iba lento, pero ya tenía fotos y gifs. Hice clic en uno y apareció un coño que ocupaba toda la pantalla. Miré las demás y vi pechos más grandes que mi cabeza y posturas que nunca había imaginado. ¡Esto es lo que ve todo el mundo! Ahora lo entiendo, no lo sabía. El tatuaje de la chica era un gato en la parte superior de la ingle: el clítoris formaba la nariz; los labios mayores, la boca abierta del gatito. Me preguntas si yo me haría un tatuaje así. Me río. No. Prefiero algo más discreto en la espalda, en el comienzo del culo. Espero tu reacción. Sé que me vas a imaginarme desnuda. No le cuento nada a mi novio de estas conversaciones. Mucho menos que el otro día soñé contigo: iba a tu casa y me metías los dedos hasta que me corría. Es agradable sentir a los hombres en la palma de mi mano.






Tengo 25 años. Soy estudiante de posgrado en la universidad más prestigiosa del país, donde participo en un grupo de investigación de vanguardia. Tú eres un académico consagrado. A punto de convertirte en catedrático, tienes exactamente la edad de mi padre. Paseas por los pasillos siempre trajeado y llevas bufanda incluso en los días más calurosos. Recitas a Virgilio en latín en las reuniones de departamento y eres un maestro en ridiculizar a las personas en público. Nunca me has perdonado que confundiera «a ver» con «haber» en mi texto y me preguntaste si había sido alfabetizada en otro idioma, porque mi escritura era muy confusa. Siempre me preguntas por mi familia y mi novio y dices que alegro al grupo con mi presencia femenina. El mes pasado, en plena reunión, llamaron a la puerta. Era el secretario del departamento. Había una manifestación de conductores de autobús en el garaje del campus. La reunión del grupo seguirá adelante, dijiste. A ti te daba igual que los autobuses pararan o no, pero yo dependía de ellos para volver a casa. Escribí a mis amigos, conseguí que me llevaran. Salí de la sala a toda prisa. Esa noche me enviaste un correo preguntando si había llegado bien. Reiteraste que siempre podía contar con tu coche. Ahora, desde hace tres meses, estoy preparando un proyecto para solicitar una beca de investigación en Roma. Por eso tenemos reuniones más periódicas. En la comida de la semana pasada para hablar del proyecto, fuimos a un restaurante con mesas al aire libre. Una mosca vino a molestarme mientras comía. Me dijiste que “a esas moscas sólo les atraen las chicas guapas”. Hice caso omiso y me enfrasqué en una discusión sobre la definición de belleza en “Hipias Mayor” como una “hermosa doncella”. Luego me preguntaste por qué había elegido la vida intelectual. Cambié de asunto. Engullí el trozo de carne de cerdo que me quedaba por masticar, me puse colorada y zanjé el tema. Te llamé “señor” y te dije que “algunos acontecimientos personales” me llevaron a dedicarme casi exclusivamente a los estudios cuando tenía 15 años. En el camino de vuelta, mientras conducías tu Doblò rojo, dijiste que yo tenía una inclinación filosófica rara de encontrar. Al cruzar el puente de la Marginal, te quejaste de lo cansado que estabas de dar clases y sugeriste que yo sería tu última alumna. Comentaste que estabas preocupado a causa de la edad y de tus recientes fallos de memoria. Dijiste que te preparabas para jubilarte dentro de unos años y que veías potencial en mí para sustituirte. Dijiste que si seguía así, el puesto podría ser mío algún día.



La ciudad está cubierta por la niebla cuando voy a tu encuentro. Salgo del trabajo después del turno de noche, y tú estás borracho, después de alguna fiesta con tus amigos. Salimos juntos durante un mes el año pasado. Después de desaparecer, me enviaste un mensaje preguntando si quería verte. Acepto. Llego a tu casa. Un barracón. Todos los muebles son improvisados. Nada de charla: nos tumbamos directamente en el colchón, en el suelo frío. El sexo no es tan bueno como lo recordaba. Quizás no fue una buena idea. Estás encima de mí. Me golpeas en la cara con toda la fuerza de tu mano. Me quedo inmóvil. Recibo otra bofetada, esta vez más fuerte. Mi migraña estalla. Veo distorsiones visuales en forma de aura, un zumbido profundo en mi oído. Intento moverme, pero no puedo. Intento abrir los ojos lo máximo posible. Quiero comunicar mi malestar. Llega el tercer golpe. ¿No vas a parar? ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿De qué eres capaz? Puedes tener un cuchillo en algún sitio. Seguro que estás colocado, puedes hacerme cualquier cosa. No quiero morir.


Es el año 2004, tengo 11 años. En casa, todavía dormimos en colchones en el suelo, porque los muebles de la mudanza se han perdido en algún puerto del país. Desde la ventana de mi habitación, por la noche, veo rastros de luz de una colina a otra. No pueden ser estrellas fugaces, ¿verdad? Durante el día, el cielo arde, el aliento meloso de la brisa marina corroe la vajilla de plata traída del país vecino y el olor a carroña de la bahía de Guanabara nos impide abrir la ventana. La señora Amelia debe de haber preparado el almuerzo, pero mi padre no volverá hasta el final del día. Esa es la casa que me espera. El tiempo es más agradable, pero en Río el sol siempre cae a plomo. De mal humor por el hambre, agarro mis cosas para reunirme con mis hermanas. Nos dirigimos hacia un Quantum blanco aparcado fuera, espero que lo suficientemente lejos como para que nadie me vea entrar en ese cacharro. Mis hermanas caminan a grandes zancadas. Intento seguirles el ritmo con la mochila a cuestas. Me quedo rezagada. Miro al suelo mientras me concentro en mis pasos.
De repente, una voz grave me atraviesa: “¡Esa de ahí, cuando crezca, eh! Una chavala rubia de ojos azules como esa, va a estar buenísima!”. Trago saliva: “¿Están hablando de mí?”, pienso, pero no digo nada. Apenas tengo tiempo para digerirlo. “¿Estás de coña, chaval? Mira ese culito, ¡quién se aguanta!”. Ya estáis en el instituto y sois casi adultos. Cruzáis miradas e intercambiáis codazos y risitas. Aprieto los dientes.
Mis puños se contraen, se me hace un nudo en la garganta y no puedo controlar el sonrojo. Mejor no mirar. No se considera apropiado que una niña mire fijamente. Acelero el paso, quiero correr. Sigo mirando hacia abajo, pero no veo el escalón. Tropiezo. Alguien me agarra del brazo: “¿Estás bien?”. Es mi hermana. Le digo que sí con la cabeza y sigo caminando. Entro por la parte de atrás y miro por el retrovisor en busca de la mirada de mi madre. A menudo me dice: “Eres siempre tan dulce”. No puedo enfadarme. Sólo ha sido un cumplido. Nadie ve la lágrima que cae.



A los 13 años, hacemos listas de la cantidad de bocas que hemos besado, quién besa bien, quién besa mal. Ya estoy acostumbrada al “¡qué salud!” cada vez que voy en pantalones cortos. El otro día, un compañero de clase me tocó el culo en Educación Física. En MSN, acepto añadir a personas que solo conozco de vista en el colegio. Cuantos más amigos, más popular. Así fue como te conocí. Cuando me agregaste, me enviaste un mensaje preguntándome si podías hacerte uma paja pensando en mí. Yo no sabía lo que era eso. Me pareció ofensivo. Te insulté y tú me respondiste que estabas bromeando. No te bloqueé en ese momento porque me sentí humillada por no saber lo que era una paja y quería vengarme demostrando que sabía más de sexo que tú. No puedo preguntarle a nadie. Me van a tomar por idiota. Encuentro mi biblia sexual en los foros de las comunidades de Orkut. No solo descubro lo que es una paja, sino también que las mujeres pueden masturbarse. Ayer estaba leyendo los consejos de una mujer sobre cómo correrse. Se me abre un mundo nuevo. Hoy me ha llegado otra solicitud para añadirme al MSN. No reconocía ese correo electrónico. Debe de ser amigo de algún amigo. Acepto. Un chico viene a hablar conmigo. Antes de decir “hola” o cualquier otra cosa, me pide que encienda la webcam. Acepto. Cuando se carga la webcam, tardo unos segundos en identificar de qué se trata. Nunca había visto una polla dura en mi vida. Ahí está, colgando de lo enorme que es. En estado de choque, lo bloqueo lo más rápido que puedo. Apago el ordenador apretando el botón. Mi corazón late con fuerza. Salgo corriendo a mi habitación, asustada. Me siento en la oscuridad, me abrazo las rodillas y balanceo el cuerpo para borrar esa información de mi cabeza. Solo tengo que olvidar lo que he visto, nadie sabrá nunca que esto ha pasado. 1, 2, 3... ¡Olvídalo!
Hace unas semanas, mi novio vino a mi casa. Yo me estaba arreglando para salir mientras él se entretenía con mi ordenador. Mi MSN estaba abierto y leyó el historial de mis conversaciones contigo, todas nuestras provocaciones, la página porno, los perfiles sexuales. Me prohibió hablar contigo y, a cambio, me pidió fotos desnuda como prueba de amor.
En 2008, acaban de salir al mercado los móviles a color con cámara y wifi. No existen los selfies ni los nudes. Ya no hablo contigo, pero sigo debiéndole la prueba de amor a mi novio. Una noche en la que tengo toda la casa para mí, salgo de la ducha envuelta en un batín blanco y le pillo a escondidas la cámara cyber-shot a mi padre. Tengo que actuar rápido y no dejar pistas. Cierro la puerta de mi habitación y me miro en el espejo. Uso aparato en los dientes e intento no sonreír. Me gusta la imagen que veo, no es difícil empezar. Hago la primera foto de pie, delante del espejo, con el batín abierto. La segunda, completamente desnuda y de espaldas. Pongo el culo en pompa y hago una foto como las de las portadas de las revistas. La hago sin zoom para que la distorsión de la lente haga que mi culo parezca aún más grande. Luego, me siento en la cama y abro las piernas. Me hago una foto desde abajo hacia arriba para que mi coño se vea tan grande como los de las páginas porno. Sujeto la cámara con la mano izquierda; con la derecha, muevo los dedos en círculos. Hago fotos. Recuerdo las técnicas que aprendí en Orkut. Sigo hasta que me corro. ¿Saldrá el flujo en la foto? Con la mano aún temblorosa, borro las fotos en las que no salgo guapa. Quedan unas 30.
Miro el reloj, descargo las fotos en el ordenador. A toda prisa, se las envío por correo electrónico a mi novio. Borro todas las fotos de la tarjeta de memoria y del ordenador.
La sensación es una mezcla de transgresión con ansiedad. Mi novio se va a hacer una paja con mis fotos. Tengo el poder de controlar su placer. Misión cumplida.



Estoy esperando la revisión de mi proyecto de investigación. Miro mi móvil, una notificación. Es tu correo electrónico. Dices que has llegado a casa antes para leer mi proyecto. Alabas mi inglés, pero dices que todavía tengo que “pulirlo” un poco. Haces algunos comentarios sobre el contenido y destacas la estructura clara del proyecto. También sugieres que añada un párrafo más con los resultados esperados de la investigación. Por último, marcas un horario para nuestra próxima reunión, el jueves a las 11 de la mañana. Me invitas a comer después de la reunión, como de costumbre. Terminas el correo diciendo que corres el riesgo de perderte “en mis hermosos ojos verdes”. Vuelvo al principio de la frase. Dices que corres el riesgo de perderte en mis ojos. Hermosos. Verdes. Sí. Dices que corres el riesgo de perderte... Quieres que la conversación se alargue más allá del almuerzo. Quieres que te revele el “secreto de mis quince años”. Todo eso, claro, solo si yo quiero. Solo si yo quiero. Claro. Como si tuviera elección. Como si no fueras mi superior jerárquico directo. Como si fueras a seguir leyendo mi trabajo y elogiando mi “agudeza filosófica” después de un no. Como si las reglas de la beca me permitieran cambiar de profesor tranquilamente. Como si no dependiera de la beca para vivir. Como si no estuviera en juego una estancia de investigación en Roma. Como si no le hubieras hecho la misma invitación a muchas otras alumnas con “sus hermosos ojos” verdes, azules, color caramelo, “ojitos de guapurú”.


“Han filtrado las fotos de Ana”


Estoy en Roma. Conozco a Matteo, un arqueólogo napolitano. No somos exactamente una pareja, pero llevamos tres meses saliendo. Sentados en el bordillo, nos miramos y hablamos bajo los árboles, que se mecen con el viento. Me he olvidado la chaqueta, pero no me atrevo a pedirle un abrazo. Me cuenta cómo aprendió español con una antigua novia y me habla de sus aventuras sexuales. Es mi turno de decir algo. Me viene a la mente mi última historia. La boda de mi prima el año pasado, en septiembre de 2016. Repaso todos los detalles con un tono casi investigador. El glamour de la decoración, el número de invitados. Le digo que compré un vestido amarillo solo para esa ocasión, que combiné con un collar de perlas. Comento que estaba borracha. Que vomité en la alfombra de la madrina y me desmayé. Le cuento que hay partes de la noche que no recuerdo, pero que tengo flashes. Recuerdo que mi hermana se quedó a mi lado mientras recuperaba la conciencia en una de las habitaciones de la casa. Que después de todo eso, aún volví a la pista de baile. Que al final de la noche, mientras charlaba con mis primos, pregunté dónde estaba el baño. Cuento cómo te acercaste y me dijiste que había un baño más cerca, detrás de la piscina. Cómo me guiaste hasta un rincón oscuro, lejos de los demás. Cómo, de la nada, intentaste besarme. Cómo te empujé y te grité: “¿Qué coño estás haciendo? ¿Estás loco?”. Cuento cómo corrí al baño de mujeres. Cómo me sorprendiste al salir del cubículo, con la bragueta bajada. Que la puerta del baño ya estaba cerrada. Que fue así como te corriste. Lo cuento como se cuentan las historias de una noche, con mucho desparpajo. Los ojos desorbitados de Matteo me miran fijamente mientras su mano temblorosa sujeta el cigarrillo: “Ana, esto que me cuentas no fue una noche casual, fue una violación”.






Estoy en mi piso. Es pequeño. Por un lado, se parece al piso de Santa Cecilia, por otro, al de Capote Valente. Es un apartamento sin paredes, un estudio. Es entrada la noche cuando un ruido me despierta. Alguien llama, no reconozco las voces. La puerta está cerrada con llave, estoy segura. Di dos vueltas a la llave y cerré el pestillo por dentro. Nadie puede entrar. Pero el ruido no cesa y los golpes aumentan de intensidad. Parece que se han dado por vencidos. Oigo: “Sé que estás ahí”. Siento mi corazón latiendo fuerte, la garganta cerrándose, un sudor frío en los bordes del rostro. Mi cuerpo no me obedece, estoy completamente desconectada. ¿Qué es esto? ¿Es un sueño? Intento moverme, pero mis brazos no responden. Un peso cae sobre mí. Los segundos duran horas. Estoy despierta, entonces, ¿por qué mis brazos no responden? Ya he sentido esta sensación otras veces. Es el choque. Ahora estás dentro de mi apartamento. Te acercas a mí con unos alicates de hierro. Abro la boca para gritar. Mis ojos están muy abiertos. De un solo golpe, me arrancas el canino izquierdo. La sangre brota mientras un dolor se apodera de mí de los pies a la cabeza. Permanezco inmóvil, incapaz de moverme. Levantas mi diente arrancado como un trofeo y dices que es culpa mía. He sido descuidada, te has visto obligado a arrancármelo.
Tengo entre 15 y 16 años, y mi novio me abraza al darme la noticia. Se han filtrado mis fotos. En el colegio, risas disimuladas y miradas de reojo por donde paso. Todo el mundo aquí me ha visto desnuda.
¿Estaba gorda? Mis pechos son muy pequeños, ahora todo el mundo lo sabe. El escándalo se propaga exponencialmente. Empieza entre los chicos de tercero de secundaria, pasa a los alumnos de otros cursos, llega a los correos electrónicos de los padres, a los móviles de los empleados del colegio, desde el conserje hasta los profesores. Se extiende entre los curas del colegio, entre otros colegios de la ciudad, entre los compañeros de trabajo de mis padres, hasta llegar a mis padres y, finalmente, a mí. Hay decenas de desconocidos haciéndose pajas con mis fotos sin mi consentimiento.
Ninguna de mis amigas me dirige la palabra. Ninguno de mis amigos me habla. La gente me evita como si tuviera una enfermedad contagiosa. Mis hermanas están lejos. Mi madre llora compulsivamente en mi regazo y mi padre dice que sería mejor que me cortara la mano antes que pecar con ella. Tengo prohibido ver o comunicarme con mi novio fuera de la escuela.
Paso meses encerrada escribiendo, leyendo filosofía e intentando desentrañar un misterio aún más difícil:
¿Quién filtró las fotos? ¿Fuiste tú? ¿Cómo?





Acabo de terminar contigo. Un zumbido entra por la ventana de la pensión estudiantil en Butantã. La línea amarilla del metro aún no existe, tampoco las aplicaciones de movilidad urbana, el autobús nocturno no circula, no hay taxis en la parada. Acepto pasar una última noche en tu casa por seguridad. La habitación solo tiene una cama individual, un armario de dos puertas y un escritorio con tu Nikon encima. La moqueta verde despide el olor de los antiguos inquilinos y las paredes dejan pasar todos los ruidos de los vecinos de al lado. Caigo en un sueño profundo tras horas de discusión. Me despierto sobresaltada. Mi vestido está levantado y tú estás sin pantalones, con la polla dura sobre mí. Sí, me estabas follando mientras dormía. Me muevo, aparto tus brazos con mis manos. «¿Qué haces?». No paras. Me agarras de las muñecas y me dices con los ojos muy abiertos: “Shhh. No hagas nada. Quédate ahí quieta mientras termino. No volverás a verme en tu vida”.




Tu correo electrónico aparece en mi bandeja de entrada cuando estoy en la cafetería. Vuelvo a leer la última frase. ¿Qué puedo hacer para que no “te pierdas en mis ojos”? Un sabor a alubias, pollo frito y salitre invade mi boca. El hedor a grasa en el aire es lo único que respiro. En cámara lenta, los labios de mi novio frente a mí se mueven mientras habla sin parar, pero solo oigo el tintineo de los cubiertos y las bandejas. Vuelvo la mirada hacia el móvil. Tu correo electrónico abierto, lo borro.

“¡No! Por favor, Matteo, no exageres” -negué.
Matteo decía que fue una violación porque no sabía que la puerta del baño solo estaba cerrada con un pestillo interno. No habías escondido la llave.
Matteo decía eso porque no sabía que yo no grité, que no golpeé, que no dije que no. No sabía que podía haber huido.
Matteo pensaba eso porque no me conocía. Soy una puta. Capaz de acostarme con cualquier cosa: un primo, un cura, una pared. No tengo moral ni límites.
“¡No fue para tanto!”
Cuando te frotaste por detrás, ¡podría haber dicho que no!
¡No fue para tanto!
Solo me tiré a un primo.
Podría haberme ido sola, pero volví en el mismo coche que tú. Y acepté que vinieras a mi casa al día siguiente. Me aseguré de estar encima de ti y de correrme mientras negaba: yo quise.
Yo quise.
Yo quise, nadie es capaz de violar mi voluntad.
¡Fui yo!



primavera


Atardecer. El sol brillante ilumina la piscina de una casa de vacaciones desocupada. Aunque la casa está vacía, sin muebles ni rastro de gente, el agua está limpia y templada. He dejado al grupo de amigas para disfrutar de esta aventura a solas contigo. En la piscina, entre beso y beso, nos hacemos cosquillas y jugamos a correr y saltar. Fui a buscar una pelota que había caído lejos. De vuelta al agua, veo que estás con otra mujer. Estás jugando con ella y te toca a ti hacerle una aguadilla. Empujas cada vez más fuerte mientras la mujer se debate para intentar volver a la superficie. Tus brazos se tensan, las venas se te marcan. No hay ni la más mínima señal de que vas a dejar que la mujer vuelva a respirar. La cosa dura ya varios minutos. Tengo miedo. El tipo del que me he enamorado es peligroso. Tengo que huir. Corro hacia el extremo. Al moverme, abres los ojos. La mujer ahogada ha desaparecido. Levantas la mirada y me ves. Doy un grito que hace temblar los cristales de la casa. No hay tiempo para salir de la piscina, a esa velocidad me alcanzarás. Debajo del bañador tengo una navaja. La tomo y la presiono para que la hoja se desenfunde. La sujeto con ambas manos detrás de la espalda y espero a que te acerques. Reúno fuerzas que no sabía que tenía. Asesto un golpe. No quiero matarte, pero tengo que hacerlo. Es necesario, me repito. Te alcanzo la yugular al primer golpe. Tus brazos aún intentan detenerme. Continuo el tajo de tu garganta hasta que tus miembros dejan de responder. Un rojo vivo se mezcla con el agua mientras tu cuerpo se hunde.



Subo al autobús que me lleva de Butantã a mi piso en Perdizes. El semen de la madrugada rezuma dentro de mí. Me da asco tu olor adherido a mi cuerpo. ¿Será que los demás están sintiendo ese olor putrefacto que desprendo? Me araño el antebrazo con la uña. Nunca un viaje fue tan largo, ni siquiera con las calles vacías un domingo por la mañana. Miro por la ventanilla. Me follaste mientras dormía. Aún pienso en ello cuando llego a casa. Me meto en la ducha. El agua del grifo se mezcla con la que cae de mis ojos. Me siento en el suelo y dejo que corra. Me quedo inmóvil. Quiero limpiar, frotar, borrar. Me entretengo.
No ha quedado ningún rastro. No se lo voy a contar a nadie. Borrar, eliminar.



Hoy participas en un congreso en mi facultad. Presentas un trabajo sobre la integración regional en América Latina. Llamo a algunas amigas de un colectivo. Improvisamos consignas, reunimos a más gente y nos dirigimos a la puerta del evento.
Ánimo, no estoy sola.
Llegamos allí haciendo ruido.
Puños cerrados.
“¡No pasarán!”
El anfiteatro es grande, el público se asusta. Estás en el escenario con el micrófono en la mano. Avanzamos hacia ti, voy en primera fila.
No te había visto desde el día después de la boda.
Ahora me miras y tartamudeas.
Sigo caminando, tú estás paralizado. A un palmo de distancia, te miro de frente. Te doy un puñetazo con todas mis fuerzas. Caes al suelo. Sigo golpeándote en la cara. Se te rompen las gafas y cojo un trozo de cristal roto del suelo. Levanto la mano derecha con el trozo de cristal, tú me sujetas el brazo en alto. Quiero cortarte. Tú eres más fuerte. Grito. Mi mano tiembla y cede. Miro hacia atrás. El público apenas puede creer la escena que acaba de ver. Una loca ataca al ilustre conferenciante.

No voy a responder a tu correo electrónico.
No iré a la comida del jueves, ni contaré “el secreto de mis quince años”. No pasa nada por no ir a Roma, olvida el sueño de ser académica.
Voy a hablar con antiguas profesoras de la carrera para exponer el caso. Son feministas, me apoyarán y me animarán a denunciarlo.
Voy a hablar con los abogados de la familia. alguno de ellos me ayudará. Alguien me presentará a una antigua compañera de clase que ahora trabaja con derechos de la mujer. Voy a hablar con el jefe del departamento. Él tomará medidas.
Lo hago.
Me dicen que el reglamento de la universidad es de la época de la dictadura y que no contempla el acoso sexual.
Me dicen que necesito pruebas de “amenaza grave”.
Me dicen que el proceso judicial es agotador.
Me dicen que ningún juez puede ganar mi caso.
Me dicen que el departamento no puede hacer nada.
Me dicen que no debo publicar nada en las redes sociales.
Que puedo perder la beca.
Que estoy sola.
Me rindo.



epílogo
lo sabes, lo que pasó en la boda fue una violación.
- Contacto bloqueado.


Encuentro tus cosas en la estantería de mi habitación. El objetivo analógico, unos negativos Velvia 100 con fotos de bosques, una guía de fotografía de la National Geographic. Quiero deshacerme lo antes posible de cualquier cosa que me recuerde a ti. Saco mi móvil, voy a fijar una fecha para devolver estas cosas. Miro la pantalla y veo un mensaje de tu mejor amigo.
Dice que está en el hospital contigo. Que has intentado ahorcarte. Me insulta, dice que soy una puta por haberte traicionado y abandonado.
Mis ojos revolotean hasta llegar al final del mensaje. ¿Qué?
¿Te has ahorcado? ¿Cómo? Me imagino tu cuerpo delgado y moreno, con la garganta marcada, debatiéndote sin poder respirar. ¿Dónde te has colgado? ¿Con qué cuerda, sábana o corbata? ¿Quién ha ido a ayudarte? ¿Cómo te han impedido hacerlo? ¿Has gritado? ¿Han derribado la puerta de tu habitación? Sé que eras depresivo, pero nunca hablaste de suicidarte. ¿Y qué coño es ese mensaje de tu amigo? Siempre ha sido tan tranquilo y sereno. ¿Llamarme puta? No es posible. Llamo una y otra vez. ¡Contesta, hijo de puta, contesta! ¿No te basta con violarme? ¿Ahora quieres matarte?
“¿Hola?”
Nunca intentaste suicidarte.
Me mentiste.
Me manipulaste. Inventaste esa historia pensando en los mínimos detalles. Te hiciste pasar por tu mejor amigo para insultarme. Fingiste una voz ronca y arrastrada durante una hora al teléfono conmigo. Me torturaste por mi error. Te corriste de nuevo con mi dolor.


“La de las fotos”.
Ese era el apodo de Ana.
“Mira, ¿no es esa la de las fotos?”.
Todos aceptaron la sentencia. Me condenaron y me escondieron en una habitación hasta que los demás se olvidaran. No sirvió de nada. Esa fue la mirada que me encontré cuando volví a salir. Todo me lo recordaba, constantemente. Me abstuve de la realidad.
Me refugié en los brazos de lo desconocido. No tuve el privilegio de poder huir. Me quedé sin refugio.
Ahora no me engaño. Escucho a mi cuerpo. Mis instintos me guían. Voy a huir, voy a correr. Voy a luchar. Incluso sin motivo. Yo soy la Ana de las fotos. Eso nadie lo puede borrar.


Querido,
No fue fácil conseguir tu dirección después de tantos años, pero lo logré. Este libro llegará a la puerta de tu casa.
¿Sabías que en tercer año de secundaria escribí una redacción sobre lo que me hiciste? Saqué un 10. Mi personaje se llamaba Isabelle y tú, Arthur. En la historia, en lugar de ser mejores amigos, eran novios.
Cuando Isabelle rompió con él, Arthur difundió fotos de ella desnuda como venganza. Conté esa versión de la historia porque es más fácil de entender para la gente. Pero creo que tu traición es peor. Porque yo nunca quise que vieras esas fotos.
Tú invadiste. Robaste. Violaste. Lo pensaste. Lo planeaste.
Días antes, publicaste en un foro de Magic que tenías las fotos en tu poder. Tu trofeo. Creaste un público, todos los chicos ya estaban al acecho. Te convertiste en un ídolo. Nada improvisado. Me jodiste la cabeza y la vida.
Isabelle también sufrió una humillación pública, pero el destino fue benevolente. La agresión fue puntual. Tuvo un principio, un desarrollo y un final. Después de eso, Isabelle se convirtió en una escritora de éxito contando su propia historia, mientras que Arthur pasó su vida rumiando la culpa en medio de la soledad, las compulsiones, las adicciones y las enfermedades.
De lo que no me di cuenta a los quince años fue del verdadero motivo de la agresión. No creía que tuviera que ver con el hecho de ser mujer. Ahora lo sé. Y tú también conoces el resto de mi historia. Te expulsaron del colegio, pero no saliste de mi vida. Tus ojos me persiguieron en tantos insomnios, pesadillas, disociaciones. Reapareciste en tantos hombres que conocí. Tantas veces les pedí que no tocaran ese recuerdo, pero desgarraron el agujero que tú abriste. Volvía a visitar ese submundo cada invierno.
No hay perdón.
Junto al libro está tu regalo. Es del tamaño de un puño. Enfermo, deforme, maltrecho. No quiero seguir siendo mujer. Histeria, nunca más. Aquí lo tienes. ¿No tenías tantas ganas de follarme? Ahora comete esto. Saborea el gusto de estar asociado con lo femenino. Trágate la muerte generada por ese órgano que envenenaste.
El reflujo llegará a tu esófago. Mientras duermes. Intentarás despertarte, pero tu cuerpo no responderá. Te ahogarás poco a poco con tu propia mierda. Incluso tus ojos se abrirán y tus pulmones se llenarán, pero tu corazón ya habrá dejado de latir. Ana


Este es el tercer libro publicado por Vento Leste para la Colección Rosa Brava. La Colección Rosa Brava, que cuenta con Helena Rios y Marcelo Greco como directores de arte, está dedicada a aspectos de la vida de las mujeres..
Anamnesis
Imágenes y textos. Ana Dalle Vedove
Concepto. Ana Dalle Vedove, Andressa Ce
Edición. Ana Dalle Vedove, Helena Rios, Marcelo Greco y colaboración de Andressa Ce Diseño. Ana Dalle Vedove, Helena Rios, Marcelo Greco
Tratamiento de imágenes. Estúdio 321
Revisión. Juliana Monteiro, Luciana Dutra, Milton Mastabi Traducción. Verónica Barranco Arobes
Producción gráfica. Helena Rios, Marcelo Greco
ISBN. 978-85-68690-25-3
Ejemplares. 800 exemplares
© imágenes y textos: Ana Dalle Vedove | © libro: Vento Leste
Expresiones de gratitud: Christian Haritçalde, Matteo Miriano, Matheus Mota, Stefano Beretta, Julia Amptala, Marina Caverzan, Mari Lupi, Leonardo Stockler, Lucas Pacífico, Leandro Rodrigues, Guilherme Marcondes, Nicole Falavigna, Rosana Grecchi y Milton Mastabi. Todos miembros del Grupo de Terça y d’A Barca. Especialmente Marcelo Greco por su paciencia y orientación.
Esta obra se imprimió en papel con certificación FSC®, garantía de gestión forestal responsable, para Vento Leste en marzo de 2025. Tipografía: Adobe Arabic y Font Serif Variable; Papel de núcleo: Alta alvura 150 g/m²; Papel de cubierta: Supremo 250 g/m². Impresión y acabado: Leograf.
I - Al otro lado de la puerta
Juliana Monteiro, 2025
II - El cordón que nos corta
Juliana Corsi, 2025
III - Anamnesis
Ana Dalle Vedove, 2025


Coleção Rosa Brava
Este es el tercer libro publicado por Vento Leste para la Colección Rosa Brava. La Colección Rosa Brava, que cuenta con Helena Rios y Marcelo Greco como directores de arte, está dedicada a aspectos de la vida de las mujeres..
Anamnesis
Imágenes y textos. Ana Dalle Vedove
Concepto. Ana Dalle Vedove, Andressa Ce
Edición. Ana Dalle Vedove, Helena Rios, Marcelo Greco y colaboración de Andressa Ce Diseño. Ana Dalle Vedove, Helena Rios, Marcelo Greco
Tratamiento de imágenes. Estúdio 321
Revisión. Juliana Monteiro, Luciana Dutra, Milton Mastabi Traducción. Verónica Barranco Arobes
Producción gráfica. Helena Rios, Marcelo Greco
ISBN. 978-85-68690-25-3
Ejemplares. 800 exemplares
© imágenes y textos: Ana Dalle Vedove | © libro: Vento Leste
Expresiones de gratitud: Christian Haritçalde, Matteo Miriano, Matheus Mota, Stefano Beretta, Julia Amptala, Marina Caverzan, Mari Lupi, Leonardo Stockler, Lucas Pacífico, Leandro Rodrigues, Guilherme Marcondes, Nicole Falavigna, Rosana Grecchi y Milton Mastabi. Todos miembros del Grupo de Terça y d’A Barca. Especialmente Marcelo Greco por su paciencia y orientación.
Esta obra se imprimió en papel con certificación FSC®, garantía de gestión forestal responsable, para Vento Leste en marzo de 2025. Tipografía: Adobe Arabic y Font Serif Variable; Papel de núcleo: Alta alvura 150 g/m²; Papel de cubierta: Supremo 250 g/m². Impresión y acabado: Leograf.



En Anamnesis, el conjunto de textos se configura como una investigación sobre las prácticas sistémicas de abuso contra las mujeres, mientras que la narrativa formada por las imágenes transmite de forma más abierta e intuitiva cómo el cuerpo físico experimenta dichas violencias. La imagen de Perséfone, utilizada en la estructuración de la trama, evoca no solo el mito de la violación silenciada, sino también la figura de transición entre el mundo de los vivos y los muertos, permitiendo la recuperación de recuerdos de vidas anteriores, borrados por las aguas del Leteo. Anamnesis no es solo un recuerdo; sino una rememoración: un continuo acordarse, olvidarse y recordar. A partir de retornos involuntarios de lo que había sido negado, nacen ejercicios mentales de reconstitución del pasado. El libro Anamnesis es una respuesta. Un objeto expiatorio. Un memorial de dolor. Un salto de conciencia. Al hacer pública una vivencia privada, la historia de la autora se disuelve en la memoria colectiva y se acerca al soñado “olvido feliz” descrito por Nietzsche: una psique finalmente libre más allá de la repetición.
Colección Rosa Brava - libro III