UNI 35 - Roberto Rébora

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UNIDIVERSIDAD REVISTA PENSAMIENTO Y CULTURA DELA LABUAP BUAP UNIDIVERSIDAD REVISTA DE DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE

AÑO 9 7/ NÚMERO 35 28 / OCTUBRE 2019 / $60 AÑO / NÚMERO / JULIO- -DICIEMBRE SEPTIEMBRE 2017 / $40


Septiembre 1, 2014, temple sobre tela, 250 x 185 cm

Chinas, 2018, รณleo-temple sobre madera, 40 x 50 cm.


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consejo editorial Rafael Argullol, Juan José Díaz Infante, Luis García Montero, Fritz Glockner, Michel Maffesoli, José Mejía Lira, Francisco Martín Moreno, Edgar Morin, Ignacio Padilla (†), Alejandro Palma Castro, Eduardo Antonio Parra, Herón Pérez Martínez, Francisco Ramírez Santacruz, Miguel Ángel Rodríguez, Vicenzo Susca, Jorge Valdés Díaz-Vélez, René Valdiviezo Sandoval, Javier Vargas de Luna, David Villanueva y Jorge Volpi.

directorio Dr. José Alfonso Esparza Ortiz Rector Dr. José Jaime Vázquez López Secretario General Mtro. José Carlos Bernal Suárez Vicerrector de Extensión y Difusión de la Cultura Pedro Ángel Palou Miguel Maldonado Directores Diana Isabel Jaramillo Jefa de Redacción Lorena Juárez Liceaga Mónica Alvarado Casados Diseño editorial Javier Velasco Distribución y comercialización

UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP, año 9, No. 35, octubre-diciembre 2019, es una publicación trimestral editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 Sur 104 Centro Histórico, Puebla, Pue., C.P. 72000, y distribuida a través de la Dirección de Comunicación Institucional, con domicilio en Edificio La Palma, 4 Sur No. 303, Centro Histórico, Puebla, Pue., C.P. 72000, tel. (01222) 229 55 00 ext. 5270, unirevista@gmail.com. Editor responsable: Dr. Miguel Maldonado, maldonado.miguela@me.com. Reserva de Derechos al uso exclusivo 04-2013-013011430200-102. ISNN: 2007-2813, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Con Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15204, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso sepomex No. Impresos im21-006. Este número se terminó de imprimir en octubre de 2019 con un tiraje de 2000 ejemplares. Para su composición se utilizó la familia tipográfica Perec en todas sus variantes. Impresa por Industria Publi-Center S.A. de C.V. Tierra No. 13354, Col. San Alfonso, C.P. 72499, Puebla, Pue. e-mail: publicenter0312@gmail.com. Costo del ejemplar $60.00 en México. Administración, comercialización y suscripciones: Francisco Javier Velasco Oliveros, Tel. (222) 5058400, javiervelasco68@hotmail.com. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura de los editores de la publicación. Unidiversidad Revista de Pensamiento y Cultura de la BUAP está registrada en el sistema de información de la Universidad Nacional Autónoma de México sobre revistas de investigación científica, técnico-profesionales y de divulgación científica y cultural que se editan en América Latina, el Caribe, España y Portugal (http://www.latindex.unam.mx).

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PR E S EN TACI ÓN

HISTORIA DE UNA ELIPSIS Miguel Maldonado ROBERTO RÉBORA: Punto y destino Luis Alberto Ayala Blanco

18 REVERBERACIONES Gabriel Bernal Granados CODA: El flujo mundo de Roberto Rébora 30

ROBERTO RÉBORA: Obra reciente (2013-2016) Erik Castillo

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ROBERTO RÉBORA: Decepcionar la mirada Pedro Ángel Palou

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ROBERTO RÉBORA O DONDE EL RETRATO SE MULTIPLICA José Kozer

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ROBERTO RÉBORA: Editor y artista gráfico Berta Taracena

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DE LA SIMBÓLICA VITAL DE LO FEMENINO // ESPACIO E ILUSIÓN José Luis Barrios Lara

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ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DE LA PINTURA DE ROBERTO RÉBORA Eduardo Vázquez Martín

76 RETROSPECTIVA: La Niña Precoz Jorge Contreras 84

B I B LI OTECA S A J EN AS CEUTA, FRONTERA CON MAALOUF Javier Vargas de Luna


Sirena,

1997, temple sobre papel, 82 x 61 cm, (detalle).

“Pintar por la libertad de saberse conducido a un fin incierto. Destino�.


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HISTORIA DE UNA ELIPSIS Miguel Maldonado LA PINTURA FIGURATIVA DE RÉBORA SE DECANTÓ en los últimos años hacia la preeminencia del color y el trazo. Esta elipsis universal, porque va del primer manchón del hombre en las cavernas al mimetismo de las figuras, sugiere la unicidad que existe entre la luz y la forma, o de otro modo: entre el espacio y el tiempo. Pero antes de entrar en materia, me gustaría contar una historia de la elipsis. Las hay, elipsis, en la cinematografía como en la poesía. También hay en la Geometría: la elipse. Ambas figuras, una artística y otra geométrica, fueron tratadas por los clásicos; una por Aristóteles y la otra por Euclides. Comparten la cualidad de trasladarse de un extremo a otro, siempre evadiendo la línea recta; o la línea discursiva, si se tratase de la elipsis artística. La elipse es una curva cerrada parecida a un óvalo, como el hueco ovalado que se forma en el asa de esta revista (mera coincidencia, por supuesto); la elipsis es un recurso retórico que consiste en la omisión de uno o más elementos narrativos; la elipse elude la recta y la elipsis la progresión consecutiva, como el decir del Quijote: “Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro”, omitiendo palabras se gana en contundencia. De las innumerables elipsis en el arte, hay una que prefiero, aquella que no sólo omite algunas partes, sino que va de un mundo a otro mundo —elipsis

proviene del verbo griego “omitir”—. Desconozco si este modelo de elipsis, en la glosa artística, tiene algún nombre; pero yo tengo mi historia con estas elipsis que, a falta de apelativo conocido, he llamado “elipsis universal”. En poesía, la que más me ha consternado es la de “Tabaquería”, de Pessoa. En este poema, mientras el personaje


Compositie,

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1916, óleo sobre tela, 119 x 75 cm. discurre sobre una inquietud milenaria: que la vida quizás sólo sea un sueño, y por demás uno tan absurdo como inútil, el mundo concreto interrumpe sus disquisiciones con el silbato del tranvía, el trajín de la calle o los saludos de cortesía (también podría interpretarse a la inversa, esa es la magia de la elipsis, que son las dudas existenciales las que irrumpen el suceder de nuestros días, de silbatos y tranvías). Todo el poema es una elipsis que va de las reflexiones filosóficas al acontecer inmediato. Al tiempo que el personaje se dice que la “metafísica es el resultado de una indisposición”, asomado a la ventana, fumando, mira que enfrente alguien sale de la tienda y lo reconoce: “Lo conozco, es Estevez, que ignora la metafísica […] me saluda con la mano y yo le grito ¡Adiós, Estevez!, y el universo / se reconstruye en mí sin ideal ni esperanza, / y el dueño de la tabaquería sonríe.” A cada estrofa le corresponde una oscilación entre el pensamiento meditativo y el ruido del mundo. Poetas de latitudes y siglos distintos han cuestionado la sustancia de la vida; sin embargo, de los que coinciden que quizás la vida sea un absoluto sin sentido, pocos lo han hecho a la manera de Pessoa, quien recurre a la naturaleza de la elipsis para mostrar, sin tener que explicar, la inanidad de ambos mundos, el del pensamiento y el de la acción, subsumidos al inevitable transcurrir de los días; la elipsis en este poema se convierte en una metáfora y deja de funcionar como un mero recurso expresivo: el vaivén elíptico ejemplifica al hombre atrapado en dos mundos sin tregua y sin salida. La elipsis cinematográfica que aquí traigo a cuento muestra esa misma imagen: el mundo encerrado en un eterno vaivenear; la elipsis más extensa en la historia del cine y quizá la más contundente es la de Stanley Kubrick en 2001: Odisea del espacio: en la primera parte de la película un primate prehistórico, acaso nuestro lejano pariente, descubre lo que pudo haber sido la primera herramienta tecnológica del hombre-homínido, el garrote. Durante

la escena, un hueso de “fémur” es usado para golpear y dominar a otros primates, y en un alarde de victoria, después de la batalla, es lanzado al aire; ese fémur aéreo se convierte lentamente en una nave espacial, la cual tiene igual forma que el hueso; la transfiguración es reveladora: la tecnología, desde siempre, ha sido la palanca del dominio —a este tipo de artefactos más tarde Foucault y otros los llamarían dispositivos—. La elipsis de Kubrick también la consideraría universal, recorre la historia universal de la violencia tecnológica, desde la época de las cavernas hasta la conquista sideral. Moloc —que también podría ser Huitzilopochtli— sirviéndose de Tecnos, dirían los poetas. Por otro lado, la elipse geométrica también tiene su propia lógica, sólo que ésta es numérica: si dos puntos equidistantes en el eje central tocan un mismo punto en la circunferencia, la suma de ambos es igual al diámetro mayor. Hay una armonía interna que hace de la elipse un óvalo que encontramos con frecuencia en la naturaleza, el ejemplo más a mano es el de las traslaciones elípticas de los astros. Esta misma armonía se encuentra, mutatis mutandis, en la elipsis de Roberto Rébora, quien omite, para trasladarse de la figura a la abstracción, cualquier punto intermedio, omisión que se abstiene de las modas para concentrarse únicamente en los mundos necesarios. Rébora evadió la línea recta del discurso artístico, el cual lo obligaba a cumplir con los experimentos performáticos y de instalación, dignos de un pintor que está “al día”. Rébora no fue devorado por los aires del tiempo, el zeitgeist , no lo sedujo la búsqueda del discurso innovador —hijo del progreso— ni los aplausos de salón —hijastros del éxito—, premonitorios del despeñadero o “peñón del promontorio”, diría el poeta. No hay manera de expresar un mundo sin tener un mundo que ofrecer; si para los chinos el mundo es el lugar de las diez mil cosas, quien desea presentar el suyo requiere de esas diez mil. Los motivos de Rébora se fraguaron a la vera del refrán cervantino: “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Pero se sabe que leer y andar no bastan para ver ni saber, se requiere de un ímpetu mayor, algunos


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lo llaman oficio, otros, pasión, los románticos lo llamaron empatía: penetrar la realidad hasta sentir lo ajeno propio. Esta penetración se alimentó en la niñez de los motivos de Orozco, de los votivos virreinales, de los exvotos populares y más tarde se siguió a la manera italiana, luego a la siguiente y a la que siguió, todo por los diez mil motivos. Rébora, el elíptico, inventó su propia trama sin dejarse llevar por el drama del mundo. Una trama doble: la que se teje entre los colores y la que se relata en la forma. O quizás una sola: la circunstancia es vicaria de la cromática. Doble movimiento: el de los pinceles en su trazo —centrípeto a veces— y el de los personajes moviéndose en escena. O triple movimiento: el de la elipsis que va de la figura a la abstracción y viceversa. O uno: el tiempo, cuya substancia es el movimiento, fusionado con el espacio, la luz y el color; se anula el pensamiento binario espacio-tiempo, uno y el otro son lo mismo. Doble anulación de los binomios: desde la pintura bidimen-

La vengeance de Hop-Frog, James Ensor, 1896, óleo sobre tela.


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sional se anula la binariedad, triunfa la unicidad, que no la unidad. La elipsis aquí, como en los otros casos, es además una metáfora y no sólo un movimiento que a Rébora lo ayudó a evadir las diversas narrativas artísticas (por no decir galimatías) de la actualidad. Rébora renunció —palabra mística— lo mismo al arte conceptual que al arte posmoderno, y lo hizo para oscilar entre dos grandes relatos: el de la forma y el del color. La metáfora elíptica de Rébora nos revela una comunión universal entre el espacio y el tiempo, entre el color y la forma. La pintura figurativa de Rébora se decantó en los últimos años hacia la preeminencia del color y el trazo, esta elipsis universal, porque va del primer manchón del hombre en las cavernas al mimetismo de las figuras, sugiere la unicidad que existe entre la luz y la forma, o de otro modo, entre el espacio y el tiempo. (Vuelve al inicio)

Broadway Boogie Woogie, Piet Mondrian, 1942-43, óleo sobre tela.


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Roberto RĂŠbora: punto y destino*

Luis Alberto Ayala Blanco

* El texto original se encuentra en el lbro: Roberto RĂŠbora, conaculta, 2015. pp. 9-14.


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El ritmo constituye el fondo Ăşltimo del devenir del mundo. Gottfried Benn.


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LA IMAGEN ES EXPRESIÓN RÍTMICA, MANIFESTACIÓN del silencio mediante trazos en el espacio, sonido policromo proyectado sobre el éter primordial, o sobre un lienzo, no importa; finalmente el ritmo es la forma de la substancia. Cuando estamos frente a la obra de Roberto Rébora, lo primero que experimentamos es el poder del ritmo, la fuerza del color reverberando en el espacio. Siempre hay movimiento en sus cuadros. Incluso cuando pinta la quietud de un rostro, el ritmo se percibe en los gestos: cólera, lascivia, alegría, abulia, desasosiego, aburrimiento, desesperación, indiferencia, amor... El gesto es una línea cuya trayectoria repentinamente desemboca en cierta permanencia, en un límite fluctuante. El límite es la posibilidad del ritmo; pero el ritmo es la evocación de la fuente expresiva, del “punto” al que todo buen artista aspira. El punto no es el comienzo del cuadro, es su destino. Rébora lo sabe: “Pintar por la libertad de saberse conducido a un fin incierto. Destino”. La obra de Rébora señala en dirección de ese “fin incierto” que trasciende los fenómenos sin dejar de ser su origen. Punto y destino, silencio y sonido, toda la creación, toda imagen, se cifra en este ritmo ambulatorio que emana del vacío para retornar al vacío: sacrificio.

Rébora pertenece a una generación atrapada en el arte contemporáneo, pero él no siguió ese camino. Simplemente le interesa crear, no le importan las etiquetas que estén de moda. En su obra podemos vislumbrar destellos expresionistas, cubistas, incluso claras referencias al muralismo nacionalista mexicano, pero siempre impera su propio estilo. Si queremos experimentar realmente sus pinturas, es menester despojarnos de los academicismos que entorpecen nuestra forma de mirar. Todos sus cuadros son ventanas hacia ese “punto” que es origen y destino, el mismo punto que René Guénon identifica como “la causa de todas las causas y el origen de todos los orígenes”. Afín a este pensamiento, Rébora concibe su arte como forma inmaterial. El arte no es mímesis, es expresión; no pretende representar: presenta. Por eso las pinturas de Rébora son inestables: flujos de color, geometrías superpuestas, líneas asonantes, figuras disipadas por el espesor de los trazos, jamás representación de una realidad que se desvanece en la bruma de la percepción. El cosmos es una imagen de lo irrepresentable y la naturaleza una simple danza de signos... cinematografía metafísica... sombras de anquilosante densidad. Rébora no quiere imitar


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Danza, 2010, temple sobre tela, 160 x 180 cm.


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la naturaleza, hacer la copia de la copia; en todo caso, en su trabajo busca hacer visible lo invisible, captar ciertos estados de la creación antes de que la necesidad los rigidice. Rébora invierte la línea del tiempo, mira hacia atrás, sigue el camino que articula la sucesión de las expresiones nacientes hasta llegar al presente perfecto, allí donde el tiempo colapsa y las figuras se reintegran en un punto: “El arte recupera una perspectiva que precede a la de la individuación” (Giorgio Colli). Desandar la vía de la representación es la tarea del artista, y en la obra de Rébora es evidente. Lo más curioso es que a primera vista parecería que sus cuadros son anecdóticos, pero esa impresión es pasajera. Más bien, tendríamos que hablar de una cosmogonía invertida. Las figuras en sus pinturas pierden estabilidad, se alejan del tiempo ilusorio, regresan al color puro y a las formas geométricas apenas diferenciadas por el choque de los trazos. Al igual que sus cuadros constan de capas y capas de pintura con el fin de mostrar la densidad de la imagen, sus figuras son momentos extraídos de los distintos estratos que conforman el flujo del devenir. Algunas veces, con unas cuantas pinceladas, evoca una escena que transita de un evento cotidiano —un peatón ensimismado en sus tribulaciones— a la articulación del espacio en sus sedimentos primigenios —superposición de figuras geométricas en su ligereza antes de convertirse en objetos estables (Sirena)—. Otras, como en Cruce de caminos o Danza, la ductilidad de las figuras adquiere ritmos ondulantes, donde el espacio


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Islas de mujeres, 2010, temple sobre tela, 180 x 160 cm.


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Hija madre, hijo problema, 2007, temple sobre tela, 180 x 160 cm.


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parece seguir la cadencia de los personajes, creando intersticios saturados de color entre los distintos movimientos. También juega con la monocromía, dejando que el peso recaiga en el ritmo de los gestos; pinturas donde el rojo o el azul son el velo de emociones que escupen rostros y cuerpos apenas esbozados (Hija madre, hijo problema). Isla de mujeres es un ejemplo paradigmático de cómo consigue mostrar el momento en que los individuos se aglutinan en un espacio único del cual emergen múltiples rostros y cuerpos violentos, dando la impresión de que el principio de individuación es una broma. La última serie de sus pinturas, Media Star, me parece especialmente significativa, ya que, creo, es la síntesis de toda su obra. Ahora las figuras se encuentran prácticamente en estado primigenio; no son más que haces de luz, líneas que se interfieren unas a otras generando dimensiones que traslucen el vacío, y este vacío “es un círculo con el centro en todos lados y la circunferencia en ninguno”. El arte de Rébora se sintetiza en un ritmo que avanza hacia atrás, hacia el punto que es principio y fin de todo. “La inconstancia de los objetos no permite a la mística primitiva considerarlos como realidades. Sólo el ritmo que los invade los eleva a la realidad, y la manifestación más alta y esencial de este ritmo es el ritmo sonoro.” Estas palabras de Marius Schneider son perfectas para entender lo que se experimenta con las pinturas de Rébora. De alguna forma consigue atrapar los ritmos sonoros para plasmarlos plásticamente. Sus trazos y la forma como utiliza los colores comparten lo inmaterial del sonido y la fuerza de la música. La forma como imprime en el lienzo debe escucharse más que verse; por eso sus imágenes son tan poderosas. Al igual que la música, la obra de Rébora se alimenta del eco inmaterial del vacío... o de lo divino, llámenlo como quieran, pero no dejen de percibir su ritmo.


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REVERBERACIONES* Gabriel Bernal Granados Todos los hombres por naturaleza desean saber. Señal de ello es el amor a las sensaciones. Éstas, en efecto, son amadas por sí mismas, incluso al margen de su utilidad, y más que todas las demás, las sensaciones visuales. Y es que no sólo en orden a la acción, sino cuando no vamos a actuar, preferimos la visión a todas –digámoslo– demás. La razón estriba en que ésta es, de las sensaciones, la que más nos hace conocer y muestra múltiples diferencias. Aristóteles, Metafísica, Libro primero.

PARA ESCRIBIR ESTAS LÍNEAS SOBRE EL TRABAJO más reciente de Roberto Rébora, consulto el libro*

* Materia y discurso

que se publicó a propósito de su exposición ante-

de fe / Matter and Discourse of Faith, México, TurnerPáramo, 2016. (En realidad, una visión retrospectiva de la pintura de Rébora hasta ese momento.)

rior, Media Star, donde se reúne una serie notable de textos críticos escritos a lo largo de los años acerca de la obra de este pintor. Descubro ante todo cuadros que quizás había visto hace dos años en persona pero que ahora, con la distancia que prodiga el tiempo, redescubro en el papel impreso. Encuentro que la de Roberto Rébora ha sido una búsqueda constante; en el caso de la serie que marca un antes y un después en el conjunto de su

obra, Media Star, esa búsqueda se ha resuelto en una ruptura con sus figuraciones anteriores; fuga de la figuración para volver a los elementos primarios de la pintura: el color, la línea, pero sobre todo la luz... Luz que emana de la arquitectura de los cuadros proveyéndolos de una significación particular.

Media Star, 2013, temple sobre tela, 180 x 160 cm.


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* Este ensayo forma parte del cuadernillo de exposiciรณn Flujo Mundo, realizada en la Celda Contemporรกnea de la Universidad del Claustro de Sor Juana, de marzo a mayo de 2019.


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En sus cuadros más radicales, Media Star desplaza la figura del campo de acción del movimiento plástico. La figura adquiere una función significante que va más allá de los resplandores últimos, o de las configuraciones espaciales, que persigue esa serie. Rébora se atiene en esos cuadros a tres elementos principales: la línea, el color y la luz para dar como resultante una negación de sus soluciones plásticas anteriores: la no-forma. La no-forma vendría siendo, en todo caso, una designación para los sentidos y, en última instancia, una habitación para el espíritu. Ese fenómeno, el de inmanencia, se aprecia por ejemplo en el cuadro titulado Virtual (2013), en el que la interacción programada de la línea, el color y la luz da como resultado un espacio tridimensional, en cuyo centro irrumpe una espiral de luz que cuestiona la racionalidad del cuadro en su conjunto. Meditación sobre el espacio pero, al mismo tiempo, meditación sobre todo aquello que el espacio no es.

Emisor (2014), tela de gran formato de 250 × 185 cm, no cuenta ninguna historia. En Emisor, un haz de luz, construido con base en pinceladas amarillas, rojas y anaranjadas distribuidas horizontalmente a lo largo de ese sector de la tela, se proyecta sobre el costado derecho del cuadro generando un resplandor. Ese resplandor enceguece y recuerda el sol que cae a plomo en los desiertos poniendo en entredicho las certidumbres de la vista en los registros del cerebro. Una vez que nos sobreponemos a ese primer aviso, nos percatamos de que el cuadro en su conjunto parte de un punto de fuga ubicado en el centro-origen de la tela. Enmarcando ese centro de irradiación se encuentra un rectángulo de color predominantemente rojo. Las pinceladas, siguiendo un horizonte, todas parten de ahí y se propagan generando esa ilusión de macrocosmos que envuelve y enceguece a un tiempo la mirada. Rébora ha descompuesto la ilusión de lo espacial a partir de tres elementos primarios y a cambio nos ha dado una reflexión, que podría resumirse en lo siguiente: lo que vemos no es lo que vemos y lo que sentimos es un más allá del cuadro; un más allá introspectivo: el cuadro se abre hacia adentro.


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La construcción de emociones mediante pinceladas horizontales controladas —colores cálidos, amarillo principalmente, que se contrastan con colores fríos: azul y verde— remiten de manera inevitable a Van Gogh y a sus cuadros del mediodía francés. La ruptura de la linealidad —entendida como Razón Programada o Logos— se da en virtud de la irrupción de la espiral o del círculo, que introduce la sensación del vértigo como elemento preponderante de esa serie de pasajes introspectivos. Los cuadros, como dije anteriormente, se abren hacia dentro, pero al mismo tiempo lo hacen mostrando lo que hay afuera.

Emisor, 2014, temple sobre tela, 250 x 185 cm.


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El salón principal de esta exposición está conformado por cuadros de una nueva serie, que Rébora ha denominado Flujo Mundo, dos sustantivos que parecen opuestos entre sí a pesar de su evidente tautología. El mundo es lo que fluye, el mundo es lo que cambia; sin embargo, permanece estático, en sus giros incesantes, frente a nuestra mirada atónita. Rébora, en estos cuadros, sigue la estela de Media Star, pero ha flexibilizado las líneas compositivas de sus construcciones más rigurosas. Las figuras han reaparecido en cuanto anomalías, o evidentes distorsiones de un programa que tenía como cometido la revelación del instante. La gestualidad retorna con la figura y lo que antes eran construcciones arquitectónicas precisas se vuelven ahora solicitudes cromáticas de un bestiario en cuyo centro gravita de nueva cuenta una preocupación por lo humano. Plastas de color y anarquía, donde aparecen rostros que no podemos identificar porque se encuentran

tan difuminados o insinuados como literalmente ocurre con los sueños cuando éstos se recuerdan. Somatizaciones en rojo, anaranjado o cian, donde un elenco traído de los burdeles de ToulouseLautrec y de las ensoñaciones pesadillescas de Honoré Daumier (1808-1879) nos acecha con un arsenal de preguntas. En la película de Sokurov sobre los últimos días de Lenin, Taurus, hay un diálogo entre un Lenin que se encuentra al borde de la demencia y su médico. Lenin declara sentirse a punto de morir y su médico responde que no existe prueba metafísica de la existencia de la muerte. Siguiendo este razonamiento, podríamos añadir que no existe prueba metafísica de la existencia de la vida, así como no la hay respecto de la existencia del hombre mismo. ¿Qué somos, entonces, si acaso somos verdaderamente algo? Somos anomalías dentro de un proceso constructivo que se detiene o se verifica en el interior de un cuadro. El cuadro contiene el macrocosmos y, más que una aspiración, es un lindero, una arquitectura posible que, en el momento de desprenderse de sí misma y desnudarse, muestra lo que es.


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Virtual, 2013, temple sobre tela, 120 x 120 cm.


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Ula Ula, 1994, temple sobre tela, 100 x 95 cm).

CODA:

El Flujo mundo de Roberto Rébora*

* Este apunte —tal como lo llamó su autor— es un complemento a las líneas anteriores y con el cual GBG extiende sus reflexiones sobre la exposición Flujo Mundo, tras haberla visitado el día de su inauguración.


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¿Cómo piensas con la vista? Cada forma que ves la piensas con la vista. Todo lo que ha adquirido una forma fue antes un fantasma. Gustav Meyrink, El Golem.

VISITÉ LA EXPOSICIÓN DE ROBERTO RÉBORA, FLUJO Mundo, el día de su inauguración. Aunque la cita era a las siete de la noche, yo llegué a las seis. Eso me permitió recorrer la exposición y ver los cuadros sin el estorbo de la concurrencia; también pude saludar a Roberto y conversar con él sobre algunos de ellos. De su primera época (Flujo Mundo es una exposición retrospectiva que se concentra en dos series, Media Star y Flujo Mundo, que constituyen un antes y un después en la pintura de Roberto) llamaron mi atención dos obras: Ula-ula, la representación gráfica de una mujer que baila en la esquina de una tela prácticamente cruda; y el retrato neoexpresionista de una mujer que desciende las escaleras de un subterráneo en Viena. Ya con él, Roberto me hizo detenerme frente a un cuadro pintado con una paleta de rojos intensos, tras de los cuales, como un sombra, se adivina la figura de un hombre desnudo que se sostiene el pene. Si no recuerdo mal (estoy citando de memoria), la tela se llama Castración. Roberto me explicó con movimientos corporales el ritmo del cuadro y las secuencias intelectuales que lo animaron en el momento de estarlo pintando (pese a ser un pintor con un extraño don verbal en quienes se dedican a ese arte, Roberto es un artista muy intuitivo y corporal en sus procesos y “razonamientos” ulteriores, ¿será porque explicarse a uno mismo siempre cuesta más trabajo que explicar a los demás?).


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Antes de cerrar su discurso frente a esta tela me dijo que tenía la sensación de que había algo de simbólico enterrado en la prehistoria de esta imagen que aún no lograba descifrar. Entre las cuatro paredes de mi cerebro empezó a rebotar como una pelotita el nombre de Arreola: vagamente recordaba un texto suyo donde se menciona a un Padre del desierto que se emasculó a sí mismo en su juventud. Porque de eso se trataba, de la autocastración. Se lo dije a Roberto sin atinar a recordar la fuente. Y unos minutos más tarde, antes de la inauguración oficial de la muestra, me retiré del Claustro de Sor Juana para emprender el largo camino de regreso a casa. A la mañana siguiente (había llegado casi a la medianoche), la inquietud del apunte se disipó en los estantes de mi biblioteca. Allí estaba, sin abrir, aún envuelto en el celofán de su retractilado original, el único ejemplar que me queda del Gunther Stapenhorst de Juan José Arreola, un pequeño volumen que yo mismo edité a mi paso por Aldus en 2002. Allí estaba, emparedada entre las cartulinas verdes del libro, una conversación que habían sostenido en 1974 Eduardo Lizalde y el propio Arreola sobre el tópico del escritor que desaparece tras la máscara del personaje público. En las páginas finales, contenida en apenas un par de renglones, estaba la frase que recordaba y el nombre del padre del desierto, autoemasculado en busca de erradicar de su vida la constancia de la carne: “No queda más recurso que volver a Orígenes y cortar por lo sano sobre un texto de Mateo...” Había leído ese mismo texto hace veinte años, y desde entonces había relumbrado como una perla ante mis ojos el nombre de Orígenes; el solo nombre constituye un enigma y una invitación a un viaje sin retorno: en el principio estaba el hombre casi desnudo en el desierto, en busca de un conocimiento imposible o cancelado. Ya desde entonces se sabía

que los libros asequibles de la biblioteca eran finitos y la carne irreparable. “Eso era lo que me intrigaba sobre el asunto de los cátaros: que siendo tan sensuales y eróticos estaban contra la procreación, aunque permitían todo lo que fuera juegos amorosos... Esto me recordó lo que decían los Padres del desierto, que resumían su filosofía en esto: el mundo no tiene remedio, lo que resta es interpretar ciertos textos y consumar el mundo y los tiempos mediante la no procreación, mediante el ejercicio de un amor dichoso, pero estéril.”* * Juan José Arreola, Gunther Stapenhorst, Así resumía Arreola el prólogo de José Emisignificado de su pincelio Pacheco y entrevistas de Antonio lada genial: el tocón de Alatorre y Eduardo madera donde OrígeLizalde, México, Aldus, 2002, p. 84. nes se automutila es el evangelio de Mateo, que le atribuye a la mujer y la cópula —es decir, a la vida marital— el origen de todos los males. Mientras escribo estas líneas, frente a mí aparece con claridad el desierto y el individuo abandonado a su propia angustia, que decide emascularse sobre un trozo de madera. Recuerdo entonces un texto “moderno” donde la imagen repercute sobre una dimensión apenas alterada por la conciencia. Es un relato de Tolstoi, El padre Sergio, una de sus historias más extra* Ana Karenina se ñas, escrita después de publicó en 1877. la publicación de Ana Tolstoi escribió El Karenina y probablepadre Sergio entre 1890 y 1898; el libro mente inédita hasta se publicó en 1911, después de su muerte*. un año después de la muerte de su autor. En ella, un hombre, en su juventud acaudalado, noble y hermoso, como


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Autocastraciรณn, 2019, temple sobre tela, 95 x 80 cm.


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el propio Tolstoi, sufre una decepción que lo lleva, en primera instancia, a abandonar sus bienes materiales en pos de los espirituales. Deja la vida pública para convertirse en un monje que poco a poco, y paradójicamente, va adquiriendo fama por su ascetismo. La gente lo busca por los milagros que rodean su existencia en el monasterio. Las multitudes comienzan a congregarse en torno suyo, hasta que el padre decide recluirse en una ermita. Una noche recibe la visita inesperada de una mujer, aristocrática y hermosa, que despierta en él la sombra de la concupiscencia. Alterado y violento, para ahuyentar de sí el deseo que empieza a consumirlo, el padre Sergio sale de la cabaña donde dialoga con esta mujer, y sobre un tocón de madera se cercena un dedo. A su regreso, la mujer lo mira bañado en sangre y, comprendiendo de inmediato lo que ha sucedido y sin palabra alguna de por medio, huye de la cabaña despavorida y arrepentida.


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El drama del padre Sergio se dirime entre los polos de la carne y la virtud, la cual se encuentra en el aislamiento y la pérdida paulatina de la identidad. Las soluciones espirituales que Tolstoi estaba encontrando a la problemática de su existencia al final de su vida lo aproximaban más al Oriente que al catolicismo de Resurrección; y este viraje intuitivo, para nada programado, se encuentra en ese ciclo que es posible discenir en relatos como La sonata a Kreutzer, La muerte de Ivan Ilich y El padre Sergio. Todos estos libros corresponden al último tramo de su vida y en ellos instituciones como el matrimonio y la familia son severamente cuestionadas frente a la proximidad y la contundencia de la muerte. La muerte, en Tolstoi y en la mente de los monjes budistas del Tibet, es el espejo negro donde se “refleja” y reabsorben los motivos constitutivos de la vida, creando una simple y compleja paradoja. A los dos casos anteriores podría agregar el de Edipo, pero me parece redundante y superfluo. En los tres, sin embargo, está presente el convencimiento de que sólo a través de la negación de la carne es posible encontrar la felicidad en este mundo. El cuadro de Rébora, que pudo titularse “El umbral de Orígenes” por la condición fantasmática del personaje que lo habita, sigue asechando mis sueños más profundos.


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Septiembre 1, 2014, temple sobre tela, 250 x 185 cm.

ROBERTO RÉBORA: Obra reciente (2013-2016)* Erik Castillo

* Este ensayo forma parte del libro: Roberto Rébora, Materia y discurso de fe / Matter and Discourse of Faith, México, Turner, 2016.


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LA PRODUCCIÓN VISUAL QUE ROBERTO RÉBORA HA GENERADO DESDE comienzos de 2013 es francamente impactante. El artista, formado en el campo extendido de conocimiento del saber gráfico (dibujo de propuesta avanzada, caricatura, estampa en diversas modalidades, diseño editorial, bibliofilia, culto por la poesía), ha conseguido sintetizar dicha formación en el más alto nivel estético y discursivo. Su práctica en el medio de la pintura, además, ha sido la vía en que toda la experiencia señalada ha alcanzado cotas muy elevadas. Rébora propone una colección de imágenes que conjugan la brutalidad crítica con la elegancia formal. Y hay que decir, en este sentido, que el tipo de criticismo manifiesto en cada pieza es de carácter ambivalente y neorromántico: no estamos ante un creador que enarbole dogmas panfletarios o que ilustre su postura política frente al entorno de la dinámica social contemporánea. En otro orden de cosas, somos, más bien, testigos de un autor que reconoce el triunfo de los poderes de enunciación resistente del arte bajo el signo de una reflexión por momentos clara y a veces bellamente ilegible. Existe una tradición o un linaje de autores en el arte latinoamericano, sin faltar el producido en México, pocas veces interpretado, que corre, por lo menos desde una zona sui generis de la escuela mexicana —me refiero en concreto al legado de la obra de José Clemente Orozco— y la época de la llamada “Generación de la ruptura” (surgida en el periodo 1952-1968), hasta el tiempo actual en el que se manifiestan los neoconceptualismos y las prácticas postdisciplinarias. Esa tradición, o mejor dicho, esa red de conocimiento artístico transmitida de forma aparentemente imperceptible tiene que ver con la asimilación latina de las energías del formalismo vanguardista europeo. Pero también se refiere a la reinvención del dictum de la herencia de tal formalismo. En México, por hablar con especificidad, la ley de la estructura ortogonal —de ángulo recto—, el concepto del campo de color de contornos duros (hard edge), el puritanismo ácromo y la estética de los diagramas plásticos rigoristas, transmitidos por los abstraccionismos más reductivos en el decurso de la primera mitad del siglo pasado, fueron transvasados


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en una estética de la diagonal y del campo de color de acabado no tan industrial. Los artistas contemporáneos mexicanos, apasionados por el estructuralismo formalista (Gunther Gerzso, Mathias Goeritz, Vicente Rojo, Fernando García Ponce, Víctor Morales, Francisco Moyao, Gabriel Macotela...), apostaron por la vibración cromática irregular y por esquemas planimétricos más abiertos o de mayor dinamismo. Estamos hablando de creadores que se posicionaron dentro de una vertiente del formalismo que usa la apariencia genérica de lo abstracto para metaforizar lo real en el sentido de un sistema de flujo energético. De ese modo, fueron artistas comprometidos con la reflexión social o cultural en un discurso ciertamente esotérico, pues no es común que la formalización estructuralista de la llamada “pintura-pintura” sea leída como crítica en abstracto del sistema social.

La caverna, 2016, acuarela sobre papel, 35 x 25 cm.


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Rébora, pintor posterior al debate entre figuración y abstracción, es un artista que se moviliza en un protocolo que toma lo mejor de ambos modelos visuales. Admirador y conocedor confeso del portentoso legado de José Clemente Orozco, es quizá el único artista marcado fuertemente por la influencia del gran jalisciense que ha podido lidiar con el peso de tal marca y salir avante de la hipnótica fascinación orozquiana con una producción propia, de gran relevancia. Eso no es poca cosa, ya que en la recepción de la obra inconfundible y única de Rébora se nota el tributo continuo a las metodologías que implementó Orozco para construir y moldear pictográficamente el espacio visual. Igual que en cualquier pieza de Orozco —pienso en la tensión plástica del mural Catarsis del Palacio de Bellas Artes en México, del Hidalgo del Palacio de Gobierno en Guadalajara y, principalmente, de las escenas de la humanidad serializada en los arcos ciegos de la parte baja del Hospicio Cabañas, también en Guadalajara—, todo es esquirlas de líneas configuradas como a cuchillo en las piezas de acuarela y pintura sobre tela que ha ejecutado Rébora entre Francia y México desde 2013. Se trata de un principio diagramático colmado de elementos y, al mismo tiempo, leve en el efecto que deja el resultado, como previó Italo Calvino en su tipología para el arte de nuestros días, en su momento, del entonces próximo nuevo milenio. Urdimbres de manchas paralelas ritmadas y diferenciadas jerárquicamente detonan una construcción espacial cargada de energía plástica desmedida y lúcida. Rébora ha hablado en varias ocasiones de que su interés, sobre todo el de la serie Media Star, está enfocado en la representación del “vacío que rodea la figura humana”.


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Station, 2013, temple sobre tela, 90 x 70 cm.

Hay que decir, por lo demás, que el artista se aproxima en el núcleo discursivo de Media Star a ciertos dominios temáticos: la época actual comprendida como era del yugo mediático, el atisbo del aspecto entrópico de la experiencia, las consecuencias de la crisis del cuerpo, la necesidad de acceder a una ética de la plenitud, la oposición al control social aunque sea sólo por medio de su representación, entre algunos otros. Es asombroso cómo la concepción de la aventura antropomórfica en las obras de Rébora nos ilustra acerca del tiempo dirigido al colapso que ha transcurrido a partir de la visión métrica/gnoseológica de los hombres dibujados por Leonardo da Vinci y por Albrecht Dürer. El despliegue formal e instrumental de la “razón moderna”, por recordar la filosa caracterización de la Escuela de Frankfurt, ha cobrado demasiado a la especie para fundar su imperio de falsas certidumbres. Rébora siempre ha creado su imaginario a la sombra del peso de esa terrible realidad. De ahí su entrega a lo que llamé antes el saber gráfico, que desde la trinchera de la ironía plástica en el devenir de la caricatura, en la conciencia del periodismo escrito y la poesía, y a través de la deformación afirmativa en la pintura conectada con ese saber, ha sido territorio de oscuras premoniciones y belleza iluminada contra la prevaricación del poder.


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Ring!, 2014, temple sobre tela, 100 x 90 cm.

“No puedo concebir la pintura fuera de una posición moral”, ha escrito Rébora a sabiendas de lo que eso supone, pues estamos inmersos en un escenario cultural donde abunda el lugar común de las intenciones críticas. En muchos de sus trabajos aparece la representación —a final de cuentas majestuosa— del sujeto y la comunidad en estado de batalla, de manía, de desolación, de éxodo. Los personajes están construidos de forma muy gestáltica: apenas se perciben los perfiles de las siluetas, atrapadas en los vórtices progeométricos de los foros que representan, imagen tras imagen, espacios abiertos caóticos o habitáculos trepidatorios. Son seres librando una lucha,


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de dimensiones casi cosmológicas, contra el enemigo métrico de las redes de control, protagonistas aerodinámicos cumpliendo un sueño del tamaño de la pregunta sobre qué puede ser el arte producido en (y con los elementos de) la era industrial avanzada y el periodo postindustrial: será conocimiento artístico aquella realización que brille —ética y humanísticamente— bajo los escombros de la homogeneización material, de la serialización de los contenidos, de la repetición modular, de la frialdad de un mundo mecanizado; en resumen, que brille fijamente en medio de la turbulencia del espejismo espectacular sobreorganizado.

Sócrates, 2015, temple sobre tela, 175 x 135 cm.


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DISLOCAR: Decepcionar la mirada

Pedro Ă ngel Palou


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¿QUIÉN ES ROBERTO RÉBORA? 0 MEJOR ¿CUÁNTOS Robertos Rébora se ocultan en el nombre de quien firma sus obras o en quien sostiene desde hace años uno de los proyectos tipográficos más interesantes de México: Ditoria? Lo conocí en 1990 en la segunda promoción de las becas para jóvenes creadores del recién creado fonca. Se distinguía de inmediato de sus compañeros por al menos tres aspectos que Fernando Leal no podía dejar de ponderar: el finísimo trazo de dibujante (siempre me pareció, por cierto, que en esa destreza técnica se ocultaba una de las características centrales de Rébora, la ironía); el revisionismo de la pintura occidental, su capacidad para no solo reinterpretar sino, si se me permite, dislocar el arte europeo; y la tercera, acaso la más incipiente entonces pero la más constante, su osadía. Es preciso aquí hacer un comentario:

Autorretrato gritando, 1998, temple sobre madera, 50 x 50 cm.


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Se puede ser osado por ignorante, con los resultados más disímiles, o se puede ser, por el contrario, osado por erudición. Es el caso de Roberto. Una osadía de erudito que sin embargo decide romper el molde, destruir al maestro, recomponer la mirada. Decepcionar, si se quiere usar el término que Jorge Cuesta, ese gran crítico, propuso para entender a López Velarde. En el caso del poeta jerezano su reinterpretación del paisaje mexicano decepcionaba al paisaje. En el caso de Rébora se trata de decepcionar todas las expectativas del que mira el cuadro. Es quien mira quien queda del todo dislocado de la representatividad. Su mirada se vuelve estrábica: un ojo está aquí contemplando y el otro necesita mirar de soslayo el pasado plástico que Rébora está destruyendo-construyendo con una maestría que raya en la perfección. Solo que ha decidido que la imperfección sea parte de la mirada. Quizá por eso ha desplazado la figura y se ha detenido tanto en el punto, convirtiéndolo en eje de una serie de investigaciones antigeométricas, no euclidianas donde de pronto también incluso el prisma es dislocado, desplazado. Si la primera etapa de Roberto era más bien una destrucción del eje de la correspondencia emblemática, ahora en su búsqueda constante ha decidido destruir la no figuratividad, permitiendo que el plano se tridimensionalice solo por la ilusión de profundidad. Pero allí también hay un ejercicio de dislocación. Decepcionar la mirada significa en esta obra madura de Rébora también enseñar a mirar de nuevo. Es como si en un mismo cuadro llevara a quien mira a aprender y desaprender. El eje de la simultaneidad es quien guía esa búsqueda que calificaría de maniática: “Hasta fines del siglo xvi la semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la


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Atenta!, 1994, temple sobre tela, 190 x 190 cm.


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que guio la exégesis e interpretación de los textos, la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas”, escribe Focault en Las palabras y las cosas. La episteme que surge del Renacimiento bajo este imperio de lo semejante es un espacio reversible y equívoco, sembrado de espejos, donde las cosas se asimilan o se oponen sin cesar, y donde la superficie de lo existente ofrece sus signaturas originales a la lectura conjunta de una hermenéutica y una semiología. La elaboración del saber teje constantemente la red que une la semejanza y lo semejante en las más diversas esferas del pensamiento renacentista, pues las mismas reglas de conducta rigen la aproximación al texto del mundo, escrito por Dios, y al mundo de los textos que han sido creados por los hombres. Toda la masa de datos producida por la vasta labor de los humanistas, que se difunde entonces a través de la Europa cristina, entra así en el ámbito de una forma de conocimiento cuya técnica combina armoniosamente, como el propio método filológico, divinatio y eruditio. Aunque los dos mecanismos se sitúen en la práctica a niveles distintos, su funcionamiento cognoscitivo no resulta por ello menos paralelo ante las palabras y las cosas… o sea que, vuelvo a Focault: “Así como los signos naturales están ligados a lo que indican por la profunda relación de semejanza, así los discursos de los antiguos son la imagen de lo que enuncian; si tienen para nosotros el valor de un signo es porque, en el fondo de su ser, y por la luz que no deja de atravesarlos desde su nacimiento, se ajustan a las cosas mismas, en forma de espejo y de emulación; son, con respecto a la verdad eterna, lo que estos signos a los secretos de la naturaleza (son la marca por descifrar de esta palabra); tienen, con las cosas que develan, una afinidad intemporal”. Dentro de la cámara de eco que la episteme renacentista forma, la relación con la verdad a través del documento antiguo pareciera gobernada inicialmente por un pensamiento que desconoce los matices de la alteridad y que a menudo interpreta lo que lee como si se tratara del gran libro de la naturaleza, desde una perspectiva intemporal (De recrear la eternidad a desembocar en el dogma de la imitatio veterum. Ejemplaridad que ignora los avatares del cambio. Humanistas, dictadores medievales, como ha demostrado Kristeller en su Renaissance Thought. Por eso al igual que los signos de la naturaleza, los textos rescatados y revivificados por el humanismo evocan realidades que el hombre del Renacimiento puede reconocer o interpretar en su presente, sin sombra aparente de discontinuidad.


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Si Rébora parte de esa dislocación del Renacimiento y destruye la referencialidad de la correspondencia emblemática es porque esa misma comparación infinita era una esquizofrenia de las imágenes. Al colocarse más allá de la discusión figurativo/abstracto, Rébora va más allá que la mayoría de sus contemporáneos (dentro y fuera de México) en una radicalidad que agradecemos.

Mujercita, 1994, temple sobre tela, 100 x 95 cm.


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En la poesía de finales del xix y principios del xx —de Mallarmé a Valéry— hubo una discusión no teórica, sino lingüística, experiencial, sobre la poesía pura. ¿Cómo romper el lirismo y su referencialidad cansina?, mediante la idea pura, la desnarrativización poética. Podríamos decir que la obra reciente de Rébora trae esa discusión a las artes plásticas. Pintura pura, no contar ninguna historia en el cuadro. Sin embargo, la dislocación y decepción es aquí mayúscula. La poesía pura entró en un callejón —de la que Saint John Perse la sacó de golpe— por su intelectualismo. Rébora sabe los riesgos del arte conceptual y opta por la radical emocionalidad. No es gratuito, entonces, que una de sus exposiciones se llame Flujo-Mundo. Es esa fluidez la que Roberto ha intentado capturar. Y aquí el oxímoron no puede ser más claro: no se puede detener el flujo, el movimiento. Los cuadros recientes de Rébora parece salirse de la tela, de la madera, quieren escapar del encuadre. La monumentalidad ha sido una constante en su obra plástica, pero incluso las grandes superficies le quedan cortas ahora. Roberto(s) Rébora, sin embargo, nos dejará callados porque seguirá experimentado y rompiendo todas las expectativas, porque seguirá siendo muchos, legión, porque nos dislocará aún más, quizá retornando a sus orígenes. No lo sabemos. Por ahora nos basta saberlo infinito.


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La tĂ­a sonriente, 2019, temple sobre tela, 100 x 90 cm.


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ROBERTO RÉBORA O DONDE EL RETRATO SE MULTIPLICA* José Kozer

* Este ensayo, que quedó inédito en su momento por diversas razones, fue escrito por el poeta en 2015 para el libro Roberto Rébora, en la colección Círculo de Arte, editado con la dirección de Pablo Ortiz Monasterio y publicado en México por el entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Es ésta la primera vez que ve la luz.


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LA PINTURA CLÁSICA CHINA ABRE TODO SU ESPACIO mayormente a la presencia de la Naturaleza, ríos y montañas, altura y fondo: en esa programación surge luego, y como algo menor, alguna construcción: un puente en lo alto, un monasterio todavía más alto; y, en algún lugar del espacio, en esa enormidad natural, una figura: un monje, un arriero, un caminante. En pintura, durante todas las épocas clásicas y en todas las dinastías, se impone así una tradición que, como sucede con la propia música china, es monocorde, unívoca.

Pareja, 1992, temple sobre tela, 140 x 140 cm.


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Socavón, 2017, Acuarela-grafito sobre papel, 60 x 50 cm.

Roberto Rébora es un pintor moderno: un pintor mexicano que construye su mundo en cuanto que pintor mexicano y más allá de lo mexicano; lo construye, desde una fuerte interioridad, como pintor que tiene ya algo de clásico y mucho de moderno (lo moderno es lo actual rompiendo los moldes de lo anterior y el futuro en calidad de materia creada que tal vez permanecerá en el acervo de la humanidad): hay en esta selección de cuadros que aquí presentamos, algunos donde el espacio está mayormente en manos del color, de la Naturaleza que todo lo abarca y deja un espacio mínimo a la figura, sea ésta un avión que parece de


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juguete, cerca de una embarcación misteriosa, sea una figura que surge en un laberinto de extrañas geometrías y que suscita o puede suscitar en el espectador un estado catártico de reconocimiento de un mundo subterráneo, una especie de Hades donde de repente, al encontrarnos frente a tanto espacio y tan poca realidad humana, temblamos, azogados. Y hay también cuadros donde, por el contrario, la figura ocupa casi todo el espacio y donde éste es más que nada forma y color, color y difuminación, impresión fugaz. Un espacio de encuadres que conforma una inmensidad y reduce la figura a una breve geometría, signando tal vez la brevedad de la existencia humana, a O sea, mirar una serie de pinturas de Roberto la manera clásica. Así, el avión y Rébora es mirar un acto de creación múltiple la proa (o popa) de una embarca- donde, por un lado, la figura en su encuadre es ción, posibles juguetes, son casi parte de un cuadro clásico, a la manera del gigannada ante la inmensidad de un tismo de la Naturaleza de una pieza china; y, en su azul claro que contiene borrones estado fluido de continua multiplicación, es, por turbios, que presagian y que de otra parte, un encuadre moderno: casi todo el espamomento imposibilitan la llegada cio pertenece a la figura, sea la de un reconocido o presencia del tripulante, sea del poeta mexicano, sea el de presencias y más preavión, sea de la embarcación. O sencias hechas de indeterminación: hechas a base puede aparecer una figura difu- de colores que se desdibujan y son abigarrados o minada, de clara geometría, que casi monocromáticos, que tienden a su disipación; llega a un sitio que parece ser o de formas necesitadas (diríase que por razones el subterráneo de alguna ciudad espirituales) de constituir una ausencia ulterior, a donde se entra, como en una ajena a toda forma, y que alcanza su Vacío. distopía, atravesando amarillos enfermos, lívidos, geometrías torcidas, pavor. Entrar es desaparecer, es caer en el abismo del mayor desconocimiento. Tal y como sucede en una misteriosa habitación en donde una figura cae de espaldas, desde una aparente cama, que es altura no excesiva, y se abisma en una superficie que puede ser río Leteo, piso de un cuarto, muebles: una cama que es una balsa, quizás tabla de salvación, o bordes de muebles que no alcanzan una definición normativa.


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En este sentido, todo retrato del pincel de Rébora es incesante multiplicación de efigies, desconocimientos, búsquedas a la vez tranquilas, algo distanciadas (sin distancia no hay verdad objetiva) y angustiosas; sólo que su angustia es madura, y no pose ni aspaviento de quien se cree centro (cualquiera de esos retratos implica más de un centro; un espacio donde hay varios centros y en donde cada centro es uno más y no el Centro mayor y unívoco, el Centro avasallador). Estamos ante una selección de cuadros. Y hay que preguntarse por qué el pintor, ya en edad madura, recurre a las series y no al cuadro uno, terminado, que es ahora un en sí y puede presentarse a su público en cuanto que obra completada, logro mayor, y el cual más allá de sí mismo no da más. La respuesta a esta pregunta, si se quiere algo retórica, es fundamental para vivir desde dentro la obra de Rébora: la serie es un acto de humildad; de reconocimiento, desde el punto de vista de la creación, de la imposibilidad de crear algo que ya no precisa de más trabajo, que es tan completo como la Creación de Dios, que se hace en un santiamén de días, de una vez y para siempre, que es principio y final y no necesita de mayor elaboración, de más explicación: es perfecto. Una serie implica, por el contrario, que cada cuadro (o, en escritura, cada texto), exige otro cuadro (otro texto), porque toda creación de un momento dado es en cierta medida algo incompleto y, por ende, algo que fracasa desde la perspectiva de un deseo, el deseo de alcanzar una perfección divina a la cual el creador, la mano humana del creador, no tiene nunca acceso: se puede acercar, por un camino de perfección, pero

no llegar, ya que no es Dios: sólo es un individuo, la mano del individuo, moviéndose a ciegas dentro del espacio de una tela (de una página en blanco). Contémplese cualquier pintura de esta selección de Roberto Rébora y véase cómo la difuminación del color y las variaciones que se suceden de un cuadro a otro hablan de un estado de indefensión, de hecho, inconcluso. El cuadro perfecto no aparece, no existe; aparece el cuadro terminado que ahora se vuelve a empezar a fin de refinar el cuadro anterior, perfeccionarlo, o no. Dios es la pura tautología (Dios es Dios, o Yo soy Yo, o Él es Él). Don Quijote, en su locura, nos dice “Yo sé quién soy”, lo cual es una aberración. Rébora, descentrado y moderno, clásico y austero, en las series de sus cuadros nos dice “Yo no sé quién soy”. La pregunta, por ende, es “¿Quién soy?”. Y la respuesta, los propios cuadros; es decir, variedad en desconocimiento, reconocimiento que se desconoce y desconoce. Se llega en esos cuadros no a preguntar quién soy, ni mucho menos a intentar o pretender una respuesta, sino a soslayar esa pregunta y dejar de lado el tema de la identidad, de la representación, y, en su lugar, activar la mano, el ojo, la sensibilidad, el espíritu pintor, y hacer para desaparecer. Es el zuihitsu de la cultura oriental, ora el ensayo de Sei Shonagon, la escritora japonesa del período Heian, quien deja caer sus trazos, algo al azar, y se despreocupa de los resultados (el gozo de lo presente, el olvido de las demás dimensiones); ora, en caligrafía, el movimiento rápido, inconsciente, del pincel, que luego de concentrarse y meditar actúa: deja caer su trazo, pinta, y se va. Pintar para Roberto Rébora es por igual hacer, presentar, olvidar. El acto de


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Voyeur, 2018, Temple sobre tela, 160 x 180 cm.


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Cama, 1994, Temple sobre tela, 210 x 150 cm.

pintar se naturaliza, carece de pretensión y de objetivo: hace del retrato una multiplicidad, la cual puede o no participar del autorretrato, tener dejos de subjetividad; mas, por encima de todo, ser objeto, objetivación, dicha del momento. El ojo que se planta frente a uno de los cuadros de Rébora se encuentra ante un hecho corporal (la forma y el color corporifican) y, en cuanto que tal, no teme los deslizamientos, las manchas, los colores como surtidores que emborronan, bosquejan, cantan lo inconcluso de la obra, de toda obra que se precie de serlo. Bocetos que no necesitan de la abstracción ni de la generalización, sino de lo concreto, lo corporal: este cuadro, esta figura, estos colores, este espacio enorme y la pequeñez de la figura; o este espacio que es todo figura y la pequeñez de un resto donde ya apenas no cabe nada. Como si la silla o las botas de Van Gogh hubieran crecido con el transcurso del tiempo para ocupar finalmente casi todo el cuadro dentro de un marco dado.


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Un cuadro de esta selección de Roberto Rébora es a la vez comprensión, sabiduría y sustancia. La comprensión no oprime sino comprime el material con que Rébora trabaja. La figura fulgura, desplaza luz y color, parece querer salirse del marco del cuadro, pero acaba reconociendo límites, su imposibilidad, y se centra en una descentración que le permite existir. Reconocer sus límites es entrar en madurez, acercarse a una sabiduría que es epifanía y concreción: tranquilidad, trabajo bien hecho, reposo merecido. Los cuadros de Rébora reposan: su variedad es reposada, su multiplicidad en unidad es tranquila. Donde la comprensión revierte ya en sabiduría, se está ante las escamas de un pez; cada escama es estrella celeste, fija y fugaz. El peso de la figura de una composición de Rébora es tierra, suelo para la caída, abismo que se abre y desasosiega: un deslizamiento que, desde ese aludido estado de reposo, revierte en sustancia (el pez es pez y no transformación quimérica): y ésta en respiración íntima y ulterior, fons et origo; y, en tal sentido, por supuesto que misterio: golpe de dado, raudal del pincel, saturación momentánea, reinicio. En el cuadro siguiente volverá a intentar una comprensión, ser sustancia, contener sabiduría. No alcanzará esa totalidad, mas no cejará en su búsqueda, ni en disminuirse, en cuanto que brocha y ego, en su estado de búsqueda permanente, para alcanzar el retrato verdadero de una espiritualidad.

Caminante nocturno, 2002, óleo-temple sobre tela, 80 x 60 cm.


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ROBERTO RÉBORA: EDITOR Y ARTISTA GRÁFICO* Berta Taracena


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* Este ensayo forma parte del libro: Roberto Rébora, Materia y discurso de fe / Matter and Discourse of Faith, México, Turner, 2016.

Espejo, 1994, tinta sobre papel, 25 x 30 cm, (detalle).

TALLER DITORIA, FUNDADO Y DIRIGIDO POR ROBERTO Rébora, publicó un libro fascinante con pinturas y textos del propio artista. Edición poco común porque en sus páginas el autor defiende, sobre todas las cosas y como siempre, su propio modo de pensar. Naturalmente, eso incide en el contenido estético de cada página, bellamente diseñada, y en el conjunto del libro invita a los lectores a participar y ser parte de la exposición que les presenta. El título del libro, Inmaterial, contiene, en términos esenciales, lo realizado por Rébora en su campo de trabajo a lo largo de tres décadas, labor llevada a cabo con el escrúpulo de la selección y el rigor de la síntesis. Dos escollos se levantan frente a la editorial; aparecen cuando se intenta formular el balance de la cultura en cualquier área dentro de un ambiente como el nuestro, tradicional y paradójicamente revolucionario, con nutrido público de desvalidos culturales y, al mismo tiempo, con promociones de refinada inquietud y real acierto en la lucha por la creatividad como función orgánica, según se hace evidente en Inmaterial. Tales dificultades son el miedo a convertirse en un éxito aislado y el pesimismo de creer que nos falta mucho por andar para entender ciertas expresiones de avanzada, lo cual es infructuoso porque conduce a nada, pero es resuelto en acertadas técnicas de difusión por Taller Ditoria. Para Rébora, el arte es movimiento que ha de realizarse a través de la conciencia del artista, actual o histórica. En las formas del arte de José Clemente Orozco, primer referente de nuestro pintor y editor, en su lenguaje plástico surge un natural enriquecimiento a medida que avanza el tiempo y se fusionan


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la tradición cultural, la propia de México desde la época prehispánica, y la global del mundo entero, vistas con la penetrante mirada del muralista, y lo lleva a originar un arte por igual clásico y barroco, antiguo y contemporáneo. Esas reflexiones, nacidas en una conversación entre Rébora y yo, me llevaron a preguntarme sobre quién va a recibir el emblema del gran arte de Jalisco, aquel erigido por genios impares como Orozco y el Dr. Atl... ¿Podría ser Roberto Rébora? Por ahora no podremos saberlo, pero lo cierto es que en Inmaterial encontramos las posibilidades de que lo sea: ahí están las reproducciones de sus excelentes pinturas Autorretrato gritando, Árbol, Discusión en el mar, Crimen detrás de la imagen, Intimidad, Fama, Smog, Padre furioso, Movimiento social, Ula-ula, Ser. Rébora sondea, por medio del cinético color orgánico y la rica semántica ideográfica, el espacio circundante, mostrando que ante nosotros no hay una perspectiva vacía sino un espacio todavía practicable, una situación por fecundar. Resulta apasionado en sostener que hay tantas vías expresivas como hay emprendedores plásticos en el espacio temporal y lo cual resulta productivo tanto para la pintura como para su editorial, así como para la cultura en México. En todo caso, la obra gráfica de Rébora y su Inmaterial son la propuesta original y fantástica de un gran artista y rebelde.

T.V., 1995, óleo-temple sobre madera, 61 x 50 cm.


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DE LA SIMBÓLICA VITAL DE LO FEMENINO* José Luis Barrios Lara


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* Este ensayo forma parte del libro antes citado: Roberto Rébora, Materia y discurso de fe / Matter and Discourse of Faith. Es un fragmento del original que su a vez fue reproducido del cuadernillo de exposición Poetisa. A 300 años de la muerte de Sor Juana Inés de la Cruz, Universidad del Claustro de Sor Juana, 1995.

I HABLAR CON LA LITERATURA A TRAVÉS DE LA pintura, con el tiempo a través del espacio, es el primer reto que Rébora se plantea con Poetisa. Y decimos reto porque no es un diálogo meramente temático el que el pintor se plantea, sino, más bien, un reto lingüístico el que lleva a cabo. Hablamos de lenguajes, y eso complica aún más el encuentro, pues los términos de tal intercambio involucran la complejidad del fenómeno lingüístico: su construcción, su significado y su sentido. Dicho en términos hermenéuticos, es el diálogo a través del horizonte de comprensión del lenguaje enclavado en el sistema e s té tico pertenece (la pinal que tura) dentro de las exigencias que la contemporaneidad del mundo del habla impone. Así, Roberto Rébora plantea en su obra una exigencia múltiple: hablar desde la plasticidad de significados referenciados a un mundo contemporáneo desde un mundo contemporáneo.

Doña Mari, 1997, temple sobre tela, 150 x 190 cm.


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Ula-ula, 1994, temple sobre tela, 100 x 95 cm.


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La pintura de Rébora se enmarca en las búsquedas más legítimas líneas irrumpen en la espacialidel arte de finales del siglo xx. Las vanguardias de la primera dad pictórica, que es la primera mitad del siglo pudieron llevar hasta sus últimas consecuencias puntualización conceptual que lleva las manifestaciones afigurativas del arte, liberando los elementos a cabo para significar la presencia formales de cargas significativas o narrativas de tipo miméde sus temas. Propone Rébora en su tico. En cambio, el arte de finales de siglo se perfila hacia la obra, entonces, una poética visual del recuperación mínima de elementos de significado que hagan mínimo de recursos, basada sobre todo comunicable la creación pictórica. Es en esas búsquedas en el trazo-espacio como irrupción orimínimas de elementos plásticos donde observamos las ginaria de la forma que no se cuaja en intenciones primeras de la obra de Rébora. Separándose figura; antes bien, es la línea que deviene radicalmente de los neomexicanismos artísticos, la obra trazo, color, figura, tema... de Rébora va tras la huella del elemento mínimo que El riesgo por el que apuesta Rébora encuentra haga posible la existencia de una obra pictórica. Con la su génesis en el elemento más intelectual de coincidencia fundamental trazo-línea-color, nuestro la plástica. El uso de la línea como portador creador genera la existencia del espacio, condición potencial de cualquier figura brota como fuerza en sí misma que configura representaciones, más mínima de la existencia de la pintura como lenguaje. Asombra cómo en sus lienzos apenas se nota allá de las trampas de los colorismos efectistas. el límite a partir del cual se gesta la existencia Pareciera que nuestro artista encuentra la interioridad de la línea como impulso inmanente de cuerpos, de la figura. Empalmes de color —que, por lo demás, no son intensos—, que son trazo y línea lugares y situaciones. La línea, vista así, pasa a ser una a la vez, crean la existencia de la totalidad unidad mínima del sistema composicional del artista, y con ello la apuesta por un lenguaje que parte de la de lo representado. atomización de los elementos para dar origen, no por En la pintura de Rébora no se podría difeadición sino por inmanencia, a las posibilidades formales renciar claramente si es el espacio dado del arte de la pintura. el que genera la relación de los planos, En sus obras nunca suponemos un espacio dado que contenga los colores y las figuras o es un simple previamente las relaciones formales de los elementos; antes trazo el que desdobla la espacialidad del cuadro. Más bien, tenderíamos bien, el espacio surge de gestos continuos y fuertes que fundan a considerar la segunda opción. Si las posibilidades infinitas de definición de objetos representados. observamos las composiciones, Es como si ese recurso fuera una bola de nieve que siempre es se notará de inmediato que sus igual a sí misma más allá de la dimensión que pudiera adquirir.


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II La alquimia de los lenguajes artísticos es una magia generada en las inflexiones y los gestos que los artistas hacen en su obra. Los elementos están dados en su atávica pasividad, y son el oído, la mirada, el gusto, el cuerpo todo de un creador lo que los hace existir de manera diferenciada en las formas del arte. La alquimia de Rébora se basa en la línea que genera existencias; su línea inmanente se desdobla en


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significados y temas —acaso la mejor forma de rendir tributo a alguien que también descubrió en la pasividad del lenguaje dado la riqueza infinita de la poesía—. Para Roberto Rébora no existe diferencia entre el espacio de dada pintura y el significado representado que ésta realiza. Sus formas lo conducen a instaurar la temática de su obra que, basada en Sor Juana, transgrede lo femenino a través de la ironía y sus metáforas. Hablamos, repito, de la apuesta icónica que el artista hace en su exposición Poetisa. El terreno en que se mueve es lo femenino como tema de su pintura. Aquí, su recurso formal, la sencillez de la línea-trazo, se sustantiva en lo femenino transgredido-transgresor. La mujer que se pinta, se pinta en esas situaciones que la muestran más allá de sus adjetivos; aquí, en el sitio donde la ironía se realiza como transgresión de roles y sentimientos. Al artista no le interesa mostrar lo femenino en sus significados culturales, sino llevarlo al extremo donde la mujer deviene sinónimo de su acción. El costo de esa acción es, de alguna manera, una iconoclastia de cara a las tematizaciones figurativas con las que se le identifica. El valor semántico de la obra de Rébora radica en la búsqueda de símbolos que actualizan la idea misma de la diferencia-

ción que Sor Juana supo vivir. Para él, la manera de realizarlo es a través de un juego formal-significativo que retoma no la simbólica ilustrativa del personaje, sino eso que podríamos llamar la simbólica vital de lo femenino. Así, en las obras realizadas para la conmemoración por los 300 años de la muerte de Sor Juana, nuestro artista busca ir hacia un orden del lenguaje donde la temática de las imágenes sea en sí misma la voluntad vital de la poeta generando su poesía. Lo femenino visto como la simbólica del lenguaje artístico de un creador de finales del siglo xx que va tras la simbólica vital de Sor Juana Inés de la Cruz como lo femenino transgresor. Hablar de simbólica vital a finales [del siglo xx] significa enfrentarnos al hecho de que los iconos que nuestra época maneja están muy lejos de aquellos que se podrían haber utilizado en el siglo xvii o incluso a finales del siglo xix. Lejos porque los códigos que nuestra cultura utiliza se contextualizan en un discurso donde la solemnidad del lenguaje y sus símbolos carecen de receptores. Esto es, los discursos de finales de siglo se caracterizan por la transgresión


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sistemática de los formalismos discursivos y retóricos. Y lejos también porque existe un claro desconocimiento de la historia de los símbolos, los emblemas y los iconos de nuestra cultura y nuestro arte. Por ello, el trabajo pictórico de Rébora recrea lo femenino a través de representaciones de la mujer en actitudes inverosímiles o irónicas, pasando por actitudes irreverentes, hasta llegar a actitudes que muestran ámbitos del mundo íntimo de la feminidad (¡Atenta!), siempre suponiendo como inspiración fundamental una pregunta hecha sobre Sor Juana: ¿cómo viviría nuestro siglo la poeta transgresora donde todo está permitido menos la desmitificación de nosotros mismos?

Espacio e ilusión*

* Este fragmento forma parte del libro: Roberto Rébora, Materia y discurso de fe / Matter and Discourse of Faith. Es un fragmento del original que a su vez fue publicado en: Tiempo narrado. La obra pictórica de Roberto Rébora, México, Oak Editorial-Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 1999.

En Ula-ula, de la serie Poetisa, una mujer mayor juega a hacer girar el aro con la cintura. El elemento formal que genera la anécdota descansa en la relación del movimiento circular del cuerpo con la expansión o dilatación en la tonalidad de negros y grises. Lo que era línea es vibración del monocromo de la figura del cuadro: ahora el color es contorno-vibración resuelto en espacialidad. La mujer no juega en cualquier sitio; el espacio donde juega al ula-ula es su movimiento corporal. Su movimiento define el espacio. Producto de la expansión del color y su vibración, la espacialidad abre su mundo de sentido a través de la pura posibilidad del movimiento corporal. El recurso monocromático estructura el recurso formal: la línea-color es posición y la posición es espacio. Para Rébora, el espacio es la consecuencia necesaria de la posición del cuerpo. En esta obra, la expansión del cuerpo, su tensión y despliegue organizan la espacialidad y sus planos. La espacialidad se estructura a partir de la sensación que Rébora tiene del lugar. No es que el cuerpo esté en un espacio, sino que la subjetividad

carnal lo funda. Más que abstracciones, el espacio es producto de la encarnación. Si observamos los cuadros La clavadista II y Tienes tenis, los elementos mínimos del movimiento corporal son los que dan razón de ser a la espacialidad. La configuración espacial de La clavadista II se gesta del trazo que recalca el movimiento establecido por el cuerpo de la mujer al ejecutar el salto. La curvatura de la línea justifica el fondo del cuadro. Pero, ¿cuál es la relación entre el cuerpo de la mujer, la línea que marca los planos –la que corresponde a la orilla de la alberca– y la de la pared? Es la profundidad del cuadro, levemente inclinada hacia la derecha; deformación espacial debida a la estructura lineal del cuerpo de la clavadista. En Tienes tenis la relación cuerpo/espacio no se resuelve por la linealidad de las formas, sino por la expansión de la masa de los colores. Pero su masividad tiene el mismo valor: el espacio de esa obra se


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estructura a partir de la expansión del movimiento de la chica de tenis. Textualmente, se expande en las masas de los colores rojo, negro y azul que establecen la relación de posición y acción de la mujer del cuadro. El fondo gris supone una espacialidad dada, y en su juego tonal más oscuro articula el primer plano de la obra. La clavadista II y Tienes tenis presentan la misma articulación espacial que la serie La Niña Precoz, así como el cuadro Ula-ula. Rébora reintegra los elementos plásticos para hacerlos funcionar en unidades totales de sentido espacial. Mientras que en obras como Figura atrapada en verde con puntos rojos (1991) el color y la masa tenían, más bien, una función retórica, en estas tres últimas obras, así como en Infante dibujando (1994), llegan a jugar un papel sustancial en la estructuración de la espacialidad pictórica. En la obra titulada Las Orozco (1996) apuesta por la relación entre cuerpos en movimiento y espacialidad. Los planos espaciales se desdoblan en relación con los cuerpos representados en la composición. Se trata de la relación línea-cuerpo en movimiento que se desdobla en triangulaciones espaciales: el espacio se percibe desde la motricidad de cada cuerpo. La acción de los cuerpos femeninos se percibe desde arriba, un lado, un abajo virtuales.* * Aquí, Rébora está muy cerca de las soluciones espaciales de Cézanne. En el genial y fundamental A partir del cuadro pintor francés el espacio plástico tiene que ver con Las Orozco, Rébora la colocación de los objetos en un lugar a partir de miradas distintas que se pueden hacer sobre ellos. establece sus estructuNos referimos sobre todo a sus bodegones, donde ras espaciales desde la la deformación espacial del cuadro tiene que ver con la percepción de cada objeto (la jarra, la manrecuperación de diverzana, el vaso, etcétera) desde distintas posiciones sos elementos formavisuales y corporales del pintor. La diferencia importante que yo observo en Rébora es que no les, y está muy cerca sólo se miran los objetos desde distintas posiciode convertir la acción nes, sino que el pintor se instala en la interioridad del movimiento corporal de los objetos —quizá corporal en la narrade ahí provengan los motivos principales de sus ción misma del cuadro: obras: cuerpos humanos—, y de ahí que la génesis donde espacio plástico espacial en su obra suponga una integración entre espacio, objeto mirado y objeto mirando y y narración pictórica moviéndose en el espacio. son lo mismo.


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ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DE LA PINTURA DE ROBERTO RÉBORA* Eduardo Vázquez Martín


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* Este ensayo forma parte del libro: Roberto Rébora, Materia y discurso de fe / Matter and Discourse of Faith. A su vez fue reproducido del cuadernillo de exposición Suite cojín / Nueve pinturas recientes de pequeño formato, Distrito Federal, 1995.

HAY QUE DECIR, EN PRINCIPIO, QUE LA PINTURA de Roberto Rébora es narrativa; sus imágenes forman parte de un relato donde los personajes viven situaciones concretas. De ahí que la forma plástica busque a través de sus medios transmitir una experiencia no únicamente sensible sino también histórica. Por esa razón, los cuerpos que crea este pintor mexicano, las formas figurativas que habitan los cuadros describen siempre un movimiento: vienen de algún sitio para moverse a otro, dejan de hacer algo o se disponen a hacer otra cosa. Al significado de instalarse en cierta indeterminación temporal, al estar sucediendo, se suma la acción precisa que sucede: no vemos actos útiles exclusivamente para la representación gráfica, para el deleite de las formas y los colores; no son, en suma, formas rehenes de una estética preconcebida y, por lo tanto, predecible. Las acciones que vemos en la pintura de Rébora no sosiegan nuestra inquietud al reconocerlas como elementos plásticos equilibrados y digeribles por el gusto. Sus figuras no se muestran satisfechas de sí mismas; no son mujeres —es imposible desconocer que el universo de Rébora está hecho fundamentalmente de mujeres— que presumen la suerte de su naturaleza, en donde la pintura se instala en una dirección marcada desde la antigüedad y enriquecida sistemáticamente por lo menos hasta principios de siglo —el Nacimiento de Venus de Botticelli, Las tres Gracias de Rubens, El tocador de Picasso son ejemplos suficientes—.


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Los personajes de Rébora están sorprendidos en el instante justo donde su fatal humanidad, las sombras del miedo y de la envidia, de la luz y de la sensualidad, del egoísmo y de la fraternidad quedan expuestas por la evidencia de la pintura. ¿Quiénes son las mujeres de Roberto Rébora? Son la madre y las hermanas, la esposa y la abuela, la tía y la prima. Porque la mirada del pintor busca revelar la materia femenina; no se interesa en la mujer en su condición de fetiche masculino, como realidad enajenable. Las mujeres que habitan el mundo de Rébora están visibles bajo la luz del espacio doméstico; no son las criaturas perturbantes de la noche, la calle, la fiesta, el bar u otros paisajes exteriores que la compulsión deseante e insatisfecha del hombre han privilegiado. Están iluminadas por las luces indirectas que dejan pasar las ventanas y alumbran el interior de una recámara. Si se desnudan frente a los ojos del pintor, es porque la presencia de esa mirada forma parte del entorno, y participa por eso de la acción que describe. La mirada del narrador no interrumpe ni irrumpe de manera violenta en los cuadros. Su condición es la del hijo, el hermano, el primo o el amante. En cada cuadro Roberto Rébora afirma la condición de mundo que tienen para él las mujeres que lo determinan y le señalan su particularidad. Entre faldas y sexos, el pintor no busca acortar la diferencia, diluir la insalvable otredad que lo separa de su objeto de reflexión. El acto que está determinando la pintura de Rébora es una forma de la identificación que señala: ellas son las mujeres; y

Ana, 1995, óleo-temple sobre madera, 61 x 50 cm.


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busca hacer de ese reconocimiento el sentido de la obra. Si descartamos antecedentes con los que no podemos identificar las expresiones de Rébora, podemos también nombrar otros que le son afines, aunque el ejercicio resulte caprichoso. Pienso, por ejemplo, en un cuadro de Tintoretto. En Lucrecia y Tarquino, la pintura nos hace cómplices de una violación; por esa vía entramos no sólo a la intimidad de los personajes a que hace referencia, sino además comprendemos que su naturaleza no nos es ajena. A diferencia de Tiziano, quien representaba desnudos llenos de armonía y majestad, Tintoretto, su descendiente, crea figuras complicadas, de movimientos fugaces y que parecen fundirse con la luz. La inquietud que nos transmiten esa luz y ese movimiento es justamente lo que le interesa a Rébora. Es imposible dejar de señalar el parentesco entre los trabajos de Rébora y las representaciones concebidas por Balthus. El eco de aquellas escenificaciones donde los personajes balthusianos ponen en juego una serie de relaciones interiores y secretos recíprocos que requieren de una profunda reflexión para ser descubiertos —y que tienen en Juan García Ponce a su mejor lector—, se alcanza a escuchar en esos trabajos. A Roberto Rébora también le interesa poner a trabajar la capacidad deductiva e interpretativa del lector que mira sus cuadros, no tanto para probar su disposición e inteligencia como para hacerlo cómplice de la búsqueda plástica. En Tintoretto y Balthus, como en Rébora, la pintura sirve para transpoSuite ner las fronteras de la intimidad Cojín es el y acceder por ese camino nombre con que a una comprensión Roberto Rébora titula las más vasta del nueve piezas que son el centro mundo. de su trabajo [de 1995-1996]. Aquí se cuenta la intervención del pintor en el ámbito de la privacidad de unas mujeres. No son representaciones de una esencia femenina insinuada, sino personajes que en la pintura viven la singularidad específica de cualquier individuo. En Cojín el acento está puesto en la satisfacción que nace de la confianza: la figura desnuda de una


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Las señoritas, 1995, óleo-temple sobre madera, 61 x 50 cm.

mujer recostada boca abajo sobre un cojín mira hacia la derecha, aparentemente ajena a la presencia que la observa; sus piernas abiertas dibujan un compás hacia la perspectiva de la izquierda. Imposible no recordar la Joven recostada de Boucher; comparte con ella la misma disposición en el espacio y ambas se dejan tocar por la mirada pictórica con una impúdica distracción que, sin embargo, no es indiferencia. En Ana y La trenza, Rébora pinta, por un lado, una figura adolescente, impúber, que parece perseguida y en cuya mirada se expresan la tristeza y el desconcierto que contrastan con la ligereza, la gracia y la conciencia de composición que remarca un cuerpo fruto de distintas tonalidades que van del azul al blanco.


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La iconografía del siglo xx. tendría para esa imagen un antecedente preciso: la fotografía de la Guerra de Vietnam donde una niña desnuda con quemaduras de napalm camina, desesperada, por una carretera. En ambas imágenes la belleza y la fragilidad de los personajes se imponen a la fatalidad de su circunstancia. La trenza, por otra parte, penetra en el mundo del baño femenino, tema clásico y reiterado de la pintura: de Betsabé en el baño de Memling a Después del baño de Degas, ese espacio es una de las fijaciones voyeristas de la pintura, una de las intromisiones más justas del ojo pictórico en la intimidad ajena a la que se incorpora la experiencia de Rébora con una plasticidad serena y nítida, para después releer dicha escena como la profanación violenta de unas mujeres sobre otras en La desnuda, donde la sumisión de una desnudez casi transparente a manos de otro cuerpo con la complicidad de otra figura, también desnuda, se asoma a un círculo del infierno habitado exclusivamente por mujeres, como en una ceremonia en honor a Dionisios. Las piezas La trenza y La desnuda marcan con claridad el movimiento pendular de la plástica de Roberto Rébora: el que va de la celebración sensual a la naturaleza violenta de la sociedad de las mujeres y da cuenta de la batalla perpetua de unas y otras, la persistencia de la dicotomía madre-hija y, por supuesto, de la culpa y el castigo. Ése es justamente el sentido de Las señoritas y El bat. Este último cuadro plantea una especie de persecución entre tres figuras y tres tiempos de la naturaleza femenina: la hija, la madre y la abuela, tema que recuerda los intereses de Klimt en obras como Tres edades de mujer. En El bat las edades no son creadas como instantes sucesivos de un mismo ser que se desdobla en el espacio de la pintura, sino como una suerte de danza en donde sucede la despiadada lucha por el lugar del poder y la autoridad en una comuEl bat, nidad 1995,

óleo-temple sobre madera, 56 x 49 cm.


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matriarcal —en el universo de la familia que crea Rébora el padre está ausente—. De esa misma condición habla la pieza T.V., en donde el pintor describe una atmósfera similar a la que provoca una lente de gran angular; en esa visión pesadillesca en que nos educó un elemental y eficaz efecto cinematográfico, Rébora descubre a una mujer que, desolada en el interior de la televisión, vive su propia fantasía infantil y sufre el fracaso y la vergüenza. Sólo en una obra aparece la presencia masculina: en La cola la sustitución del yo pintor por la forma fálica es evidente. A diferencia de García Lorca, quien en La casa de Bernarda Alba concibió un mundo similar al de Rébora y mantuvo al hombre como un fantasma, una presencia invisible que amenaza la locura de las mujeres, Rébora se hizo invitar como afirmación optimista del placer. Por la superficie de esa obra atraviesan todos los temas del pintor: la mujer como objeto de la mirada y del deseo, la dulzura y el absurdo. En La cola, Rébora materializa la intervención del ojo impertinente en la vida interior de sus personajes. Aquí cumple con el deseo implícito en todas las demás obras: coger, apropiarse aunque por un instante de la naturaleza que lo apasiona. Siendo la experiencia de Rébora resultado de la atención a la historia de la pintura —a los movimientos fundadores de

La cola, 1995, óleo-temple sobre lino, 40 x 50 cm.

la sensibilidad moderna, sobre todo—, tiene mucho de impresionismo, de fauvismo y de expresionismo, pero también está presente la estética del cómic, donde sucede lo mismo que en la obra del pintor: la imagen está pendiente de un hilo narrativo. A diferencia de mucha de la pintura contemporánea, que tiene una imperante necesidad de desechar e innovar —movida por el estilo que imponen la temporada primavera-verano y los volubles caprichos del mercado—, Rébora persigue la síntesis de su conciencia crítica como pintor de la investigación profunda de una experiencia particular que lo convierte en polizón (algunos diccionarios de sinónimos lo relacionan con pillo) a bordo del barco de las mujeres.


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RETROSPECTIVA: La niĂąa precoz* Jorge Contreras


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Carnal es aún la palabra del más allá. El libro de las preguntas, Edmond Jabès.

* Este ensayo forma parte del libro: Roberto Rébora, Materia y discurso de fe / Matter and Discourse of Faith; op. cit.

EN JUCHITÁN, OAXACA, SE DICE QUE SI UN NIÑO ve a dos adultos teniendo sexo la gente debe sentarlo en el lomo de un burro y amarrarlo de modo que mire hacia atrás; así lo llevaban por las calles, pregonando los nombres de la pareja que vio y contando lo que vio que hacían. También se dice que antiguamente, en cierta época del año, el diablo se disfrazaba de venado para engañar a las viejitas del pueblo y tener sexo con ellas. Debido a su naturaleza de carencia y búsqueda, el deseo sexual lleva en potencia un extraordinario contenido poético. También debido a la fuerte tensión entre los grados de apresencia y de ausencia implícitos en el deseo sexual, frecuentemente trae a colación nociones y actitudes morales. En la serie La Niña Precoz (1993-1994), mediante los recursos de la línea, Rébora realiza y provoca al mismo tiempo una reflexión sobre la sexualidad y la perversión en relación con la moral. En esa serie, el espacio de la composición mantiene una relación de dependencia con las imágenes de los personajes, y el espacio diegético en cada pieza es relevante en la medida en que modifica la idea de una situación estable, por lo cual adquiere una significación de dominio conductual alterado. Clement Greenberg, en su ensayo Abstract and Representational (1954), se refiere a la obra de Clyfford Still, Barnett Newman y Mark Rothko como momentos en que solamente se exploran la superficie plana del lienzo y la condición bidimensional


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de la pintura, haciendo que pierda su interior, un mundo diegético donde ocurren cosas. En cambio, en las obras de la serie La Niña Precoz la línea cumple la función de ambiente en la narrativa y en la poesía, es decir, en la literatura; opera como un disparador que pone en marcha un mundo diegético: la acción de la línea no es representar, sino provocar una dimensión interior del dibujo y de la pintura. Cada gesto del pincel y de la línea contribuye a construir un ambiente, una situación. La línea hace emerger el espacio y un conjunto de disparadores inferenciales latentes, los cuales configuran una sintaxis posible y una narración. El espacio, asimismo, se desplaza de la superficie soporte de la imagen al plano dentro de la imagen, de tal manera que en esos dibujos el plano de la pintura es ya de por sí el espacio diegético de la imagen. Entonces, en esa serie se instaura un dominio de percepción alterada que corresponde, precisamente, con la imagen que emerge en ese espacio. En La niña precoz, obra que da nombre a la serie, sobre la esquina de una cama aparece la figura de una niña, desnuda, con una cabeza desproporcionada. La cama está dibujada con muy pocas líneas, como si la intención del autor fuera no dibujar la cama sino sugerir con mínimos trazos la idea de una cama. Y, más que una niña, pareciera su intención dibujar la idea de una niña desnuda para generar no una representación sino una situación inusual, extraña. De esa manera, el resultado de la conducta de las líneas es, por una parte, un universo diegético que demanda la intervención del espectador para completar la imagen de una niña desnuda en una cama en una habitación; y, por otra parte, esa imagen funciona como disparador inferencial sobre la escena, lo cual provoca aún más la participación activa del espectador al involucrarlo con la sensación anormal que implica la imagen: no la sensación de estar mirando a una niña desnuda, sino de pensar en una niña desnuda. Una constante en la obra de Rébora es hacer explícita la necesidad del espectador, no para decodificar una obra sino para terminar de construir la imagen. Por ello,

esa serie funciona no solamente en el ámbito de la representación, sino también en el dominio del diálogo con el espectador. Y un poco más, funciona como un objeto que hace algo al observador. En su extenso ensayo de 2013 sobre la obra de Willem de Kooning, John Elderfield explica la necesidad del pintor de emplear recursos de la abstracción para producir pintura figurativa, así como también la necesidad de emplear recursos de la figuración para producir obra abstracta, de tal manera que combinando ambos recursos logra que la pintura se convierta en piel y en cuerpo al mismo tiempo.* En el caso de La * John Elderfield, Willem de Kooning: Niña Precoz de Rébora, los Ten Paitings, 1983recursos de la figura son 1985, Nueva York, The Museum of empleados para presentar Modern Art, conceptos e ideas que lle2013. van a la reflexión sobre la corporalidad de la experiencia sexual y de la experiencia en general. Como en La Niña Precoz Rébora explora la libertad sexual, el posible rechazo a los valores y la construcción de ambientes de percepción alterados hace pensar casi de inmediato en Vladimir Nabokov


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La niña precoz, 1993, monotipo, 50 x 40 cm.

y en los autores de la Generación Beat. Además de porque los trazos son gestuales, es así porque recuerdan la técnica narrativa que Jack Kerouac llamaba “prosa instantánea”. Y como en la obra de Kerouac, la indagación de Rébora desde los recursos de la pintura lo lleva también a dejar ver el aspecto espiritual que hay en su trabajo. En La hamaca no se observa de dónde está sujeta la hamaca sobre la que se balancea una pareja, pero posiblemente sea del techo de una habitación; techo y habitación no aparecen en la imagen, pero pueden


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ser intuidos por ciertas claves: por una línea negra que atraviesa de arriba a abajo la pieza, por el lado izquierdo, con cierta curvatura; por las líneas que configuran la propia hamaca; y por gestos de color como fondo del dibujo, que hacen aparecer una profundidad hacia la cual se desplaza de ida y de vuelta la hamaca con sus dos personajes. Al construir por inferencia el espacio interno de la obra, el observador participa de la intención del pintor. Consciente de esa participación, queda atrapado en la propuesta del autor de enfocarse en las dos figuras, y, entonces, no puede evitar descubrirse observando la imagen de dos personas que tienen sexo en una hamaca. El trazo firme en las pocas líneas con las que se construye la hamaca parece sugerir la tensión del peso de los cuerpos en movimiento y configura, al mismo tiempo, un arriba, un abajo y un desplazamiento como parte de la escena; incluso sugiere un recorrido narrativo, detenido un instante para permitir nuestra complicidad en la observación y para descubrirnos, a la vez, una conciencia sobre la tensión que vincula la línea del dibujo con el deseo que da origen a la mirada. Así, dibujando imágenes sobre el deseo y la perversión, Rébora indaga también sobre la fractura y el deseo que están en el punto de partida de la mirada. Vinculada a la pintura, la mirada es un artefacto histórico, un proceso que ocurre de diferentes maneras y tiene su origen en la acción de contemplar, de meditar y de especular. Platón se refería al “ojo de la mente” en Timeo, subrayando su desconfianza en las posibilidades de la mirada para “descubrir el mundo”; por ello también desconfiaba de los ojos y los consideraba productores de ilusiones. Contemplar proviene del latín templum, que designaba un espacio marcado por los augurios. Al principio era el lugar que el augur delimitaba con su bastón para observar el paso de las aves o de las estrellas. Después, el templum y, lo mismo, el griego témenos, designaron el espacio sagrado desde el que se practicaba la observación del cielo. Más tarde, la introducción del espejo como instrumento de observación contribuyó a

la configuración de la mirada como necesidad de tener acceso a lo que los dioses o la naturaleza no dicen. La observación y la mirada tienen su origen en una falta primordial y en una necesidad de tener acceso. Desde entonces, la mirada está configurada como el deseo de saber algo, no como posesión de información sino como una falta, una ausencia. Cuando deseamos, según Deleuze, en realidad no buscamos la posesión de un objeto sino una conjunción, una situación a la cual no tenemos acceso pero que, de alguna manera, podemos intuir y por ello nos hace falta. Así, en los dibujos de la serie La Niña Precoz la mirada funciona como mecanismo de deseo, hace emerger lo no dibujado en la medida en que lo mantiene ausente pero con una presencia latente. La presencia y la ausencia coinciden consigo mismas, como si aspiraran a realizarse, y el deseo es la tensión que las mantiene juntas * Jean-François Lyotard, pero sin confundirlas.* ¿Por qué filosofar?, En otra obra de la Barcelona, Paidós, misma serie, ¡Ven!, se 2004. representa una cama con menos líneas que las que se emplean para representar una cobija; y con sólo una línea en el fondo se delimita la profundidad de una habitación, donde aparece una figura masculina llamando a una adolescente. Otros elementos del dibujo —un sillón y un intrigante círculo en el piso, con un ave atrapada por un gato— contribuyen a construir la idea de una habitación y un ambiente alterados. Precisamente, la perversión sexual como campo de conducta alterada, de lo no permitido a partir de lo socialmente sancionado, hace que ¡Ven!, como el resto de dibujos de las serie, aludan, más que a actos realizados, a las formas de pensar la sexualidad. La perversión sexual así concebida permite al artista ofrecer un ensayo sobre los grados de tensión y la fuerza que constituyen el deseo erótico. Pero en los dibujos de La Niña Precoz aparece, sobre todo, la idea de que el deseo orienta nuestras conductas


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y nuestra percepción, de tal manera que averiguar qué da origen a ese deseo es una manera de indagar sobre nuestro apego y nuestra hambre por las experiencias de cada día. Por otra parte, la serie hace referencia a la fascinación que experimentamos cuando somos capaces de observar con cierta lucidez —y temor—, en medio de la confusión de lo prohibido, lo perverso que hay en cada uno de nosotros. Alude también al aprecio por la carne, por la piel y por los detalles del deseo y del erotismo. Por ello, esas piezas provocan un encuentro del espectador consigo mismo y con la conciencia individual como proceso que involucra a otros. Los límites entre lo adecuado y la transgresión sexual son históricos y contingentes; aluden siempre a la comprensión del cuerpo como artefacto sensible y como dispositivo de percepción. Hasta antes del Concilio de Auxerre en el año 587, era común colgar del techo de los templos objetos que representaban partes del cuerpo humano: brazos, piernas, senos, pies, manos, cabello, genitales; y en medio de esas instalaciones se realizaban las ceremonias religiosas. Las representaciones de las partes del cuerpo humano eran elementos del espacio sagrado de la ceremonia. Dar cuenta de la sexualidad como construcción social histórica; deshacer la división entre el orden y la trasgresión, entre el buen gusto y el mal gusto; indagar en lo prohibido para mostrar, acaso, que es posible disfrutar las formas más radicales tanto como las formas más sutiles de la voluntad y el deseo, y que ese disfrute —por cuanto placer— nos hace más humanos pero, también en algunos casos, menos humanos, no implica una intención moralizante: simplemente sugiere que es posible observar la naturaleza y los matices del deseo sexual. En La zorra, el centro de la imagen va de la mirada atemorizada de una niña, que se protege detrás de su padre, hacia los dos personajes en el suelo de la habitación representada. Los dos personajes pueden ser un niño teniendo sexo con una zorra o dos muñecos de la niña colocados en una postura sexual que quiere mostrarle al padre.


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La zorra, 1994, monotipo, 50 x 40 cm.

En varios de los monotipos que forman parte de La Niña Precoz puede observarse una exploración del deseo como voluntad activa que produce experiencias, del deseo como origen de la mirada y como origen de sus propios objetos. En la serie hay una puesta en escena, una actuación de nuestro propio deseo; está el tránsito de nuestra intimidad hacia las emociones que reconocemos y compartimos con otros. Pero en los trazos particulares de Rébora esas escenas tocan la transgresión, muestran lo prohibido y permiten al espectador dos opciones: por una parte, encontrar placer sin culpa en su propia voluntad de perversión, de modificar el orden establecido,


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de transformarse a sí mismo y explorar el placer, el miedo, la memoria, etcétera; por otra parte, mostrar hasta qué punto el deseo sexual puede cambiar la comprensión de uno mismo como ser humano. Los dibujos parecen estar construidos con los gestos mínimos para representar una escena, una posible narración, una disposición de ánimo de los personajes. Y para hacer emerger al propio autor y al observador. Más que contar historias o explicar algo, Rébora ofrece un extraordinario y modesto objetivo: dejar ver, dejarnos ver hacia nosotros mismos. Después de la serie La Niña Precoz, Rébora continuó su exploración en pinturas de gran formato realizadas al temple: La visita, La hija y Pareja son ejemplos. En las dos primeras, el trazo es sostenido durante un largo recorrido para hacer aparecer a una niña con las piernas abiertas, una; y otra, un cuerpo alargado hasta el límite del espacio para llevar el movimiento del pincel sobre el lienzo hacia el terreno de la perversión, tal como la explica * Umberto Eco, en LecUmberto Eco.* tor in fabula, sostiene En La visita, el pincel que el placer de las prolonga hasta sus últimas imágenes pornográficas radica, sobre todo, en consecuencias el placer de detenerse a observar estar sobre el lienzo, llecon mucha lentitud el cuerpo desnudo. vando el dibujo más allá Umberto Eco, de la figura reconocible. Lector in fabula, Barcelona, Lumen, Ese gesto lleva la imagen, 1981. precisamente, del ámbito de la representación al terreno de la pintura, donde el pintor se encuentra solo con el lienzo, contando solamente con sus recursos y sus capacidades para producir un espacio diegético. En la pieza Pareja, sin embargo, ya no aparece una imagen reconocible: simplemente está el testimonio de los gestos largos del autor que generan los trazos sobre el lienzo. Rébora parece decir que la pintura no se trata de la representación sino de una experiencia extraordinaria en la que no hay control racional sobre lo que se produce, sino el puro deseo de abandonarse y dejar que la pintura diga lo imposible de decir en lenguaje verbal.

En la serie La Niña Precoz, como en las pinturas que aquí he relacionado con ella, aunque las imágenes son reconocibles y admiten construcciones narrativas dentro de un espacio, también se hace evidente que el artista está descubriendo continuamente que es posible vivir en la pintura y que el gesto estético en la experiencia de pintar consiste en desaparecer por algunos momentos para dejar que el pincel y la pintura misma vivan por su cuenta, guiados por un sujeto que no es el pintor sino un actor colectivo. Esa condición tiende un puente entre la indagación que Rébora hace en La Niña Precoz y la que está realizando en Media Star: ambas series pueden considerarse programas de investigación en los que el artista lleva a cabo una reflexión sobre su práctica como pintor y, al mismo tiempo, sobre la comprensión del continuo flujo de su experiencia.


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Ceuta, frontera con Maalouf Javier Vargas de Luna

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n la aduana me han hablado en un español perfecto, de acentos íntimos y pronunciaciones inesperadas. No hay mucha gente, sólo la imagen de un rey en la sala de llegadas, enorme, limpio, cambiante dentro de la gran pantalla: ahora de gafas y corbata con fondo de bandera nacional, ahora sombrero fez y traje típico, blanquísimo, ahora la familia real al completo y sonrisa del heredero al trono, y al final vuelta a la imagen de la corbata. Más allá, detrás nuestro, una broma se hace carcajada entre los uniformes, policías militares, supongo, cuando todos, viajeros y anfitriones, parecemos cansados en el amanecer del último sábado de octubre. Enseguida he abordado un tren hacia la estación de Casavoyageurs. Esperaré la conexión hacia Tánger mientras percibo las extrañezas del instante, aquí, ahora mismo, porque mis palabras llegan tarde a la curiosidad de lo que tocan cuando un inspector deambula por los vagones con su pistola de luz, disparos invisibles, y controla los boletos de todos nosotros. Necesito entender las claves, verificar el asiento, los horarios, el trasbordo hacia Tánger, señor, y quisiera preguntarle también sobre las ciudades intermedias. Y él, que camina tan amable, sin prisas pero sin paciencia, y él, que reconoce turistas a mil camisas de distancia, de inmediato analiza el francés

de mis ansiedades mientras afina la intuición y se prepara y apunta y acierta en un castellano de buena educación porque en Marruecos somos capaces de todas las lenguas del mundo —así lo dice, él, con un orgullo acentuado por el quepí, con una suficiencia de camisa bien planchada y con una limpieza gramatical capaz de solventar el momento. Interrogo miradas, ojos como filtros, indago reacciones y analizo rostros que me permitan completar los paisajes de Casablanca. Encuentro semblantes cálidos, a menudo monótonos, siempre muy amables, y el horizonte agrario, veloz del otro lado de las ventanillas, gracias a ellos se hace un poco menos infinito; diríase que la comunidad de rasgos sujeta los exotismos que no quiero aplicar en la descripción del horizonte de láminas corrugadas y de aquellos árboles chaparros que sirven de linderos, aquí y un poco más allá. En las autopistas paralelas a la vía, el calor mañanero envuelve un sector de mediana pobreza o, por qué no decirlo así, de riqueza insuficiente: se trata de un barrio que habla de la esperanza lo mismo que del abandono, porque en sus calles domina un progreso hecho de pesimismos. Siempre al alcance del mar y siempre muy cerca del desierto, así es Marruecos cuando lo rural ha dado paso a los conjuntos habitacionales, paulatinos, graduales, escalonados en sus celosías de terracota; son muchos


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los pisos hacia arriba en las periferias de la ciudad, la doble cara de las baldosas que ascienden y se transforman en marquesinas y luego en baldosas otra vez, con bloques interminables de ropa tendida en el sol de todos los balcones. Es frecuente la pañoleta islámica en las mujeres, muy a tono con lo variopinto de sus ropas: estudiantes, amas de casa o empleadas de actitud profesional. En los hombres casi siempre hay barba, a veces sandalias y túnicas, frescas, traslúcidas, y estar aquí exige aprender a nombrar lo que recorro en un tren hacia la espalda de España. A mi alrededor ya nadie mira mis automatismos de recién llegado y varios pasajeros han desaparecido en las pantallas de sus teléfonos móviles; frente al árabe de los letreros, en las avenidas que descubro desde mi asiento, tomo las primeras notas de todo esto (aeropuerto y tedios matutinos, vagón de silencio conjetural, vaivén lingüístico, mundo en construcción…); también he dejado por escrito que en África tal vez puedan reflexionarse mejor las fronteras editoriales de la lengua española, cotejar con otra forma de lucidez sus libros canónicos en una ciudad como Ceuta, o en los entrepaños más íntimos de Tarifa o de Algeciras y no, no creo tener tiempo de buscar lectores en Melilla. En la febrilidad de las intuiciones, al caletre acuden ciertas dudas sobre la hispanidad del Magreb…, ¿enclave colonial?, quizás sea eso lo que representan Ceuta y Melilla, además de un crucero sociocultural detenido en el tiempo desde hace tanto tiempo. Mientras tanto, recibo acentos nuevos al llegar a la estación de Casa-voyageurs, una charla en alemán un poco más allá del andén, rostros venidos de Texas o de Nuevo México en el acento de dos rubias descomunales en busca de un baño, bullicio de risas en aquella familia de muchos

hermanos, cuatro niños y una niña, y resulta singular el bisbiseo de los adultos que los vigilan, casi siempre mujeres, aunque nunca falta el tío adusto de ojo avizor (¿hablaban bereber? Difícil saberlo). Al descender, y sin saber muy bien por qué, he pensado que un ferrocarril es la metáfora más romántica de cualquier desarraigo; por cierto, en los billetes locales también se ofrece la cara de un rey elegante, Bank Al-Maghrib, pues en las inminencias del papel moneda, sin importar la denominación del dírham —fonética emparentada con el denario, supongo—, Mohamed VI es imagen siempre a punto de regresar en un país que por todos lados lo presume. Más tarde, en el restaurante de la vetusta estación de Casa-voyageurs, un hombre vende cigarros en una calle hecha de palomas. Un poco más acá, gente sobre las aceras y un gato sube a mi mesa y yo he pedido un expreso y pica en la piel este viento de sol con arenilla; apresurado, el mesero espantará el bicho de la cola moteada y me mirará con curiosidad (acaso sepa de dónde no soy, por el francés manchado de mi calle natal). El tren hacia Tánger saldrá en cincuenta y dos minutos cuando recuerdo los clichés de aquel Hollywood tan canónico, el de Humphrey Bogart y el de Ingrid Bergman —qué ojos, buen Dios—, el “play it again, Sam” o el “I came to Casablanca for the waters”. Mejor sería distraerse, otra vez, con los vendedores del lugar, personas de saludos pausados con respuestas de lo mismo en el salamalecum obligatorio; una pareja de turistas abandona sus papas fritas sobre la mesa y el gato que ya regresa y maúlla de gusto y la resolana en la fren-te de la una de la tarde del único mes de octubre que alguna vez podré vivir en una ciudad así, rumbo a Tánger, escala en Castillejos, y por fin Sebta o por fin Ceuta, según se vaya o según se


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venga, del árabe al español, de Marruecos a España, y viceversa, y no, es un hecho que no podré tomar el camino hacia Melilla. Casi al llegar a Tánger hay mujeres, también niños y varios adolescentes, expectantes, a la vera del ferrocarril, para vernos pasar, sólo eso, para decir adiós. Este país de trenes eléctricos aún exhala el aroma de los mundos esenciales, y al caer la tarde he caminado por la Avenida Mohamed VI frente a un mar que hace pensar en Capote, algo recuerdo de Ginsberg mientras balbuceo a Gertrude Stein —la de “una rosa es una rosa es una rosa es una rosa”—; todos ellos pasaron por aquí, aunque ahora ya no estoy tan seguro, en especial Juan Goytisolo, él sí más allá de cualquier duda, Reivindicación del conde don Julián, y nada importa tanto sino regresar a mi cuadernillo para elaborar la certeza de que las verdaderas horas magrebíes solo pueden sentirse a pie, constituidos en transeúntes de las cosas que se miran al pasar. He desembocado en una mezquita, limpia, autosuficiente en su grandeza, detrás de aquella palmera oriental que sirve de rotonda en un crucero: el ruido de los autos y de los viandantes envuelve la marquetería blanquísima del minarete, el arabesco del ocre, los dorados barroquismos del muro y la corona de lunas que apunta con precisión hacia los infinitos del cielo musulmán. Encontrarse a la hora del rezo en cualquier calle, cuando a ningún lado voy sino al atisbo de las sorpresas, es confirmar que la religión forma parte intrínseca de una ciudad que se pretende universal a cada rato, cósmica y sagrada en el horario fijo de las llamadas a la oración (salat) salidas de los altoparlantes, con ese moazín de acentos más bien magnetofónicos. Frente a la mezquita de mis primeros paseos en Tánger he vuelto a pensar que la

visión religiosa conserva vigente nuestra capacidad simbólica, mantiene intacta nuestra disposición a lo alegórico y aun a lo poético, pero mejor no teorizar lo descubierto, y sólo seguir adelante. Mención aparte merecen los pedigüeños de Tánger. Se trata de una mendicidad bien estudiada en una tozudez digna de mejores causas; su inacabable persecución obliga a transigir, a rendirse a la insistencia políglota y a entregar el botín de algunas monedas. Entonces se recupera la libertad para llegar a la oficina de viajes donde se informa sobre Castillejos, región de Tetuán, en la frontera misma con la ciudad autónoma de Ceuta, y ya está, mañana abordaré un pequeño taxi compartido donde todo será posible durante las casi tres horas del recorrido: seis pasajeros arracimados, un niño de brazos y un anciano balbuceando su rosario islámico (la subha o misbaha, según he sabido después); en la incomodidad de la carretera, además, conoceré a Said, hombre de buenas migas, albañil emigrado a Italia desde hace tantos, tantísimos trabajos de esclavo, sí, muchas cosas suceden en el rostro de Said y su historia de sobrevivencias bien le vale un mes de vacaciones en casa cada año. Por el lado izquierdo, el Mediterráneo vuelve a colmar las miradas y a menudo aparecen restaurantes con tayín de pollo o de legumbres en los escaparates, alfarería de colores, platos como embudos y cerámicas con forma de volcanes diminutos sobre las mesas del cuscús o del merguez. Al pasar frente al muelle para trasbordadores, cazadores con rifle al hombro nos han anunciado la sinuosidad de un paisaje semidesértico; hasta el día está vigente la imagen de un hombre de raza negra, a la mitad del asfalto, era tan extraña su determinación, dolor por el destierro en la mirada más que aires de aventura, así es


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como lo recuerdo. Dramas humanos, también esto es Marruecos, mientras el brazo de Said y la inclinación del camino nos han revelado las geografías gemelas de Ceuta y Castillejos; igualadas por el azul homogéneo de la costa, a la distancia se aprecian ya los puestos de guardia, los terraplenes de seguridad, las garitas de vigilancia, los alambres de navaja y un doble juego de vallas metálicas. He bajado por unas escaleras descascarilladas, mampostería de pueblo en desorden, ya en el centro de Castillejos. Cinco minutos más tarde, otro taxi, y enseguida un embotellamiento hace sospechar la frontera, la última puerta para transeúntes, mi pasaporte, los sellos de salida, y entonces más rejas, cruzar con pasos lentos, perpetuidad de barrotes en medio de un gentío a la expectativa de algo, una señal, un permiso, un silbatazo, no sé, tal vez la oportunidad de pasar a toda prisa, de salir a toda prisa, ¿por qué?, ¿hacia dónde? El entramado de las mallas, como en un túnel tejido de aluminio, evoca pesadillas penitenciarias o campos de concentración, según se prefiera; ah, sí, también recuerdo el suelo de cemento, arenoso, sucio como la tierra de nadie, el sol fracturándose a medio metro de mi cabeza, el olor a mingitorio y un último alambrado cuando por fin África se internó en Europa. En el cruce, inmerso aún en el calor de un mediodía que algo tiene de desierto y otro tanto de clima tropical, un comentario de gran lívido cae con acento andaluz sobre dos mujeres con velo, y sé que no debo sonreír, y sigo adelante, y otra vez el pasaporte, y lo único cierto de la vulgaridad, por fin Ceuta, es saberme de vuelta en la gramática de mis silencios. Antes de subir al autobús local, del otro lado de la costanera, se observa un grupo de hombres, cargas

inverosímiles sobre los hombros, paquetes enormes, bolsas y envoltorios de dimensiones impensables, que se prepara para regresar a Marruecos, en tropel; algo había escuchado de los porteadores, gente que acarrea productos desde la frontera pues el gobierno marroquí no concederá nunca el estatuto de puerto internacional a la ciudad de Ceuta, y entonces las mercaderías se introducen así a la región de Tetuán, sobre las espaldas de la gente. Ahora, los precios del autobús cambian de color y pago rápido los ochenta céntimos del euro. Trayecto hecho de cansancios, mediodía de rutas empinadas, rumbo al centro de la ciudad, y la memoria de aquel primer vistazo está poblada de hijos bilingües, hispanoárabes, caballa-ceutíes, niños limítrofes, algunos de pie y otros juguetones en los asientos; frente a este mar de agudos acentos simultáneos, necesito tiempo para asimilar la dualidad de las cosas, entre ellas, claro está, la infancia binaria que se desborda a la una de la tarde. Ceuta es todo esto: perennidad de fronteras, físicas y espirituales, y también es continuación de lo lingüístico en lo urbano, de lo cultural en lo palpable y de lo racial en lo metafísico; sin embargo, aún es demasiado pronto para descifrar la sospecha de que aquí España siempre está por dar inicio de un modo diferente cuando busco el hostal, cerca de la Secundaria Almina. Debo subir por la avenida General Muslera, buscar la calle Lope de Vega, doblar en la Galdós, perderme un rato en las veredas paralelas de la Jacinto Benavente y luego caminar sobre la Marqués de Santillana (en el bar recogían los platos del domingo, y yo con el estómago vacío desde Tánger). Cómo son los libros en Ceuta, así es como lo pienso, y cuáles serán los automatismos de un lector sumergido en un tiempo de


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contigüidades, así es como me lo cuestiono; por lo pronto, da gusto descubrir la literatura del barrio, el crucero con la Quevedo, esquina en Calderón de la Barca, tirar a la izquierda desde Góngora o pasear por los rumbos de Zorrilla. Los quicios y dinteles del edificio de la Comandancia General, color rojo impecable, hacen pensar en los cabildos de Hispanoamérica. Un poco más allá, desemboco sobre las aceras del Paseo de las Palmeras y tomo nota de los bustos históricos que lo jalonan: Estrabón, Pomponio, Sócrates, Homero, Aristóteles, todos sobre pedestales cuyas inscripciones eternizan las columnas de Hércules, desde la época clásica, cuando se comenzó a presentir el Estrecho de Gibraltar como un buen lugar para las disquisiciones filosóficas (y también para la poesía). De repente he intuido que, al vivir expuesto a la experiencia cotidiana del fin del mundo, el nativo de todo esto sentirá una gran fascinación por los autores híbridos, es decir, escritores de texturas diversas en un solo golpe de voz —parecidos a las almas bifocales de aquellos niños, I guess—, muy a la manera italo-austriaca de Svevo, o como en el portugués adoptivo de Tabucchi o en el francés de Ionesco o de Kundera, o incluso como el Joseph Conrad de acentos trastocados en el polaco más oculto de sus novelas inglesas. Y en el deambular de Kafka hasta Pessoa, también creadores en lenguas que no eran suyas, tropiezo con un bar de anuncios extraordinarios, sobre la Gran Vía, porque el parlamento catalán ha declarado la independencia en la televisión del lugar; de inmediato, el rey y su primer ministro han resistido el envite con discursos aferrados a las ultranzas de la constitución, y ahora entiendo el furor en las ventanas de Ceuta, las banderas en los balcones, amarradas en la ocasión

de las astas, en el accidente de los pretiles, bordes, antepechos, barandales, postes o brocales de los edificios. Al caer la noche, siempre con pendones al viento como telón de fondo, me he detenido en la iglesia de Nuestra Señora de África y sería mejor regresar al hostal, rendirse a las exigencias del sueño porque los horarios locales aún le son extraños a mi cuerpo; hace un poco de frío, y, a pesar de todo, me he dado el tiempo para descubrir la estatua de Al Idrissi, cartógrafo nacido en Ceuta hace mil años, en el centro de una glorieta que lanza y recibe automóviles por la avenida Juan Pablo II.

Al día siguiente, “Café Lusitano” y desayuno a media voz en los bajos de una escalinata, bocacalle con Tirso de Molina. El día inspira tres alternativas, ninguna de ellas excluyente: primero, entrar en alguno de los cuarteles o casernas que dominan en el tejido urbano; después, visitar la mezquita que contemplé desde el autobús de mi llegada; la última tarea posible, acudir a los registros de una biblioteca pública para mirar los catálogos, cotejar los libros más socorridos o sus lectores más asiduos, y desde allí lanzarme al análisis de un autor canónico en este rincón de la lengua española. Hay un poco de parsimonia en la clientela mañanera, hija de prudencias seculares, y es muy probable que todos posean la habilidad para reconocer los oídos sordos de quien nada entenderá de lo dicho, porque la mesa vecina cambia de idioma al verme llegar. Metidos a callejear por Ceuta, la ciudad interesa mientras entretiene, atañe mientras agrada:


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allí están las murallas reales, el foso navegable de otra época, la herencia bizantina superpuesta entre las señas de lo portugués, los museos de guerras antiguas, la marina y el club náutico, y siempre la continuación de lo musulmán en lo medieval, y siempre la ciudad cristiana como derivación natural de la medina islámica, y otra vez viceversa. Cada rostro y cada muro resumen siglos de conquistas y de confraternización tolerante —tal y como decía Américo Castro en La edad conflictiva—, y las miradas de soslayo, alertas e inmóviles, hacen pensar en una sociedad entreabierta, o valiera más decir

sociedad entornada, y es tan extraña Ceuta, hija de intersecciones que aún no entiendo y que tal vez no tendré tiempo de interiorizar. Comienzo a resentir, eso sí, las humedades del puerto en el enclave de las siete montañas, las septem fratres, sitio propicio para resistir asedios, y en la recepción del cuartel se han extrañado de mis preguntas porque ni siquiera he sabido explicar lo que buscaba, señor, y tendría que haber solicitado una cita con tiempo, señor, tal fue la respuesta del guardia con gesto de fastidio andaluz. Aunque aún es temprano para las verdades absolutas, resultan indudables los instintos castrenses de Ceuta, sus carros militares, los uniformes, los puestos de vigilancia en las faldas de las colinas, aquel cañonazo de salva para señalar el mediodía de todos los días (hace más de un mes que no se dispara, por falta de presupuesto, según me han dicho), las guarniciones evocando la posibilidad de una invasión y hubiera sido genial un soldado lector,

¿verdad que sí?…; dominan, además, los campos de batalla en el aliento de vocablos cotidianos como “baluarte”, “barbacana”, “revellín”, “contraescarpa”, “alcázar”, “fuerte”, “espigón”, “vigía” y algún otro que ya no recuerdo. Por lo demás, el ambiente de combate se mitiga en el bulevar costero que, a contravía, busca rescatar su identidad de balneario, con bares sobre la arena, comidas de mar, trajes de baño, cerveza helada y todo esto lo he descubierto camino al cementerio de San Amaro, porque nada como los epitafios para recuperar las formas heredadas de habitar los sueños de cualquier ciudad. La segu nda opción fue menos complicada de lo esperado. Bastaron cuatrocientos metros sobre la Avenida de África, atravesar la Puerta Califal y remontar los Jardines de la Argentina; tantas cosas es Ceuta en este mediodía de puertas abiertas en la mezquita de Mulay el-Mehdi. Los muros y el minarete, dinteles y ventanas estilo mudéjar, todo exhibía un expresivo equilibrio del verde sobre un fondo blanquísimo. En la nitidez del zaguán he leído el friso con la cita de Franco agradeciendo a los combatientes árabes su apoyo durante la guerra, sí, aquella, la que aún duele en España como cicatriz de lo incurable: “… y cuando florezcan los rosales de la paz, nosotros os entregaremos sus mejores flores…”; en los silencios de la inscripción intuí la necesidad de sentirse intrínsecos en la memoria nacional, como si el Islam no hubiese nunca formado parte de lo ibérico. Por lo demás, fue allí donde Abdelá, hijo de un imán recién fallecido, gorro tejido, barba larga, sandalias y vestimenta clásica, me informó que el único lector a la medida de mis preguntas había salido para Tetuán, qué lástima, un par de horas antes y


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lo hubiera encontrado, todo un erudito, un sabio de otro mundo, así me lo describe, doctor en leyes coránicas que pronto estaría de regreso, ¿pronto es cuándo?, y entonces cedió a las urgencias de la oración. Con acento de confidencia rayana en el reproche, tampoco perdió la ocasión de señalar que las treinta y cinco mezquitas de Ceuta son financiadas por el gobierno de Marruecos, y al final, después de dar las gracias, he recibido el cántico del moazín sobre la acera, las cuatro llamadas, y hubiera sido genial, conocer a un lector así, sin duda peculiar por su afición a los textos bilingües. En la Biblioteca Municipal “Adolfo Suárez” las recepcionistas son amables y los funcionarios más bien escurridizos. He tenido que regresar un poco más tarde, ya para dar las doce, y entiendo que haya horas dedicadas a otras cosas, y es bueno que así sea, claro que sí: me refiero a la costumbre de amigar las pausas, cuando un colega atraviesa la calle para compartir la cañita del día, porque aquí la gente se acerca mucho a la gente, descansa de su propia sombra entre presencias que poco a poco se hacen unánimes en el destino (en eso Ceuta se parece tanto a España, y en eso Ceuta se nos parece tanto). Buscaba un lector, un buen lector —así lo dije más de una vez en varios escritorios—, y aunque la pregunta causaba extrañezas, al final me han hablado de Domingo, sobre todo de él, un policía de investigaciones científicas al que he tenido que esperar dos días completos, hasta pasado mañana, aquí mismo, entre los pasillos y taburetes del lugar. En las pantallas de uso común, mientras miro mis correos en un tercer piso desbordado de estudiantes, examino su edad universitaria, animosos, distraídos, risueños en silencio; algunas de ellas portaban velo sobre sus cabezas, aunque en todos se advertía un rostro

hecho de anhelos o de desganos, difícil saberlo, o sólo de juventud en estado de gracia. De las conversaciones con él resumo su origen rural y granadino. Más tarde nos hemos instalado en la Calle Real, en un cafecín amable de rostro intimista y nombre filosófico, “La Resiliencia”. Al unísono llegamos pronto a Los santos inocentes, porque Miguel Delibes ayuda mucho a imaginar su propia infancia, durante una familia de inviernos de manos duras y entre pastores de punterías perfectas en el arte de lanzar piedras a lo que fuera, así fue su historia. También recordó los sinsabores de su padre, trashumante de la construcción, sus estancias en Suiza y en Alemania, por ejemplo, junto a los desheredados de España, de la sombría España de los 50 y 60 y aun la de los años 70, y más de una vez aludió a su madre allá en Granada, a sus diez parejas de tíos y a los muchos primos que nunca conoció porque casi todos vinieron al mundo durante los desarraigos que trajo la dictadura franquista. Buena gente Domingo, claro que sí, vuelvo a pensarlo, y además un gran lector de poesía, acaba de confesármelo. Es inevitable citar por la vía más rápida a García Lorca, “a las cinco de la tarde”, el “verde que te quiero verde” o el “me porté como quien soy”, porque su nombre nos congrega en torno a la idea de una Granada que desde aquella poesía se hizo más universal, o sólo un poco menos provinciana. Resulta agradable, además, reflexionar la lengua común que nos separa —Bernard Shaw dixit, creo, no estoy seguro, convendría verificarlo, le sugiero en voz alta—, y ante la duda mejor citar a Sábato, porque los únicos idiomas que no cambian son los muertos, así decía don Ernesto, y el español americano seguirá mudando a la velocidad de sus anhelos, tanto como el español ceutí, siempre arrinconado de pronunciaciones andaluzas. Y ni qué


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decir de sus literaturas, de sus narradores tanto como de sus poetas, porque las palabras heredadas viven exigiendo sus propias palabras, lo cual es una forma un tanto barroca de postular que las frases de nuestra lengua, cuando se hartan de sus repeticiones, acuden a la novela o al verso para reinventarse. Más allá de todo, en el trajín de las charlas sostenidas, Domingo me ha dicho algo que recuerdo con la nitidez de las cosas fundamentales: “mis hijos me han visto leer, y eso me basta”. Es un poco serio, también es cierto, organizado aunque sin manías, cuarentón hecho de franquezas y siempre policía de horarios apresurados. Sobre la mesa recordó sus primeros años en el oficio, cuando comenzó a trabajar en la unidad de investigaciones científicas de la ciudad autónoma, hace ya cerca de dos décadas; los suicidios, sobre todo eso, lo afirmaron en la necesidad de un libro, siempre algo entre las manos, de preferencia “novelas de botiquín” —así las define— para curar el dolor de un crimen violentísimo, para superar la muerte de un menor o para olvidar la saña de quien ya no conocerá el arrepentimiento. En casa, según voy pergeñando en las carpetas que abre sobre su vida, su mujer aprendió a negociar con los silencios, a comprender esa desembocadura hecha de libros, porque los sectores calientes de Ceuta son menos sórdidos en la página que los tranquiliza, y él, además, un agente de madera un poco más fina. Consejos aparte, me desliza comentarios sobre las bandas y los traficantes, evitar el sector de El Príncipe, no acercarse por allá, aunque en esta ciudad nada está lejos de nada pues los vértices de Ceuta tocan su centro en menos de un cuarto de hora. Arriba de su auto, van a dar las siete, enfilamos por la costa que proyecta las luces más cercanas

de Marruecos sobre la noche del estrecho. Ahora, Domingo elabora un poco sobre las tasas de criminalidad de las comunidades culturales en la ciudad, y no, ninguno de los colectivos es más violento, y las estadísticas no mienten, todos somos iguales en el delito. Después menciona las sinagogas, porque también hay una comunidad judía importante en Ceuta, ortodoxos, jasídicos, de kippa obligatoria sobre la cabeza, y entonces llegamos a su domicilio, un piso en la cuarta planta, sobre una de las calles laterales de la mezquita donde Abdelá me dejó con la palabra en la boca. Su apartamento presume un orden cotidiano, ligero y amable, y su hijo, diecisiete, tal vez dieciocho años, está por salir con los amigos en este viernes que apenas empieza; la cocina rezuma evidencias de un hogar pausado, y en el pasillo está lo que busco, a saber, los armarios cuadriculados en los que por fin descanso la vista. Son cerca de dos mil los títulos —nada mal para un policía, ¿verdad que no?—, y en la retórica de los entrepaños hay pedacitos de tiempo, síntomas de todos las edades de España: difícil decir en pocas palabras lo que significan las bibliotecas ajenas de un mundo así, castizo y confinante, y de inmediato comienzo el inventario. La curiosidad se desenvuelve rápido, primero sobre las Obras completas de García Lorca, edición Galaxia Gutenberg, tenía que ser. Después, descubro un diccionario Español-Árabe (y viceversa) que hace fruncir el ceño porque Domingo ha tomado cursos en dicha lengua, algo sí que la habla y más o menos la entiende; entre Rosa Montero, Lágrimas en la lluvia, y un Quijote obligatorio, descubro ediciones sueltas de Miguel Hernández, Pedro Salinas, Rafael Alberti y versos de Luis Cernuda y un volumen de Jorge Manrique. El Mio Cid y las Cartas marruecas


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de Cadalso anuncian lo más reciente de Fernando Aramburu, Patria, así como el Beatus ille de Antonio Muñoz Molina; después de varios ejemplares de Javier Cercas, he decidido detenerme solo en autores extranjeros, ni siquiera en los latinoamericanos —Vargasllosas, Rulfos, Borges, Benedettis…—, para entender la forma en que Ceuta llega a ser lectura universal en los libros de otros mundos. Recorro las traducciones de Baudolino de Umberto Eco, Verano de Coetzee, Manhattan transfer de John dos Passos, El perfume de Patrick Süskind y El animal moribundo de Philip Roth; de las aficiones más estelares de Domingo, evoco aquel título de Carl Sagan, Contacto, que se confunde por accidente con La guerra de los mundos de H.G. Wells y la Breve historia del tiempo de Stephen Hawking. Llama la atención, además, una pieza de Darío Fo, La muerte accidental de un anarquista, así como dos autores que sólo podían conciliarse en esta casa, aquí mismo, y ya van a dar las ocho, en este piso en el que las lecturas de un policía científico reinventan los contornos de España: uno es Ezequiel Teodoro, El manuscrito de Avicena; el otro, El viaje de Baldassare, de Amín Maalouf, autor libanés de aromas orientales del que ya he leído Los jardines de luz —ficción histórica que recupera la historia de Mani, el de los sasánidas, padre y raíz de nuestras equivocadas nociones de lo maniqueo. Rodeados de títulos y entrepaños, los comentarios de Domingo sobre Maalouf provocan entusiasmo. Dice que El viaje de Baldassare es un poco como Ceuta, y entonces miro el pie de imprenta: publicada en francés en el año 2000 y traducida al castellano un poco después; llegado el momento, sentiré que esta novela tampoco es muy buena, está poblada de promesas que no se cumplen, de clímax inconclusos, como si sus cuatro capítulos tocaran puertas que no se abren. Sin embargo, también es cierto que sus incumplimientos se exhiben como posibilidades

estéticas, como los pasadizos de una creación cuyas contingencias corresponde al lector resolver en el balance final de cada página. Sea como sea, si algo vale la pena en este libro es lo mucho que distrae, sí, lo bien hace pasar el tiempo a pesar de la medianía de sus asombros; llegado el punto final, no evocaremos lo leído por la intensidad de sus conclusiones sino por el gran derroche de géneros, por ese abigarrado mosaico de ciudades y de estilos, de paisajes y de efemérides, de lenguas tanto como de profecías. En este orden de ideas, Amín Maalouf exhala esencias orientales que hacen pensar en Las mil y una noches. Allí están aquellas islas del bandidaje, los libros fabulosos en busca de lectores ideales, los ciegos visionarios, los calabozos inesperados, los amantes en fuga, los marinos del contrabando y aun los incendios concebidos como castigo divino. En la manía de atribuirle una identidad a todas y cada una de nuestras lecturas, digamos pronto que El viaje de Baldassare posee también rasgos de la llamada novela bizantina, en especial los relacionados con el periplo de los enamorados. Nativo de una ciudad milenaria como Beirut, sin duda Maalouf conoce y manipula, en forma por demás instintiva, una serie de legados transversales: inserta la espiritualidad del mundo árabe en las filiaciones euro-cristianas y desahoga cartografías bíblicas entre los mapas coránicos, y viceversa; por si fuera poco, sus vocablos también son hijos de lo variopinto pues cada uno de ellos posee una raíz heterogénea y vital que apela al reconocimiento de sus cruces etimológicos: al confundirse de sustancias lingüísticas, el mundo novelesco hace de cada una de sus palabras, y de cada uno de sus episodios, un tejido de posibilidades infinitas, aunque, como ya se decía, casi ninguna de ellas estará a la altura de las expectativas generadas. Por lo demás, y tal vez sin pretenderlo, o acaso con plena conciencia de ello, el relato entronca con


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otras bibliotecas imaginarias. De hecho, en Maalouf se intuyen las claves del misticismo homicida que recorrimos en El nombre de la rosa, de Umberto Eco; en este mismo sentido, sus misterios editoriales manifiestan un gran parecido a los suspensos de Arturo Pérez-Reverte, en El club Dumas. Por último, y porque todo debe señalarse, la voz de Borges adquiere diáfanas resonancias al reconocer en el autor libanés muchos de los elementos que integran El libro de arena; rápidos botones de muestra serían el tema de las lecturas imposibles, es decir, las sonoridades que adquieren los libros infinitos para un lector que, como Baldassare, ha decidido falsear uno de ellos con el objeto de reinventarse un destino, ya no sólo como personaje, sino también como crítico de su propia escritura. A pesar de todo, quizás la esencia más elocuente de lo borgiano está en el ejercicio de la relectura, esto es, en la ciencia de la reapropiación y en la filosofía de la restauración de un texto que se lanza en forma continua a practicar un eterno retorno a la primera vez de lo leído, para recordarlo de otro modo, y para reinsertarlo sin determinismos —aunque siempre con conocimiento de causa— en nuestra idea del tiempo. Es de subrayar, sobre todo, el doble aliento que recorre sus páginas. Sí, la novela de Maalouf concilia la razón con la superstición, la intuición del presagio y el análisis documental, la reflexión erudita y un fatalismo impregnado de tintes milenaristas. Por supuesto que el núcleo del relato es el tema del viaje, aunque todo ello muda sus contenidos metafóricos cuando el personaje nos comparte sus éxodos hacia lo íntimo, esas pequeñas y grandes odiseas hechas de angustia, diásporas vividas en los subsuelos de su alma. Dicho en otras palabras, el comerciante genovés Baldassare Embriaco, vendedor de curiosidades y erudito de fantasías, no sólo nos hace deambular por las geografías otomanas en busca de un libro

esencial, sino que su peregrinación redacta, siempre frente a nuestros ojos, una biografía interior en la que se mezcla el color de la superchería con la agudeza intelectual. Tan intrínseco y complejo tejido de realidades funciona como universo inspirador de una novela urgida por resolver las cifras de un periodo desbordado de premoniciones: a saber, el llamado año de la Bestia, el 1666 con cifras de mal agüero, época de intensos entreveros metafísicos y sobrecargada de dudas. El año representa, además, el leitmotiv que sostiene e impulsa nuestra curiosidad sobre la verdadera visión de mundo de Baldassare: ¿comerciante piadosísimo, o, muy por el contrario, sabio a toda prueba?... Resultará difícil, acaso imposible, calificar al personaje mediante nociones excluyentes ya que la historia transita por un agitado mar de culturas donde las líneas divisorias, por excesivas, se han hecho inconsistentes —muy pa- recido, tal vez, al mundo en el que Domingo lo habrá leído todo con la simpleza de lo verosímil o con la naturalidad propia de los seres colindantes. El tiempo se ha convertido en guarismo y la Historia ha devenido en ecuación. El siglo, la década, el año y el instante, todo conspira con sus matemáticas en medio de una narración conjetural anunciadora de apocalipsis. Nadie, salvo quien sea capaz de reconocer y pronunciar el último nombre de Dios, ha de salvarse; por lo demás, dicho vocablo, llegado a la conciencia de los personajes de Maalouf desde la espiritualidad musulmana, tiene sus raíces en un libro que todo lo predice pero que todo lo cuestiona: El desvelamiento del nombre oculto, mejor conocido como El centésimo nombre, salido de la pluma de un autor supuesto, Abú-Maher al-Mazandarani. Sin embargo, acaso se trate tan sólo de un texto mítico, de una copia que se hizo legendaria entre libreros y bibliófilos a fuerza de repetir la (im)posibilidad de su adquisición; potenciado por la ignorancia o por


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la avaricia, lo presentiremos siempre como un libro que se ha transformado en convicción gracias a sus coincidencias numerológicas. Más allá de todo, lo cierto es que su pretendida existencia le imprime a la novela un gran espíritu de vísperas y apremios, pues, qué duda cabe, estamos aquí ante una galería de periodos en decadencia, ante fechas a punto de caducar y ante una insólita excursión hacia los calendarios de lo fatídico. Por lo demás, los tiempos más inminentes y los días más simbólicos que recorremos nos permiten dilatar las ambigüedades en la filiación del personaje, en ocasiones sabio por crédulo, a veces escéptico por candoroso, a menudo justo por necesidad o sólo generoso por accidente. Baldassare Embriaco es un ser híbrido y también muchos viceversas: mirada cristiana de rostro musulmán, genovés desde lo turco y aun extranjero en su ciudad natal, Gibeleto. Si acaso pudiera decirse así, en él se superponen, mientras se entrecruzan, todos los gentilicios del desarraigo: su vida representa muchas nacionalidades y ninguna de ellas, es la acumulación personificada de todas las migraciones y la ciudadanía más natural de los itinerarios venideros. De hecho, es esta mixtura de orígenes lo que le sirve a Maalouf como acicate para construir un personaje ecuménico, heredero de una tolerancia casi universal en la cual hablar de apocalipsis es, ante todo y sobre todo, retomar el camino hacia la patria común de nuestros miedos, hacia esos desasosiegos compartidos en los que por fin entendemos la posibilidad de haber sido alguien más, ese otro de semblante propio cuyo reflejo ajeno se teje de nombres que me conciernen... Y tal vez sea ése el verdadero balance de Baldassare, es decir, la conciencia de haber habitado un tiempo único que no lo hizo distinto, la reflexión íntima sobre una vida que, como la suya, lo convirtió en destino de excepción sin transformarlo en espíritu contradic-

torio. En resumidas cuentas, el centro de gravedad del relato se instala en la lucidez de un hombre que se sabe capaz de todos los vínculos al reconocerse habitante de todos los linderos. Ahora bien, libro libresco es, tal vez, el calificativo que mejor nos acerca a este texto de Maalouf. Sí, porque nos apropiamos de un relato de fondos múltiples, de una historia sostenida en lo que nuestro personaje encuentra en las bibliotecas que le salen al paso, y porque más allá de los títulos y de los autores que coteja en su diario, esa escritura suya está naciendo en el momento mismo de nuestra lectura, aquí y ahora, en la actualidad simultánea de la página que nos recibe y de la intriga que nos

propone. Libro libresco, además, porque aquí la escritura exhibe una gran conciencia de la tinta que la define, y se atreve a narrarse, a convivir con sus vicisitudes caligráficas e incluso a entretenerse en la contemplación de su realidad manuscrita; esta lucidez textual nos aclara, entre tantas otras cosas, la lucha mayor de Baldassare consigo mismo por hacer suya su voz en el papel de cada día. También libro libresco porque, en la reciprocidad de lo escrito y de lo leído, las letras de Baldassare hablan siempre más de una vez y representan siempre más de un solo vocablo: en cada una de sus palabras, lo sabemos bien, el personaje ha recurrido al alfabeto árabe para escribir el genovés, y, en consecuencia, sabe ser y estar y viajar dos veces en la redacción de sus obsesiones —del árabe al genovés, en la novela, y del francés de Maalouf al español de nuestras traducciones mentales, fuera de ella—. En este singular


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caleidoscopio lingüístico, la escritura irá siempre más allá en su afán de producir nuevas gramáticas existenciales en las cuales lo íntimo represente la sintaxis de un destino descrito por sorpresa. En suma, libro libresco, porque cada trazo del cálamo en la hoja es epicentro y también contexto de lo contado, es núcleo y margen narrativo, es principio vital de la escritura y casualidad necesaria en la lectura. De hecho, los cuatro cuadernos de Baldassare representan el marco escritural de una novela en la que cada uno de los personajes vive aferrado a una esperanza de índole documental; Baldassare, Marta, Maimún, Gabbiano, Esfahani o Bess, todos son figuras de letra y hueso, seres de

carne y tinta que buscan acceder a su destino en una carta o en un salvoconducto, en la compra de un certificado, en la falsificación de un acta o en la súplica de un firmán, y etcétera. No, no hay libro imperfecto sino lecturas impuntuales, como tampoco hay bibliotecas inoportunas sino lectores inexactos. En este orden de ideas, la impuntualidad que nos hace inexactos (y que tal vez defina mis frustraciones respecto a Maalouf) podría entenderse, aquí, como un acto preparatorio, como un periodo de aprendizaje que acumula páginas para, llegado el momento, circular por la expedición de Baldassare con la suficiencia de Domingo; de hecho, pocos como él entenderán que un relato así representa la metáfora de una hermandad planteada desde la pasión por los libros —en la novela y fuera de ella, en la casa de un policía español tanto como en mi viaje

trasatlántico a sus entrepaños—. Si el ejemplar codiciado en el mundo novelesco ha regresado a su condición de objeto elocuente o de pieza de coleccionista, el libro mismo de Amín Maalouf me ha convertido en su accidente paralelo, es decir, en su doblez más insospechado, porque El viaje de Baldassare, con sus erudiciones reales y sus sabidurías imaginarias, me recuerda que la literatura exige ocasión y gestación, y sin duda yo he pasado muy poco tiempo en Gibraltar para entenderlo más a las claras. Ahora bien, sé que Domingo ha elogiado este libro porque en él Ceuta es aludida de muchas maneras —me ha dado gusto, incluso, encontrar a Tánger entre sus páginas—. Cómo decirlo, cómo explicar que uno busca siempre sus reflejos en las ficciones que nos señalan sin saberlo, porque en cada libro habita el secreto afán de una coincidencia y el juego oculto de nuestros empeños. Acudimos a la literatura para sentirnos representables, para acceder a la mayoría de edad de una imaginación asumida y aun para entender que no hay libros buenos ni autores despreciables, sino actualidades propicias para la celebración estética de un tema o de una realidad histórica. Y aunque a veces Maalouf intriga demasiado por su incapacidad para sujetar la curiosidad que provoca, es la exposición de lo transfronterizo, es lo cristiano islamizado, son los barroquismos de sus cruces lingüísticos, es el intercambio de fantasías apocalípticas lo que infunde un poder natural a sus páginas. En la nueva Babel de los discursos globalizadores, la vida de Baldassare se ofrece, tal vez, y por qué no, como el paradigma imaginario que permite reinventar las identidades del migrante y del refugiado de nuestro tiempo. Dicen que cuando Levante y Poniente dejan de pelear, Ceuta refleja mejor los ecos de Gibraltar. Así es como la gente habla de los vientos, como en


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un pleito de vecinos, como en una disputa de bar maloliente a medianoche o como en una riña que se repite entre los gritos de la brisa de cualquier día, cuando decido entrar al Museo de la Basílica Tardorromana, ir de la Hégira a los omeyas, aprender a recordar que los almorávides tomaron Ceuta en 1085 y que la conquista portuguesa tuvo lugar en 1415. Ceuta está tan cerca de sus antepasados, y por aquí pasó Comoens, es cierto, y luego he caminado hacia la Plaza de África para sentir la parsimonia de las palmeras orientales mientras analizaba la cruz enorme, al centro, como un obelisco. No, en esta ciudad no hay libreros de viejo: sólo charlas con policías capaces de una jornada escritural por los rumbos de Amín Maalouf. Mañana, en el trasbordador rumbo a Algeciras, miraré las columnas simbólicas, Abila y Calpe, así como el Hércules repetido del estatuario local; al zarpar nos acompañará un arcoíris indeciso, algo de lluvia, pedazos de sol y niños exultantes sobre las ventanillas del navío. Un bullicio de familias me impedirá tomar notas más certeras

sobre las cúpulas de la catedral, los campanarios mellizos, los edificios altos, las banderas, siempre las banderas de un país que lucha por seguir siéndolo, y aquel remolcador en maniobras de ciaboga. Cuántas cosas es el mar cuando me alejo, sobre todo los muros de la prisión del Monte Hacho y una última representación de Hércules separando las columnas del estrecho. Una hora más tarde veremos el Peñón, serio y silencioso, cocido de cañoneras, y Algeciras me parecerá una ciudad de poco movimiento. Hace frío en noviembre mientras admiro los colores de la Plaza Alta, la fuente, los fanales de azulejo y las bancas de mampostería, y qué sola la ciudad tan sola, me repito, lo digo así, como en un verso efímero. Sus acentos tienen un regustillo caribeño, están aquí desde San Juan o quizás desde Cartagena de Indias, son superficies verbales emparentadas con Santo Domingo lo mismo que con La Habana. Regresaré a Tánger mañana mismo y pasaré por Tarifa después de una noche por los rumbos de Algeciras, y qué sola la ciudad tan sola.


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Station, 2013, temple sobre tela, 90 x 70 cm

Botarga, 2018, รณleo-temple sobre madera, 50 x 40 cm.



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