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Historia

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Yoes que se olvidan de que también son túes

Pienso con mucha frecuencia en el concepto de fraternidad, pero no como algo reducido a su sentido familiar, sino como comunidad de personas que se sienten vinculadas y unidas por una identidad determinada.

Las identidades colectivas, entendidas como una serie de rasgos que permiten distinguirnos de otrxs dentro de un conjunto, suelen estar

presididas por la religión, la política o el lugar de

nacimiento entre otros, pero si dejamos de mirar con esa lupa y lo hacemos desde una perspectiva más global, el rango de esa fraternidad se expande hasta conectarnos a todxs los seres humanos como partes de un todo donde tenemos muchas cosas en común y no como algo que nos ancla a la diferencia y nos aleja de lxs demás.

Comprobado está que si pensamos y sentimos así,

valores como la solidaridad y la cooperación

amorosa, tan necesarias en estos tiempos que corren, afloran de nosotrxs casi de inmediato, y hemos tenido la posibilidad de verlo estos días con la ayuda ofrecida a las familias refugiadas de Afganistán, con el apoyo a lxs palmerxs tras la erupción del volcán o con la hermandad que surge entre lxs vecinxs afectados por los efectos de la Dana.

Estos ejemplos me hacen pensar que no es hasta que acontecen situaciones de gran y evidente alarma social que podemos dejar de aferrarnos a nuestros privilegios, a nuestras ideas prejuiciosas, a nuestras alianzas identitarias que separan más que unen, para poder mirar a lxs otrxs y ofrecerles nuestro apoyo.

Sin embargo, en nuestro día a día, amplificados unas veces o silenciados otras por los diferentes medios de comunicación, suceden infinitud de

hechos graves, gravísimos, cuya respuesta por parte de nuestra sociedad no es tan clara

como la descrita anteriormente, y vemos cómo los discursos se enfrentan, asistimos a escenarios donde la comunicación es casi imposible y donde se acaba respondiendo desde la rivalidad, la agresión descarnada o la indiferencia, dejando a la luz un clima social cargado de yoes que se

olvidan de que también son túes.

Debajo de las numerosas agresiones que desgraciadamente no paran de sufrir personas LGTB+ en nuestro país, se encuentra el odio. Como sabrás, es un sentimiento que contiene potentes ingredientes (la antipatía y la aversión profunda), sentidos ambos a un nivel muy alto de intensidad, y que se dirigen a nuestro colectivo desde distintos grupos identitarios que se reconocen en este odio irracional y patológico como es la LGTBfobia, y cuyo fin último es causarnos diferentes tipos de mal. El odio emana de una emoción primaria en el ser humano como es la ira, una emoción que con alta probabilidad todxs hemos sentido a lo largo de nuestra vida, pues ha tenido y tiene filogenéticamente una función adaptativa y de supervivencia, que nos hace alejarnos o enfrentarnos de aquello que entendemos como potencialmente peligrosx. No obstante, de la

ira surgen diferentes sentimientos considerados secundarios (como se puede ver en la imagen que representa una parte del Universo de las Emociones) y el odio es uno de ellos. En consecuencia, sabemos que el odio está en nuestra genética, pero también se caracteriza por su carácter social y de aprendizaje, por lo que como sentimiento moral está en nuestras manos, en la de los diferentes agentes socializadores, tanto su existencia como su regulación y su posible extinción. Y me refiero en concreto a los que considero los agentes

socializadores fundamentales en la actualidad: la familia, la escuela, los responsables políticos y los diferentes medios de comunicación.

(La Ira en El universo de la Emociones, Eduard Punset, Rafael Bisquerra y PalauGea)

La convivencia se aprende, como se aprende también el odio. Un odio que, aunque no siempre deviene en un comportamiento delictivo, hace un daño tremendo a la convivencia democrática y más aún cuando discursos y actos cargados de odio

son legitimados desde las diferentes instancias

de socialización. Porque el odio si no se aborda con la contundencia e importancia que merece, se contagia rápidamente, y como un virus, mina e inunda de ira al resto de emociones positivas que deberían de primar en nosotrxs (la felicidad, el amor y la alegría), pues se presupone que estamos o

queremos vivir en una sociedad del bienestar, y creo que todavía nos queda mucho camino por recorrer para llegar a ella.

Dado que el odio es algo que podemos sentir en un momento determinado, es importante que seamos ejemplo de cómo poder afrontarlo de una forma constructiva y transmitir también esas estrategias de educación emocional a nuestro entorno. Porque los grandes problemas de la humanidad tienen un fondo emocional y como dije anteriormente, la violencia a la que estamos expuestxs y estamos normalizando surge de la ira mal canalizada y

que no somos capaces de regular de manera

adecuada. En las emociones se encuentra lo peor y lo mejor de la vida, y debemos poner el foco de atención en su educación si queremos reducir y prevenir los conflictos.

Cuando el odio está enganchado en la piel, sabemos que es muy difícil no educar en el odio (de ahí el dicho ‘el odio genera más odio’), pero ello no nos debe desalentar a la hora de tratar de educar en otros sentimientos más enriquecedores. Es nuestra obligación como sociedad y todxs debemos aunar esfuerzos para revisar lo que estamos haciendo o mejor no haciendo con la educación emocional, analizar los mensajes que estamos enviando a lxs jóvenes, aportar pensamiento crítico y de mayor rango moral a los modelos de conducta que priman en televisión y redes sociales, y reflexionar sobre cómo estamos confundiendo libertad con el ‘todo vale’…y, en fin, tomar conciencia de que, si nos lo proponemos, podemos vivir en un país cuya identidad sea la de querer ser felices, haciendo de la diversidad y el respeto por la misma, un valor

deseable por todxs.

No podemos olvidar que la felicidad es sobre todo un aspecto subjetivo y el resultado de un proceso interior, y la mayor educación que podemos hacer desde los diferentes agentes socializadores es ayudar a todas las personas a descubrir

que la mejor forma de contribuir al deseado

bienestar personal es contribuyendo también al bienestar emocional general de lxs que nos rodean.

Considero que solo así los yoes estarían más llenos de túes.

Me gustaría terminar este artículo con las palabras de Ángel Gabilondo que acabo de leer en El País, las cuales me llevan a pensar que los que apostamos por amar y amarnos a nosotros mismxs acabaremos siendo más y desde luego más felices que lxs odiadorxs: ‘Yo también sé ser malo, pero

no quiero y he decidido no serlo. También es una conquista. También sé odiar, pero no quiero odiar. Si odio, me hago más daño a mí que a nadie.’

Joaquín Sola Aguilar

Orientador Escolar

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