Sexenio, democracia y clientelismo

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¿SEXENIO DEMOCRÁTICO? CLIENTELISMO Y PRÁCTICA POLÍTICA

TAMARA GINER CHANZÁ HISTÒRIA POLÍTICA DE ESPAÑA CURSO 2008/2009


INTRODUCCIÓN Pensar en el llamado Sexenio democrático o Sexenio revolucionario es pensar, involuntariamente, en democracia. La formación básica recibida respecto a este período provoca que asociemos sexenio con primera experiencia democrática en España, cosa que si bien no es errónea, ha de ser matizada, no tanto por primera experiencia como por democrática. La falta de conocimientos históricos respecto al Sexenio hace que construyamos, al menos en mi caso, una visión mítica respecto al mismo. Hay una tendencia a imaginar la revolución gloriosa y posterior victoria de la misma como un triunfo del pueblo y de la conquista democrática por parte del mismo. Ante esto, es necesario no quedarnos en el mito para poder despegarnos de algunas de las ideas preconcebidas cuya veracidad puede ser discutida. Así pues, considero necesario conocer la esencia de este período con sus luces y sombras, con sus elementos innovadores y con los elementos continuistas respecto al reinado isabelino que, a su vez, continuarían con la Restauración de la monarquía borbónica, esto es, la práctica del clientelismo como forma dominante entre las élites políticas. Pero todo esto será tratado en el presente ensayo, un ensayo cuyo objetivo no es otro que el de conocer el sexenio desde otro prisma, es decir, desde la visión que no ofrecen los libros de texto de bachillerato; se trata de conocer pues, los déficits democráticos –contrastándolos con los logros de dicha naturaleza- de este período tan bien considerado por el imaginario colectivo.

SEXENIO: DEMOCRACIA Y CLIENTELISMO La legalidad del Sexenio La anomalía española nada tiene que ver con el inicio de la trayectoria democrática en el Sexenio, pues España se insertó perfectamente en lo que Huntington denominó “primera oleada democratizadora”; las élites políticas del Sexenio pusieron en marcha logros que responderían a las demandas de una ciudadanía igualitaria. El significado de los logros de este período constituye un tiempo de democratización en la historia de España con importantes avances, pero también límites; uno de los elementos más destacados del Sexenio fue el esfuerzo por propiciar la transparencia en los comportamientos electorales, factor que fue más destacado que en la posterior II República y que ha sido poco valorado por la historiografía.

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El Sexenio supuso una ruptura en tanto en cuanto derrocó a ese régimen liberal censitario moderado que durante tantos años se había instalado en España para dar paso a la instauración de la primera experiencia democrática en este país, cuya praxis estuvo, según Bahamonde, trufada de acciones que recordaban épocas pretéritas. El ciclo que se inicia en 1868 fue propiciado por sectores que hasta el momento habían estado excluidos (liberales progresistas, republicanos y demócratas) sectores heterogéneos cuyo punto máximo de unión era la instauración del sufragio universal como vector de soberanía. La consecución de este principio de igualdad llevaba aparejado otro vector: el grado de poder político que se iba a conceder a la forma de gobierno, esto es, república o monarquía democratizante, siendo éste el punto en el que los sectores que iniciaron este ciclo democratizador divergían. La Constitución de 1869 que rigió este período puede ser considerada como la primera Constitución democrática en España, especialmente por lo que tuvo de importante la concesión del sufragio universal –masculino- y una declaración de derechos muy amplia, además de la voluntad de cambiar la rígida estructura centralista que había caracterizado la España de los moderados y “evitar, así, los excesos autoritarios del régimen anterior”1. El concepto de soberanía era muy preciso, pero a su vez, estaba limitado; la soberanía residía en la Nación, no en el pueblo. Esto cambiaría en el anteproyecto de Constitución de 1873, en la cual la soberanía residiría en el pueblo, siendo pues consustancial a la condición de los individuos, contrariamente a lo promulgado en 1869, donde el individuo no detentaría por sí mismo la soberanía sino que ésta sería una concesión de la Nación, sin ser pues inherentes al individuo. Así pues, el principio de soberanía emanaría de la Nación según la Constitución de 1868, mientras que en el anteproyecto de 1873, dicho principio emanaría del individuo. Respecto a la concesión de derechos, la Constitución del 1868 implicó la concesión de todos los clásicos derechos civiles, incluyendo la inviolabilidad de domicilio y correspondencia, la libertad de trabajo para los extranjeros y, sobre todo, derechos de reunión y asociación, así como la libertad de culto. Volviendo al tema del sufragio, en el artículo 16 de la Constitución de 1869 se dijo que “ningún español que se encuentre en plenitud civil podrá ser privado del derecho a votar”. Así pues, ¿cómo se ejercía el derecho al voto? Para elegir a los representantes en 1

J. Solé Tura y E. Aja, Constituciones y períodos constituyentes en España (1808-1936), Madrid, S.XXI, 1986, pag. 57

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el Congreso, el sufragio era directo y cada tres años; para el Senado, el sufragio era indirecto y cada tres años, pero la renovación de esta cámara era parcial, de modo que el Senado no se intentó transformar, quedándose como una cámara de conservación porque, según decían algunos, para cambiar lo que existía ya estaba el Congreso. Además, para acceder a ser senador, las condiciones eran muy restringidas. El hecho de mantener el Senado como cámara de “conservación” indica una continuidad respecto al periodo isabelino que, según Doneza, no se rompió debido a la debilidad de los progresistas y republicanos en un Senado dominado por los unionistas Ante esto, podemos pensar que este elemento continuador del sistema isabelino posibilitó la revolución en tanto en cuanto las antiguas élites no se sintieron amenazadas; pero por otro lado, aunque de forma aventurada, es inevitable pensar que de haberse acabado con esas élites, quizás las cosas hubieran sido distintas y la revolución hubiera adoptado un cariz más radical. Quizás. En cuanto a la conciliación de la soberanía nacional con el poder de la monarquía, la iniciativa legislativa correspondería exclusivamente al poder legislativo (Congreso), quedando para el rey la sanción de las leyes, implicando esto un recorte de funciones claro para el monarca, aunque siguió teniendo mucha capacidad: representar a la nación; encarnar el poder ejecutivo; abrir las Cortes, cerrarlas y convocarlas; y además, su persona era inviolable. En cuanto a la secularización, la Constitución de 1869 dio un paso modesto en este sentido, pero fue en el anteproyecto de Constitución de 1873 cuando ya se estipuló claramente una separación entre Iglesia y Estado, así como la prohibición de que ninguna institución política local o nacional contribuyera a la financiación de ningún credo. Además, se sancionó el matrimonio y la defunción civil, así como la abolición de títulos nobiliarios, rompiendo radicalmente con los dos pilares que habían sustentado el régimen isabelino: Iglesia y nobleza. En este anteproyecto constitucional se establecía un modelo de estado federal y un régimen republicano, delimitándose además los deberes y derechos de los estados. Este anteproyecto era un texto más sistemático, preciso y transformador que el de 1868 desde el punto de vista de la ciudadanía igualitaria. Como se ha dicho, la soberanía residiría ahora en “los ciudadanos” y todos los mayores de edad que la encarnaban podían votar rigiéndose por la ley electoral de 1870, en la que el voto no era obligatorio sino libre; también establecía una igualdad completa para poder ser elegidos. Esta ley castigaba también el fraude y garantizaba casi al 100% la transparencia electoral; no obstante, su 3


déficit más destacado fue el mantenimiento de elegir al diputado por distrito, lo que supuso un freno para la erradicación del clientelismo. Por otra parte, los derechos civiles eran considerados inherentes a la naturaleza humana; y también se estipulaba la retribución económica para los representantes políticos con tal de evitar la malversación y la corrupción, además de para favorecer que salieran diputados y senadores de entre las capas más bajas de la sociedad. Este texto implicó una ruptura mucho mayor que la que supuso la Constitución de 1869 y podemos decir que el Sexenio democrático supuso un punto de inflexión en la historia de la ciudadanía en España, y es que además fue en este contexto cuando empezaron a escucharse en los discursos visiones más radicales acerca de la ciudadanía, propugnando una estructura nacional de abajo arriba (todo lo contrario de cómo había sido hasta el momento), e incluso, se oyeron voces que reclamaban el fin de las quintas y los consumos y el reparto de tierras entre jornaleros. La participación del pueblo en las luchas políticas y sociales fue más alta que nunca, y es que el alto abstencionismo de este período no fue sinónimo de quietud ciudadana sino todo lo contrario, lo que ha sido denominado por Florencia Peyrou como un “agudo proceso de ciudadanización”, un proceso que se apoya también en la importancia que las calles volvieron a tener, convirtiéndose en espacios públicos de sociabilidad informal en los que se podían escuchar gritos de libertad y canciones populares.

Práctica política Toda la legislación puesta en marcha a partir de la Constitución de 1869 no tuvo, sin embargo, una correspondencia en la realidad de la vida política surgida tras la Gloriosa, pues entre otras cosas, existían todavía algunos déficits legales y elementos del pasado demasiado arraigados, y es que, “no es que el Antiguo Régimen sobreviviese sin más, sino que muchos de sus postulados y realidades se incrustaron en la formación del Estado y de la sociedad liberales”2; de esta forma, si bien es cierto que el liberalismo se había definido como un producto de las clases medias, no es menos cierto que, en los años sesenta, ese fragmento de la sociedad era minoritario, de forma que en 1868 se iba a edificar un proyecto democrático sin apenas concurso de las mismas; además, dicho proyecto iba a operar sobre una sociedad carcomida por el analfabetismo; y finalmente,

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A. Magro Bahamonde, España en democracia: el sexenio, 1868-1874, Madrid, Historia 16, 1996, pág 20

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ha de tenerse también en cuenta el escaso nivel de urbanización de la sociedad española. Junto a esto, el Sexenio heredó del período anterior la organización de la política y los partidos de notables en una sociedad basada en el exclusivismo de partido que llevó al progresismo a acceder al poder a través de revoluciones. Hasta 1868, el monopolio cerrado de grupo –término fue acuñado por Marshall- era exclusivo de las familias del moderantismo; a partir de ese momento intentarían acceder a él minorías de élites republicanas, demócratas y progresistas. Ante esto, el naciente proyecto democrático salía a la luz ya con algunos déficits que explicarían la práctica de la corrupción y el caciquismo durante este período, y es que el caciquismo no fue un invento de Cánovas del Castillo en tiempos de la Restauración, aunque sí lo fue su realización y sistematización para cumplir unos fines electorales

y

políticos.

De

forma

más

inarticulada,

el

caciquismo

actuó

convenientemente en tiempos del moderantismo, y seguiría vigente durante el Sexenio democrático, siendo este uno de los lastres que arrastraría España hasta tiempos de la II República. El fenómeno del clientelismo es un fenómeno complejo, pero cabe decir que, según De La Fuente Monge, por relación clientelar podemos entender una relación entre dos personas o instituciones que guardan entre sí una posición jerárquica e intercambian favores; esta relación, fruto de una sociedad o régimen de desigualdad no subsanable, ha de ser voluntaria, mutuamente beneficiosa, y relativamente estable. El patrón proporcionaba al cliente elementos tales como trabajo público, concesiones administrativas y protección frente al Estado, la percepción del cual por parte del patrón era patrimonial. Ante esto, es importante recalcar que la actuación del patrón no tenía por qué ser necesariamente ilegal. Por otro lado, también es necesario tener en cuenta que las ventajas conseguidas por el cliente no eran concebidas por éste como derechos que les correspondían como tal sino como una donación debida al favor del patrón; es decir, que los clientes concebían que sus derechos no le eran propios sino concedidos, lo cual puede ayudar a entender la fidelidad, e incluso servidumbre, que los clientes profesaban a sus patrones, aunque no hemos de olvidar nunca los beneficios que los primeros también sacaban de este tipo de relación.

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La estructura del clientelismo era, como sabemos, piramidal, de forma que “un patrón podía tener uno o más clientes y ser, a su vez, cliente de un patrón superior 3; esto fue definido por Ortega como un paisaje egipciano por su cualidad de piramidal. Dentro de dicha pirámide, la naturaleza de las relaciones, sobre ser la misma, adquiría ciertos matices según el estrato al que se hiciera referencia. En el estrato inferior las desigualdades entre patrón y cliente eran muy acentuadas, y la jerarquía era social, teniendo el patrón un mayor estatus social. En esta situación, era normal que si éste ejercía una profesión liberal, intercambiara servicio profesionales privados a cambio de favores políticos, caracterizándose el clientelismo político porque los intercambios solían ser en ambos sentidos, y excepcionalmente, en un solo sentido. En cambio, en el estrato superior, todos los clientes eran, a su vez, importantes patronos, los más importantes de los cuales necesitaban vincularse al Estado a través de un cargo político. Con esto pues, la relación jerárquica entre patrón y cliente era política, más que social, y los intercambios, a pesar de ser regulares, no eran tan estables como en estratos inferiores. Es necesario enmarcar este fenómeno dentro del contexto de los partidos de la época, esto es, partidos de notables, organizaciones faccionales de tipo clánico en las que los liderazgos personales carismáticos tenían un enorme peso ya que era a través de ellos desde donde se transmitía la ideología y se dotaba de capacidad organizativa a los partidos. A su vez, esta política de notables no se entiende sin ligarla a la acción política del clientelismo, que empezó a configurarse como definitoria de acceso al poder y que, a partir de ese momento, adquirió una entidad de nuevo tipo de acción política que configuraría la base del periodo que tratamos. Explicado ya el funcionamiento de las redes clientelares, es necesario mostrar cómo éstas prácticas se pusieron en funcionamiento durante el Sexenio, así como conocer cómo el régimen se fue forjando. Para esto pues, es necesario hacer referencia a la coalición revolucionaria que hizo posible la instauración de dicho régimen. Sin detenernos excesivamente en esto, ha de decirse que esta coalición estuvo vertebrada por las élites políticas de los partidos Unión Liberal, Progresista y Demócrata. El partido Progresista había participado en las funciones de gobierno del Bienio Progresista (1854-1856), optando por la vía revolucionaria a partir de 1865, aunque tendrían una importante presencia en ayuntamientos hasta 1866; el partido 3

A. Robles (comp.), Política en penumbra. Patronazgo y clientelismo políticos en la España Contemporánea, Madrid, S. XXI, 1996, pág. 134

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Demócrata, pro republicano y abocado a la solución revolucionaria, contaba en sus filas con prestigiosos políticos que estuvieron en Cortes y en corporaciones locales durante el Bienio progresista; la Unión Liberal, por su parte, contaba con políticos con una experiencia en el ejercicio del poder reciente (1866-1867), en el régimen isabelino, un régimen cuya división llevó a los unionistas a ingresar en la coalición revolucionaria. Con esto, ¿la revolución de 1868 llevó consigo la entrada de nuevas élites políticas en el poder? Responder afirmativamente a esta pregunta implicaría un grado de renovación democrática que no se dio; la transferencia de poder no fue pues excesivamente radical, ya que la coalición revolucionaria tenía vinculación con el Estado. Además, tampoco se contó con los suficientes apoyos populares como para formar un ejército revolucionario ni hubo un grado de cohesión destacable, así como la composición social de los dirigentes revolucionarios no distaba de la de los gubernamentales. En este sentido, la élite de 1868 no era nueva en la arena política, de modo que “la revolución del 68 no implicó un cambio de la élite política, sino tan sólo de la gobernante”4, siendo ésta la que dirigió el ciclo abierto a partir de 1868. Se produjo una sustitución del partido moderado por una coalición monárquica cuya mayoría de los miembros tenían ya experiencia en gestionar el poder político. Por otro lado, a pesar del carácter popular de esta revolución que existe en el imaginario colectivo, el relevo de las élites en el poder se hizo, según De la Fuente Monge, mediante procedimientos que no permitieron participar a la población en la toma de decisiones. La transferencia de poder fue rápida y pacífica, aunque no excesivamente democrática, como ya hemos señalado. Tras el levantamiento, se mantuvo la alianza entre las élites a la hora de formar las juntas de gobierno; pero antes de analizar el reparto de poder hemos de preguntarnos acerca de su grado de legitimación y, consecuentemente, de democratización. Entre otros, el apoyo del pueblo podría ser considerado un importante elemento legitimador, pero esto sigue siendo un elemento muy difícil de determinar en este caso. Las protestas populares eran autónomas, en principio, respecto a la acción de los revolucionarios, a pesar de que éstos últimos las hicieron suyas. En La Gloriosa, no hubo protestas significativas previas por parte de las clases populares, pero sí las hubo durante la fase juntista; no obstante, no estamos hablando de protestas causantes del

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A. Robles (comp.), op.cit pág. 44

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éxito del movimiento, sino más bien de lo contrario, es decir, de uno de los resultados de la revolución. Es más, las juntas atajaron siempre que pudieron todas aquellas acciones populares radicales que no servían a sus fines políticos, lo que es una muestra clara de déficit democrático en la formación de las mismas, así como también lo muestra el escaso número de juntas que fueron ratificadas (ni siquiera elegidas) por sufragio universal, pues sólo 19 juntas provinciales de 49 celebraron elecciones, unas elecciones que además fueron escasamente democráticas en la mayoría de casos debido a la falta de libre concurrencia de candidaturas, presentándose una única candidatura oficial de coalición. Estas primeras juntas provisionales fueron casi todas de coalición, esto es, manteniendo la alianza revolucionaria. El reparto de poder de estas primeras juntas provisionales fue favorable a los monárquicos (65% frente a un 33%)5, dentro de los cuales los progresistas representaban un 73% de los miembros, un 16% los unionistas, y un 9% los demócrata-monárquicos esta distribución del poder se llevó a cabo a través de fórmulas elitistas y no democráticas. Por otro lado, estuvieron hegemonizadas por civiles y no por militares (sólo un 8%), lo que sí marca una diferencia notable con la anterior tradición juntista en España; ahora bien, no ha de olvidarse que, si bien estos jefes políticos civiles aportaron algunos recursos necesarios, no fue menos trascendente que los recursos de los jefes militares de la UL fueran suficientes para derrocar el régimen isabelino, y es que la aportación más significativa de los militares fue protagonizada por los unionistas, no por los progresistas. Esta coalición revolucionaria fue rota por Serrano y Prim al formar un gobierno provisional monárquico, cuyas primeras acciones fueron excluir a los demócratas del Gobierno, disolver las Juntas, y articular una coalición gubernamental monárquica formada por unionistas y progresistas, y una minoría de cimbrios. Ante esto, protestaron una minoría de juntas aduciendo que no se dio continuidad a la coalición en el gobierno y por haberse excluido a las propias juntas del proceso de formación del mismo. Algunas de las Juntas que fueron críticas con esta ruptura de la coalición fueron cualitativamente importantes, y criticaron la falta de representatividad territorial y política del Gobierno. Sin embargo, dichas juntas no criticaron el origen elitista del gobierno provisional ni censuraron el procedimiento antidemocrático con que se llevó a 5

De la Fuente Monge, “La revolución de 1868 y la continuidad del personal político”, en Ayer, nº 29 (1998), pp. 161-186. Pag. 171

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cabo la elaboración de dicho gobierno, seguramente porque muchas de ellas no fueron legitimadas a través de las urnas; además, tampoco en esta ocasión la ciudadanía tuvo ninguna participación en la designación del gobierno. A pesar del surgimientos de algunas juntas discrepantes, el nuevo Gobierno de monárquicos unionistas y progresistas supo manejarlas y acabaron disolviéndose con relativa facilidad en el plazo de una semana, ya que a progresistas y republicanos terminó resultándoles más beneficioso aceptar los deseos políticos de los notables de sus respectivos partidos que enfrentarse a Serrano, considerado el responsable de la ruptura de la coalición revolucionaria. El éxito de dicha disolución es entendible si tenemos en cuenta la composición política de las juntas provinciales, que continuaban siendo mayoritariamente dominadas por la coalición monárquico-republicana; además, todas las juntas acabaron recibiendo algo, y es que hay que tener en cuenta que el Gobierno controlaba tantos recursos que se colocaba en una posición ventajosa respecto a los junteros, a los cuales podía ofrecer cosas tales como cargos en la administración civil del Estado o el apoyo a su candidatura; además, el Gobierno reconocería los nombramientos que habían hecho las propias juntas para renovar los ayuntamientos y las diputaciones provinciales isabelinas, disponiendo así de todos los cargos políticos locales para ellos y para sus amigos políticos6. Así pues, si bien “los junteros no participaron en la designación del gobierno provisional (…) éste respetó su esfera de poder local al permitirles nombrar nuevos ayuntamientos y diputaciones”7, y es que es precisamente este aspecto clientelar al que nos hemos estado refiriendo anteriormente, un clientelismo que marcó la esencia del sistema. Con todo, la formación del Gobierno provisional es una clara muestra de los déficits democráticos del sistema político del Sexenio al quedar constatado que la formación del Gobierno provisional no se realizó a través de canales democráticos, ya que fueron los políticos que habían liderado el movimiento juntista los que se pusieron a la cabeza del nuevo gobierno por deseo propio, intentando a partir de ahí convencer, y en cierto modo sobornar, a las juntas para que se disolvieran. Éstas, sin estar en un principio de acuerdo, exigieron cotas de poder que les fueron satisfechas, accediendo entonces la mayoría de juntas, a su autodisolución. 6

La disolución de las juntas, además de implicar también la ruptura de la coalición revolucionaria, supuso también la del partido Demócrata, que se escindió en lo que sería el partido Demócrata Republicano-Federal y en una minoría cimbria. 7 G. de la Fuente Monge, Los revolucionarios de 1868: élites y poder en la España liberal, Madrid, Marcial Pons, 2000, pág. 156

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Así pues, es evidente que el sufragio universal no acabó con la lacra del patronazgo político ni destruyó la base clientelar tan criticada del período isabelino; es más, “la revolución de 1868 dotó de nuevas funciones políticas a las clientelas sociales existentes”8 Por esto, que la distribución del poder estuvo marcada por relaciones clientelares ya se ha dicho, pero cabe recalcar que estas relaciones fueron establecidas entre los propios miembros de la élite revolucionaria, entre los dirigentes políticos que abanderaron una revolución por la democracia y que prometieron al pueblo igualdad, libertad, y la eliminación de vestigios del pasado. De esta forma, puede decirse que las relaciones clientelares provenientes de época isabelina se fueron ampliando a otros vectores ideológicos tales como los republicanos o los progresistas de filiación demócrata. Triste paradoja, pero motivo suficiente para entender que la toma y la distribución del poder en 1868 ha de ser explicada a través de la dinámica de las relaciones personales que entre ellos estableció una élite cuya composición social era muy homogénea independientemente de la ideología de la cual formasen parte. Concretamente, los profesionales liberales y los funcionarios hegemonizaron las instituciones políticas revolucionarias y representativas del país, sobre todo el primero, tanto en las juntas como en las Cortes Constituyentes. La distribución del poder entre la élite estaba marcada por un sistema de valores de jerarquía política, lo que implicaba una actitud elitista a la hora de seleccionar a las personas que debían ocupar las diferentes instituciones. En la práctica, “a mayor rango de la institución correspondía una edad más avanzada y un índice mayor de profesiones liberales, así como un nivel superior de estudios (…), y un mayor número de representantes de estatus socioeconómico alto o medio-alto”9. La élite política del 68 tendió pues a reclutar para su estrato superior al sector de los intelectuales que había tenido un ascenso político-social más vigoroso desde el inicio de las revoluciones liberales. Dentro de las élites, los dirigentes republicanos tenían, en su conjunto, un estatus socioprofesional y una edad moderadamente inferiores a la de los monárquicos; no obstante, esto no ha de ocultar la enorme homogeneidad existente entre las élites políticas.

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A. Robles (comp.), op cit, pág. 136 A. Robles (comp.), op cit, p. 145

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Valoración y debates Dicho todo esto, es clave determinar que ninguno de los partidos buscó romper esa estructura sino afianzarse o, en su defecto, incorporarse a ella. Todos los déficits que se arrastraban de la época anterior y que tuvieron su continuidad en el Sexenio, dieron lugar a que el sufragio universal masculino, máxima apuesta de la coalición revolucionaria, no se pudiera ejercer y consolidar como procedimiento de representación de esa ciudadanía soberana. Respecto al abstencionismo electoral, éste es de causas difícilmente determinables, y aunque las cifras son altas, no se ha de confundir con desmovilización política, pues nacieron diferentes cauces de socialización como las campañas, mítines o una nueva prensa ideológica, además de la enorme presencia en las calles de, en muchas ocasiones, sectores populares. Ante esto, es interesante dejar constancia del debate surgido entorno a la correcta instauración del sufragio en dicho periodo teniendo en cuenta las deficiencias presentes en la sociedad española. Por un lado, De la Fuente Monge da voz a algunos republicanos y socialistas que consideraban la instauración del sufragio universal masculino debería haberse pospuesto porque con las deficiencias de la sociedad era imposible que el ciudadano se librara de las ataduras que suponían la falta de independencia económica -porque le hacía depender de un patrón- y el atraso cultural, que predisponía al ciudadano a necesitar la interferencia de un patrón que accediera a la administración para que le ayudara. Esta postura se resume en la frase de Cánovas que afirmaba que “el sufragio universal dado a un pueblo sin ciudadanía era un error tremendo”. En el lado opuesto, la otra postura del debate hace referencia a la aceptación de la implantación de dicha medida aún conociendo la fragilidad de la sociedad española, concediendo pues el sufragio y esperando a que la sociedad fuera adaptándose para poder ejercerlo de forma transparente y en condiciones. Así pues, en un principio este sufragio, a pesar de ser universal, al principio solo podría ser efectivo en el caso de unos pocos para, con el desarrollo de la ciudadanía, ir alcanzando en la práctica a todos los sectores sociales. Se hiciera bien o mal, lo cierto es que el sufragio universal se instauró en una sociedad con muchas limitaciones, lo que junto con otros obstáculos, imposibilitó el ejercicio democrático. A todo esto se tuvieron que sumar otros problemas políticos que influirían en el diagnóstico limitado final del ciclo democratizador que empezó en 1868. La desunión de las fuerzas políticas que lideraron el inicio del proceso, así como los 11


conflictos militares y las resistencias al proceso fueron dos de los problemas más importantes. Entre estos últimos destacó la insurrección en Cuba y Puerto Rico, las insurrecciones carlistas, y las insurrecciones militares del General Pavía y del General Martínez Campos. Las acciones de resistencia y oposición activa de la nobleza y la Iglesia católica fueron también notables. Así pues, ¿implicó el Sexenio una verdadera revolución de carácter democrático? Bajo mi punto de vista, es cierto que por lo que respecta a los textos legales se produjo una destacada ruptura respecto al anterior período que puede ser considerada como revolucionaria, sobre todo en el caso del anteproyecto de Constitución de 1873. La concesión del sufragio universal fue en sí misma un elemento revolucionario. No obstante, la herencia del período isabelino y, sobre todo y según mi opinión, el escaso interés de las élites por poner en práctica los textos constitucionales y la escasa voluntad de las mismas por desprenderse de la herencia isabelina, imposibilitaron un ejercicio real de una democracia que, legalmente, hubiera sido posible. Y es que, a pesar de que una parte de los revolucionarios del 68 defendieran la democracia, también prefirieron integrarse en el sistema, formando parte y participando pues, de un sistema clientelar y caciquil. Las instituciones del Sexenio tuvieron un carácter escasamente democrático, haciendo uso de la suspensión de garantías constitucionales, permitiendo una escasa competencia electoral, y por el origen no democrático de algunas corporaciones, además del elevado fraude electoral. Además, el hecho de que siempre ganara las elecciones el Gobierno convocante es también, un hecho que evidencia a la perfección el funcionamiento del sistema. No obstante, los textos legales del Sexenio sentaron un importante precedente que sería recogido, años después, por la II República.

CONCLUSIONES -

El Sexenio supuso una ruptura respecto al periodo isabelino en tanto en cuanto nació una legislación democrática y por la extensión de la política a la sociedad. No obstante, también hubo elementos heredados que marcaron decididamente la naturaleza del sistema.

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El caciquismo electoral y el clientelismo político no forman parte de un comportamiento que naciera en la Restauración, sino que en el Sexenio, y desde mucho antes, se trató de una práctica muy común en el panorama político.

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No se trató de una revolución del pueblo ni para el pueblo. Las élites que dirigieron este proceso y que impulsaron, entre otras, la ley del sufragio universal, fueron las mismas que impidieron su aplicación.

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El sufragio universal no es sinónimo de democracia

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No se puede tildar al período de democrático, pero hay que reconocer que sirvió de precedente para una experiencia posterior ya verdaderamente democrática.

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BIBLIOGRAFÍA 

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