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9 de marzo

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28 de febrero

28 de febrero

Es difícil explicar cómo pasa el tiempo en el hospital, pero intentaré ponerlo de la manera más sencilla: a pesar de que las horas transcurren bastante rápido (en medio de tantas ocupaciones), ahora siento como si hubiera pasado una eternidad desde que comenzó la guardia. Las últimas quince horas, en particular, son como una nebulosa. Llamada, “Sí, voy para allá”, escaleras, primer piso, urgencias, paciente, “¿dónde le duele?, a ver, póngase flojito, sin llorar, ándele, nomás no se me desmaye”; gasas, aguja, vena, sangre, tubos, escaleras, laboratorio, “esta me urge, el paciente anda malito, está convulsionando, se nos va a petatear, ándale corre la biometría y te disparo una coca helada”. Escaleras, urgencias, nota, segundo piso, tomógrafo, “Cómo ves que la Rosita usa chones de florecitas, sí maistro, acuérdate que va con contraste, mira la bolota que tiene en la cabeza, parece un meningioma, vele llamando a los jotos de los cirujanos”, escaleras, urgencias, gasas, guantes, cubrebocas; “Acurrúquese como feto, ándale así, un piquetito en la espalda, me dice si deja de sentir las piernas”. Cigarrillo, coca, almohada, cobija, una llamada, corriendo de regreso a urgencias.

Un verdadero maremagno. Treinta y cinco horas de guardia; treinta y cinco horas despierto y más de doce sin probar bocado. Y así será cada tercer día. ABC, ABC, ABC. Bienvenido a la residencia.

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9 de marzo

No puedo quejarme: en general alcanzo a hacer tres comidas al día. Eso sí, si quiero acabarme mis raciones tengo que avorazarme como árabe al terminar el Ramadán. Y no es que tenga sólo cinco minutos para comer. Los residentes de mayor jerarquía, a pesar de las advertencias de Christopher, nunca me han puesto limitaciones, a lo mejor porque todavía estamos tiernitos: ¿cuán-

to es una semana de residencia? Tal vez saquen el cobre después. No, el abuso de mis superiores no es el principal motivo por el que tengo que avorazarme, sino que la chamba nunca termina. Intentaré describir cómo transcurren mis días, aunque sospecho que será un esbozo más bien confuso, pues las lagunas mentales son la regla y no la excepción, y es probable que intente llenar ese vacío con digresiones. Ya lo dijo Thomas Mann, no existe nada más subjetivo que el tiempo. Basta preguntarle a cualquier persona sobre el tema para encontrar una mirada de sorpresa y una respuesta embrollada: “Cómo que qué es el tiempo, es obvio que el tiempo son las horas, los minutos, los segundos...”, y así sucesivamente.

Pero ¿no tenemos la certeza de que el tiempo transcurre de forma inconsistente? La percepción del mismo nos parece siempre distorsionada. A veces, por ejemplo antier, sentí como si llevara días enteros en el hospital y apenas eran las diez de la mañana; en otras ocasiones los minutos corren al galope, convirtiendo una guardia entera en un simple abrir y cerrar de ojos. Hay quienes opinan que la percepción del tiempo depende de la cantidad de trabajo que tengamos, lo cual es cierto, pero no del todo: el estado mental también importa. A veces tengo lagunas amnésicas o blackouts, periodos prolongados de los que no recuerdo absolutamente nada; ¿serán Freudian slips, lapsus memoriae o simples episodios de amnesia global inducidos por la falta de sueño, el ayuno y el cansancio extremo? Al inicio me preocupaban pero ya no, pues me enteré que le ocurren a la mayoría de los residentes. Hasta tienen nombre: DAR, demencia asociada a la residencia.

Pero bueno, volviendo al tema. Usualmente llego al hospital entre 6 y 6:30 am para revisar a los nuevos pacientes y asegurarme que las indicaciones, las notas de ingreso y de evolución, los laboratorios, etcétera, están en el lugar que les corresponde dentro del expediente. A las 7 en punto llega mi R2, que se llama Lulú (aunque yo le digo Lucifer: el primer día de rotación le dije

“Buenos días, doctora Lourdes” y me contestó “No mames güey, dime Lucifer”, apropiándose orgullosamente del epíteto que le otorgaron los estudiantes), una residente egresada de la UNAM que parece distraída e indiferente pero que, de hecho, conoce a la perfección a cada uno de sus pacientes. Cuando Lucifer llega me pregunta “¿Todo en orden?”, y si le contesto que sí, me comparte un café de la bandejita que trae todas las mañanas. No es tan mala persona, siempre y cuando hagas bien las cosas; si las haces mal, ella misma se encarga de señalar tus errores y ponerte en evidencia frente a Sotomayor y López. No la culpo: en el fondo se preocupa por los pacientes. Es buena médica. Además, siempre he tenido la impresión de que, cuando me han castigado por recomendación suya, se queda con algo de culpa: tiene corazón de pollo esa Lucifer.

Se supone que hay un R3 a cargo de urgencias, pero hasta el día de hoy no he tenido el gusto de conocerlo. Se llama Óscar, pero brilla por su ausencia. Debe ser por esa costumbre que tienen en urgencias de dejarle toda la chamba a los R1 “para que se curtan desde el principio”. Bueno, después de que Lucifer me entrega el café, le doy un panorama general de los pacientes: historia clínica, diagnósticos y el plan a seguir. Mientras tanto, ella parece ocupada por todo menos por lo que le digo, aunque en el fondo sé que me está escuchando con atención porque es responsable por lo que el R1 haga o deje de hacer, especialmente en el primer mes de residencia; después de mi exposición cierra los ojos y se mantiene inmóvil varios segundos, tal vez un minuto, durante el cual repasa lo que acabo de decir y emite un Ok fuerte y asertivo que la regresa (y al resto de nosotros) a la realidad, con el cual da por concluida nuestra primera reunión. Lucifer es interesante y divertida: me da gusto aprender de ella. Creo que ya me agarró confianza y, la verdad, no me molesta que me cargue la mano porque así me acostumbro al campo de batalla. Naturalmente, si de vez en cuando algo se me atora o

estoy confundido, o un paciente se me está muriendo, le marco y siempre está disponible. Ya me dijo que la semana entrante me dejará hacer la primera punción lumbar por mi cuenta.

De vuelta a la rutina diaria. Una vez que Lucifer se ha ido al cuarto de residentes me pongo a revisar con detalle a mis pacientes. Hago una exploración médica general y después me enfoco en la exploración neurológica: funciones mentales, nervios del cráneo, fuerza, sensibilidad, marcha, cerebelo, etcétera. Todas esas maniobras de Broca y Gilles de la Tourette y Babinski. A los neurólogos les encanta el bluff, se sienten Jean Martin Charcot cada vez que toman un martillo de reflejos. Y a todo esto, ¿qué hace un residente de psiquiatría realizando exploraciones neurológicas? Aunque, pensándolo bien, a pesar de que la pregunta sea válida en nuestros días, a través de la historia de la medicina la línea que ha separado la neurología de la psiquiatría nunca ha sido del todo clara y los que se empecinan en demarcarla terminan, invariablemente, frustrados. Como la paciente joven que fue traída a urgencias con alucinaciones y delirios que fueron descritos por el propio Jefe de Psiquiatría, el doctor Agustín Yáñez, como típicos de una esquizofrenia bleuleriana y terminó en un caso de encefalitis; o el señor que fue ingresado por una depresión con síntomas psicóticos de libro (así la describió Lucifer, como una locura de libro) y salió del hospital con diagnóstico de cáncer cerebral (glioblastoma multiforme).

Tiendo a divagar. Volviendo al día promedio. Después de que termino de evaluar neurológicamente a mis pacientes procedo con la revisión de expedientes. Algunas notas son bastante buenas y detalladas, otras no tanto; si hay información que pueda confirmar, mejor para mí, aunque esto no siempre es posible pues algunos pacientes están inconscientes, intubados y resulta que los recogieron de la calle o que no hay familiares a quienes recurrir: en estos casos no hay otra opción más que conformarme con la información deficiente de la escuálida nota de ingreso.

Después evalúo los estudios de laboratorio, los resultados de la punción lumbar y dejo para el final la perla de la corona: los estudios de imagen. No hay nada más excitante para un neurólogo que una tomografía computarizada de cráneo. A veces creo que se hacen chaquetas pensando en tomografías. Tienen que ver a un neurólogo frente a una: les brillan los ojos, se relamen el pelo, respiran profundo, se acarician la barba o se retuercen el bigote, dicen “Claro, claro, sí, claro”, y los demás (especialmente los estudiantes de medicina) imitan sus expresiones como si tuvieran la más remota idea de lo que tienen enfrente. La interpretación de la tomografía es el momento dorado en el día de un neurólogo y su expresión es la misma que la de esos pseudointelectuales que pululan en los museos, cuyo pasatiempo favorito es describir las obras más heterodoxas de arte abstracto. Es todo un evento. Cuando terminan queda un silencio solemne, como el de la misa después de leer el evangelio: “Palabra de Dios; te alabamos, Charcot”. Es una farsa muy divertida. Los neurocirujanos, con todo y su cerebro rudimentario son, al menos, más honestos: al analizar una tomografía sólo están interesados en encontrar bola, sangre o una tubería tapada: si no hay ninguna, se abstienen de emitir conclusiones eruditas o rimbombantes y se van a lo que sigue.

Bueno, como decía, me pongo a ver los cortes axiales, sagitales y coronales de las tomografías; veo los surcos, las circunvoluciones, los ventrículos, etcétera, y si tengo alguna duda consulto con Lucifer. Después de eso me escapo unos minutos para comprar un café, que acompaño con el segundo Marlboro del día (el primero es camino al hospital) y, si alcanzo, desayuno alguno ligero.

A las 9 en punto comienza el pase de visita. Como he dicho antes, lo lidera el doctor Fernando Sotomayor, el viejito rollizo que ronda los ochenta años, el que se contonea con los hombros erguidos. El bastón está de adorno pues se ve que goza de buena salud y su estructura es casi atlética; tiene frente amplia y nariz

aguileña, el pelo cano peinado de manera inmaculada y las mejillas bien afeitadas. Su función principal consiste en caminar por los pasillos, sonreírle a los residentes, corretear estudiantes de medicina (mujeres, de preferencia) y mantener pláticas insustanciales con sus colegas de la vieja escuela. Ya casi no trata pacientes pero mantiene varios puestos simbólicos: Decano Emérito de la Cátedra Neurológica Ramón y Cajal, profesor adjunto de Historia de la Medicina y director para la formación de Recursos Humanos en Salud. Es reconocido, aparentemente, como un prodigio de la clínica, al grado que en sus buenos años las señoras de sociedad lo conocían como “el mejor neurólogo de México” (el más guapo también), aunque algunos médicos de antaño atribuían su fama entre la burguesía, más que a sus habilidades clínicas, al hecho de que apareció en un par de ocasiones en la portada de la revista Hola. Presume cada que puede su título del Hôpital de la Pitié-Salpêtrière de París, donde estudió con un pupilo de Gilles de la Tourette quien, a su vez, había aprendido del mismísimo Charcot. Su marca personal es la manera elegante, la finesse con la que toma el martillo de reflejos para examinar a sus pacientes. Un verdadero dandy el viejito. Y sí, una auténtica vaca sagrada, una caca grande: qué digo grande, una cacota inmensa del Centro Hospitalario de Enfermedades Cerebrales. Del doctor López no tengo mucho por decir, excepto que es nicaragüense y sobrevivió de milagro la revolución sandinista de los ochenta; por lo demás, es un títere de Sotomayor. Es mucho más joven, mucho más moreno y mucho más idiota que don Fernando aunque, para hacerle justicia, se toma la chamba más en serio. El ritual del pase de visita es el mismo de siempre: recorremos (Sotomayor, López, Lucifer, Santiago, los rotantes de otros hospitales y los estudiantes de medicina) todas las camas, examinando a cada uno de los pacientes del servicio. Los nuevos reciben más atención, especialmente si tienen síndromes raros o si sus manifestaciones clínicas son muy floridas, pues sirven de

conejillos de indias para que los internos o los rotantes aprendan neurología. Así ha sido siempre: los pacientes pobres de los hospitales públicos no tienen otra opción sino estar a la dócil y silenciosa disposición de los residentes que ahí se entrenan para que hagan con ellos lo que mejor les convenga; claro, eso sí, con una buena intención en mente: “si experimentamos con ellos es estrictamente con fines académicos”, dice, con cierto aire de superioridad moral, Sotomayor. Bueno, una vez frente al paciente, la función del residente es presentar el caso, lo que significa que uno debe hacer una exposición minuciosa sobre los antecedentes de importancia, los síntomas que conforman el padecimiento actual, los hallazgos de la exploración neurológica, regurgitar de memoria todos los resultados de laboratorio y gabinete para después esperar, con docilidad, las preguntas o correcciones de los maestros. Los primeros días me temblaba la voz (siempre he sido un poco tímido) porque las cacas grandes aman hacer preguntas enredosas o rebuscadas cuyo objetivo no es conocer mejor al paciente o resolver un enigma, sino poner en evidencia nuestro estatus de principiantes: “¿Cuáles son sus antecedentes no patológicos de importancia? ¿La zoonosis es un factor relevante?”, carajo, qué me importa si duermen con perros, gallinas o periquitos australianos. “¿El soplo es sistólico o diastólico?”, carajo, por algo decidí no ser cardiólogo. “¿Estás seguro que el Babinski izquierdo es negativo? ¿Cómo describirías la marcha, es atáxica, hemipléjica o miopática?”. Carajo. “¿Perdió primero la fuerza en la pierna izquierda o derecha? ¿No sabes, Olmos? ¿Cómo es que entraste al Centro Hospitalario?”. Carajo, carajo. Lo bueno es que en los momentos más críticos Lucifer sale a mi rescate: es buena gente Lucifer.

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