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2 de marzo
y, mientras tomaba conciencia de mi situación, intenté ponerme solemne, hacer algo simbólico para marcar el inicio de mi residencia, pero todo fue en vano: no se me ocurrió nada. El discurso interior para darme ánimos y convencerme de que al día siguiente iniciaría la etapa más importante de mi vida nunca floreció y, como no encontraba nada mejor que hacer, opté por ir al centro de Tlalpan a tomarme unas cervezas, pero sólo tres, porque no quería llegar crudo a mi primer día de residencia.
2 de marzo
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Escribo esto después de treinta y cinco horas de trabajo continuo, en las cuales no dormí ni un segundo. Mi cerebro, ahora, está soporoso y enlentecido: un contraste claro con mi estado a las ocho de la mañana, cuando me sentía acelerado, desinhibido y, francamente, parlanchín. Parece como si me hubiera trepado a una montaña rusa una, y otra, y otra vez; y apenas ahora, al bajarme, fuera consciente de la audacia de mi recorrido y del estado lamentable al que me había reducido.
Es probable que la euforia de la mañana se debiera al hecho de que sobreviví indemne a mi primera noche de guardia; en todo caso, recordé que ya me había ocurrido antes algo similar: en aquellas ocasiones en las que, por cualquier motivo, no dormía nada en el transcurso de la noche, y me veía obligado a resistir la necesidad imperiosa de dormir (que es peor a eso de las tres o cuatro de la mañana), algo se prendía dentro de mí, una energía casi ilimitada me poseía durante varias horas, que exprimía todo el vigor de mi cuerpo y de mi mente, antes de ceder al cansancio acumulado: era el momento del bajón de mediodía. Creo que a ese desequilibrio de hormonas y estímulos que causan un cortocircuito en la formación reticular le llaman hipomanía postguardia.