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17 de febrero
17 de febrero
“¿Qué haces en el Monasterio del Pedregal, si no crees en Dios?”, fue lo primero que me preguntó Fernanda ayer en cuanto llegó. Es una pregunta sensata, ¿no es cierto? A pesar de que conoce muy bien la respuesta, me lo pregunta porque no encuentra otra manera de reclamarme que no esté compartiendo con ella las últimas semanas antes de iniciar la residencia médica: “Ya no pareces interesado en mí”, me dijo, con un tono que me pareció más bien melodramático. ¿En verdad ya no estoy interesado en ella? No lo sé, es probable que sea así. Fernanda ha sido mi novia desde hace mucho tiempo, incluso antes que comenzara medicina: llevamos, me parece, siete años juntos. Nuestra relación ha tenido, como cualquier otra, altibajos. El problema principal, creo, es que se sintió abandonada desde que comencé la carrera. ¿Pero eso es mi culpa?
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Cierto, al inicio intentaba visitarla cada fin de semana (apenas dos horas separan Guadalajara de Zamora), pero fue inevitable que, con el paso del tiempo, acabáramos por distanciarnos; además, me gustó ver el “Gran Mundo”. Las amplias avenidas de la ciudad; la oferta cultural, inagotable; el ambiente universitario y bohemio; el tamaño masivo de la urbe: todo terminó por fascinarme. Algunos chilangos dicen que Guadalajara no es más que un ranchote, pero si es así, ¿qué es entonces Zamora? A pesar de padecer ese amor arraigado al terruño, eso que Luis González y González llamaba la querencia, seis años en Guadalajara fueron suficientes para desentenderme de mi vida anterior.
Fernanda, hay que decirlo, ha cambiado también. Lo empecé a notar desde hace algunos meses, pero aclaró todas mis dudas el día que recibí la confirmación de que había pasado el examen na-
cional de residencias médicas. A pesar de todo lo que significaba para mí (¡Vaya que ella lo sabía muy bien!), del gran empeño que había puesto para pasarlo, su reacción me desilusionó completamente. ¿No estaba emocionada por mi éxito? ¿No se congratulaba conmigo porque todos esos meses llenos de dolores de cabeza, de noches sin sueño, de sacrificios, habían valido la pena? No, no estaba contenta, todo lo contrario: parecía que había recibido una noticia funesta, como la muerte de alguien. Parecía, incluso, que le molestaba que hubiera aprobado el examen. Después de unos momentos de silencio, durante los cuales esperé en vano una muestra de alegría, se limitó a decir: “Felicidades, espero que no sea el principio del fin”. ¿Qué tipo de felicitación es esa? Intuí, sin embargo, lo que sus palabras crípticas querían decir, algo así como: “Si durante el servicio social, estando en Guadalajara, casi nunca nos veíamos, ¿cómo va a sobrevivir la relación si te irás a la residencia a la Ciudad de México?”. Si he de ser completamente sincero, la misma pregunta me cruzó por la cabeza: ¿será este el principio del fin? Al darme cuenta del carácter fatídico de mi situación, de la encrucijada en la que me encontraba, entendí que era momento de pasar unos días en el Pedregal.
Visité el Monasterio del Pedregal por primera vez hace apenas un par de meses, en mis últimas vacaciones del servicio social. Está en las afueras de Jacona y, a pesar de que había escuchado hablar mucho de él (los monjes gozan del favor general de los habitantes del pueblo), lo descubrí bajo circunstancias un poco fortuitas, pues un amigo de la secundaria me invitó a una celebración especial: su primo, quien acababa de terminar el noviciado, estaba por tomar los votos perpetuos.
Una vez en el monasterio, caminando por sus jardines, mi amigo me presentó a un monje que despertó una viva curiosidad en mí desde el momento en que lo conocí. Se llamaba Rosendo y estaba a cargo de la hospedería, un área del complejo monástico
que cumplía las funciones de hotel, en donde se recibían visitantes de cualquier tipo (“Creyentes o no”, me aclaró, cuando le revelé mi falta de fe, a la cual, por lo demás, se mostró indiferente), siempre y cuando tuvieran una necesidad espiritual de soledad y meditación. “Puede ser un duelo, una crisis, una... encrucijada”. Pronunció esa palabra con una entonación tan sugestiva que terminé por creer que el hermano tenía poderes adivinatorios. Le comenté que no veía de qué manera aislarme del mundo y alejarme de mis problemas, en lugar de enfrentarlos, me ayudaría a resolverlos; a lo que me contestó, no sin cierta picardía, que “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
La conversación, por motivos que aún no logro entender muy bien, me dejó fascinado; nunca tuve la impresión de hablar con un monje, sino con un lego, pero no cualquier lego, sino con el hombre más sabio, justo e imparcial que había conocido hasta entonces. El hecho de que no creyera en Dios, como he dicho antes, no le molestó, al contrario: parecía como si hubiera agradecido mi ateísmo, tal vez sospechando la lucha interior que había sufrido unos años antes, o tal vez frotándose las manos al pensar que había encontrado una oveja descarriada y que era suya, y de nadie más, la responsabilidad de regresarla al camino del bien. Esa impresión se acentuó conforme, avanzando la conversación y adentrándonos en los detalles que sólo se pueden compartir cuando existe la confianza más absoluta, comencé a relatar experiencias íntimas, truculentas, vergonzosas. El hermano Rosendo nunca pareció inmutarse ni juzgarme, al contrario, mientras más secretos revelaba, más tierna y comprensiva parecía su expresión. Después de haber abierto la cloaca y de haber liberado la presión efervescente, me sentí inmediatamente aliviado. –Caray, hacía mucho que no me confesaba. –Esto no es una confesión Ángel, es una simple charla entre amigos. Recuerda que no soy sacerdote; además, me tienen sin cuidado los golpes de pecho, las penitencias y demás formalidades vanas.