Semanario #701

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Domingo 11 de Julio de 2010

Fuerza para pastorear

La oración del sacerdote: coloquio del Amigo con el amigo ‘Ya no os llamo siervos sino amigos’ (Cf. Jn 15, 15). La vida cristiana es una educación en la amistad con Cristo, bajo la dirección del Espíritu Santo. La amistad con Cristo es algo más que un sentimiento pasajero o un bello ideal; es un don en el que se funda la santidad. Mons. Miguel Romano Gómez Obispo Auxiliar de Guadalajara

A

certadamente señala el Papa Benedicto XVI que, en la amistad con Cristo y en la adhesión fiel a su voluntad, se encuentra el secreto de la santidad. Además, el tema de la amistad con Cristo, para nosotros como consagrados, adquiere una especial importancia porque Cristo mismo establece una íntima conexión entre sacerdocio y amistad cuando a los Doce -a quienes llama amigos- les confiere la misión de perpetuar su sacerdocio en la Iglesia, de tal suerte que en la amistad con Jesucristo encontramos el significado profundo del sacerdocio: “Ya no os llamo siervos, sino amigos. Éste es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús, debemos ejercitarnos como nos dice San Pablo en la Carta a los Filipenses (Cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto, también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con Él, estando con Él.”

Signo de predilección Ahora, si la oración es, como diría la Santa de Ávila, “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”, ¡con cuánta mayor razón la oración del sacerdote ha de ser un coloquio entre amigos!, porque Cristo, por pura gracia, nos ha configurado a nosotros en sus más íntimos amigos mediante la ordenación sacerdotal: no somos sus siervos, sus empleados o sus más leales colaboradores, sino sus amigos, y para eso, en primer lugar, nos ha llamado. Nuestro ministerio debe ser un continuo estar con Cristo, amándolo en la oración y sirviéndolo en los demás.

Por tanto, “ser amigo de Jesús, ser sacerdote, significa ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con Él y por Él”. Estar con Cristo quiere decir desarrollar una relación de comunión y amistad; sentirla como consuelo y apoyo que nos vincula a Cristo. Es una relación que nunca se agota y en la que se encuentran siempre nuevos aspectos, alegrías y fuerzas. En efecto, se consigue realizar la vocación sacerdotal según sea la proporción de esta amistad, que es una íntima comunión de amor y vida, a manera de alianza personal, expresada en forma de amistad.

Su efecto en los afectos Aquí, conviene señalar que la relación que existe entre nuestra vida afectiva y nuestra vida de oración es directa; estamos ante vasos comunicantes que influyen, directamente, el uno sobre el otro. Como es nuestra vida de oración, así es nuestra vida afectiva, y viceversa. Igualmente, como es nuestra oración y afectividad, así es nuestro trabajo pastoral. En el fondo, si se ha dejado de orar, no es por-

que nuestros compromisos pastorales nos lo impidan, sino porque se ha dejado de amar. Y si hemos dejado de amar, todo comienza a perder su dimensión y significado. Nosotros, como consagrados, debemos descubrir la grandeza y belleza de la amistad, tanto en su dimensión humana, como divina. Nuestra forma de amar a Dios, y por Él y en Él a los demás, es la amistad. Nosotros, como célibes, optamos por esta forma de amar, porque sabemos que “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13). Existe, además, una estrecha relación entre la amistad humana y la amistad divina, porque la primera nace del amor de Dios, aunque la amistad humana nos descubre, más que las palabras, la amistad de Dios hacia nosotros. Si nosotros no hemos experimentado el gozo de tener y ser un amigo, ¿realmente podremos descubrir a Jesucristo como el Amigo? (Cf. 1 Jn 4, 20). Por ello, tener y ser un amigo, es un verdadero don; una ayuda inestimable para nuestra vida espiritual y pastoral. Si nuestra oración la vemos en clave de amistad, entonces descubriremos que ella no es un deber o una “carga”; sino una gracia, un gran regalo: un encuentro por Él preparado desde toda la eternidad. Procurar al Amigo y conversar con Él, no puede ser algo molesto o incómodo, aunque a veces nos cueste más trabajo orar. Quizá la oración, para algunos, no ha dejado de ser un encuentro gozoso, porque se ha perdido la conciencia, por un lado, de que el sacerdocio es una elección especialísima de amor, de amistad; y por otro, que nuestra respuesta a esa elección se concreta en una relación personal de amistad con Jesucristo. Esta amistad gratuita y libérrima de Cristo genera un compromiso, porque el amor no es sólo un llamado, sino también un deber. Se trata de una amistad que compromete y que “debería infundir un santo temor, un mayor sentido de responsabilidad, una mayor disponibilidad en el dar de sí todo lo que seamos capaces, con la ayuda de Dios. En el Cenáculo, esta amistad se consolidó profundamente mediante la promesa del Paráclito: Él «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho [...]. Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio» (Jn 14, 26; 15, 26-27). Nos sentimos siempre indignos de la amistad de Cristo. Pero es bueno que tengamos el santo temor de no permanecer fieles a la misma.” Y para permanecer fieles a Jesucristo necesitamos orar, ya que la fidelidad es la hija mayor de la oración, y por ello la oración es nuestra primera “obligación” pastoral.


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