PRESENTACIÓN
HACEcien años, las paredes del Colegio de San Ildefonso fueron el lienzo monumental en que se plasmaron los primeros murales del México moderno. En 1922, Diego Rivera revistió el anfiteatro, que hoy lleva el nombre de Simón Bolívar, con las múltiples alegorías de La creación . Durante ese mismo año y principios del siguiente, Jean Charlot pintó, en el costado de unas escaleras, La masacre en el Templo Mayor: ahí ha quedado detenido el instante en que las huestes comandadas por Pedro de Alvarado, en 1520, asesinaron, cobardemente, a la nobleza tenochca.
En la esquina inferior izquierda de su obra, Charlot escribió: “este es el primer fresco pintado en México desde la época colonial”. El artista está consciente de ser un pionero y, al mismo tiempo, el eslabón de una cadena. Este país, quizá más que ningún otro, tiene desde hace siglos una particular tendencia a imaginarse en el espacio de sus muros. Pienso en las frondas de símbolos que flanquean los silenciosos pasillos de los conventos virreinales; también en los dioses que rigen sobre un imperio, turquesa y carmesí, en los muros de Teotihuacán y de Cacaxtla. El muralismo del siglo xx irrumpe, enérgico, y a la vez forma parte de una antiquísima tradición.
Los textos que conversan asomados a este Barandal demuestran que, a pesar de ser uno de los movimientos más discutidos y comentados del arte mexicano, aún queda mucho que decir sobre nuestro muralismo en su primer centenario. Como ocurre con otros fenómenos neurálgicos de nuestra cultura, es preciso que cada generación vuelva a alzar la mirada hacia los altos muros y realice lecturas renovadas que sitúen la obra de arte a la altura del presente. Los autores de este tercer número, pues, nos descubren textos inéditos sobre Diego Rivera, llaman a considerar la participación de las mujeres en esta empresa artística, nos hacen partícipes del diálogo entre la obra de José Clemente Orozco y los actuales movimientos de lucha y resistencia latinoamericanos...
Hace no mucho quedé cautivado por una fotografía: una familia —huaraches, rebozos, cestos de mimbre— observa el mural en el que Diego Rivera denunció las injusticias sufridas por los campesinos del estado de Morelos a lo largo de su historia. Las fronteras entre el pasado y el presente, entre la obra y el espectador, se desdibujan. El pueblo de México todavía se reconoce en la obra de nuestros muralistas: ¿qué tanto nos incomoda, nos interpela, la imagen que ese espejo, cien años después, nos devuelve?
Jorge Gutiérrez Reyna
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© Instituto de Investigaciones Estéticas UNAM, archivo fotográfico Manuel Toussaint y archivo Emma Hurtado, Colección Arquitecto Juan Hurtado
EMILIANO DELGADILLO
LAS TENDENCIAS SOCIALES DE DIEGO RIVERA
Un trabajo escolar inédito de Efraín Huerta
NACIDO como Efrén Huerta Romo (Silao, Guanajuato, 18 de junio de 1914 - Ciudad de México, 3 de febrero de 1982), lo encontramos a sus quince años en la capital mexicana, con lápices, carboncillos y acuarelas afuera de la Academia de San Carlos. El joven Efrén quiere inscribirse en las clases de Dibujo y Artes Plásticas, pero es rechazado al no conseguir revalidar su matrícula. Sus hermanos mayores le dan palabras de aliento, lo conminan a permanecer en la capital, a buscar mejor suerte en la Escuela Nacional Preparatoria. Un año después, el 11 de febrero de 1931, es matriculado como alumno de la Universidad Nacional, con el número de identificación 8,257. Efrén entra por primera vez al Antiguo Colegio de San Pedro y San Pablo, mejor conocido como “La Perrera”, edificio virreinal en el que los muchachos del primer año de la Preparatoria —los “perros”, según el mote impuesto por los mayores— cursaban sus materias.
Ahí conoce a los nacidos en 1915 —un año más chicos que él—, entre quienes sobresale un mozo de ánimo trepidante, lector empedernido, melómano nato, muy hábil para el dibujo: Rafael Solana Salcedo (Veracruz, 7 de agosto de 1915-Ciudad de México, 6 de septiembre de 1992). De inmediato, se vuelve el amigo y cómplice de las primeras aventuras adolescentes, resumidas en los versos con que Huerta recordó sus años preparatorianos: “Vagar / estudiar / criminalmente”. Con el amigo “Lape” Solana, el muchacho Efrén recorre las calles, visita librerías y cafés, saca a préstamo libros de la Biblioteca Nacional, paga la matiné del cine y se cuela a la función vespertina, discute en las bancas de la Alameda, participa en actos políticos en Bellas Artes, comparte sus sueños románticos, seduce a mujeres que visten faldas largas, asiste a las clases en “La Perrera” y, más tarde, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, donde conocerá a Octavio Paz, Rafael López Malo, Enrique Ramírez y Ramírez y, en 1933, a Mireya Bravo —su primera esposa. Los maestros de Huerta son parte de la generación intelectual que sobrevivió la Revolución mexicana: Julio Torri, Eduardo Colín, Erasmo Castellanos Quinto, Antonio Caso, Nicolás Rangel, Roberto Chico Goerne, Genaro Estrada, Agustín Loera y Chávez.
Aunque seducidos por los profesores de literatura (Julio Torri impartía Epopeya castellana; Eduardo Colín, Siglos XIX y XX), en el primer año de sus estudios, Huerta y Solana quedaron prendados de la clase de Historia del arte, a cargo de Loera y Chávez. Compartían con su maestro la afición por el dibujo y, animados por éste, sellaron su amistad con las excursiones organizadas por “Lape” —más adinerado que Huerta— a algunos sitios históricos, con el fin de esbozar en cuadernos y papeles la historia viva del arte mexicano. Así lo recordó años después, alrededor de 1977, el propio Efraín: “Recorrimos la Ciudad de México en busca de huellas del arte mudéjar; por él fuimos a Cuernavaca (frescos de Diego Rivera) y a Taxco (Santa Prisca). Solana escribía
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y yo dibujaba. El trabajo nos lo encuadernaban en la Biblioteca Nacional, entonces dirigida por Enrique Fernández Ledesma”.1
La simpatía y admiración de Efraín Huerta por Agustín Loera y Chávez reaparece en los ensayos, artículos y entrevistas, como en la muy famosa de Cristina Pacheco (1978):
—¿Cuál de tus maestros preparatorianos te causó mayor impacto?
—Pues don Agustín Loera y Chávez, que también fue maestro de Octavio Paz, de López Malo y de todos los “Barandales”.2
Loera y Chávez conservó uno de los trabajos finales, presentado en 1931, para su materia de Historia del arte: la monografía de veintitrés páginas, “Las tendencias sociales de Diego Rivera”, firmada por “Efraím” Huerta Romo, entonces de diecisiete años, e ilustrado por Rafael Solana, de dieciséis. El trabajo final, presentado durante el primer año del Bachillerato en Filosofía y Letras, sobrevivió el paso del tiempo y llegó a manos de la entusiasta editora Verónica Loera y Chávez, sobrina-nieta de don Agustín. Entre los libros y papeles heredados del tío-abuelo, Verónica descubrió —junto a la primera edición de Absoluto amor (1935), el primer poemario de Efraín Huerta— la monografía sobre Rivera. La preservación de estos materiales es una muestra del afecto que Agustín guardó hacia su alumno, a la vez que fue el punto de partida de la aventura editorial emprendida por Verónica Loera y Chávez junto a David Huerta, hijo de Efraín, quienes confabularon para llevar a la imprenta el trabajo escolar inédito en una edición facsimilar. Más que una mera curiosidad, el documento resultó ser el texto más antiguo de Efraín Huerta que conocemos.
“Las tendencias sociales de Diego Rivera” entrelaza vida e ideas de su autor, Efraín Huerta, de su objeto de estudio, Diego Rivera, del ilustrador, Rafael Solana, e incluso del maestro, Agustín Loera y Chávez, quien conservó el documento, sabedor de las dotes de escritor, crítico y polemista que ya florecían en aquel adolescente. Asimismo, es un testimonio del período en que los efectos del nacionalismo emanado de la Revolución, junto a las tesis exitosas de la Internacional Comunista, llegaron a oídos de una generación destinada a transformar la historia política, artística e intelectual del México moderno. Me quedo con las dudas: ¿de qué trató el trabajo final que Solana presentó para aprobar la materia?, ¿habrá sido ilustrado, a su vez, por Huerta?
Dividido en cuatro partes sin título, Huerta conjetura un modelo artístico en el que la obra de Rivera es enjuiciada según la proximidad o lejanía con la capacidad de hacer propaganda en favor de la lucha de clases y en contra del capitalismo, las tesis más difundidas entre los jóvenes cercanos al Partido Comunista Mexicano, no exentas del nacionalismo de Estado de cepa vasconcelista.
1. Citado por Raquel Huerta-Nava. “Efraín Huerta: años de formación”. Tierra Adentro, núms. 189-190, marzo-abril de 2014, p. 46
2. “Efraín Huerta: bajo la dura piel de un cocodrilo”. En El otro Efraín. Antología prosística. Carlos Ulises Mata (ed.). México: FCE, 2014, p. 650..
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Las palabras iniciales de Huerta sobre “la personalidad artística” de Diego Rivera nos recuerdan que la aceptación de su novedoso estilo pictórico no fue unánime ni inmediata, sino lo contrario: “Por muchos años ha sido la personalidad artística de Diego Rivera tema de toda clase de enconadas discusiones. Muchos fueron los críticos que, en los primeros días, le negaran todo mérito y lo vituperaran inclementemente”. Este hecho puede resultar extraño a quien conoce el prestigio actual del que goza la obra de Diego Rivera y, en general, el muralismo mexicano. Pero, como ocurre con los cambios en las corrientes estéticas, las nuevas propuestas suelen ser objeto de polémica y de rechazo.
El trabajo escolar de Huerta trasluce sus ideas acerca del papel del artista en la sociedad, marcadas por un razonamiento que, aunque simple y contradictorio, vislumbra los intereses políticos de un joven en plena formación ideológica. Por ejemplo: “Tampoco utilizaremos ni citaremos los frescos que decoran la escalera del Palacio Nacional, puesto que son solamente una galería de historia, una serie de retratos, de escenas, de evocaciones, que en conjunto no dan ideas sociales de ninguna especie, y a las que sería demasiado sutil buscar interpretaciones”.
Si encontramos vagas, pero claras muestras de admiración del preparatoriano hacia la obra de Diego Rivera, es porque el joven estudiante realmente se cautivaba al observar los murales. Pero la historia posterior de Efraín Huerta demuestra un caso típico de enjuiciamiento político de la obra artística mediante la toma de posición ideológica. Huerta luego denostaría y ridiculizaría a Diego Rivera (“hombre de la prehistoria”, “tigre desdentado”, “¡trotskista!”, lo llamó en un artículo), a partir de que éste aceptara apoyar y asilar a León Trotski, considerado “traidor” a la Revolución —según la línea estalinista del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS)—, y a quien Huerta tildó a su vez de “mohosa, polvorienta reliquia del antisovietismo”. 3
Sólo con el tiempo, y a fuerza de coincidir inevitablemente en sus posturas políticas (Huerta también sería expulsado del PCM en noviembre de 1943), el articulista rectificó los juicios hacia su paisano, a tal punto de que en 1951-1952 los vemos juntos en el proceso de elaboración del mural desmontable Pesadilla de guerra, sueño de paz, hoy perdido, cuyos bocetos y fotografías pueden verse, no obstante, en el Museo Anahuacalli y en el Soumaya.
Quien tenga interés en conocer las tesis más tempranas de Efraín Huerta sobre Diego Rivera, o simplemente tenga el gusto de asomarse a la vida preparatoriana de hace un siglo, puede buscar el libro facsimilar, de próxima aparición, que la Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca y la Biblioteca Andrés Henestrosa están por publicar, junto a una versión más amplia de este texto.
3 “A Trotsky lo que es de Trotsky”. En Prosas de guerra y esperanza
Efraín Huerta en El Popular (1939-1944). Sergio Ugalde (ed.).
México: unam/Almadía, 2021, p. 105.
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DE LA AUSENCIA, LA PRESENCIA. UNA LECTURA CON PERSPECTIVA DE GÉNERO DE LOS MURALES
DEL PALACIO DE BELLAS ARTES
Ya no se trata sólo de la inclusión de nombres de artistas mujeres en la historia del muralismo, sino de exigir la despatriarcalización de las instituciones culturales y de la manera en la que se generan las colecciones estatales y construimos memoria.
REBECA BARQUERA
UNAde las colecciones de murales más emblemáticas del país se encuentra en el Museo del Palacio de Bellas Artes (MPBA), la cual exhibe diecisiete tableros realizados por siete artistas nacionales, todos reconocidos en mayor o menor medida y referidos frecuentemente en las historias del movimiento artístico mexicano más importante del siglo XX Estos murales fueron ejecutados entre 1928 y 1963, y dan cuenta, como observa Mary K. Coffey, de la conversión de un movimiento nacido bajo los impulsos de la Revolución a un arte auspiciado por el Estado y el capital privado. Sin embargo, podríamos adelantar el arranque del muralismo si consideramos que Saturnino Herrán fue comisionado en 1914 para decorar algunos frisos del entonces Teatro Nacional: de haberse concluido, el ciclo mestizófilo Nuestros dioses habría inaugurado el programa mural del palacio.
Si los murales del MPBA narran una parte de la historia del muralismo, tenemos que subrayar que esta historia se construyó como un relato androcentrista y heteropatriarcal que ha exaltado las figuras de los muralistas invitados a pintar en el marmóreo edificio: Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Rufino Tamayo y Jorge
González Camarena. Además de los murales icónicos que pintaron y de las numerosas exposiciones que han tenido en el máximo recinto de las artes en México, cinco de las ocho salas del MPBA fueron bautizadas con estos nombres, garantizando así, por si no fuera suficiente, su permanencia en la memoria colectiva.
Entre 1965 y 1966 —una vez concluido el mural de Camarena, el último realizado ex profeso para el palacio—, se trasladaron Alegoría del viento y La piedad en el desierto, murales que Roberto Montenegro y Manuel Rodríguez Lozano, respectivamente, pintaron para el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo y la prisión de Lecumberri. Estas obras se alejan del carácter estético y político de los murales de Bellas Artes, pues plantean reflexiones en torno a la modernidad y la existencia humana desde otros lenguajes. No deja de ser paradójico que ambos trabajos, concebidos por artistas homosexuales relacionados con el grupo de los Contemporáneos, coexistan con las obras de los “machos” muralistas que en su momento llegaron a ridiculizarlos. Tal es el caso de Rivera, quien dedicó sátiras y comentarios homofóbicos a los integrantes de este grupo como podemos
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ver en el tablero El que quiera comer que trabaje, pintado en los muros de la Secretaría de Educación Pública en 1928: ahí aparece Salvador Novo tirado de bruces en el piso, con orejas de burro, mientras un niño obrero patea su trasero; también es de su autoría el polémico escrito “Arte puro: puros maricones”, publicado en Choque, órgano informativo de la Alianza de Trabajadores de las Artes Plásticas el 27 de marzo de 1934.
Montenegro y Rodríguez Lozano lograron entrar a la historia del muralismo escrita en los muros del palacio, pero no otros y otras artistas que, más allá de modelos y ayudantes, participaron activamente como muralistas. A la pregunta de por qué no existen murales realizados por mujeres en la colección permanente del MPBA podríamos ofrecer tres respuestas. En primer lugar, porque algunos muralistas consideraban que las mujeres no eran capaces de responder a los intereses viriles del arte mural, lo que obstaculizó la participación de éstas en comisiones oficiales, sobre todo cuando se trataba de edificios gubernamentales. En segundo lugar, y como consecuencia del punto anterior, porque las mujeres nunca fueron invitadas por parte de la burocracia cultural a formar parte del proyecto mural de Bellas Artes. En tercer lugar, y considerando las limitaciones del espacio, porque desde 1977 —año en que se instaló en el museo un pequeño tablero de Rivera— no ha habido voluntad de incorporar nuevos murales, mucho menos de incluir el trabajo de las mujeres muralistas.
En esta aproximación a los murales de Bellas Artes advertimos la ausencia total de las mujeres muralistas. No obstante, desde una
óptica masculina que podríamos calificar de sexista o misógina en algunos casos, las mujeres aparecen representadas en casi todos los murales del palacio. En sus historias, los muralistas hicieron uso de arquetipos femeninos y figuras alegóricas de larga tradición iconográfica en el mundo occidental para representar a madres (La piedad en el desierto, de Rodríguez Lozano) o prostitutas (Katharsis, de Orozco), así como conceptos abstractos: la Libertad (Nueva democracia, de Siqueiros) o la Nación (Nacimiento de nuestra nacionalidad, de Tamayo), que estuvieron en sintonía con la ideología nacionalista y patriarcal promovida por el Estado posrevolucionario. En términos generales, las mujeres son espectadoras o coprotagonistas, pocas veces personajes principales de las composiciones.
A pesar de las enormes dificultades a las que se enfrentaron en un mundo dominado por los hombres y de no haber conquistado los grandes espacios de poder masculino como el Colegio de San Ildefonso o el Palacio de Bellas Artes, sitios acaparados por las figuras masculinas, mujeres como las hermanas Marion y Grace Greenwood, Aurora Reyes, Elena Huerta o María Izquierdo, por citar sólo algunos ejemplos, destacaron como muralistas
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Aurora Reyes, Atentado a las maestras rurales, 1936, fresco. Centro Escolar Revolución (detalle).
y lograron pintar en hoteles, mercados, escuelas, museos y varios lugares más. El legado y la trascendencia de estas mujeres ha sido recuperado gracias al trabajo de diversas historiadoras del arte con perspectivas feministas cuyas investigaciones han abierto la posibilidad de imaginar otra historia del muralismo.
Es necesario replantearnos la manera en que este movimiento se construyó como discurso historiográfico concentrado en las figuras de los “grandes” muralistas, así como el lugar que ocupan actualmente las mujeres en los museos que resguardan murales. Ninguna historia del muralismo y ninguna colección de murales estarían completas sin la inclusión de las mujeres muralistas. Y aunque en el MPBA se han hecho importantes esfuerzos para superar las narrativas tradicionales como la exhibición temporal en 2022 de Xibalbá, el inframundo de los mayas, el último mural de la artista Rina Lazo —quien también realizó las reproducciones de los murales de Bonampak en la estación del metro Bellas Artes—, todavía falta mucho por hacer, en especial si consideramos que se trató de la primera vez que la obra de una mujer estuvo en diálogo con los murales del palacio. Como un museo que pretende contar una parte de la historia del muralismo y como espacio legitimador de las expresiones artísticas y culturales, el MPBA contribuirá a este cambio de enfoque cuando el trabajo de las mujeres muralistas se incorpore a su colección permanente o se exhiba temporal pero constantemente en sus salas.
Mientras esto sucede, como espectadores o investigadores del muralismo podemos ampliar nuestras perspectivas del tema cuestionando las historias oficiales, comprendiendo por qué algunas figuras han recibido mayor atención que otras y reconociendo las aportaciones de las y los muralistas minimizados por las figuras canónicas. En este sentido, las ideas que planteo aquí tienen por objetivo continuar con la línea de las reflexiones iniciadas por las artistas e historiadoras del arte que se han preguntado por el papel de las mujeres en el muralismo mexicano. En esta búsqueda de “justicia historiográfica”, retomando la expresión de Dina Comisarenco, nos corresponde promover una nueva historia, una que coloque a las mujeres en el mismo lugar que a sus pares masculinos.
Rina Lazo Wasem, Xibalbá: El inframundo de los mayas, 2019. (Detalle) ©INBAL | Colección Familia García Lazo
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Maria Izquierdo, La tragedia y La música, Facultad de Derecho, auditorio Dr. Báez, en Ciudad Universitaria. (detalle).
REBECA BARQUERA
“YO
POSO PARA LOS ARTISTAS / QUE HACEN CUADROS SIEMPRE NUEVOS CUANDO POSO”.
Las modelos como agentes creativas del muralismo de San Ildefonso
EN 1923 , la artista plástica, maestra de dibujo y escritora Carmen Mondragón, conocida también como Nahui Olin, escribió: “Yo poso para los artistas / que hacen cuadros siempre nuevos cuando poso / y todas las veces yo soy otra cosa que ellos no han visto todavía / y ellos se atormentan con nuevos cuadros que pintan... cuando poso y aporto siempre una nueva cosa que es mi espíritu derramado en mi cuerpo / saliendo por mis ojos para posar”. Con este poema, Nahui Olin describe la conciencia que tiene sobre su cuerpo y sobre cómo éste es partícipe del proceso creativo de una obra.
En este centenario del muralismo mexicano, es importante resaltar que, si bien los murales de San Ildefonso fueron comisionados a artistas hombres por la Universidad Nacional y el Estado posrevolucionario, muchas mujeres periodistas, maestras, escritoras y artistas plásticas estuvieron involucradas en su creación al posar como modelos. La modelo controla la postura, el movimiento o quietud de sus formas, es decir, su corporalidad. Sabe que su cuerpo es una y mil imágenes en potencia. Cuando se mantiene una pose, se adquiere una configuración física intencionada que comunica algo a un espectador, con el objetivo de ser registrado. La pose, por lo tanto, resalta y enfatiza aspectos de un cuerpo-sujeto integrado: la modelo.
Por ejemplo, la maestra, narradora y agenta cultural Luz Jiménez (conocida también como Julia o Luciana), originaria de Milpa Alta, se convirtió en el canon de la mujer indígena configurado por los artistas plásticos hombres. Es La Malinche que nos mira en la escalera pintada por José Clemente Orozco, al tiempo que forma parte, en tres posiciones distintas, de la composición de Los danzantes de Chalma de Fernando Leal; personifica, además, a la Tradición, con vestimenta roja, a la Fe, con los ojos cerrados y las manos orantes, y a la Sabiduría, alegorías presentes en el mural La creación de Diego Rivera. Es una
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mujer que puede ser muchas mujeres. El pintor Jean Charlot, quien llegaría a ser cercano a ella y a apadrinar a su hija Concepción, decía que Luz “sabía lo suficiente para imaginarse desde afuera”, es decir, “les ayudaba a ver las cosas”, guiaba a los pintores para que vieran lo que querían de ella.
Hoy, es evidente que Luz dio cara y cuerpo a muchas de las alegorías del México posrevolucionario. Fue una mujer que con sus poses ayudó a imaginar, a darle imagen a una identidad. Si bien su representación formó parte de la homogeneización de lo indígena que intentó el proyecto cultural y político de la posrevolución, su acción política, enseñanza lingüística y cultural, dio visibilidad específica a la cosmovisión náhuatl de su comunidad.
“Cuando poso y aporto siempre una nueva cosa...”, escribió Nahui Olin, quien también se encuentra en La creación. Este es definitivamente un mural de mujeres: de 21 figuras, 19 son mujeres. Mujeres dentro de una construcción de regímenes de clase y raza, de género y sexualidad. Varios estudiosos se han dado la tarea de identificar a cada una de ellas: Guadalupe Marín, Dolores del Río, Palma Guillén y muchas otras. Ahí, Nahui Olin encarnó a la Poesía erótica. El semblante melancólico de la poeta y pintora, su cabello corto y grandes ojos, atrajeron la mirada masculina, que intentó capturarla en distintos medios. No obstante, la modelo conocía su agencia en el proceso de producción artística, donde su presencia física implicaba su colaboración.
Es necesario, pues, replantearse la manera en la que los murales fueron realizados, ya que, además de los pintores y ayudantes, muchos de los sujetos que se representaron en los muros participaron en el proceso creativo, prestando su cuerpo y su imagen, a través de la pose, para un espectador, ya fuera inmediato (el artista) o posterior (los estudiantes de la preparatoria de entonces y nosotros). Las modelos, Nahui o Luz, como agentes en el muralismo mexicano, dirigieron el proceso creativo a través de su propia experiencia al posar.
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Antonio Garduño, Nahui Olin, retrato, 1927. Plata gelatina © Colección Carlos Monsiváis Museo del Estanquillo
EDUARDO VÁZQUEZ MARTÍN
LA RESPIRACIÓN DE LOS MUROS
CUANDO en el Laberinto de la soledad (1950) Octavio Paz quiere ilustrar la condición mítica, no sólo histórica, de Malintzin, evoca la representación que habita los muros del Colegio de San Ildefonso: “Al repudiar a La Malinche —Eva mexicana, según la representa José Clemente Orozco en su mural de la Escuela Nacional Preparatoria— el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica”.
Así como el poeta echa mano del muralismo para construir su relato crítico acerca de México y el mexicano, la historia oficial —plasmada, por ejemplo, en los libros de texto que produce el sistema de educación pública— se ha ilustrado, por más de noventa años, con imágenes de La epopeya del pueblo de México, de Diego Rivera, fresco pintado en Palacio Nacional, epicentro del poder político. Son muchos los ejemplos que documentan la fuerza simbólica que ejerce el muralismo en su condición de gran conjunto de códices públicos que resguardan e interpretan la historia patria. La matanza del Templo Mayor, de Jean Charlot, Tormento de Cuauhtémoc, de David Alfaro Siqueiros, Hidalgo incendiario, también de Orozco, dan cuenta, entre muchos otros, de la gran eficacia de la iniciativa de José Vasconcelos de intervenir los muros de los edificios públicos para que estos funcionaran como soportes ideológicos de la formación
colectiva y la cohesión social, tal como lo habían hecho antes los grandes murales y esculturas mesoamericanas en la divulgación de los fundamentos cosmogónicos de sus culturas antiguas, así como los óleos de las iglesias y los frescos de los conventos para la evangelización popular.
Sin embargo, la capacidad enunciativa de dichos códices, su trascendencia en el tiempo, no procede únicamente de su carácter pedagógico y, menos aún, de su instrumentalización propagandística. Como la gran pintura del Renacimiento, cuyo poder expresivo no quedó limitado por la ideología religiosa, el muralismo mexicano escapa a la dogmática de su tiempo, alcanza un más allá que supera los objetivos doctrinarios o políticos que lo patrocinan. Este ir más allá tiene que ver, sobre todo, con la capacidad expresiva de su riqueza plástica, propiamente pictórica, pero también con el gran potencial polisémico, de dimensiones universales, que alude a la condición humana en diferentes momentos de la historia: las relaciones que establecen los pueblos con sus deidades, las guerras de conquista, la tendencia a conjugar culturas diversas con resultados sincréticos, los fenotipos humanos y las desigualdades sociales, la lucha dialéctica entre oprimidos y opresores, los ciclos de servidumbre, resistencia, insurgencia y revolución, entre otros aspectos.
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Es cierto que el movimiento muralista mexicano del siglo XX no se entiende sin la participación del estado nacional surgido de la Revolución mexicana, pero es un error pensarlo como un reflejo servil de la ideología e intereses de los sucesivos grupos políticos que habían emergido victoriosos de aquella dolorosa guerra civil. A diferencia de otros fenómenos estéticos del siglo XX —como el realismo socialista, por ejemplo—, los artistas involucrados en el movimiento mural ejercieron una amplia libertad de creación, promovida incluso desde el gobierno por Vasconcelos. Como nos recuerda Siqueiros en No hay más ruta que la nuestra (1945), los muralistas eran consecuencia directa de las “revueltas de estudiantes de Bellas Artes contra el despotismo de la pedagogía académica” de 1911, habían participado de una manera u otra en el conflicto político militar de la Revolución y estaban involucrados también en los grandes movimientos artísticos de vanguardia que se desarrollaban en Europa y América Latina. De ahí que no estuvieran dispuestos a acatar órdenes ni traducir en términos plásticos ideas impuestas, así fuesen las del gobierno revolucionario o las del Partido Comunista. Dueños de una potente iniciativa política y estética, de un grado muy alto de libertad y autonomía, de inconformidad y rebeldía, los muralistas no sólo interpretaron el momento histórico y las ideas políticas de una nación convulsa y en transformación, sino que fueron capaces, con sus obras e ideas, de definir en no poca medida el pensamiento del México del que formaron parte e, incluso, del que vendría después.
La capacidad de significar (y de resignificar) del arte es una de sus más enigmáticas potencias. El hecho de que estos espejos de la humanidad nos devuelvan una imagen cambiante y polisémica de nosotros mismos, al grado de que ésta deja de ser sólo un reflejo para convertirse en potencia creadora, laboratorio del cambio, metáfora dinámica, viva y en transformación permanente, nos remite al poder mágico de la imagen, capaz de poseer su propia agencia, más allá de la que el creador le imprime.
Pensé en esto el reciente 10 de marzo, mientras observaba recorrer los pasillos del Colegio de San Ildefonso a los representantes del gobierno de Colombia —encabezados por su vicepresidenta Francia Márquez y el exguerrillero del Movimiento 19 de Abril Otty Patiño—, así como a los comandantes guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) —con Pablo Beltrán a la cabeza— quienes se dieron cita en la Ciudad de México para hablar de paz tras cinco décadas de conflicto armado. En algún momento me acerqué al más joven de la delegación guerrillera, que ostentaba un pañuelo rojinegro en el sombrero y se tomaba una selfi con La trinchera de Orozco de fondo: “¡Qué dolor! ¿verdad?”, le comenté; “es la revolución”, me contestó. Minutos después, mientras escuchaba en el anfiteatro Simón Bolívar a la vicepresidenta afrodescendiente decirle a los guerrilleros que por primera vez en su vida los miraba a los ojos sin sentir miedo —ella había sido víctima del conflicto entre el gobierno y el
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ELN, como tantos otros habitantes del Pacífico colombiano— y que, en su condición de descendiente de personas esclavizadas y frente a la opción de las armas que proponía la guerrilla para enfrentar la injusticia, ella había preferido tomar el camino de la resistencia, el cuidado de la tierra y la construcción comunitaria, porque era testigo de que la guerra sólo ha dejado en Colombia dolor, pensé en la presencia de la pintura de José Clemente en el recinto que albergó el encuentro. Particularmente, en el fresco Trinidad revolucionaria ( 1 923- 1 924), donde aparece el brazo fuerte de un hombre armado, de rostro cubierto por una bandera roja que deviene en gorro frigio: imagen del revolucionario incapacitado por la ideología para ver el dolor que su violencia justiciera provoca en entorno suyo, donde una mujer mayor, imagen de la abuela, ruega o reza por su vida y la de los suyos, mientras a su lado, un hombre impotente, con las manos amputadas, expresa de reojo dolor, desconcierto y angustia, ante la carabina empuñada por el guerrero. Y seguí pensando en los murales de Orozco cuando Francia dijo, con énfasis, pero sin subir la voz, que la guerra tenía en Colombia “rostro de hombre”, porque mientras las mujeres habían debido cuidar de los hijos, los huérfanos y la madre tierra, habían sido hombres, en su gran mayoría, los que impusieron el ejercicio de la violencia. Frente a estas palabras, se me vino al pensamiento el panel Mujeres , pintado en 1 926, donde una madre y dos viudas afrontan la devastación del “edén subvertido”, para nombrar el paisaje desolado tras
“la mutilación de la metralla” con las expresiones de López Velarde.
Desde el memorial que guarda los restos del autor de Libertad bajo palabra y su compañera Marie José, el espíritu de Octavio Paz parecía querer intervenir, recitar a gobernantes y guerrilleros algunos de sus versos del “Nocturno de San Ildefonso”:
El bien, quisimos el bien: enderezar al mundo. No nos faltó entereza: nos faltó humildad. Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos, soberbia de teólogos: golpear con la cruz, fundar con sangre, levantar la casa con ladrillos de crimen, decretar la comunión obligatoria.
Diálogo sorprendente el que volvió a suceder en San Ildefonso entre la historia y el arte, entre unos murales realizados en México un siglo atrás, un poema de finales de los años sesenta y la realidad colombiana de hoy; intercambio entre las potencias activas del arte y la vida de los seres humanos. Tras ser testigo de lo que sucedió aquella mañana de marzo, puedo decir, con Octavio Paz, que los muros de San Ildefonso respiraban: “sol hecho tiempo, tiempo hecho piedra, piedra hecha cuerpo”.
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José Clemente Orozco, La trinidad revolucionaria, 1883-1949. Fresco, (detalle). Reprodución autorizada por el instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura. 2023.
ESTAFANÍA ARISTA
DOS POEMAS
DESEO DE CUMPLEAÑOS
Veinte minutos antes y aún era mío el color. Los conos de mi ojo ya no alcanzan a ser abrazados por ninguna longitud de onda.
El frío del desierto en la noche se extiende entre la retina y el nervio óptico.
Ya no entra en mí la luz. Este es mi regalo de cumpleaños: cirugía, ablación que elimina el epitelio.
Espero en la cama a que traigan un pastel, a que enciendan las velas. Un dos y un tres coronados por el fuego.
Me cubro los ojos, testimonios del desierto evaporándose en mí. Sólo siento el calor.
¿Acaso esto es envejecer?
Estar en presencia del fuego y no desear nada.
DOS POEMAS 15
ESTAFANÍA ARISTA
ALGO TIBIO QUE MATAR
Me tiro en la cama y el ruido de algo que se quiebra abre mi estómago. Creí que era un ciervo o las astas de un venado, pero ellos no viven al acecho.
A un ciervo no le atrae la carne descompuesta, mantiene la frente elevada, rama de huesos que apunta al cielo.
Permea mi abdomen el sonido de algo que revienta, el instinto de no curar la herida sino de lamer los rastros de su violencia en mi cuerpo, de ser algo más que la presa.
Desde donde estoy acostada lo azul del techo también bombea en mi sangre. Un impulso expande las tripas: ser otra cosa además del ruido, el ciervo o la llaga.
Ser el cazador que para no morir se atreve a comer su propia carne.
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DOS
POEMAS
SERGIO RAÚL ARROYO
EL DUELO IMPERIAL. FUNERAL DE ESTADO, UNA PELÍCULA DE SERGEI LOZNITSA (2019)1
La desaparición, el rapto repentino y misterioso de grandes y santos, porque no les es lícito morir.
ELÍAS CANETTI
El libro contra la muerte.
LOS funerales de Lenin, muerto el 21 de enero de 1924, fueron la pauta con la que el orbe soviético preparó los futuros ceremoniales de Estado. En un ensayo publicado en 2011, John Gray describe cómo la estructura política de la URSS, incluyendo su ala científica, modeló la liturgia y los nuevos usos simbólicos fraguados por el socialismo real para los cultos funerarios, cuyo laicismo era sólo declarativo. Cuenta Gray que, a través del ingeniero Leonid Krasin, se presentó una propuesta para desarrollar un proceso de suspensión criónica, con la que el cadáver de quien había sido el máximo líder revolucionario permanecería congelado hasta que nuevas tecnologías permitieran revivirlo y así garantizar la continuidad y feliz término de su proyecto. La desaparición de Lenin se asumía como un corte temporal que tarde o temprano cancelaría la muerte y el fin de las contradicciones de la historia. Pero esa convicción no debe entenderse como una idea descabellada, en la medida que encontró su asidero en el pragmatismo político.
Una línea de cultos masivos, dirigidos a la inmortalidad de la Revolución y sus próceres, asumida como fenómeno popular, cobró sentido trascendental en la demostración pública, mediante actos que debían allanar cualquier duda sobre la fidelidad al espíritu revolucionario. El duelo oficial, impulsado desde el Estado, se constituyó como un fenómeno que potenció las razones ideológicas del orbe soviético, a la manera de los ritos imperiales, donde el líder carismático, encarnaba en su propia physis a la revolución misma. La necesidad de hacer tangible la cauda revolucionaria, encontró en los funerales de Iósef Dzhugashvili (Stalin), sucesor de Lenin, el escenario ideal para asociar al líder revolucionario con el hálito de santidad inherente a las causas, efectos y expectativas de un movimiento que había impactado la historia moderna.
1 State Funeral. Dir.: Sergei Loznitsa. Lituania/Países Bajos, 2019. Dur.: 135 mins
NARANJAS Y LIMONES 17
Con material de archivo, en su mayoría inédito, proveniente del crucial 5 marzo de 1953 y de los días que le siguieron, el cineasta bielorruso-ucraniano Sergei Loznitsa presenta el funeral de Ioséf Stalin como culminación de un descomunal culto a la personalidad de quien tuteló la URSS durante 47 años, comprendidos entre 1924 y ese día de marzo, previo a la gélida primavera moscovita. La noticia de la muerte de Stalin conmocionó a la Unión Soviética y a sus satélites, incluidos los partidos comunistas concatenados a lo largo del planeta. A la ceremonia del entierro asistieron decenas de miles de dolientes que formaban un enorme horizonte social, en el que Loznitsa repara silenciosamente, sin mayor interferencia que la del propio ensamblaje de imágenes, que dota de significados ese pasaje, mediante una notable plataforma visual de enorme fuerza crítica, inserta en uno de los mayores despliegues de poder absoluto albergados por la modernidad. Su pieza documental es comparable a la saga de la liturgia política en que se inscribe El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl. Cada capítulo del espectáculo fúnebre, descrito por el periódico Pravda y la prensa oficial como “La gran despedida”, representa una entrada sin precedentes al espectáculo del duelo que nos interna en “la experiencia dramática y absurda de la vida y la muerte bajo el reinado de Stalin” (Loznitsa dixit).
La eficacia que cobraron el perfil y la naturaleza sobrehumana del heredero-conductor de la cruzada histórica del socialismo ruso-soviético estuvo sustentada tanto en los gigantescos despliegues de la propaganda y la persuasión política estatal, como por el creciente fortalecimiento del militarismo y la policía ideológica, pero también por una cadena de actos de fe en los dogmas reactivados por las masas rurales y urbanas que acompañaron la experiencia revolucionaria, vistos por el cineasta-matemático como fuente de interiorización psicológica, capaz de formar una inmensa red de subordinación ideológica, eficaz y actuante, donde la simpatía militante mantenía indeclinable su credo en el fin de la historia y la lucha de clases.
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Con ecos wagnerianos, muy próximos a las ceremonias fúnebres de Lenin, el 5 de marzo de 1953 dieron inicio, en cada una de las repúblicas integradas, las exequias del georgiano Dzhugashvili, quien en 1912 había adoptado el sobrenombre de Stalin, que significa ‘hombre de acero’, también llamado Koba, como el montañés salvaje que protagoniza la popular novela El parricida, del también georgiano Alexandre Qazbeghi, o al que ya entronizado en el Kremlin, fervorosamente identificaron sus correligionarios como “El Padre de los Pueblos”, ítulo que despejaba cualquier duda sobre su lugar en el imaginario colectivo.
La película no sólo nos pone frente a la pregunta relativa al culto a la personalidad como forma de delirio inducido, sino al papel de las masas en ese oscuro duelo político, compuesto paralelamente por la incertidumbre respecto al futuro, las necesidades materiales de las colectividades y los efectos del terror. En Funeral de Estado está presente la naturaleza del régimen revolucionario y su legado, cuya vigencia se mantiene latente en el mundo contemporáneo. Sin duda, estamos frente a hechos no suficientemente saldados por la Historia. Se trata de mirar abiertamente hacia atrás para observar e intentar descifrar el presente.
Sergei Loznitsa, nacido en Bielorrusia en 1964, en la cúspide de la Guerra Fría, se ha propuesto con esta obra documentar con precisión implacable el monumentalismo litúrgico-militar de la era soviética, dejando que las imágenes cargadas de elocuencia mantengan vida propia. Loznitsa no interviene en la corriente del pietaje documental con voces o textos discursivos, sino que se centra en el poder de los materiales provenientes de diversos archivos históricos. En el flujo de lo presentado, habiendo transcurrido más de siete décadas, está una verdad que permaneció soterrada por una inmutable voluntad ideocrática. Ningún gesto requiere ser subrayado, no es necesario el énfasis o el artificio que incline al espectador hacia una trama unidireccional, salvo el del propio río desatado por los acontecimientos en el que la Revolución se desdobla como teatro de un descomunal aquelarre político que toma tonos dramáticos con los magnavoces convocando masivamente a la ceremonia luctuosa, cual Hermano Mayor, o con los rostros lacrimosos puestos así por una pena real que posiblemente sólo el tiempo y la curiosidad humana podrá desentrañar, como una gigantesca puesta en escena, donde el doliente, más allá de la autenticidad, no es sino carne de cañón del registro propagandístico.
El estalinismo es inexplicable sin su teatro y su dramaturgia, sin sus farsas judiciales, sin sus adversarios y sus fieles. El poder tiene que representarse a sí mismo frente al público y cíclicamente hacerse creíble. Es sabido que las respuestas
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sociales a la muerte de Stalin no fueron uniformes y que hubo, incluso, reacciones festivas en ciertas comunidades, como lo ha expuesto la prosa de Victor Serge, la poesía de Eugeni Evtuchenko, entre otros, pero lo que documenta Funeral de Estado es una perspectiva dominada por la acción gubernamental y la reacción de distintas colectividades que, concebidas ciertamente como mayorías, formaron una constelación política sumamente galvanizada. La mirada arqueológica sobre la materia fílmica opera como el detonador de significados diferenciados y ocultos por la aparente unanimidad de quienes protagonizan el duelo. El acopio exhaustivo de imágenes revela los afanes de un estatalismo que se autoembalsama en la corporalidad del dictador, desmontando el carácter atemporal impuesto desde la verticalidad estatal.
Al final de la película, de modo austero unos cintillos dan cuenta de algunas cifras sobre los millones de víctimas que dejó como marca propia el desastre estalinista: migraciones forzadas, hambrunas (la de Ucrania como mayor ejemplo), procesos punitivos, gulags, numérica respuesta testimonial al tinglado montado por una ingeniería social cuyos efectos no desaparecieron con el dictador, expandiendo su lógica hacia otras latitudes tocadas por el control militar y el autoritarismo. Loznitsa afirmó en una entrevista:
Después de la Revolución, en los años posteriores a 1917, hubo tal derramamiento de sangre en la ingeniería social que todavía sentimos los efectos hoy. Mataron a la familia real, a la aristocracia y a la élite militar. Mataron, exterminaron y mandaron al exilio a toda la clase intelectual, escritores, maestros, filósofos. Exterminaron al clero. Hubo hambruna, después la reestructuración del sector agrícola y su colectivización. Otro cambio por la fuerza. La Segunda Guerra Mundial también trajo consigo la gran destrucción de las aldeas rurales de las que el campo nunca se recuperó. Tras la guerra, hubo otra hambruna que mató a unos 10 millones de personas. Si echamos un vistazo retrospectivo a la historia de Rusia, es trágico.
El documental es un cruce de imágenes e intenciones que no responden a una actitud neutra o apolítica; se trata de registros que adquieren verosimilitud propia plano tras plano: Loznitsa parece decirnos que el cinema verité es una falacia inducida por la ingenuidad. Su cine establece conscientemente una relación ética con la historia, un complicado vínculo con la naturaleza analítica del cine documental y los sucesos de una época. Es también un resultado de la imaginación crítica que nunca queda disuelta en el montaje. El cine de Loznitsa es una forma de autoconocimiento.
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Número 3
ESTEFANÍA ARISTA
(Tijuana, 1995). Poeta. Egresada de la licenciatura en Escritura Creativa y Literatura de la UCSJ. Fue residente de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores y becaria de la FLM. Autora de Hipocampo (2021).
SERGIO RAÚL ARROYO
(Ciudad de México, 1953). Etnólogo y antropólogo. Fue director del INAH y del CCU Tlatelolco. Autor, entre otros libros, de Un lugar bajo el sol y otros ensayos. Arte, museos y espacio público (2018).
REBECA BARQUERA
(Ciudad de México, 1990). Investigadora, historiadora del arte y docente. Doctora y Maestra en Historia del Arte y Licenciada en Historia por la UNAM. Colabora en distintos proyectos donde entrecruza el arte moderno, la arquitectura y las ideas científicas de los siglos XIX y XX
EMILIANO DELGADILLO
(Ciudad de México, 1988). Doctor en Literatura Hispánica por el COLMEX y Maestro en Literatura Hispanoamericana por el COLSAN. Especialista en la poesía del siglo XX. Autor de Efraín Huerta. Iconografía (2015).
EDUARDO VÁZQUEZ MARTÍN
(Ciudad de México, 1962). Poeta, editor y periodista. Colaborador en revistas como Milenio, Vuelta o Letras Libres. Ha sido becario del FONCA. Autor de Naturaleza y hechos (1999).
URIEL VIDES BAUTISTA
(Nezahualcóyotl, 1991). Investigador, docente y gestor cultural. Licenciado en Historia y Maestro en Historia del Arte por la UNAM Desde 2019 colabora en el Museo del Palacio de Bellas Artes, INBAL, en donde coordina y desarrolla distintos proyectos alrededor de la colección de murales.
Presentación, Jorge Gutiérrez Reyna
“Las tendencias sociales de Diego Rivera”. Un trabajo escolar inédito de Efraín Huerta, Emiliano Delgadillo
De la ausencia, la presencia. Una lectura con perspectiva de género de los murales del Palacio de Bellas Artes, Uriel Vides Bautista
“Yo poso para los artistas / que hacen cuadros siempre nuevos cuando poso”. Las modelos como agentes creativas de los murales de San Ildefonso, Rebeca Barquera
La respiración de los muros, Eduardo Vázquez Martín
Dos poemas, Estefanía Arista
El duelo imperial. Funeral de Estado, una película de Sergei Loznitsa (2019), Sergio Raúl Arroyo
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