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Nueva época México
Abril 2024
Nueva época
Abril 2024 | Número 4
BARANDAL
| Nueva época
Es una publicación de la Cátedra Extraordinaria
Octavio Paz, de la Coordinación de Difusión
Cultural de la UNAM con sede en el Colegio de San Ildefonso.
María Baranda, Coordinadora de la Cátedra Extraordinaria Octavio Paz
David Huerta , Editor fundador
Jorge Gutiérrez Reyna, Editor
Colegio de San Ildefonso:
Eduardo Vázquez Martín, Coordinador
Ejecutivo del Colegio de San Ildefonso
Déborah Chenillo, Subdirectora
Marianna Palerm, Coordinadora de Servicios Pedagógicos
Benjamín Anaya, Coordinador de Comunicación
Cuidado editorial y redacción
Maite Amaia Aguirre Gómez, Diseño editorial (†)
Justo Sierra 16 / San Ildefonso 33, Centro Histórico de la Ciudad de México, Alcaldía Cuauhtémoc, C.P., 06020
Barry Domínguez, David Huerta. Retrato, 2019.
PRESENTACIÓN
EN 2020, David Huerta emprendió una de sus últimas andanzas literarias: fue nombrado director de la Cátedra Extraordinaria
Octavio Paz, albergada en el Colegio de San Ildefonso. Al nombramiento lo antecedía una carrera que, sobre todo, se había desarrollado en tres pistas. Antes que nada, David fue un poeta: algunas de sus obras, como Incurable, se cuentan entre las más importantes de la segunda mitad del siglo XX en lengua española; también es autor de algunos poemas que resonaron, y aún resuenan, en el dolor de una sociedad entera: “Ayotzinapa”, por ejemplo. A la mayor parte de su poesía le podrían venir bien los adjetivos de inteligente, erudita, neobarroca, musical —siempre un festín de sonoridad—, incluso, de críptica; también sería justo decir que en algunos casos —pienso en el poema “Plegaria”—, sus versos no rehuyeron la entrañable transparencia. David, además, fue un profesor al que multitudes de alumnos deben su vocación literaria y su pasión por la literatura. A lo largo de su vida, también estuvo a cargo o colaboró con las revistas, periódicos y suplementos culturales de mayor alcance en nuestro país. Durante los dos años que estuvo al frente de la Cátedra, organizó cursos, seminarios, conferencias. Y fundó esta revista que ahora, lector, sostienes entre las manos.
Aunque ya habíamos dedicado, en el número dos de Barandal, una separata a la memoria de David Huerta, este número busca sumarse al alud de homenajes que se han
venido realizando desde el lunes 3 de octubre de 2022, fecha en la que el poeta abandonó este mundo. Los ensayos aquí contenidos, al igual que las intervenciones en cada uno de esos homenajes, están invariablemente atravesados por el afecto: recordamos, sí, al poeta mayor, al editor, al profesor que nos enseñó a leer a Góngora y a Cervantes pero, sobre todo, recordamos al amigo entrañable. David cultivó, como pocos, el noble arte de la amistad. A diferencia de otras grandes figuras de la literatura mexicana, dejó, en los espacios por los que transitó y en las personas a las que conoció, una indeleble estela de fascinación y admiración, pero también de cariño y generosidad.
Quizá la escritura y la lectura no sean sino formas sofisticadas de sostener una conversación —a través del tiempo, la distancia, la muerte. Seguiremos conversando con David desde sus textos, el maestro sigue prodigando a manos llenas sus saberes, el poeta sigue deslumbrándonos; los textos que nosotros dirijamos a él, me parece, tendrán que ir dejando de lado el dolor que nos ha causado su partida para dar paso al comentario crítico, lúcido y puntual, de su obra. Estoy seguro de que esa crítica estará, sin embargo, motivada por el profundo cariño de quienes tuvimos la fortuna de conocerlo y de quererlo —y por el de quienes lo querrán, en el futuro, sin haberlo conocido. Será, pues, como el propio David Huerta, una afortunada mezcla de inteligencia y corazón.
Jorge Gutiérrez Reyna
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Barry Domínguez, David Huerta. Retrato, 2019.
MARÍA DEL MAR GÁMIZ
COMER UN PUD DE SAL JUNTOS1
ESTAMOS aquí reunidos para conmemorar al David Huerta profesor, maestro, guía. En mi recuerdo, ese David es indisociable del David amigo. Esto es así porque desde el principio nuestra relación se estableció como una amalgama de amistad y libros. En los segundos se enseña y se aprende; con la primera se arropa lo aprendido, se le da sentido a lo que se comparte.
Nos conocimos gracias un amigo en común: Leopoldo Laurido, que asistía a un seminario que David lideraba en la UACM y también era alumno, como yo, de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. A ellos los había vinculado una peculiar afinidad anímica, la devoción por la poesía y las manifestaciones del lenguaje, el gusto (si no es que obsesión engolosinada) por los libros. A Leopoldo y a mí nos había vinculado la casualidad de habernos sentado juntos en un camión que nos conducía por las ruinas arqueológicas de Chiapas en un viaje planeado por nuestros profesores de literatura prehispánica. En ese trayecto, Leo me contó que iba al seminario de David Huerta. Pronunciamos ese nombre sin saber que con esa acción estábamos conjurando una compañía que luego formaríamos plena, frondosa de presencias. A mí el nombre me “sonó”: hacía poco otro amigo me había contado con mucha emoción que había visto al poeta caminando por la misma calle en la que vivía yo. Confieso aquí que cuando ese amigo me contó del avistamiento del poeta en la calle de Dakota, no pude compartir su emoción: era la primera vez que escuchaba de David. Yo tenía 18 años, estaba terminando el primer año de la carrera y desconocía casi todo sobre aquello que había elegido estudiar. Así pues, lo único que pude responder a Leopoldo en aquel momento fue: “creo que es mi vecino”.
Unos meses después de ese viaje, Leopoldo, que continuaba asistiendo al seminario en la UACM, me invitó a una presentación de ya no recuerdo qué en la que participaría David. El propósito era que yo lo conociera. Leo ya le había hablado a David de mí y de sus otros amigos ñoños de la facultad, y en David ya se había fraguado un plan para nosotros. Recuerdo con viveza ver a lo lejos, en un pasillo abarrotado en el Palacio de Minería, a una figura lentuda que nos sonreía agitando el brazo en señal de saludo. Cuando nos acercamos, me abrazó efusivamente al tiempo que me reconocía: “¡la vecinita de Dakota!”. En ese momento, con ese trato familiar, caí gozosamente presa del encantamiento huertiano.
1. Texto leído en el Colegio de San Ildefonso, durante el homenaje Lápices para David Huerta, el 2 de abril de 2023.
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Lo que David traía entonces entre manos era el proyecto de realizar una antología de poesía novohispana, que se insertaría en el catálogo de la editorial Era entre una antología de poesía náhuatl, que estaba por publicarse, y la Antología del modernismo mexicano, de José Emilio Pacheco, en cuya reedición ya estaba trabajando Leopoldo. Nosotros recién empezábamos a cursar las materias de literatura novohispana y, aunque a duras penas reconocíamos los tipos de metáforas y comenzábamos a explorar las relaciones metrópoli-virreinato, David juzgó que éramos el equipo ideal para emprender aquella antología. Y nosotros, encantados ya y dispuestos recibir el invaluable regalo de su compañía, nos esforzamos por responder.
Rastreando en la correspondencia electrónica, encontré que el 12 de junio de 2008 recibí el primer correo de David: era una respuesta a la minuta que yo había enviado al equipo con la relatoría de nuestra primera reunión novohispana. Esa reunión se había celebrado el día anterior en la Casa del Poeta. Al leer hoy la minuta me inunda una sensación, mezcla de admiración, ternura y agradecimiento, por la tarea que se había impuesto David: coordinar a un grupo de jóvenes entusiastas, revistiéndolo con su impronta de erudición jocosa. Esas reuniones se sucederían con frecuencia irregular y en distintas locaciones un año y medio más. En ellas aprendí todo lo que no encontraba en las aulas universitarias, constituyeron la pieza que me faltaba para sentir y disfrutar plenamente el estudio.
Para septiembre de 2009, el grupo de novofantásticos dirigido por el Lirio Agonizante, el Teórico Literario de Dakota o simplemente David Huerta, como le gustaba firmar, había avanzado considerablemente en la investigación, pero todavía faltaba mucho por hacer. El director de la editorial se impacientaba. Es cierto que otros proyectos y viajes ocupaban la atención de David, mientras que la nuestra empezaba a apartarse de la antología para poder cumplir con las exigencias de la carrera. En ese septiembre de 2009, el poeta era un inminente sexagenario que se regocijaba con la idea de adquirir pronto su credencial del INSEN para no pagar el transporte público. Lo que no sabía era que sus sesenta años le granjearían también el acceso a las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, aulas que tanto añoraba y a las que dotaba de una solemnidad que, obtusa de mí, yo entonces no alcanzaba a comprender. Desde mi lugar de alumna, veía su arribo como un acontecimiento afortunado, incluso como una especie de reparación del daño (un daño que suponía provocado por todos los ciclos escolares que habían prescindido de David).
Al fin, en enero de 2010, empezó a dictar una materia optativa dedicada, no podía ser de otra manera, a la poesía hispánica, dentro de la que contemplaba las traducciones al español de poemas de otras culturas. Sin descuidar
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sus clases en la UACM, se entregó en cuerpo y alma a sus clases en la facultad. Con los casi dos años de “encuentros de trabajo” que nos precedían y la confianza que se había formado entre nosotros, mis amigos y yo nos apuntamos a esa clase. Y pusimos en pausa la antología. Una nueva etapa se abría para todos: se multiplicaron los descubrimientos poético-amistosos y la sensación de estar despiertos y entusiasmados no sólo no nos abandonaba, sino que abonaba la tierra de la amistad. Ésta era ya lo suficientemente real y fuerte como para soportar la suspensión de la antología y el delineamiento de nuestros intereses personales.
Por mi parte, ya había empezado a estudiar ruso. En la historia personal de David había, cifrada, una buena parte de historia y literatura rusas. Arrastraba consigo su propio amasijo de versos, historias de exilios y resistencias poéticas, anécdotas paternas, viajes y lecturas, hechas sobre todo en inglés y francés, salpicadas con su glosario de voces rusas: pogromo, cheka, KGB , pud, jarashó… Junto con Paloma Villegas, en 1981 David había traducido la Ventana a Rusia. Para uso de lectores extranjeros de Edmund Wilson. Al conocer que yo me esforzaba en el aprendizaje del ruso, David Efraínovich Huertovsky (su firma en esta nueva etapa) me convirtió en su pequeño (e imperfecto) catalejo a Rusia. Mientras yo aprendía lentamente la forma de la lengua rusa, él había acumulado ya una sustancia desbordante de cultura con la que alimentaría y moldearía mi deseo de convertirme en traductora de literatura rusa.
Y es que esa es una de las cualidades que me gustaría resaltar del David maestro: si veía que el otro manifestaba interés, así fuera incipiente, en algo que él consideraba valioso, entonces lo espoleaba con preguntas y le encomendaba tareas relacionadas con ese interés. Se tomaba muy en serio su papel cuestionador y esperaba de su alumno la misma seriedad para encontrar la respuesta. La suya era una pedagogía de la pregunta que busca responderse en compañía, pues siempre tenía la generosidad de acompañarnos con lo que sabía en la búsqueda de la respuesta. En sus clases, David nos hacía sentir que, si bien no podíamos responder en ese momento a todas sus preguntas, sí teníamos, al menos, la capacidad de darles alguna respuesta, respuesta que, cuando por fin llegaba, invariablemente festejaba con vítores y perfilaba con alguna lectura, anécdota, referencia (o una nueva pregunta). En ese andar paciente, constante y de una curiosidad inagotable fuimos puliendo el lente de la confianza y aprendimos a sostener con firmeza el catalejo.
Esos fueron los años en que, y gracias a David, se definió mi vocación: con el proyecto de editar una antología novohispana, nos había formado como investigadores... como investigadores que, además, trabajan en equipo, com-
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parten sus hallazgos deleitosos y sus cuitas metodológicas. En medio, había conseguido aumentar nuestro vocabulario, hacernos reparar en la maravilla del lenguaje, engrosar las filas de los admiradores de los poetas áureos, que retorcieron, expandieron, zarandearon el español hasta modificar sus límites expresivos. Por otro lado, con sus preguntas rusocuriosas, el encargo de preparar juntos una clase sobre Ósip Mandelshtam y el caudal de lecturas que me compartió, me contagió el anhelo de conocer a profundidad esa cultura e intentar trasvasarla, al menos para sus ojos, para saciar una sed que ya reconocía como propia. Ustedes comprenderán que conseguir eso en un alumno no es cosa fácil. Se necesita, creo yo, del acompañamiento sincero, comprometido y generoso que David entregaba sin reservas. Se necesita de una escucha atenta, amorosa. Se necesitan tiempo y voluntad de compartir.
Una de las primeras cosas que me dijo David cuando supo de mi interés por lo ruso fue que, según los ruskis, para que dos personas pudieran considerarse amigas tenían que haber consumido juntas un pud de sal. “Marita, ¿sabes cuánto es un pud? ¡16 kilos! ¡Imagínate todo lo que hay comer, cuánto tiempo debe pasar, para haberse zampado 16 kilos de sal con alguien!”
Desde que pronunció esas palabras hasta el 3 de octubre de 2022 pasaron 14 años. Si bien no tengo manera de cuantificar la sal que habremos compartido, sí estoy convencida de que en esos 14 años David hizo todo lo posible porque ese pud se consumiera y nuestra amistad se mantuviera fuera de las aulas.
Tuve la inmensa suerte de cosechar algunos de sus frutos intelectuales, como la impresión de los dos tomos de Entre frondosos árboles plantada. Antología de poesía novohispana; la publicación de La estampilla egipcia, de Mandelshtam, traducida por mí y comentada por él; y la creación del Seminario de Literatura Rusa, arropado por la institución que hoy nos reúne... Tuve la fortuna, además, de saber que, en efecto, el poeta que vivía en Dakota era un amigo que se preocupaba por mí cuando estaba triste, que quería a mi familia y convivía con ella, que me compartía el amor, hermoso y orgulloso, que sentía por su pareja...
Desde octubre de 2022 la sal que he probado ha sido la de las lágrimas con las que intento desahogar la tristeza de su ausencia. Ya no me llegan al celular o al correo electrónico preguntas sobre versos rusos que Deniz usó como epígrafes, fotos de escudos imperiales con inscripciones para descifrar, videos de armiños bebé corriendo velozmente o libros que dan cuenta de heroicas resistencias de la palabra frente al poder. Su voz se apagó, pero no su espíritu. Ahora, para invocarlo, leo todo lo que dejó escrito, y el David poeta, escritor, se transforma en el David maestro y amigo que conocí. Sus textos están llenos de invitaciones, de retos asociativos, de guiños y promesas. Aceptémoslos, intentemos descifrarlos, y dejémonos transformar por su palabra.
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MARK SCHAFER
RECORDANDO A DAVID HUERTA, EN DOS FOTOS
RECUERDO a David Huerta en dos fotos que tengo. La primera la tomó mi esposa, Marjorie, en 2009 en Washington. David y yo estábamos en una gira de lecturas bilingües, promocionando la publicación de Before saying any of the great words, mi antología de su poesía traducida al inglés. Le dimos a esa gira el apodo de “Monty Python’s Flying Circus”: El circo volador de Monty Python (un grupo de cómicos ingleses muy irreverentes). La otra foto nos la sacaron ese mismo año, en Port Townsend, en el segundo acto del Circo volador.
En la primera se ve al David risueño Allí estamos, parados frente a un muro de tabique de estilo colonial, abrazados por los hombros. Del bolsillo de la camisa se asoman, no sólo un bolígrafo, sino dos; colgada de su mano derecha, la bolsa del día en la que cabía todo, y que en ese momento seguramente estaría repleta de libros, cuadernos y hojas de papel; en la cabeza, su cachucha típica de proletario literario. Lo que más aprecio de esa foto, además de que
me recuerda aquella semana maravillosa que pasamos juntos, es la forma en que él apoya su cabeza en la mía, gesto tan lleno de cariño y soltura. Casi le oigo decir: “Qué felicidad estar aquí con mi amigo.”
Sólo después de que nos dejó, entendí plenamente que esa experiencia la compartía con cientos, si no con miles de personas, en México y en todo el mundo. Uno de los súper poderes de David era hacerte sentir importante, valioso o valiosa, totalmente interesante y muy querido o querida, como si el sol brillara especialmente sobre ti en ese jardín de la luz que era compartir un momento con él.
En la segunda foto, se ve al David interesado, es decir, absorto en la conversación que sostiene conmigo. Me encanta esa foto, a pesar de la calvicie que ya se me asomaba, incurable, pero que no acarrea mayor peligro que la humildad que nos impone la vejez. La humildad que también definía a David, pero en su caso, desde joven. Me encanta esa foto porque es el mejor retrato que
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Marjorie Salvodon, David y Mark, 2009.
podría imaginar de mí en ese momento, porque muestra lo que yo veía: su cara indagadora y seria. Seria porque, para él, la conversación entre amigos era la más valiosa que podía haber; indagadora porque siempre estaba fascinado con su interlocutor(a), quien quiera que fuese. Si en la primera foto David es un sol que me alumbra, la segunda es una instantánea de la escena clave de una película dramática, cuando el protagonista —fiscal, quizá, pero sin caso alguno que procesar— se dirige a ti y pregunta: “y, ¿qué piensas tú?”
En 2019, en la mesa Amigos de David Huerta en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, dije: “Para David, ser escritor es convivir con todos los escritores del mundo... y con todas sus obras, es trabajar en esa biblioteca de Babel que nos describe Borges, en ese gran almacén de palabras que es el mundo humano”. Cuatro años después, al
leer su ensayo “Discursos gongorinos”, junto con los otros participantes del Seminario Cervantino que David impartía en la UACM —otro grupo más de los muchos huérfanos de David Huerta— creí haber encontrado una clave para entender mejor ese súper poder que tenía. “Mi afición por la poesía de Góngora”, dice, “nació en la adolescencia... Leíamos, mis amigos y yo, largos tramos de los poemas y algunos los memorizábamos velis nolis; pero no entendíamos gran cosa de ellos; no deseábamos entender: nos bastaba con esa poderosa música verbal, con la polifonía gongorina.”
Lo que me impacta y sorprende de esa descripción de su iniciación en el gozo de los textos gongorinos es la conjugación insistente en la primera persona del plural. Para la mayoría de nosotros, al comenzar a leer libros por cuenta propia se nos abrió una
puerta o un portal que nos permitió convivir con el mundo humano entero, presente y pasado. Pero esa suele ser una entrada privada, a veces hasta secreta. James Baldwin, ensayista y narrador estadounidense, lo explica así: “Piensas que tu dolor y tu angustia no tienen precedentes en la historia del mundo, pero luego comienzas a leer. Fueron los libros los que me enseñaron que las cosas que más me atormentaban eran precisamente las que me vinculaban con todas las personas que vivían y que jamás habían vivido.” Sin embargo, a diferencia de nosotros, David se crio en la Casa del Poeta, el almacén de las palabras era su patio de recreo, y los maestros y vigilantes de esa Casa, de ese patio, eran su papá, Efraín, y tantos otros poetas, amigos de la familia. Las palabras, los lápices, los poemas eran para el pequeño David juguetes de niño, causa de deleite y fascinación. La poesía se leía, se recitaba y se comentaba a voces. Y al llegar a la adolescencia, pasó algo inaudito, para mí por lo menos: la lectura se convirtió para él en una actividad comunitaria, un espacio colectivo y de convivencia, no s ó lo con todos los escritores que vivían y que jamás habían vivido, sino también con todos los lectores del mundo, presentes y pasados.
El deleite que David halló en las palabras y en el lenguaje desde niño, y en la literatura al inicio de su adolescencia, también lo encontró en la convivencia: con los amigos, los colegas, sus estudiantes y todos sus compañeros y compañeras lectores. Y, según mi experiencia y, creo, la de muchas otras personas, estar en relación con David nos enorgullecía porque parecía que a él le regocijaba nuestra presencia. Esta experiencia la captó en su
poema corto y maravilloso titulado “Visita del amigo”:
Llega fatigándose de puro elegante. Se va creyéndose yo mismo: así son los juegos de la vanidad que más me enorgullecen. Pero me quedo triste pues tardará en regresar.
Su cara parecerá la mía. Quiero decir: mi cara cuando estoy alegre.
Esa es la cara del amigo David que veo en la primera foto. Tuve, como tantos otros, la increíble suerte de ser su amigo, colega y estudiante. Este último, regalo incomparable que me dio la pandemia en 2021 al zoomificarse su largo Seminario Cervantino. Acerca de esa experiencia tremenda y única me limito a comentar una cosa: ¿quién, si no fuera David Huerta, enseñaría el Quijote leyéndolo a sus alumnos en voz alta, palabra por palabra, con todas sus notas de pie, interrumpiendo la lectura en cualquier momento para explicarnos referencias, leer poemas enteros referidos en la novela, responder con profundidad a cualquier pregunta o comentario que nos surgía, indagar en la historia de la literatura, arte, política, filosofía y, sobre todo, conversar con nosotros acerca del texto, dondequiera que nos llevara, y eso durante años? Porque para él leer y escribir eran lo mismo que convivir y conversar.
Gracias, David, por entablar esa gran conversación con todos nosotros. Nos has mejorado tanto. Pero también nos has dejado muy tristes al tener que continuar esta conversación sin ti. Y, ahora sí, tardarás en regresar.
RECORDANDO A DAVID HUERTA, EN DOS FOTOS 9 Copper
Canyon Press, David mirando a Mark, 2009.
PEDRO MARTÍN AGUILAR
LA ANÉCDOTA DETRÁS DE “UNA
OCTAVA PERDIDA DEL POLIFEMO”
EN el homenaje que Amelia de Paz dedicó a David Huerta —intitulado, como no podía ser de otra manera, “David Huerta y Góngora”—, incluido en el primer número del Cuaderno de octubre, la gongorista española confiesa que “con el fallecimiento de David Huerta pierde Góngora a un lector entusiasta y capaz, especie más rara aún que la del estudioso de Góngora. Por eso, también Góngora se ha vuelto más evanescente desde que se fue David”. Estas palabras son funestamente ciertas, sobre todo para aquellos que disfrutamos del David más gongorino, ese que acudía a las clases de Martha Lilia Tenorio acerca de la Fábula de Polifemo y Galatea y las Soledades en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ese que nos aconsejaba en nuestras investigaciones académicas en torno al genial racionero de la Catedral de Córdoba. Góngora fue, de hecho, el feliz motivo que me llevó a conocer a David, hace ya muchos años, en uno de aquellos cursos de Martha Lilia, donde leíamos al vate cordobés con la atención filológica de Antonio Alatorre, pero también con el entusiasmo jovial del excelente alumno que fue David Huerta.
Muchos conocieron a David como maestro. Yo lo conocí como alumno. Solía sentarse hasta delante del salón. Era el más aplicado de la clase. Martha Lilia, encantada con tan vehemente discípulo, le llamaba “niño David” cada vez que participaba. Y vaya que participaba. Martha Lilia y David se enzarzaban en especulaciones borgeanas que al resto nos costaba seguir, pero cuya erudición nos emocionaba. Una de aquellas ficciones fue la que dio pie a “Una octava perdida del Polifemo ”, que David publicaría años después en la plaquette de 2 0 1 8, After Auden , y que añadiría a la antología El desprendimiento , de 2 02 1 , dejando constancia del cariño que le guardaba a ese poema, así como a la maestra que lo inspiró —no por nada la pieza se encabeza así: “Para Martha Lilia Tenorio, que la ha leído en sus clases”.
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Si no me falla la memoria, la anécdota es la siguiente. Estábamos a la mitad de la lectura del Polifemo, en torno a la estrofa XLIX, cuando el cíclope toma la palabra para cortejar a Galatea y le presume su ubérrima hacienda:
Pastor soy, mas tan rico de ganados, que los valles impido más vacíos, los cerros desparezco levantados y los cauces seco de los ríos; no los que de sus ubres desatados o derivados de los ojos míos leche corren y lágrimas, que iguales en número a mis bienes son mis males.
Con la curiosidad que lo caracterizaba, David le preguntó a Martha Lilia por los ganados de Polifemo, que se antojan distintos a los de un pastor humano. Ella agrandó su inquietud al contarnos que, de hecho, en el modelo ovidiano que Góngora sigue, el jayán ha capturado unos oseznos que ahora tiene por rebaño; en su enamorado discurso, el cíclope se los ofrece a la ninfa, tal y como puede leerse en las Metamorfosis : “he encontrado en los altos montes dos cachorros gemelos de una peluda osa, que podrían jugar contigo, tan semejantes entre sí que apenas podrías distinguirlos; los he encontrado y he dicho: «Guardaré estos para mi dueña»”. Pero Góngora omite ese fragmento. O, si seguimos a David, para quien don Luis era prácticamente perfecto, no era que Góngora lo hubiera omitido, sino que lo había escrito y luego se le había perdido. A David se le hacía sumamente extraño que un poeta dedicado a cantar “la majestad de lo mínimo” —citando a su también amado López Velarde—, pasase por alto un pasaje tan tierno y entrañable. El Cisne Andaluz no podía estar mal. Estábamos ante un misterio filológico. Borges hubiera estado orgulloso de David.
Como he dicho, la relación áulica entre Martha Lilia y David era un deleite para el resto. Así, azuzado por su profesora, el “niño David” se llevó a casa una ciclópea tarea: si creía que a Góngora se le había perdido una octava real de su Fábula, él debería escribir esos ocho endecasílabos faltantes. David debería reescribir a Góngora en su inigualable idiolecto. No pasó
11 LA ANÉCDOTA DETRÁS DE “UNA OCTAVA PERDIDA DEL POLIFEMO ”
mucho tiempo para que el aplicado estudiante volviese con los deberes hechos. Recuerdo con alegría la primera vez que nos leyó “Una octava perdida del Polifemo ”:
De oseznos hay en la fragosa cumbre copia lucida: en mi redil guardados, negros copos de hirsuta mansedumbre, antes fieros, al fin domesticados. Serán doble solaz de amada lumbre, calor para tus brazos adorados, ¡oh hermosa, oh sin par dulce Galatea: fuente de tu sonrisa este par sea!
Pocas veces vi a Martha Lilia más orgullosa de uno de sus alumnos. David lo había entendido todo, David se había convertido, por espacio de ocho versos, en Góngora. En lugar de enmascararse del poeta áureo en una suerte de monólogo dramático —como quizás hubiesen hecho otros—, David Huerta adoptó la lengua poética de Góngora. Y lo hizo de acuerdo con el taller barroco, imitando el modelo de Ovidio. A su vez, ejecutó con maestría el estilo gongorino, con sus hipérbatos, sus cultismos, sus conceptos, su cariñosa afinidad por la naturaleza. Martha Lilia estaba especialmente maravillada por la hipálage que hace de los oseznos peludos y de los copos de nieve un mismo objeto poético: “negros copos de hirsuta mansedumbre”. Me cuesta trabajo imaginar —y espero que no sea una blasfemia decirlo— que Góngora lo hubiera escrito mejor. Acaso por ello, cada vez que en clase llega a la parte del discurso del cíclope, Martha Lilia añade, como si fuera de Góngora, la octava de David.
Pese a su partida, la lectura davidiana de Góngora sigue más presente que nunca. Es un diálogo tan complejo que se inscribe en el estilo poético mismo. En su breve ensayo “Regresos y peregrinaciones”, David Huerta dice, a propósito de las Soledades, que “atesoran el mito de la poesía, siempre vagabunda y siempre en trance de regresar a quedarse, quién sabe por cuánto tiempo, entre nosotros”. Me gusta pensar que en “Una octava perdida del Polifemo” regresan a quedarse, una vez más entre nosotros, los dos genios unidos por una pasión eterna: Góngora y David.
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EMILIANO ÁLVAREZ
TECNOLOGÍA E INVENCIÓN: LA COMPOSICIÓN DE INCURABLE
LA HISTORIA del arte verbal es por fuerza una historia de la tecnología. El lenguaje mismo es ya una tecnología del pensamiento, que aprovecha la capacidad cerebral para reconocer huellas, para forjar inscripciones. En su forma puramente oral, antes de la escritura, el arte verbal supo hacerse de los recursos para componer obras claramente discernibles del resto del habla; supo, pues, crear un lenguaje intensificado para hacerlo memorable —su técnica es la mnemotécnica— y resistir la evanescencia de la pronunciación. En su forma escrita, supo inventar y emplear prótesis para darles fijeza y estabilidad, así como una contundencia objetual y visible. Las obras pasaron de ser acontecimientos, más o menos abiertos a la improvisación, a ser cosas archivables y conmensurables, y la memoria, como capacidad humana, se hizo más débil, en pos de una memoria exterior, y, al menos en teoría, menos falible. Así, cada nueva tecnología de la palabra (la imprenta, la máquina de escribir, la tipografía virtual) ha provocado auténticos cismas en las lógicas y las dinámicas compositivas detrás de las obras literarias. No es casual que Pound llame “inventores” a cierto tipo de poetas: aquellos avanzados de la tecnología verbal que han puesto en práctica nuevos métodos y modos para la creación poética. A veces, las invenciones tienen lugar en varios sitios, de forma espontánea y sin contagio mutuo: los elementos están allí, y basta un poco de ingenio para unirlos y
producir la transformación. Tal es el caso de Jack Kerouac, Juan Benet y David Huerta, que en momentos y latitudes distintas tuvieron la misma idea: lograr que en la máquina de escribir se introdujera una superficie mucho más extensa que una sola hoja de papel para que la escritura no se viera forzada a detenerse con el cambio de una hoja por otra. Ese logro estrictamente tecnológico permitió, nada menos, la escritura del libro que a menudo es considerado la magnum opus de David Huerta: Incurable (1987).
El propio David se refirió a esa historia en más de una ocasión —en entrevistas y presentaciones—, pero el testimonio más detallado lo constituye un texto, redactado a partir de ciertas preguntas de Elsa Cross, y que el poeta tuvo la generosidad de compartir conmigo. Se trata de un texto inédito que verá pronto la luz. Aquí ofrezco sólo un resumen, y algunas notas sobre cómo un testimonio así nos permite pensar la composición poética como un fenómeno técnico y material.
Incurable , según las palabras del propio Huerta, comenzó a escribirse hacia el segundo semestre de 1977. El libro
al principio no tenía rumbo cierto pero muy pronto se hizo de una que otra estrella polar. Esas guías estaban hechas de un puñado de ideas muy simples en torno a la materialidad de la composición: la
13 TECNOLOGÍA E INVENCIÓN: LA COMPOSICIÓN DE INCURABLE
primera, que sería un poema largo compuesto por “series” que al final fueron “capítulos”, todos ellos de extensión parecida; la segunda, que debía yo proceder con entera libertad, sin preocupaciones tradicionales de orden formal, pero muy atento a la travesía de un estilo de vida que debería traducirse en un estilo propio del libro, una forma de estar en el mundo que fuera irreductiblemente suya.
Parte consustancial a ese “estilo de vida” le viene al libro de otra de las dinámicas compositivas de sus páginas: Incurable, nos dice Huerta, “es un libro empapado en alcohol” (y el poema mismo, acaso, puede entenderse como una natación frenética hacia la sobrevivencia, que llegaría en 1 989, cuando el autor abandonó esos “malos hábitos”, según sus propias palabras, “para nunca más volver”). Un libro, entonces, “empapado en alcohol”, pues fue de hecho escrito en largas y extenuantes sesiones beodas —y de tabaquismo insistente—. En un principio, el poeta hizo algunos intentos en otros medios compositivos: la cinta magnetofónica, por ejemplo, o el cuaderno y la pluma. La ventaja de ambos sobre la máquina de escribir es evidente: si en la máquina la escritura debe detenerse con el cambio de hoja (una operación demasiado frecuente para escrituras que desean fluir, y difícil, acaso, en la borrachera), la cinta y la escritura a mano no tienen ese problema. Tienen otros, sin embargo: el de la inteligibilidad, por ejemplo. La voz, con el paso de la noche, acusaba problemas de dicción que la volvían incomprensible; la letra, llegado un punto, dejaba de ser legible.
Huerta, por esos años, trabajaba en una imprenta. Allí surgió la idea —porque los materiales a los que tenemos acceso determinan, también, nuestra imaginación—: usar, en vez de hojas, galeras, esas largas tiras de papel en las que se imprimían las pruebas en las imprentas de ese tiempo, que sin embargo eran justamente del ancho de una hoja tamaño carta. Es decir: por sus dimensiones, podían alimentar el rodillo de la máquina, a la vez que dotaban a la escritura de una extensión mucho mayor que la de una hoja suelta. Y la cosa no paró allí: Huerta pegaba entre sí cuatro o cinco de esas extensas tiras, para hacer una “cuartilla kilométrica” que durara, sin dudas, toda la noche.
Incurable, sin embargo, no es fruto del estricto flujo de conciencia: a la mañana siguiente, Huerta separaba las galeras para pegarlas a la pared, como en la sinopia de un mural por venir, y empezar un segundo momento compositivo: el de la revisión, el reacomodo, la reescritura, que hacía en la sobriedad y con plumones. Incurable es un poema decididamente urbano, y la voz que en él habla (ese “dispositivo de enunciación”, anclado a un particular “estilo de vida”) salta de los espacios privados o cerrados —su “habitación de escritor”, un hospital o una clínica, una terraza, el departamento donde se reúne con el “Profesor”—, al recorrido, fascinante y desolador, por el paisaje de la Ciudad de México, que siempre, aun en los primeros, está presente en el libro, siquiera como ruido de fondo. Digo lo anterior porque podríamos pensar que el primer momento compositivo es el del transeúnte; el segundo es el del cartógrafo. Los verbos hablar-mecanografiar-
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andar corresponderían, entonces, al momento generatriz de la escritura (y no puedo dejar de lado la relación entre pasos y tecleo; entre paseo y discurso), mientras que contemplar-rayar-cartografiar, a ese momento subsecuente y reflexivo de la composición. En aquél se imprime, con el recorrido vital y su representación, la huella; en éste se toma distancia para contemplar el viaje —el de ese día; el de esa sesión mecanográfica—, como trazado sobre un mapa. La estructura misma de Incurable es reflejo de esa dinámica: los capítulos —lo sabe quien lo ha leído— no tienen una unidad fácilmente discernible; son más bien complejos tránsitos de una historia a otra, de una reflexión a otra, cada una más o menos extensa y, ellas sí, acaso distinguibles entre sí. Cada una, por ende, cabe suponer, compuesta en alguna de esas sesiones duales. La unidad estructural profunda del libro es esa, no el capítulo. Y tal unidad se correspondería con la materialidad concreta de su producción: la de esas cuartillas kilométricas, forjadas por los robos a una imprenta, tecleadas sobre el rodillo de una máquina y rayoneadas en una pared.
Pero hay, todavía, un par de momentos subsecuentes: primero, el de pasar en limpio (y en hojas comunes y corrientes) el resultado textual, fruto del rayoneo con plumones sobre las galeras mecanografiadas. En esa transcripción, qué duda cabe, se irían introduciendo nuevos cambios en el texto, hoja por hoja, hasta ir armando el armatoste de un mecanuscrito —el mismo que llegó a las oficinas de la editorial Era, donde otras manos y otros ojos recorrieron el texto para sugerir cambios y suprimir esta o aquella
estrofa. Se conserva ese testimonio ecdótico final, intervenido con pluma roja, y previo a la formación editorial definitiva. El propio David consideraba una tarea pendiente revisarlo y ver si había algo de lo sustraído que deseara reincoporar a una nueva versión de Incurable . El análisis de ese mecanuscrito es ahora una tarea pendiente de la (futura) ecdótica huertiana.
Digámoslo de una vez, en una frase: Incurable es un libro que sólo pudo escribirse de la manera en que fue escrito, con sus materias primas, con sus útiles escriturarios, con su combinación de procedimientos tecnológicos, con su ingenio maquínico y sus pinceladas a plumón. Huerta hubiera podido emprender su escritura de otra manera, sí, pero el resultado hubiera sido inevitablemente distinto.
“Las herramientas que usamos para escribir trabajan también sobre nuestros pensamientos”, dijo Nietzche, ese ciego, y tempranísimo, mecanógrafo. 1
1. He traducido la frase a partir de su cita en Friedrich Kittler, es decir, mediante una traducción al inglés de un libro escrito, como la frase de Nietzsche, en alemán: “Our writing tools are also working on our thoughts”. La cita proviene de una carta de finales de febrero de 1882.
15 TECNOLOGÍA E INVENCIÓN: LA COMPOSICIÓN DE INCURABLE
1LILA
(Fragmentos)
REBECA LEAL SINGER
En la habitación de una niña, en el fuego una sombra bendita.
El fuego te da música, te da alegría, Muchacha, te ríes como el combustible.
Estás a salvo, en tu habitación que es tu jardín.
Hadas jugando en la arena, castillos de naipes, una canción en el fondo.
Y el río baila.
Río soy junto a todo.
llama rodeada por ángeles, Leona, un rugido.
pequeña en movimiento, un instante.
Luz de bengala. Eres imán.
Río de entereza, de historias que se multiplican como abejas, de complejidad, río eterno, misterioso, boca de manantial, cascada canadiense
y, debajo de la cascada, una niña recibiendo el chorro de agua sobre sus hombros. Un grito de entusiasmo, felicidad.
1. Poema leído en el Colegio de San Ildefonso el día del natalicio de Octavio Paz, 31 de marzo de 2023, dentro del ciclo Corriente alterna.
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El cambio: un sorprenderse a ella misma.
La que habla. Niña-maestra.
La más viva. Vivísima. Habla.
La vida entera se hinca ante su voz. Silencio hasta la transmutación. Hasta la ondulación.
La paz. Hasta el agua.
La transmutación es todo lo que queda.
La madurez es mineral.
Los colores se despliegan.
Se alista la paleta para el óleo.
La piedra se peina como esta página.
LILA 17
Yamamoto Baiitsu, Libélula y rosas con cascada, ca. 1950. © LACMA | Felix and Helen Juda Foundation.
La niña vuela y es color lila.
La niña es una llama. Hay música.
Bailan los bancos de arena.
Los peces tocan marimbas desde sus bancos. Los árboles encadenados se desencadenan.
Violines hermosos, pianos hermosos.
El cielo aplaude.
Cielo abierto, tierra abierta: violín y piano, esplendor y destello.
Te canto, te pido.
La niña te canta.
Te abres, tierra.
Tienes la boca llena de paz.
Tu frente chorrea cielo, quietud, tus dedos en absoluta calma.
Lila es la niña, la llama y la palabra.
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Paisaje japonés, ca. 1800. © Wellcome Collection.
DAYANA MUÑOZ MORALES
ICONOGRAFÍA DEL DIPLOMA DEL PREMIO NOBEL DE OCTAVIO PAZ
Estrellas, colinas, nubes, árboles, pájaros, grillos, hombres: cada uno en su mundo, cada uno un mundo —y no obstante todos esos mundos se corresponden—. Sólo si renace entre nosotros el sentimiento de hermandad con la naturaleza, podremos defender a la vida.
EL 11 de octubre de 1990, mientras se encontraba, junto a Marie José Tramini, en el Hotel Drake de Nueva York, Octavio Paz recibió la noticia de que había obtenido el Premio Nobel de Literatura. Poco después, durante diciembre de ese mismo año, en una ceremonia realizada en la Sala de Conciertos de Estocolmo, Carlos XVI, rey de Suecia, le entregaba la medalla y el diploma del Nobel al poeta, único mexicano hasta el momento, que ha obtenido el galardón en la categoría de literatura. A lo largo de un año, entre marzo de 2022 y marzo de 2023, el Colegio de San Ildefonso resguardó aquel diploma en el Memorial Octavio Paz y Marie José Tramini.
La entrada al Memorial, ubicado en el costado oriente del Patio Principal del Colegio, se halla flanqueada por dos murales al fresco pintados por José Clemente Orozco: en uno de ellos, Hombres que beben agua (1926), tres figuras masculinas se abalanzan sobre el líquido que mana de una peña. Al cruzar las puertas del Memorial, a través de la ventana que da al Patio de Pasantes, salta a la vista Piedra de Sol (2022), de Vicente Rojo, fuente escultórica que, desde un espejo de agua, emerge en espiral hacia el cielo. Entre esas dos
OCTAVIO PAZ, “Brindis en Estocolmo”
fuentes (la pintada sobre un muro del siglo XVII y la que murmura en el centro del patio), se sitúa este espacio que resguarda un nicho, cubierto por una estela hecha con madera de tzalam, ornada con otra escultura espiral, del mismo material y obra también del maestro Rojo. Dentro, reposan las cenizas de Octavio Paz junto con las de su esposa, Marie Jo —como solía llamarla—. Entrar al Memorial es, pues, una experiencia estética y simbólica única.
En medio del librero, que cubre por entero una de las paredes del Memorial, hay una vitrina museográfica en la que se exhibió el diploma del Nobel, una pieza de arte única realizada con técnicas del arte europeo medieval. Tradicionalmente, la Academia Sueca emplea diseños personalizados en los diplomas del Nobel de Literatura, de tal manera que no hay dos diplomas iguales. Desde el anuncio de los ganadores (mediados de octubre), los artistas asignados trabajan en sintetizar en dicho documento la atmósfera y el carácter de la obra de cada autor, así como su personalidad. Lo anterior indica que los artistas encargados de la elaboración del diploma de Paz tuvieron poco más de un mes para reunir,
ICONOGRAFÍA EN EL DIPLOMA DEL PREMIO NOBEL DE OCTAVIO PAZ 19
en una sola pieza, algunos de los atributos de la obra del poeta. Además de la imagen, los diplomas suecos incluyen el nombre del laureado y una inscripción que explica las razones por las que mereció el premio, todo ello escrito a mano con una exquisita caligrafía.1
El diploma de Paz se compone de dos hojas simétricas. El lado izquierdo contiene una pintura realizada por el artista sueco Bo Larsson que, por su textura y brillo, parece haber sido hecha con la técnica del encausto; el lado derecho presenta un delicado trabajo, en verdes, azules y dorados, de la reconocida calígrafa de la misma nacionalidad, Annika Rücker.
La composición de la pintura es sencilla, ya que posee un fondo blanco como base sobre la que se plasman pocos elementos figurativos. En la parte inferior izquierda se encuentra un toro alado de color gris con vetas negras, mientras que del lado opuesto hay un león alado de color negro, mezclado con pigmento ocre. Encima de estas figuras zoomorfas, se levanta con gracia el cuerpo gris, desnudo, danzante y sinuoso de una figura humana femenina que reposa sobre su pierna derecha (la izquierda está flexionada) y mantiene los brazos ligeramente despegados del cuerpo. Esta figura sostiene en cada una de sus manos un par de varas color ocre; sobre su hombro izquierdo cae una banda o cendal de color azul cobalto. La rodea una mandorla de verdes hojas, sujetada por una figura antropomorfa, alada y gris, que vuela en la parte superior izquierda del diploma; frente a ésta abre las alas un ave roja, amarilla, naranja, que reposa sus garras sobre un objeto negro. Todas las figuras, salvo la mujer, adornan
sus cabezas con coronas o aureolas de tonalidades relativas a la paleta de color.
En la hoja derecha del diploma se lee, según una traducción proporcionada por la Embajada Sueca en México para la correspondiente ficha museográfica, lo siguiente:
“La Academia Sueca en su reunión del 11 de octubre de 1990, de conformidad con lo dispuesto por Alfred Nobel el 27 de noviembre de 1895, otorga el Nobel de Literatura de 1990 a Octavio Paz.” Más adelante sigue una leyenda del mismo verde de la mandorla: “Por una poesía apasionada y de amplios horizontes, caracterizada por la inteligencia sensual y la integridad humanística. Estocolmo, Suecia, 10 de diciembre de 1990.” Las palabras Svenska Akademien y el nombre de Alfred Nobel resaltan porque están escritos con mayúsculas y por el brillo sutil de la mica dorada; el nombre de Octavio Paz, también en mayúsculas, destaca del manuscrito por su gran tamaño y su color azul cobalto, que
1. The Nobel Prize. “A work of art in the form of a diploma”. 18 de enero de 2024. (https://www.nobelprize.org/prizes/ about/the-nobel-diplomas/).
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Bo Larsson y Annika Rücker, Diploma del Premio Nobel de Literatura de Octavio Paz, 1990.
dialoga con el listón que viste el cuerpo de la figura central de la pintura: “Cubre su sexo la yerba lacia, la yerba azul, casi negra, que crece en los bordes del volcán.” 2
Con pequeñas variaciones, la iconografía del diploma se corresponde con el conjunto iconográfico del arcano XXI, “El Mundo”, del Tarot de Marsella, que se remonta al siglo XIV. En la composición de dicha clave está presente la representación del tetramorfo, símbolo de los cuatro evangelistas, los cuatro palos de las barajas europeas y los cuatro elementos alquímicos. El toro, san Lucas, que da forma a los oros, representa la tierra y el plano material de la vida; el león, san Marcos, que da vida a los bastos, es símbolo del fuego y del plano creativo y del trabajo; el ángel, san Mateo, es la espada, y se asocia al aire y al plano de los pensamientos; finalmente, el águila, san Juan, representa a las copas, y simboliza el agua, las emociones. Ubicados en las cuatro esquinas de la carta, sus fuerzas se han equilibrado para convertirse en las piedras angulares de la vida.3
que contiene toda la existencia y que se abre para mostrar una realidad simbólica donde transcurre la transformación, la creación y la poesía. Es la cueva que guarda dentro de sí las riquezas y maravillas más extraordinarias, que sólo las personas iniciadas y virtuosas han podido contemplar. La figura del centro danza perpetuamente sosteniendo las varas mágicas con las que pone en marcha las fuerzas secretas de la naturaleza.
El hecho de que en el centro de la composición se encuentre una mandorla (presente en las representaciones medievales de Cristo Pantocrátor) sugiere un umbral
2. Octavio Paz. “Dama huasteca”. En ¿Águila o sol? México: fce, 2013, p. 101.
3. Raimon Arola. Alquimia y religión: lo oculto en los siglos xvi y xvii. Madrid: Siruela, 2021.
El significado adivinatorio de esta carta es el de un buen augurio, corresponde a la afirmación “sí” en caso de preguntas específicas y es la carta más positiva de las 78 que componen el Tarot. Otras de sus interpretaciones son la armonía, la libertad, la satisfacción, la trascendencia y el triunfo.
Con este breve análisis formal e iconográfico, es posible asegurar que la pintura del diploma de 1990 de Octavio Paz respeta fielmente la simbología del arcano XXI. El hecho de que el diploma de Paz tenga representada una carta del Tarot revela la unión sigilosa de fuerzas opuestas fundidas para crear una forma precisa que refleja una parte esencial de la poética paciana. El diploma del Nobel y el arcano XXI se corresponden como se corresponden las fuerzas y elementos en los mundos poéticos que Octavio Paz vislumbró en las profundidades del surrealismo.
ICONOGRAFÍA EN EL DIPLOMA DEL PREMIO NOBEL DE OCTAVIO PAZ 21
Jean Dodal, Arcano xxi, “El Mundo”, 1701.
JORGE RODRIGO LIMÓN BONILLA
“SAN ILDEFONSO” Y ALFONSO REYES
La vega es llana e intrincado el soto LDO. TOMÉ DE BURGUILLOS
EL ser humano vive bajo el yugo del significado y del sentido de las palabras. Una palabra dicha, leída o mentada, es una red lanzada alcardumen de las asociaciones. La primera vez que encontré el poema intitulado “San Ildefonso”, de Alfonso Reyes, mi inmediata asociación fue, obviando al santo toledano, con el Colegio de San Ildefonso. Yo sabía, más o menos, de su estancia en dicho colegio y de su relación con éste, o más bien con el edificio que conozco desde que tengo memoria, ubicado en la calle de Justo Sierra. La asociación que yo había establecido era legítima, por no decir obvia; la explicación distaba mucho de serme satisfactoria y necesaria. A don Alfonso y a mí nos distanciaban muchas décadas: en este particular micro universo poético, su San Ildefonso no era la misma preparatoria que la mía ni mi ciudad era la suya. Me puse a buscar, a tratar de explicarme el poema, pues lo que encontraba, lo que me era claro y evidente, era una constante melancolía trabada por la constante imagen de la desdicha, del regreso a lo que ya no es, el agridulce sabor del desengaño:
Desde entonces guardo para siempre la hora solitaria, desengañado antes del engaño.
—No quiero detenerme. Adiós.
El único dato que apuntaba y guiñaba hacia alguna dirección fuera de la poesía era la fecha. En el tomo X de sus Obras completas, tomo que corresponde a su poesía, Reyes reacomoda de manera cronológica sus poemas provenientes de Huellas, Pausa, 5 casi sonetos, Otra voz, Romances y afines y La vega y el soto. “San Ildefonso”, de 1943, proviene de este último poemario, publicado el mismo año por Editora Central. Resulta particularmente curioso que éste, a diferencia de casi todos los poemas incluidos en “Repaso poético” —primera sección de Obra poética, de 1952, y de Constancia poética, de 1959, y aún de La vega y el soto que es, en gran medida, el intento primigenio de juntar en un volumen todo su material poético—, sea uno de los poquísimos que indica sólo el año, omitiendo mes y lugar de escritura.
Si revisamos el Diario, podemos especular sobre los datos faltantes. Son ocho los poemas que comparten año con “San Ildefonso”: “La canción secreta”, “Silencio” y “Era un jardín”, de marzo; “Muchacha con un loro en el hombro”, “Consejo poético”, “Cima” y “Quédate callado”, de abril; y “Contra jerigonza”, de diciembre. Ese hiato, de mayo a noviembre, puede explicarse por
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el hecho de que 1943 parece haber sido un año particularmente difícil en la vida de Reyes. Al embate constante de una serie de dolencias y problemas de salud, que desembocarían inexorablemente en trombosis coronaria, se suman constantes fluctuaciones en su estado de ánimo, que podrían atribuirse, entre otras cosas, a una peculiar racha de sismos, al cruento estado de Europa por la guerra y, desde luego, al trigésimo aniversario luctuoso del padre, así como a dos decesos importantes: el del poeta poblano Rafael Cabrera, el 21 de febrero, y el de su hermano, Bernardo Reyes, el 5 de marzo.
No es posible dudar de que los meses seguidos a la muerte de Bernardo tuvieron que ser duros; de los menos amables, de hecho, en los últimos veinte años de su vida. Sólo la edad avanzada, la salud disminuida y el sentimiento abatido pudieron poner pausa a su canto. Pero su espíritu, como al igual que al final de sus días, al igual que en la Decena Trágica, igual que en la convulsa Europa de la Gran Guerra, permaneció firme, a pesar de la agonía:
Vuelvo a lo que creía ya olvidado, y la marchita flor dice a mi oído: “Yo soy. Tú me dijiste que era tuya. Yo soy, aunque me veas desmayada. Crecí en el tiesto donde me sembraste. Haz de mí lo que quieras.”
Volver es sollozar. No estoy arrepentido del ancho mundo. No soy yo quien vuelve, sino mis pies esclavos.
La muerte del padre, y ahora la del hermano, le daban, como ya era costumbre, la oportunidad de redirigir la pena y el dolor a las horas de estudio y de trabajo. Ese año, con todo y el sabor acerbo, fue productivo: se crea el Centro de Estudios Sociales del Colegio de México; sigue escribiendo sobre la crítica en la edad alejandrina, continuación de La crítica en la edad ateniense; en El Colegio Nacional da un exitoso curso sobre teoría literaria basado en El deslinde; escribe varios artículos, que tocan sus obsesiones más íntimas, tales como “Elio Arístides o el verdugo de sí mismo” y “Las utopías”. Pero la voz poética permaneció, casi por completo, muda.
“San Ildefonso” pudo ser escrito en mayo de 1 943. Durante ese mes, el poeta pasó unos días en Cuernavaca, buscando tregua. Esta pausa, este alejamiento de la ciudad y de las obligaciones tanto burocráticas como de las personales, le sirvió, creo yo, para retomar el temple poético. El Alfonso adulto volvió a hacer lo que el Alfonso niño hiciese tras la muerte del padre: fundirse en la atemporalidad poética para dejar sanar lo presente: catarsis. “San Ildefonso” no es solamente un crisol de imágenes y evocaciones; no es sólo un poema sobre el constante movimiento, sobre el torbellino que mezcla el aquí con el ahora, que confunde al Alfonso niño de Monterrey con el que vive en esa casa-biblioteca de la calle de Benjamín Hill; es, ante todo, una declaración de amor a sus mejores años, un canto de amor a su primera juventud en la Escuela Nacional Preparatoria: “¡Vergüenza de volver y haber vivido, / y este seguir amando todavía, / a pesar de la muerte viva en cada minuto!”
“SAN ILDEFONSO” Y ALFONSO REYES 23
Los ecos de la época preparatoriana, cabe decirlo, no son exclusivos de la época de madurez. Aun en los primeros años de peregrinaje en Europa, especialmente en España, Reyes, por uno u otro estímulo, recuerda esa época dorada. En Las vísperas de España , en el artículo “Rumbos cruzados”, de 1 925, a propósito del paso de Théophile Gautier por el Escorial, a propósito de la austeridad, de la grandeza y del huerto de la Herrería, brota la evocación: “Y luego, unas emociones casi perdidas. ¿Cómo diré? Emociones preparatorianas: recuerdos de mi Escuela Preparatoria, de mi San Ildefonso de México, sin duda evocados por las combinaciones de patios y arquerías que forman el Colegio Grande, el de Pasantes y el Colegio Chico.”1 Asimismo, en Calendario, de 1924, ahora a propósito de los cambios de paradigma en el conocimiento, a propósito de la entrañable, poética y vetusta Enciclopedia , a propósito del inexorable paso del tiempo: “Yo vuelvo los ojos a mi alma mater, a mi Escuela Nacional Preparatoria, orbe armonioso de conocimientos generales; tiemblo de pensar que la ciencia me deja atrás; examino con curiosidad, y casi con emoción, los libros de Einstein…”² ¿No son, acaso, esos dos fragmentos de la misma naturaleza que “San Ildefonso”? ¿No están también ahí
las cosas del recuerdo, las cosas familiares, los patios coloniales, la luz que ríe desde las ventanas, el cárdeno destello de la tarde sobre la cresta de los monumentos, así como
¡Y las lecciones y la matemática y la filosofía natural no daban la respuesta al Fausto niño, perdido en el enjambre de la sangre!
Por último, muchos años después de la aparición primera de “San Ildefonso”, en 1959, año de su muerte, Reyes escribe por vez final algo respecto al tema. Será en el segundo libro de recuerdos, Albores , donde explica que su padre, el general Bernardo Reyes, invitado de honor por la colonia española de Monterrey a la celebración de los tres años de Alfonso XIII, bautizó, como disculpa de su ausencia a la celebración, con el nombre de éste a nuestro Alfonso. Es ese momento, el nombre de “San Ildefonso o San Alfonso, pues las dos formas adoptó la palabra germánica al volcarse en lengua española”,3 quedaría trabado al desarrollo de su vida. Si el hombre es sólo la mitad de sí mismo y la otra mitad su expresión —como pensaba Emerson—, en algunos casos, como el de Reyes, el nombre también es extensión y parte del hombre, poesía y destino.
1. “Rumbos cruzados”. En Las vísperas de España, Obras completas ii. México: fce, 2010, p. 203
2. “Un propósito”. En Calendario, Obras completas ii México: fce, 2010, p.333.
3. “Onomástica y santoral”. En Albores, Obras completas xxiv. México: fce, 2010, p. 502.
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LÁZARO TELLO
CUN ALEGATO CONTRA EL YO: EL VIENTO EN EL ANDÉN, DE DAVID HUERTA1
UANDO el proyecto tomaba su curso, David Huerta mencionó que el poema que estaba escribiendo en una oleada de renglones líricos tenía como título “Estación Panteones”. En efecto, el título primitivo está relacionado con el argumento del poema que a continuación presento: alguien está en el andén de la estación del metro Panteones de la Ciudad de México, siente una ráfaga de viento que lo empuja y le detona una serie de asociaciones libres por el hecho de emerger al mundo, de salir a la muerte, no a la propia, esto lo matiza la voz lírica, sino a la del hijo de un amigo, específicamente. La voz lírica sale a la superficie y no encuentra a quien debería estar esperándolo, por lo que empieza a tantear el terreno y se convierte en el ojo testigo que permite otra serie de asociaciones. Allí, en la superficie, en “el jardín desarbolado del exterior” (p. 50), el “infierno funeral de la intemperie” (p. 54), se encuentra con el amigo para finalmente llegar a la casa donde unos niños juegan ajedrez.
El viento en el andén se inserta dentro de la tradición de poemas como “In a Station of the Metro”, de Ezra Pound, o “Autorre -
trato o del subway”, de Gilberto Owen Además, dentro de la obra de Huerta, se practica el mismo lirismo libre de Cuaderno de noviembre ( 1 976) e Incurable ( 1 987). Sin embargo, en El viento en el andén el punto de vista es practicado desde la autoscopía , la propia visión, una visión en tercera persona a la que se le suman las voces de la conciencia, la memoria y el presente enunciado en el poema.
Este libro constata que la obra de Huerta tiene una predilección por las imágenes de la salida, de un surgimiento, un ir a la superficie (Hacia la superficie, 2002). En ese sentido, entre lo interno y externo, se podría decir que El viento en el andén es un poema en forma de catábasis, por las imágenes de hondura y las posibilidades de bajar o caer: “una coladera sin tapa en medio de la calle […] Si hubiera yo caído en el hoyo / es probable que ahora los empleados municipales estarían / izando mi cuerpo tumefacto del subsuelo caliginoso” (pp. 26-27). Todas estas honduras en el poema, más la imagen dentro del andén y su emerger, son para el autor “rudas catábasis no deseadas, temidas, alucinantes, / modos de una muerte segura” (p. 28).
25 UN ALEGATO CONTRA EL YO
1. Santiago de Querétaro: Ediciones Monte Carmelo, 2022.
La muerte está presente en el poema desde las menciones tácitas y alusiones de la educación lírica del autor, es decir, la tradición y el cúmulo de lecturas. Allí brilla La Celestina : “nadie es tan viejo que no pueda vivir un día más / ni tan joven que no pueda quedar fulminado en este mismo / momento” (p. 1 6). Se suman Garcilaso, Góngora, Velarde, Huerta padre, Zurita, Deniz, toda ella materia predilecta de trabajo de David Huerta (léanse sus “Aguas aéreas” en la Revista de la Universidad ).
La tradición inglesa no escapa a la mención en El viento en el andén: Pound aparece en reformulaciones de “In a Station of the Metro”: “evoqué a los pasajeros del pesero como pétalos humanos en un ramo dentro de una tumba rodante: fatal imagen, imagen / fatal por literariamente ineficaz pero que en ese momento / me conmovía casi hasta las lágrimas” (pp. 16-17); Eliot figura en la mención al poema “The Love Song of J. Alfred Prufrock”. La presencia de Pound y Eliot, que trabajaron con el monólogo dramático y el correlato objetivo, me permite entrar en la discusión sobre quién habla en el poema.
Con El viento en el andén estamos en el flujo de conciencia de un poeta que integra sus lecturas, que suma la aparición de tres voces (“una trinidad desencuadernada, un triángulo sonoro barnizado de himno y de quejumbre”, p. 67) y lo que en la obra huertiana él mismo ha llamado la Asamblea, que no es más que el punto de vista de la recepción de su obra, que en su momento tuvo peso, y que ahora se ha convertido en “inquisidores interiores”. Por la multiplicación de voces, El viento en el andén es la supresión del yo. En el libro hay un registro de voces abundantes, habla un lector de poesía sobre la poesía, que es un hablar de autores y que representa la multiplicación de tradiciones. Si a Incurable se le acusó de ser un poema del yo, con este libro podemos ver una reflexión y un replanteamiento sobre quién enuncia en el poema.
El viento en el andén, además del relato de la muerte de un joven, es una ráfaga de palabras, un alegato contra el yo, una serie de evocaciones en versolibrismo. Con este libro, David Huerta reafirma su vocación lírica, el dominio de la versificación libre, su pasión por la literatura y sus autores predilectos.
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FERNANDO ARANA BLANCO
HONESTIDAD Y PLURALIDAD:
A ORILLAS DEL MAR, DE ABDULRAZAK GURNAH1
AORILLAS DEL MAR , traducido en 2022 por Patricia Antón de Vez y Rita da Costa, originalmente salió a la luz gracias a Bloomsbury, en 2 00 1 , con el título By the sea . Tuvieron que pasar 2 1 años para que esta obra fuera publicada y ampliamente difundida en los países de habla hispana, y eso se lo debemos, en gran medida, a la entrega del premio Nobel de Literatura a su autor en el año 2 02 1
Esta obra, la primera que he leído del autor, me parece un excelente producto de la literatura contemporánea. La prosa de Gurnah es sumamente pulcra, con ausencia de oraciones rebuscadas, con los puntos en su lugar, con los párrafos concisos, directos. Es gracias a su claridad que podemos observar la complejidad de sus personajes, la pluralidad de sus espacios, la puntualidad de sus pensamientos y de sus diálogos.
La novela narra la situación de Saleh Omar que, ya en su mayoría de edad, llega a Inglaterra pidiendo asilo. Este hombre, sabiendo hablar inglés, decide esconder este detalle, pensando que así lo aceptarán más fácil en el país donde está pidiendo refugio. A partir de esto, aparece en la novela Latif Mahmud, a quien las autoridades buscan para que funja de intérprete. Este es el pretexto para mostrarnos las vidas de ambos, los lugares que han habitado, y cómo sus vidas se van entrelazando.
Por supuesto, los temas de colonialismo están sumamente presentes en la novela, en la que se habla de refugiados, migraciones, relocalizaciones. Es un trabajo de literatura postcolonial. De hecho, este es uno de los puntos que más se mencionan entre la crítica sobre la obra de Gurnah, y sólo por esto invitaría a cualquier persona medianamente interesada en el tema a su lectura.
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HONESTIDAD Y PLURALIDAD
1. Barcelona: Salamandra, 2022.
Si tuviera que resaltar dos aspectos de la novela, éstos serían la honestidad y la pluralidad. La honestidad la logra el autor gracias a que se aproxima a sus temas sin sentimentalismo (como comentó Anne Sward, parte del comité de la Academia Sueca). Gracias a ello, la historia es más eficiente, el estilo está a merced de comunicar una complejidad humana, y no atada simplemente a los aspectos coloniales. Es gracias a esa distancia que la historia se vuelve comprensible, asequible para cualquier lector. Asimismo, la novela es sumamente plural. Hay pluralidad en los personajes, en los puntos de vista, los tiempos y los espacios geográficos. Gurnah posee una facilidad para representar las realidades más variadas, para hacerlas palpables, presentes. Puede describir en unos cuantos capítulos la realidad momentánea de un país, la historia de todo un tipo de comercio, los puntos más relevantes de una casa, los muebles de una tienda, la historia de un perfume o de una mesa.
Un aroma, por ejemplo, el oud-al-quamari, ampliamente descrito e históricamente explicado, funciona como puente sensorial entre distintas realidades: la sensación olfativa nos une al ahora y, al mismo tiempo, nos recuerda un pasado, una historia, una culpa, una pérdida. Los cambios de tiempos son continuos. A través de éstos viajamos constantemente por el presente y el pasado, por espacios geográficos, por tensiones que se quedan sin resolver mientras nos entretenemos en terminar de resolver otra.
Este juego logra una novela sumamente entretenida, tensa.
A veces, los galardonados del Nobel se convierten en clásicos de la literatura universal, los cuales no pueden faltar en la biblioteca personal; otras, simplemente se olvidan y se dejan de editar. A veces, a la Academia Sueca le gusta premiar por motivos políticos y olvida premiar la literatura de excelente calidad. Me alegra que, en el 2 02 1 , este último no haya sido el caso.
BARANDAL | NUEVA ÉPOCA 28
PEDRO MARTÍN AGUILAR
(Madrid, 1991). Doctor en Letras por la UNAM. Se ha especializado en la obra poética de Luis de Góngora y de Guillermo Carnero. Autor del libro Góngora metapoético. Las Soledades y lo autorreferencial (2020).
EMILIANO ÁLVAREZ
(Ciudad de México, 1987). Actualmente escribe una tesis doctoral sobre poesía y tecnologías de la escritura. Ha sido becario de la FLM y del FONCA. En 2017, obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino con el libro Sólo esto. Ha publicado los poemarios Nômen (2017) y Salir el cuerpo (2023).
FERNANDO ARANA BLANCO
(Ciudad de México, 1999). Estudia la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha tomado distintos cursos sobre crítica literaria y semiótica en instituciones como la Universidad de Chile y Cursiva.
MARÍA DEL MAR GÁMIZ
(Ciudad de México, 1988). Editora y traductora del ruso al español. Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Para la Cátedra Extraordinaria Octavio Paz, coordinó e impartió el Seminario de Literatura Rusa. En 2022 obtuvo el Premio Bellas Artes de Traducción Literaria Margarita Michelena.
REBECA LEAL SINGER
(Ciudad de México, 1994). Fue becaria de la FLM y actualmente es becaria del FONCA. En 2023, obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Alejandro Aura con el libro Papel, niña, papel. Autora de Oscilo entre ver mi teléfono y verte a ti (2022).
JORGE RODRIGO LIMÓN BONILLA
(Ciudad de México, 1987). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Actualmente está en tránsito de obtener el grado de Maestro en Letras con una investigación sobre Alfonso Reyes.
DAYANA MUÑOZ MORALES
(Ciudad de México, 1994). Licenciada en Historia del Arte del Centro de Cultura Casa Lamm. Se interesa por el estudio de los símbolos y la decodificación de las imágenes. Ha cursado diplomados sobre el cine de horror y la alquimia en instituciones como el Centro Cultural Helénico y la Cineteca Nacional.
MARK SCHAFER
(Concord, 1962). Traductor, artista visual y activista. Es profesor titular de español en la Universidad de Massachusetts Boston. Ha traducido al inglés una gran cantidad de literatura del mundo hispanohablante, particularmente de México. Publicó en 2009 una antología de David Huerta, Before saying any of the great words: Selected poems. Actualmente trabaja en una traducción al inglés del libro El ovillo y la brisa, también de Huerta.
LÁZARO TELLO
(Asunción Nochixtlán, 1986). Licenciado en Creación Literaria por la UACM. Actualmente, cursa el Doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Estudia la poesía de Eduardo Chirinos. Ha publicado ensayo, crítica literaria, poesía y entrevista en diversas revistas nacionales.
Número 4
Presentación, Jorge Gutiérrez Reyna
Comer un pud de sal juntos, María del Mar Gámiz
Recordando a David Huerta, en dos fotos, Mark Schafer
La anécdota detrás de “Una octava perdida del Polifemo” , Pedro Martín Aguilar
Tecnología e invención: la composición de Incurable, Emiliano Álvarez
Lila, Rebeca Leal Singer
Iconografía en el diploma del Premio Nobel de Octavio Paz, Dayana Muñoz Morales
“San Ildefonso” y Alfonso Reyes, Jorge Rodrigo Limón Bonilla
Un alegato contra el yo: El viento en el andén, de David Huerta, Lázaro Tello
Honestidad y pluralidad: A orillas del mar, de Abdulrazak Gurnah, Fernando Arana Blanco
ÍNDICE 1. 3. 7. 10. 13. 16. 19. 22. 25. 27.