Veleros #23

Page 104

NAVEGACIÓN

Pasa la hora y se va oscureciendo. No tengo posibilidad de cocinar nada, el velero tiembla, se agita, se retuerce como un cetáceo epiléptico y esto no inspira una cena a la luz de las velas, ni mucho menos. Picamos algo para mantener las fuerzas, pero según la cara que van tomando las cosas, mejor no tener mucho en el estómago. El día se iba, pero la tormenta no hacía más que empezar. Hemos pasado noches malas y peligrosas a bordo. Pero como ésta, ninguna. Las olas seguían creciendo y el viento ahora alcanzaba los 50 nudos. El Vikingo se sacudía como si circulara por una carretera de brutales calaminas. Pensando en la guardia nocturna, me fui a la cocina-camarote para tratar de descansar un poco, acostándome de través, con la cabeza apoyada hacia estribor. Pero los bandazos que pegaba el velero eran tan violentos que cuando nos inclinábamos a babor yo quedaba prácticamente parado. Imposible reposar, ni hablar de pegar el ojo. Volví al puente para hacerle compañía a mi viejo, que iba llevando la caña con gran esfuerzo. Afuera ya no se veía absolutamente nada, y así, sin poder distinguir las olas, chocábamos contra ellas sin poder correrlas ni aminorar en nada el efecto de los tremendos golpes contra el casco.

104

Al mismo tiempo éramos levantados en el aire, cayendo luego, moviéndonos salvajemente, escuchando como las ollas y demás trastes se volcaban dentro de los estantes y tratando de no salir proyectados por los bruscos cambios de dirección de la embarcación. La estábamos pasando mal. En uno de estos encuentros frontales con una ola mayor que el resto, nuestra peor pesadilla se hacía realidad. El buque trasluchaba pasando la proa en 180º hasta quedar apuntando hacia el norte. El timón no respondía y mi viejo pronunciaba las fatídicas palabras “Nos quedamos sin gobierno, parece que se rompió el timón!”. Casi instantáneamente, con reflejos gatunos, Hernán se puso a desarmar los paneles que cubrían los engranajes del piloto automático y en pocos segundos clamaba “Acá está todo bien, no hay nada roto…parece”. Pero “parece” no alcanzaba para darle curso a la nave.

Zarpe de madrugada desde Valdivia.

Nuestro valeroso capitán desapareció un momento, para aparecer con un paliativo para la situación: con dos cabos elásticos amarramos al Ingeniero a las bandas, para que no saliera disparado en una de las sacudidas. Con la situación “controlada”, Hernán partió a “descansar” al camarote de popa. No habían pasado más de dos minutos cuando el Vikingo remontó una enorme ola y al pasarla, se inclinó hacia estribor en un ángulo no menor de 45º.

Si antes nos zarandeábamos, ahora, sin viada, éramos un triste y obstinado pedazo de nuez flotando sobre la pista de baile del diablo, en medio de la oscuridad más absoluta.

Los tres que íbamos en el puente nos agarramos de lo que fuera para no caernos, pero nuestro desafortunado capitán no tuvo la misma ventaja. Buscando un poco de abrigo había metido los dos brazos dentro del saco de dormir y recibió la surfeada del Vikingo “atado de manos”.

Se me viene a la memoria el “Andreas Gail”, noble y hundida protagonista de “La Tormenta Perfecta”. ¿Terminaremos también tanto en el fondo del mar como en algún libreto hollywoodense penca?

La resbaladiza textura del saco no encontró mayor adhesión en el colchón y Hernán, que dado el tremendo desgaste físico del día ya estaba conciliando un cómodo sueño, salió volando contra el mueble esquinero al costado de la cama.

Por fortuna lo que pensábamos era una mortal avería, había sido producto del choque del casco contra una ola más poderosa que el resto, que nos dejo inmovilizados, pero enteros. El audaz Vikingo, sin embargo, no se rendía: arrastrándose sobre el agua con garras de fiera herida, reemprendía su titánica lucha, devolviéndonos un poco el maltrecho espíritu. El Ingeniero Vallejos se puso entonces a la caña con choreza épica y haciendo gallito con Neptuno, sacaba adelante el velero con rumbo al sur. Como podíamos apuntalábamos al timonel que bailaba al ritmo de las olas, como no, si daba la impresión que una mano gigante nos agarrara del cuello y nos tirara de un lado para otro, como si fuéramos trapos a los que hay que sacudir.

VELEROS / DICIEMBRE - 2016

Y capitán v/s mueble, gana mueble, como es bien sabido. Un murmullo gutural, casi inaudible, fue lo único que pudimos percibir desde el camarote en penumbras. “Andreeeeeesss”. Mi nombre, como un fantasmal llamado desde las profundidades del camarote del Capitán. Como pude me deslicé hacia popa hasta llegar al lado de lo que en la oscuridad parecía una moribunda cuncuna. “Las costillaaaasss”- fue lo primero que escuché, nada más que un rumor de ahogado dolor. Está sí que es buena, pensaba yo, bien callado. Sobre todo lo que había pasado y estaba pasando, el capitán se había estrellado contra la esquina del mueble, y bien podía tener una o más costillas partidas.

Dejando al Ingeniero solo en el puente, Humberto me dio una mano para subir de vuelta a la cama –esta vez con los brazos fuera del saco, por si acaso- a mi maltrecho tío. El análisis médico, afortunadamente, salió positivo. El capitán estaba aporreado, pero completo. Así como con al timonel, lo amarramos sobre la cama hacia ambas bandas para evitar otra caída y volvimos al puente. Pero la imagen que encontramos frente a nosotros nos hizo frenar en seco. En la caña seguía Jorge, pero transformado, desfigurado, transpirando pese al frío. Entre siniestras carcajadas, el otrora afable Ingeniero insultaba a gritos a Poseidón, al Pacífico, a las olas y a la creación en su totalidad, si es que logré entender algo de su enloquecido monólogo. Nos miramos con Humberto y por un segundo sentimos un desasosiego demoledor, el peso de la condena de los dioses. “¿Jorge?”, preguntó Humberto, y éste, como retornando de un trance, botó aire sonoramente y volviendo la cabeza hacia nosotros, dijo “ya pasó”. No quisimos preguntar nada más. Eterna noche de tempestad maldita. El panorama seguía impecablemente funesto, con la tormenta desatada en toda su furia. Somos la única embarcación en este mar de desolación, en este desierto de gélidas y grotescas olas y solamente el conocimiento, la certeza en la enorme capacidad marinera del Vikingo nos apaña el ánimo como una solitaria y pequeña luz de esperanza. Pequeñísima. Pero ya que estábamos en el baile, bailar debíamos. Estábamos llegando al extremo de nuestras fuerzas, aperrando sobrenaturalmente, pero de la desembocadura del Valdivia –nuestra ruta de escape a este pandemónium oceánico- nada.


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.