RockParaLeer-Morrissey

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P R E S E N TA C I Ó N Durante 12 años, revista Marvin se ha avocado a la música a través de la palabra escrita y el diseño; en nuestras páginas hemos documentado este arte y sus figuras, buscando retratar a bandas y artistas legendarios, a la par de mostrar un panorama fresco y actual de nuevas propuestas. En esta docena de años, le hemos rendido culto a aquellos que con su trayectoria y obras han hecho historia. Tal es el caso de Morrissey, personaje carismático que ha creado un soundtrack para la vida de varias generaciones. Con él en mente y por primera vez en nuestra historia, nos aventuramos a los terrenos de la literatura, de la mano de la obra de Morrissey, y con la ayuda de reconocidos escritores, músicos, periodistas e ilustradores, que prestaron su talento para la creación de este libro de cuentos, el primero de la colección Rock para leer. En sus manos, tienen el trabajo de 17 increíbles plumas, 16 jóvenes ilustradores y dos editores: Juan Carlos Hidalgo y Jimena Gómez. La primera pieza de una nueva etapa de Marvin.

Esperamos disfruten de este libro, de los recuerdos que

evoque y claro, que lo lean mientras escuchan a Morrissey.

CECILIA VELASCO MARTÍNEZ presidenta de marvin

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PRÓLOGO Tras la aparición del rock y su inserción en la sociedad del siglo XX, como José Agustín tuvo a bien señalar, se produjo “una redefinición de aspectos básicos de la vida, una revolución cultural cuyo aspecto más visible era la rebelión juvenil en distintos campos políticos, pero que abarcaba la conciencia ecológica, la liberación sexual, un nuevo concepto de la familia, la desmitificación de las instituciones; antisolemnidad, antiformalidad y una actitud contestataria ante el sistema, a través del lenguaje, atuendo, comportamiento, gustos y modos de interrelación”. Y por supuesto, de distintas expresiones artísticas.

En el panorama internacional se han dado una serie de

intentos por hacer literatura a partir de música. Este ejercicio no es tan usual en las letras nacionales, a veces excesivamente timoratas o conservadoras. Pero se ha dado un relevo generacional aunado a un cambio de paradigma. En el panorama contemporáneo lo pop ha hecho eclosionar a los otros niveles de la cultura y los utiliza gozosamente. Entonces, ¿por qué no homenajear desde la literatura a distintos referentes de la cultura pop más vigente? Existe pues la posibilidad de dar con un Rock para leer y enriquecer ese inmenso imaginario simbólico e intangible que poseen las canciones.

Utilizamos a grandes artistas como la fuente creativa

para que surjan historias contadas a propósito de sus obras, pero que pertenecen a un ámbito distinto. Creemos en el encuentro de disciplinas a partir del lenguaje escrito como hilo

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conductor. Estos acercamientos nos permitirán tocar diversos universos estéticos desde una perspectiva diferente. Podemos propiciar otro tipo de experiencia sensible a partir de las sugerencias de música y letras. Abrir otro camino para que el artista provoque algo en nosotros; otra oportunidad para que nos diga algo. Durante más de tres décadas, Morrissey ha provocado fuertes sacudidas al dar voz a tantos que se sentían –y aún se sienten– diferentes.

En Marvin intentamos evocar esta cualidad empática,

y le propusimos a un variopinto grupo de escritores compartir un cuento que evocara la figura del músico irlandés durante su periodo solista –el más íntimo–. El resultado es un conjunto de 17 cuentos que van de lo totalmente explícito a las referencias 10

más adyacentes. Hay quien prefiere la evocación directa y quien opta por una delicada sugerencia.

Morrissey es un contador de historias musicales al que

se le suele considerar a la altura de un Oscar Wilde pertrechado detrás de un micrófono y acompañado por una banda. Stephen Patrick supo hablar del dolor y la incomunicación desde que armó una revuelta llamada The Smiths. Un grupo que en medio de los años 80 logró en una discografía tan breve como letal, reflejar a una generación y al modo de ser, que hasta la fecha aglutina sentimientos complejos entre atormentados alrededor de todo el mundo.

No es fácil pertenecer a la supuesta y perpetua minoría

de los desadaptados, y es que The Smiths, en la disección de sus partes, no es más que un grupo de jóvenes a los que la vida


aún no les daba demasiadas respuestas y que encontraron en su convivencia un escape para la sociedad que los oprimía. Pero el hombre siempre será humano, y hasta los relegados desarrollan ego. La separación era necesaria para ingresar a terrenos legendarios –la lápida ha de erguirse para que bajo su sombra crezca nueva vida–. Morrissey supo bien que en los mausoleos no se puede crear, y que su destino era aún más demandante; alimentar los anhelos de los vivos, de los sensibles, de los de copete largo, los románticos mal correspondidos y de aquellos que deciden permanecer en celibato o dejar de comer carne. Los atormentados, este libro es para ellos. Jimena Gómez y Juan Carlos Hidalgo 11


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ÍNDICE VEN A MÍ — 14 SUNNY (A FICTION INSPIRED BY MORRISSEY) — 22 TROUBLE LOVES ME — 32 REMIX REMOZ — 38 PIEDRAS Y ACERO ALREDEDOR DE PARÍS — 48 UN TIRITO ENTRE CUATES — 58 CORAZÓN — 64 YO TAMBIÉN QUISE CREER QUE ERA UNA PERSONA — 68 EVERYDAY IS LIKE SUNDAY — 76 INAPROPIADO PARA NUEVA YORK — 80 INSINUACIONES EN EL DESAYUNO — 86 TOMORROW — 90 NUESTRA HISTORIA QUE RESULTÓ SER SÓLO MÍA — 94 EL ÚLTIMO EN MORIR — 102 LA VIDA EN DOMINGO — 112 ¿QUIÉN PUSO LA M EN MONTERREY? — 118 HÉCTOR — 124

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A partir de “Please, Please, Please, Let Me Get What I Want”.

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eséalo con toda tu alma”, le había dicho el brujo, y Laurinda así lo hizo. Meses después, mientras aguardaba en la penumbra de su habitación el regreso de Raúl, pensó por primera vez en las consecuencias de sus actos. En cual-quier momento él tocaría a la puerta, convertido en algo in-imaginable. No había marcha atrás. Y aunque pudiera regresar el tiempo, haría lo mismo: tomaría el anuncio clasificado y vol-vería a marcar el teléfono del hechicero que prometía “AMARRES GARANTIZADOS DE POR VIDA. SU HOMBRE IDEAL SE QUEDARÁ A SU LADO PARA SIEMPRE”. Cuando vio el periódico, Laurinda sintió que sus ruegos habían sido escuchados. Llevaba dos años perdidamente enamorada de Raúl, su compañero de oficina, pero éste la ignoraba. Por más que se acercaba a su cubículo con cualquier pretexto o buscaba coincidir con él a la hora de la comida, lo único que obtenía era un saludo frío y frases evasivas. Su paciencia había alcanzado un límite, y si alguien le ofrecía una salida, aunque pareciera descabellada, estaba dispuesta a tomarla. Laurinda no titubeó. A cambio, obtuvo lo que deseaba, para sorpresa de su familia y amigos. Hubo un tiempo de inmensa felicidad, un paraíso donde sólo existían ellos dos. Sin embargo, ahora estaba a punto de conocer el precio real que pagaría por su atrevimiento.

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Eso creía, pero estaba equivocada. Lo que atestiguaría en unos segundos, era apenas un adelanto, una muestra. Aguzó el oído en la oscuridad. Escuchó ruidos en las escaleras. No eran exactamente pasos. No los que daría un hombre normal y lleno de vida. Era un sonido de tierra moviéndose, de algo que se abría camino junto con raíces y piedras. Antes que los ruidos cesaran, Laurinda pudo ver una masa de gusanos arrastrarse por debajo de la puerta.

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I ¿Cuánto dura la felicidad? Laurinda sabía ahora que era imposible medirla. Daba lo mismo que durara siete días o siete años: una vez que la perdías era como si nunca la hubieras tenido. Incluso se volvía contra ti: cada recuerdo, cada instante evocado, significaban una tortura que transformaba en algo irreal y confuso los momentos de gozo. ¿Era verdad aquel paseo a la orilla de un lago, una mañana de domingo? ¿Lo había soñado? ¿O era un plan que no llegaron a realizar? No importaba: dolía de manera insoportable. Nunca hablaron de tener hijos, de eso estaba segura. Pero aquel detalle la martirizaba igual. Para Laurinda, eso definía la felicidad: tanto lo vivido como lo no vivido tarde o temprano pasaban factura. En algunos casos, demasiado pronto. Así le había sucedido a ella. Un breve encuentro con la felicidad. Y después, el resto de su vida.

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II Tras el accidente, ocurrido seis meses después de la boda, Laurinda acudió con el brujo. Estaba destrozada, pero con el suficiente coraje para echarle en cara su estafa. Le había prometido que el amarre sería para siempre, y ahora su esposo estaba muerto. Muerto y enterrado. El hechicero la calmó. Despachó a los otros clientes que esperaban y le preparó un té especial para los nervios. Le aseguró que era el mejor brujo al que podía haber acudido. Su poder era tan grande, que incluso un imprevisto de esa magnitud no terminaría con su sortilegio. Tan sólo tenía que irse a su casa. Y esperar. —Si en verdad amas a tu marido –le dijo el brujo–, lo aceptarás como sea. Como sea que vuelva.


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Laurinda obedeció. Esa misma noche, Raúl regresó a casa. Se quedó parado en el umbral de la habitación, mientras las larvas que se desprendían de su cuerpo se movían por el suelo con la misma torpeza que él. Laurinda se sobrepuso a la impresión; lo tomó de la mano y lo llevó a la regadera. Lo bañó, le quitó costras de tierra y lodo, le puso ropa limpia. Aún así, le costó trabajo reconocerlo: su rostro era una calavera en la que asomaban restos de carne putrefacta, y tenía la expresión de quien duerme con los ojos abiertos. Tras sentarlo en su sillón favorito, Laurinda se le quedó mirando hasta el amanecer. Si éste es el nuevo Raúl, se dijo, más vale que me acostumbre pronto a él. Y lo hubiera logrado, pero dos días después recibió la llamada de su cuñado. —Puedes venir cuando quieras. O si prefieres, paso a dejártelas. Aunque no comprendió, Laurinda sintió un escalofrío. Pensó que tal vez se debía al vaso de leche que acaba de sacar de refrigerador. —¿A qué te refieres? Hubo un silencio al otro lado de la línea, mientras su cuñado buscaba las palabras adecuadas. —Bueno, a lo mejor no lo recuerdas. Estabas muy afectada en ese momento, y yo tuve que tomar la decisión… Me refiero a las cenizas. El vaso se escurrió entre los dedos de Laurinda y se estrelló en el piso. —Eso es imposible —alcanzó a balbucear. —¿Estás bien? —preguntó su cuñado con creciente incomodidad–Podemos hablarlo en otra ocasión. —Es imposible —repitió Laurinda, mientras dirigía la mirada al sillón en el que Raúl pasaba todo el tiempo desde que había llegado a casa. En ese momento, Raúl –o quien quiera que fuese– se levantó y se dirigió hacia ella.

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III ¿En qué había fallado? Laurinda repasó el ritual al que la sometió el brujo para atraer la atención de su amado. Tras hacer unas oraciones en un altar donde reposaban mechones pertenecientes a Raúl, el hechicero metió el cabello en una bolsa de plástico


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y pego ésta con cinta al pecho de Laurinda, cerca del corazón. Como el brujo le indicó, la llevó durante un mes sin quitársela ni para bañarse, y antes de acostarse repetía hasta dormirse las palabras “ven a mí”. Realizó todo al pie de la letra. Sin embargo, algo salió mal, porque ahora que tenía a ese despojo humano frente a ella, que repentinamente parecía haber cobrado vida y acercaba su rostro putrefacto en un intento por besarla con sus labios inexistentes, se daba cuenta que no era Raúl. ¿De quién se trataba entonces? Tenía que averiguarlo de inmediato. Laurinda abandonó su casa y dejó la puerta abierta con la esperanza de que, al regresar, la abominación ya no estuviera dentro. Fue al local del brujo. En esta ocasión la hizo esperar mientras atendía a otros clientes. En la pequeña sala que antecedía al cuarto de los rituales, Laurinda tuvo el tiempo suficiente para analizar aquellos rostros. En todos descubrió la misma expresión: angustia y fe ciega en una solución mágica. Seguramente, pensó, la misma expresión que tengo yo. Cuando le tocó su turno, le explicó al hechicero la magnitud del problema. —Lo incineraron. No puede ser él. —¿Cómo conseguiste su cabello? —preguntó el brujo, tras reflexionar unos segundos. —¿Tú lo recolectaste o se lo encargaste a ella? —Le pedí el favor. No me atreví a pararme en la estética al mismo tiempo que Raúl. Hubiera sido muy evidente. El hechicero sacó un pequeño puro de la bolsa de su camisa, y lo encendió. Esperó a que se dispersara el humo de su bocanada, y después sentenció: —Aunque lo hayan incinerado, puede regresar. Sólo que le llevará más tiempo. El asunto es que tu amiga te dio el cabello equivocado. Debes hablar con ella. Sólo así sabremos quién está ahora en tu casa.

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IV La cita fue en un café cercano a la estética. Al principio Martha se comportó de manera esquiva, pero al ver la creciente desesperación de su amiga optó por confesarse. No le cabía la menor duda que la pérdida de su marido estaba llevando a Laurinda al borde de la locura; sin embargo, consideró que lo mejor era decirle la verdad y alejarse de ella por un tiempo.


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—No creí que fuera tan importante –dijo, nerviosa–. Nunca he creído en supercherías. —Confié en ti –Laurinda apenas podía contenerse–. ¿De quién es el cabello que me diste? Su amiga le dio un largo sorbo a la taza de café. Luego agregó, temblorosa: —No lo sé. —¡Cómo que no lo sabes! –Laurinda explotó–. Hay un cadáver viviente en mi casa y necesito quitármelo de encima. Martha no pudo disimular su expresión de asombro. Laurinda deliraba. Quería salir corriendo de ahí, pero temía que ella la persiguiera. —El día que Raúl se apareció en la peluquería, a mí se me hizo tarde. Fue otra la compañera que lo atendió. Cuando llegué, él ya se había ido. En ese momento, metí la mano en el bote de la basura y saqué un puño de cabello. Eso fue lo que te entregué. Laurinda se reclinó sobre la mesa y habló con voz baja, como si de pronto temiera que su conversación fuera escuchada. —¿Sabes si ha muerto alguno de los clientes de la estética recientemente? —Sí –el miedo de Martha aumentó–. El señor Gonzalo. Le dio un infarto. En ese momento, Laurinda supo que no estaba haciendo la pregunta importante. Los ojos se le humedecieron ante la certeza de que su problema era mayor de lo que había imaginado. —En ese puñado de cabello estaban mezclados los de varios clientes, ¿cierto? —Me temo que sí. Los de ese día, y los del anterior, pues no habíamos tirado aún la basura. Laurinda se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar.

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V ¿Cuándo fue la última vez que vio a Raúl? Eso también resultaba confuso. No recordaba si ya estaba despierta cuando él se marchó a aquel viaje de negocios, y se despidieron en la cocina, o si fue la noche anterior, mientras se quedaban dormidos abrazados. Lo cierto era que a mediodía recibió una llamada en la oficina, y la persona al otro lado de la línea le informó que


su marido había sufrido un accidente en la carretera, y estaba muy grave. “Un extraño”, fue lo primero que pensó al momento de recibir la noticia. “¿Qué derecho tiene un completo extraño a decirme una cosa así?”. Paradójicamente, el hecho de que fueran las frías palabras de un desconocido le hizo comprender su verdadero sentido: que sus días de felicidad habían llegado a su fin. De un familiar hubiera esperado consuelo, el mustio “todo va a estar bien”. Aquel extraño era el mensajero ideal para marcar un antes y un después en su historia personal. Para el momento en que colgó el teléfono, Laurinda estaba consciente que su vida no volvería a ser la misma. O, para ser más precisos, que volvería a ser exactamente la misma que tenía antes de casarse. Una vida de la que había hecho todo lo posible por escapar, y que ahora regresaba a ella como una maldición.

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VI Llevaba una hora estacionada frente a su casa, con las manos fijas en el volante. Laurinda no se atrevía a entrar al que hasta esa mañana había sido sólo el hogar de ella. Los acontecimientos de los últimos meses, pero sobre todo las palabras del brujo, se agolpaban en su cabeza. Tras dejar a Martha en el café, Laurinda fue con el hechicero, y le contó lo que había averiguado. El brujo parecía estar harto de ella, y su respuesta fue despiadada: —El hechizo se realizó con el cabello de varios hombres, no hay nada que pueda hacer para revertirlo. La gente subestima el poder de los sortilegios, y no pone el cuidado debido a la hora ejecutarlos. Has cometido un error grave, y tu destino es pagar por ello. Conforme esas personas vayan muriendo, cuando sea que les toque –como ocurrió con el señor Gonzalo–, irán a buscarte. Quizá alguno de ellos sea Raúl, quizá no. ¿Cómo saber si en esos mechones rescatados de la basura había, en efecto, cabellos suyos? Y si un día llega a tu casa, ¿lo podrías reconocer tras el rostro despellejado? Verás desfilar por tu vida a una serie de esperpentos, sin ningún otro objetivo que profesarte su amor. Su amor eterno. ¿Entiendes esto que te estoy diciendo? —remató el brujo, con una mueca de desprecio. Sí. Laurinda comprendía muy bien. Estaba condenada a coleccionar pretendientes muertos. Sin embargo, algunos


de ellos podría ser Raúl. Tenía que serlo. Al fin y al cabo, le quedaba el resto de su vida para esperarlo. Laurinda se miró en el espejo retrovisor. Se limpió el rímel que le escurría por las mejillas, y se acomodó el cabello. Después bajó del auto y se encaminó a su casa con paso firme.

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orrissey sí me entiende… pienso con los calzones atorados en mis tobillos y este tipo haciéndose añicos las amígdalas con mi verga, debería estar feliz. O por lo menos cegado de placer. No es de mal ver, debe tener menos de 45 años y más de 39 y eso ya es suficiente para que se me ponga tiesa y morada y con el prepucio palpitando como una herida recién hecha segundos después de un navajazo, sólo que en lugar de ese líquido rojo babea una sustancia blanca, cuasi transparente, igual de pegosteosa y espesa que la sangre. Debería estar convulsionando igual que mi prepucio cuando sale de la boca de este gringo, como ese pececillo que cayó a la duela cuando él no lo pudo sostener con firmeza mientras lo penetraba. No recuerdo el nombre del gringo, sólo sé que es de San Francisco, sobrecargo en una línea aérea y que por lo mismo no puede fumar mota ni untarse cocaína en el culo a causa del antidoping que cada seis meses debe tomar. Me gusta cómo se ponen los cabrones pasivos cuando les untas un poco de polvo blanco en las primeras carnosidades del esfínter. Te piden verga como si de ello dependiera su vida. Al último que se lo hice perdió la cabeza, los ojos se le pusieron en blanco y empezó a llorar con una intensidad agria, como si

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le hubieran clavado un cuchillo en una mano. Suplicaba porque le partiera el culo en dos, en tres, o en cuatro pedazos. Yo me masturbaba en un sillón ubicado al rincón, bastante lejos de las almohadas batidas de tantas lágrimas. De hecho era justo él. Las patillas canosas del gringo deberían excitarme. Igual su corte de cabello; medio militar, medio maricón. Pero se ve varonil. Es un poco más alto que yo. Creo. A como está hincado es difícil averiguarlo. Tiene todo el brazo izquierdo tatuado, hay dibujos de cadenas, grecas tribales, un marinero sin cabeza, y ese emblema de tres semicírculos yuxtapuestos al borde de un círculo completo al centro, que es el símbolo universal de desechos tóxicos biológicos y que algunos homosexuales se tatúan como rúbrica, dolorosa y permanente, de que les gusta hacerlo bareback. Hay quienes añaden un par de grecas a manera de códices, los que sepan descifrarlo sabrán que aparte de practicar bareback son bugchasers, cazavirus; personas seronegativas que buscan infectarse de VIH mediantes penetraciones. No he visto si el gringo sea un bugchaser. Conozco muy bien esas casi imperceptibles grecas, esos códices como pecas enormes. Debería… Los que están a mi lado han decidido pasar del sexo oral a las penetraciones. Hasta hace unos minutos, parecían el reflejo de nosotros, una secuencia de bocanadas de verga sobre un espejo sudoroso y apestoso a poppers. Hasta parece que hacían las mismas regurgitaciones al mismo tiempo cuando la verga obstaculizaba su respiración, las mismas arcadas a punto de vomitar nada. Luego continuaban con su labor sumisa, ensalivando lo más posible el tronco para la siguiente fase, aquella que hace la diferencia entre un heterosexual y un puto. El reflejo se deshizo. Uno de ellos se ha sentado en una verga más bien larga, sin muchas ventajas como para robar la atención. Ahora se besan entre jadeos. El gringo está obsesionado en deshacer mi verga a punta de mamadas y no puedo sacudirme mis propias obsesiones. Siento que se me va a escapar un chorro fétido de mierda en estado de agua por haber tragado un puñado de navajas de rasurar, sin darme cuenta, que ahora se abren paso entre la digestión para salir por mi recto. Y eso que ni me la han metido. Tampoco es que ser pasivo sea lo mío. Son celos. Sólo de verlos.


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Inhalo tan fuerte como puedo del frasquito de poppers. Dicen que esta mierda de nitrato de amilo te mata las neuronas. A mí me la pone más dura y me hace decir cochinadas que a algunos derrite. Otros se espantan, se suben los calzones y se van y me dicen que soy un degenerado. Como si ser puto no fuera ya lo bastante degenerado. El hecho de que nos hayamos acostumbrado a llegar a la cúspide del placer metiéndonos la verga a ese deleitoso abismo por donde sale la mierda, no nos hace menos degenerados ni más iguales a los bugas. Esos que se muerden el anzuelo de la normalidad son los que se quieren casar y adoptar bebés y jugar a la casita y a los tubos en el cabello. Señoras amas de casa como rol jodido para no parecer degenerados ante los bugas. Otra vez inhalo como si el frasquito ámbar fuera oxígeno. Se me pone tiesa. Y ya. No logro armar ni una sola cochinada pornográfica. Sólo de verlos. La botella se resbala y cae al piso y casi hasta las rodillas del gringo. Por fortuna ya la había cerrado. No recuerdo si la enrosqué bien. Me doblo para recuperarla. Hay más costras de semen que alfombra. El resorte de mi calzón brilla como un pastilla para el aliento de frambuesa en medio de esta húmeda semioscuridad, y las letras que forman la palabra Diesel se estiran y vuelven a su forma original conforme mis tobillos se tensan cada que el gringo se atraganta con mi verga. Es bueno en lo que hace. Parece que no se ha derramado el valioso incienso líquido como se describe en la etiqueta amarilla que lo envolvía. Creo que más bien los poppers son como un thinner fino, un Resistol caro. Inhalo de nuevo, necesito matar un par de neuronas, en específico ésas que están provocando que me invadan los celos en lugar de ponerme a hacer lo que se supone que se viene a hacer a una orgía. Respiro del frasco una vez más. Quiero cogerme al gringo, pero la excitación parece diluirse entre los latidos de mi corazón que aumentan de velocidad con cada popperazo, como si quisiera atravesar venas y capas de piel y correr y aventarse a un abismo profundo o las vías del metro. A estas horas todas las estaciones deben estar cerradas. En tres horas pasará el primer tren. Demasiado tarde. ¿Así se sentirá cuando te da un infarto? De ser así, no está tan mal. Siempre y cuando te agarre con la verga parada. 73 y quizás un poco más, semidesnudos unos, encuerados otros, todos sudando en este departamento con vista a un


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paso a desnivel y a los árboles de la primera sección del Bosque de Chapultepec. Sé que somos 73 y un poco más porque cuando llegué y me quité la ropa me dieron una bolsa enorme de plástico donde debía guardarla, y una tarjeta con el número 73. 73 posibilidades de pasarla bien y él tenía que estar aquí. Acompañado del imbécil por el que me dejó, un gordo con un bigote rectangular y ligero que no se le ve bien en ese cuerpo lampiño a punto de quedarse calvo. Su único atractivo deben ser sus ojos claros que les encantan a los chichifos de piel morena que sueñan con güeritos aunque estén obesos. Es cierto que es alto, mucho más que yo y el gringo, eso le sirve como para que en ciertos ángulos le juegue a la ilusión óptica y disimule su panza, pero tarde o temprano se nota que debe ser talla 36, quizás un poco más. No eyacularé nunca, por lo que veo. Verlos. Le digo al gringo que tengo que orinar. En parte es cierto. No me lo esperaba: quiere que lo haga en su boca. Dice que es un wáter. Que nació para eso. Estoy tan encabronado que no tengo sesos para armar otra mentira. Me incorporo mareado y con un zumbido agudo y prolongado que aparece de repente en mis oídos. El gringo se hace ovillos uniéndose a la pareja de al lado, intenté comer algo de la verga del tipo que se está sentando en la verga del activo. En verdad está excitado. No sé si él ya se habrá dado cuenta que yo también estoy aquí. No tengo mucho de haberlo reconocido, hace apenas unos minutos, incluso pensé que se trataba de otro güey. Pero de inmediato pude reconocer su típico y espeso bigote rubio, cuyas orillas le cuelgan hasta la barbilla como lo usaban los homosexuales antes de que el SIDA hiciera su aparición, esa moda de testosterona coreográfica impuesta por los Village People. También lleva la gorra tipo policía forrada en piel con una cadena incrustada al frente, la misma que tenía puesta cuando berreaba aquella tarde de sábado en la suite más cara de un motel de la Colonia Obrera, cuando le puse cocaína en culo y él perdió la cabeza y gritaba: “Ya métemela por piedad, ¿no ves que estoy ardiendo? ¿Por qué me torturas dejando mi culo sin rellenar?”. Pinche cursi. De eso hace dos meses y tres semanas y dos días antes de que me dejara por el gordo. Entré a esa página web de contactos de colores ocres y amarillos y el gordo me contactó: “¿Te


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gustaría armar un trío?” me preguntó por el chat. “Me fascina ver cómo se cogen a mi güey frente a mí, bien pinche puerco”. Le dije que sí pero necesitaba ver una foto de su güey. Mandó un archivo y puso la foto y para que el gancho al hígado tuviera un efecto acertado y doloroso, la imagen era ese estúpido retrato que yo mismo le hice en uno de los cubículos de triplay que rentas por si quieres intimidad, de aquel sauna de paredes de cristal al que fuimos después de emborracharnos en el Toms, como a eso de las seis de la mañana. Le dije que se pusiera la gorra de policía sin secarse, veníamos saliendo del baño turco, ahí me lo cogí frente a unos cinco tipos, uno de ellos susurró a un anciano: “se la está metiendo sin condón… los voy a acusar”. Le ordené que estirara las manos hacia arriba de espaldas hacia a mí, que alzara las nalgas y volteara a la cámara. Esa misma pose me la enviaba ahora su güey. “Que rico se ve tu güey ¿Y viven juntos?”, pregunté. “Sí, desde hace dos meses y tres semanas y dos días…”. Él y yo nunca fuimos pareja. Llevábamos cogiendo los primeros viernes y domingos de cada mes desde hace un año y fuimos a Los Cabos, y eso fue todo. Pero pensé que, no sé, quizás teníamos una de esas chingaderas del tipo conexión especial. Nunca he sido bueno para distinguir si estoy enculado o enamorado. Así somos los gays: confundimos mamadas con afecto, penetraciones con amor. Nos enamoramos del primer cabrón que se baja la bragueta y nos acaricia la nuca. No volví a verlo después de aquella vez en el motel de La Obrera. Le escribí mensajes y contestaba que estaba muy ocupado para verme. Incluso se le ocurrió decirme que tendría tiempo de mamarme la verga en siete meses exactamente y hasta me dio una fecha en específico. A decir verdad me encabrona más esa podredumbre de algunos gays de imitar las peores mañas de las viejas, como decirse secretos al oído frente a los demás, jugar a quinceañeras retrasadas mentales provocando celos, que por lo visto funciona. Soy puto, pero también norteño y me gustan las cosas de frente. Me cagan esos rituales gays de “tenemos que platicar”. Prefiero la honestidad, aunque luego corra al rincón más vacío de mi cama y ponga el Vauxhall and I de Morrissey a todo volumen. Eso es lo que necesito. A Moz. Setenta y tres cabrones y un poco más. Me siento excitado pero terriblemente solo.


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Me abro paso entre los cuerpos, cosa difícil, cualquiera que esté hincado me la quiere mamar. No es por nada pero mi verga es espectacular. Es obvio que la tengo más grande que el gordo. Logro llegar al aparato de sonido. Abruptamente oprimo stop a la sesión de house y minimal techno que estaba sonando, después de todo es mi maldito iPod. Siempre me apodero de la música en cada fiesta gay a la que voy. No soporto la circuit music, esas secuencias hechas a bases de remixes de éxitos pop del tipo de Whitney Houston o Katy Perry o más reciente Adele, sus beats acelerados monótonos. Todos siguen cogiendo. Doy vueltas al scroll hasta llegar a la M. De Moz. Morrissey. Me urge ponerlo, como si necesitara insulina para no desmayarme. Me detengo en el My Early Burglary Years. “A Swallow On My Neck”. Junto a la repisa donde descansa el potente equipo de sonido (en realidad es parte de un Home Theater conectado a una pantalla de plasma que trasmite videos porno que nadie ve), hay un espejo de cuerpo completo. Me pongo frente a él, el pie izquierdo hacia delante, cierro los puños a la altura de mi barbilla y empiezo a soltar rectos y ganchos que salen de mi cintura hacia un estómago ficticio. Practico sombra. Nadie me presta atención. Después de que me enteré de que él tenía un güey y que vivían juntos, regresé a boxear. Soy bueno golpeando como los hombres. Los gays no saben pelear, se tapan la cara y jalan del cabello. Le tienen miedo a los puñetazos. Que tontería. Duele más cuando la verga te hace añicos la última parte del intestino grueso. El dolor es tremendo. Se necesita estar enfermo mentalmente para soportarlo y encontrar placer en tal tortura. Se necesita ser gay. El momento ha llegado. Para esto estuve practicando un año. Cambio de canción y pongo “Sunny”. Inevitablemente. Todas las canciones de Morrissey hablan de mí, pero la letra de “Sunny” es mi vida en este instante. Me acuerdo del video. Dos hombres y una chica pierden el tiempo después del bachillerato en una nublada y triste tarde de Londres. Se la pasan haciendo pendejadas: fumando, aventándose cerveza a la cara, robándose entre ellos sus gorras de lana y mochilas que no devuelven, subiéndose a columpios y otros juegos para niños, dándole de comer a los patos. Por la noche uno de los tipos termina besándose con la rubia y el tercero los sorprende en un callejón con una


mirada de ansia y derrota, de aislamiento, está fuera. En ellos hay una complicidad de la que el tercero no pertenecerá nunca. Así me siento. Justo ahora. Quisiera ser yo el que en este preciso momento se la esté metiendo a él y ejerce el poder sobre su cuerpo. El gordo está decidiendo quién puede metérsela y quién no, a quién se la mama. Son el espectáculo del rincón al borde del ventanal de ese enorme cuarto que parece haber sido decorado por un narco afeminado, entre los celos, los poppers y los colores champaña y camarón con incrustaciones doradas por todos lados, me estoy mareando. “We’re really missing you Oh, and you’ve only just gone”. Respiro hondo. Suelto todo el aire acumulado en mi estómago. Ahora el espectáculo lo daré yo cuando le haya sorrajado dos o tres puñetazos a él. Ojalá puedo tumbarle un par de dientes. Sé que puedo. Voy caminando como Rocky en esas películas de antes de que apareciera el SIDA, con la cabeza ligeramente echada atrás. 29

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“So I offered love And it was not required Oh, what else can I do? What else can I do?”.

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Sé que no podrá defenderse y su güey mucho menos. Estoy a punto de llegar. Su bigote está rozando los pezones de su güey mientras un tipo lo penetra casi con la misma intensidad que yo. Nunca lo había escuchado gemir así. Se despega del pezón, voltea y nuestras miradas se cruzan. Choco mi puño con la palma izquierda. Él me sonríe. Hay una espacie de tocador detrás de su güey, él estira la mano para apoyarse en él porque las penetraciones empiezan a ser más fuertes. Estoy a punto de soltar el primer recto. Será fácil… Entonces se oye un golpe no tan fuerte, de un eco opaco, seco. Y él suelta un grito desgarrado, va del grave al agudo en cuestión de segundos, es como alfileres en mis oídos y en el resto de los que estamos semidesnudos o encuerados. Después empieza a llorar como aquella vez que le puse coca en el culo y no le metía la verga.


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La mano de él es atravesada por un cuchillo de cocina. El mango sigue sostenido por un hombre que no debe tener más de 24 años, en otras situaciones debe ser rubio, pero hoy unas manchas rojas le irrumpen su piel, como moretones mágicos. La tiene enorme, más grande que yo y gruesa y sin circuncidar y parece que toda la sangre de su cuerpo se le ha ido a los ojos. Tirita. Es obvio que está mucho más encabronado que yo… “Gracias por infectarme de SIDA estúpido” dice, luego por fin suelta el cuchillo. Él ya no puede gritar más, llora entre espasmos y ahogos mientras los borbotones de sangre no se detienen y empiezan a formar hilos rojos que se deslizan por el tocador, creando una hidrografía siniestra que llegan hasta la alfombra y mis pies. Tres tipos se abalanzan sobre el rubio que rompe en un llanto que si estuviera en otro cuarto pensaría que se trata de una chica que acaba de descubrir que su novio se besuqueaba con otra. Medio lo someten. Muchos han corrido por sus ropas y se suben los pantalones a una velocidad de concurso. El resto no hace nada y sólo mira. Hay un silencio de mausoleo. Y sólo se escucha a Moz cantando “Sunny”. Soy yo el que coge el cuchillo, es de los típicos con los que se rebanan las naranjas, lentamente lo voy desenterrando de la mano de él. Podría haberlo hecho rápido. Pero no iba a perder esta oportunidad. Lo hago como si fuera el Rey Arturo tratando de sacar la espada mágica de la piedra. Me tomo algo de tiempo, fingiendo que hay que hacerlo con sumo cuidado para no hacer más grande la herida. Tonterías. Hasta que la punta del metal queda fuera y él parece soltar el primer alivio. “¿Estás bien?” pregunto pero no puede contestar. Le acaricio la nuca. Su güey está paralizado con la vista perdida casi hasta la tercera sección del bosque de Chapultepec. Le tiemblan las piernas. Lo chorros de sangre no se detienen. Me acerco al oído de él. “De verdad te extraño” Le digo.



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TROUBLE LOVES ME C astro B A U T I S T A

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onocí a la Roja en una fiesta. Estaba platicando con el DJ cuando la vi, abriéndose paso a codazos en la barra. —¿Quién es ésa? —le pregunté al DJ. Nunca la había visto, pero tenía todo el tipo de punketa buscapleitos: los pantalones pegadísimos, rotos; la chamarra llena de seguritos y estoperoles; el pelo de un rojo que sólo podía ser producto de acuarela concentrada; una mochila mugrosísima y botas a las rodillas, llenas de hebillas y, ésas sí, limpísimas, lustrosas. El DJ se encogió de hombros y la chava se dio cuenta de que la estábamos mirando. Desde la barra nos pintó dedo y sacó la lengua. Yo me quedé sin saber bien qué hacer: si hubiera sido organizador de la fiesta, habría buscado el modo de sacarla del antro antes de que empezaran los líos. Pero esa vez no era asunto mío: era de las raras veces que yo estaba ahí de público para pasar un rato tranquilo, así que lo mejor era ignorarla. Me despedí del DJ y lo dejé trabajar en paz. Aunque me incomodaba la idea de encontrarme de cerca con la punk, decidí que tenía que demostrarle que no le tenía miedo, así que caminé con mi indiferencia más estudiada hacia la barra. En cuanto me vio el barman, destapó una cerveza y me la tendió. Yo iba a tomarla, cuando una mano se interpuso y me arrebató la botella: era la punk.

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—Ni modo, compa, yo llegué primero —me dijo, burlona. Yo sonreí como si no me importara, aunque por dentro estaba encabronadísimo. Sin perder el control, le pedí otra cerveza al barman. En cuanto me la dio, le pagué las dos y me alejé. —¡Güey! ¡Te doy lo de la chela! —dijo una voz a mi espalda. Volteé a verla. Tenía varios piercings y tatuajes por todos lados. Un lado de la cabeza estaba rapado y del otro, la cascada roja le llegaba a media espalda. Me miraba con seriedad, casi con antipatía. Seguro estaba criticando mis pantalones de terciopelo y mi gabardina o que yo trajera delineador en los ojos. —Nel, a la otra invítame tú —le respondí. —No mames, yo no le invito cervezas a darketitos ñoños. —Bueno, entonces presúmele a tus amigos punketos mugrosos que le robaste una chela a un darketito ñoño. Ella no se lo esperaba. Se quedó pensando un momento y le dio un trago a la cerveza, mientras yo le sostenía la mirada. Luego de un rato, torció la boca y sonrió de mala gana. —Está bien, la siguiente la invito yo. No me gusta robarle a darketitos ñoños. Pero tú vas por ellas. En estos pinches antros góticos nos discriminan a los mugrosos. —Va, es un trato. Pero siquiera dime cómo te llamas, ¿no? Me gusta saber quién me invita las chelas. O quién me las roba, según. —Qué mamón –se rió ella–. Me llamo Jessica, pero todos me dicen la Roja. ¿Y tú? No me salgas con que eres Lord Vlad o una pendejada de esas que les gustan a ustedes. —Me llamo Mario. Oye, como que para ser punk, eres muy prejuiciosa, ¿no? —¡Huevos! Seguimos platicando y tomando chela. Todas las pagué yo y ella no hizo el intento de detenerme. Me contaba sus batallas campales como si fueran travesuras. Una parte de mí decía: “Aguas, esta chava es puro problema”; pero yo no podía dejar de mirarla y escucharla. Parecía que habíamos estado en las mismas tocadas y las mismas fiestas, pero siempre en lados distintos de la valla de seguridad. Me contó sobre cómo participó en el portazo en el concierto de Bauhaus en el Ópera y yo le platiqué que esa vez, un amigo me consiguió un pase para el backstage.


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—No mames, ni que fueran tan buenos esos güeyes. —Si no son tan buenos, ¿por qué fuiste? Me miró como si fuera yo un tarado. Una vez más, le sostuve la mirada: que aunque terminara sorrajándome una botella en la cabeza o rompiéndome la nariz de un puñetazo, tuviera hasta el último momento la impresión de que yo no le tenía miedo. Funcionó: suspiró como si necesitara mucha paciencia conmigo y se dignó a contestar. —Por el desmadre. Es bien cagado ver a un darketo asustado. Pero su música es de hueva, güey. Como la de acá. —¿Qué quieres escuchar? Dime y se la pido al DJ. Se rió. —Ya me voy. Voy a mear y me largo a otro rock. Se levantó y me aventó su morral mugroso a la cara. —Te encargo mis cosas, no te vayas a clavar nada, ¿eh? –dijo mientras se levantaba–. Ah, y no pagué las chelas porque no eres un darketito ñoño. Me caes bien, pinche Mario. Vas a ver, luego te echo un grito para enseñarte lo que es divertirse. Al fin, ya tengo tu fon. —¿Ya lo tienes? —pregunté extrañado. Ella asintió con una sonrisa traviesa que la hacía parecer una niña de siete años. Me recordó a mi hermanita y me dio una ternura rara; pero luego imaginé uno de los berrinches de mi hermanita con la fuerza de esta chava y más bien me regresó el miedo. Me quedé solo, tomando el resto de mi cerveza. Luego escuché un escándalo: una pelea. Mucho grito de chava, así que seguro una catfight. —¡Pinche Roja! —se me salió, aunque no había nadie conmigo. Seguro que ella estaba en el relajo. Vi mi reloj, no lo podía creer: menos de cinco minutos de que la Roja se levantó, pero a huevo que ella tenía que ver con el desmadre. Agarré su morral y corrí hacia los baños. Elsa, una chava con la que alguna vez tuve ondas, estaba llorando: —La pinche loca ésa se quiso meter en la fila y como no la dejé, me agarró del cabello y me tiró al piso. Y ya que me tuvo ahí, me agarró a patadas. —¿Quién? —le pregunté. Entre la gente alrededor no estaba Jessica.


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—¡La punketa mugrosa con la que estuviste toda la noche! —me respondió Elsa, enojadísima. —¿Dónde está? —pregunté. No tenía tiempo para consolar a Elsa, que también tiene lo suyo de mamona. —Ya la sacamos —me dijo uno de los guarros del antro. Todos me estaban mirando. Y ahí estaba yo, con la mochila de la Roja en la mano, con cara de imbécil, sin saber ni qué pedo. La vocecita de mi cabeza me decía: “A la verga, deja sus cosas aquí y desentiéndete”. Por supuesto, no le hice caso y traté de salir. Los guarros me pidieron que no lo intentara: —Mario, nos costó un chingo de trabajo sacarla. Si te abrimos, se va a meter otra vez. Asentí de mala gana, pero les pedí que me dejaran salir por la puerta de la bodega. Cuando llegué a la calle, la Roja estaba pateando con furia la puerta del antro. —¡Pinche sistemaaaaa! –gritaba, pegando unos alaridos tremendos– ¡Devuélvanme mis cosas! Por primera vez en toda la noche, no me dio miedo. La vocecita me decía: “Eres un soberano pendejo, te vas a meter en muchísimos problemas por esta ruca”. Y, como para darle la razón, adentro del antro comenzó a sonar “Trouble Loves Me”, de Morrissey. Me acerqué a la Roja, con su mochila en alto, como si fuera una bandera blanca. Cuando se volteó, sobresaltada, a ver quién estaba ahí, me di cuenta de que estaba llorando, pero de inmediato se secó los ojos con el dorso de la mano y me sonrió. —¡Pinche Mario, hijo de tu caballerosísima madre! –me dijo–. Ya sabía yo que podía confiar en ti aunque seas darketo. Nos sentamos en la banqueta sin decir nada más, mientras Morrissey parecía cantarle justo a ella. —Qué rolas más aburridas ponen en sus fiestas –se quiso burlar–. Qué intensos son ustedes los darketos. —Al menos no agarramos a golpes a la gente en la fila del baño, ni tratamos de abrir a patadas las puertas con gritos marxistas… ¿“Pinche sistema”? ¿Neto, gritas eso? Como respuesta, ella me agarró del cabello con las dos manos y me jaló violentamente hacia ella. Me besó como nunca me habían besado. La vocecita de mi conciencia se quedó afónica de tanto gritar y por fin se calló.


—Ya me voy, Mario —dijo de repente, aventándome a un lado. Se paró y sacó algo de su chamarra, me lo aventó y yo lo caché nomás por instinto. Qué sorpresa me llevé: era mi celular. Ella se moría de risa: —¿Ves? Te dije que ya tenía tu fono. Pero te lo devuelvo. Échame un grito. Y se fue sin voltear. Mientras, adentro del antro, terminaba la rola de Morrissey, revisé el aparato, con un presentimiento. En la J no había entradas nuevas, pero en la R, sí. Decía: ROJA CHINCHIN SI NO LLAMAS y un número. —Pinche Morrissey. ¿Y tú crees que a ti te aman los problemas? —pregunté en voz alta y guardé mi celular. Al otro día temprano le iba a llamar a la Roja. Chin chin si no.

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amentablemente, tengo que ir diario a la fábrica. No hay otra opción. Abrí la laptop y le puse un correo.

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Querido Ian:

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Tu correo ha sido sorpresivo y me llena de alegría. Por supuesto que soy absoluto fanático de tu representado. Lo he seguido desde que tengo uso de memoria y su primer disco solista fue el primer cidi que compré. Lamentablemente, me encuentro en una posición incómoda. Como parte de mi personalidad oculta, o mejor dicho, a lo que me dedico todos los días, es a administrar la fábrica de tortillas de mi familia. En este punto de mi vida, el ser artista no ha representado suficiente dinero. Confío en que algún día viva de girar y publicar discos. Mientras, me resigno con sólo imaginarlo. Por ello, tengo que rechazar la propuesta de ser el grupo abridor. No me es permitido faltar


entre semana y no podría cumplir con las 14 fechas que ofreces. Gracias de cualquier manera por pensar en mi proyecto como grupo abridor. Nunca voy a olvidar tal gesto. Un abrazo desde Mexique. Carmelo

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Send. Se fue. No más posibilidad de abrirle la gira. A las seis de la tarde, el olor a masa se disipa. Siempre pienso que tengo ese aroma incrustado en el hipotálamo y algún efecto me provoca. El olor a masa amenaza con convertirme en su perverso esclavo. Pienso que, si alguna vez dejara de olerlo, saldría a la calle a matar gente o me volvería un vago sin hogar que come las sobras del McDonald’s. Tal vez por eso, a las seis me siento triste. Mi dosis de olor a masa es menor, y como todo buen junkie, empiezo con el mono en la espalda. Seis cero seis. Nuevo correo (¿quién demonios escribe a un contador de tortillas a las seis de la tarde?): Ian Montone arroba mozmngmnt punto com.

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Querido Carmelo: P A R A L E E R

Vengo manejando, pero creo que es importante que reconsideres tu correo. Acabo de colgar con ya sabes quien y se rehúsa a aceptarlo. Sus fans en California son esencialmente mexicanos, por lo que quiere a alguien de ahí. Estuvimos escuchando los últimos releases de música mexicana, ¡¡y no le gusta ninguno!! ¿Puedes creerlo? Él entiende que no puedas las catorce fechas, pero por lo menos que cubras las cuatro de California. Para las de Europa, puede encontrar algún refuerzo… Aunque le hacía mucha ilusión que fueras tú. Si necesitas que hablemos de tu caché y


los vuelos, podemos replantearlo. En fin. Piénsatelo y hablemos. Ian Era el sexto correo del día. Dos de spam, un reporte de inventarios, el pago a proveedores y la primera invitación para ser el telonero. Cuatro fechas implicaría faltar dos días al trabajo. Podría fingir que estoy enfermo, pero mi papá siempre va a la casa para ver si necesito algo cuando no llego a la oficina. Además, mi departamento se ve desde las oficinas de la fábrica. Verían que no hay luz prendida ni signos de un enfermo hangeador. Ian querido: Sé muy bien lo de California. No lo entiendo bien. Ves a cholillos por las calles oyendo su música. Me parece increíble. Son de esas cosas que no se explican. Es tan misterioso como que los punks y skinheads les guste el calypso y el dub. Creo que sueno como un arrogante, pero no puedo ir esas fechas. Como te expliqué, mi trabajo de civil es muy absorbente. En las fábricas, hay que hacer trabajos diarios. Son mecánicos, pero fundamentales. Si no estoy, muchos de los ingredientes para preparar las tortillas no pueden ser comprados. Muchos de los clientes son restaurantes que prefieren venir hasta acá para tener un mejor precio, por lo que tengo que atenderles. En fin. Soy víctima de una especie de esclavitud burguesa y familiar. Vivo bien, pero tengo un grillete al cual se le ha perdido la combinación. Por otro lado, gracias a ese dinerito, pues, he podido grabar mi disco y puedo cambiar de computadora cada dos o tres años. Sueno espantoso, ¿verdad? Disculpa por tanta justificación, pero me siento como cuando a O

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uno le ofrecen caviar y lo rechaza. Tiene que haber una razón gorda de fondo. De otra manera, no eres nada más que un pelmazo. Un abrazo. Carmelo

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Tardé diez minutos en redactar eso. Al final parecía un correo de ayuda, más que uno de disculpas. Cerré la laptop. A esas horas, la plancha de la fábrica estaba vacía. Como un escenario de película post apocalíptica. Me despedí de un par de incautos que seguían tratando de terminar el interminable trabajo; crucé la calle a mi departamento. Al entrar, no me quedaron más energías salvo para hundirme en la lujuria de mi pequeña nube de confort en el sofá enfrente de la televisión. Para el día siguiente, fuera de dos correos de la Asociación Mexicana de Productores de Masa y Tortillas (la AMPROMATO) y el correo de inventarios, no tenía respuesta de Ian. Seguramente le pareció indignante que alguien rechazara una gira así. Hay cientos de músicos que matarían por siquiera conocerlo. De nuevo a las seis, justo antes de apagar mi compu, empezando a extrañar el olor a masa y manteca, llegó un email de Ian.

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Hola, Carmelo:

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Entiendo tu problema. No eres el único al que le pasa eso. Muchos artistas que conozco estuvieron en tu posición y tuvieron que trabajar en lugares insólitos para sostener el sueño de hacer música. Ya platiqué con ya sabes quien. Pensé que iba a enfurecerse, pero no. Extrañamente parecería que entre más lo ignoras, más cerca está de ti. Siento como si él tuviera un pequeño capricho que quiere cumplir sí o sí. Eres, por así decirlo, su triple helado de


vainilla, chocolate y menta que papá le tiene que comprar. Estuvimos charlando, y después de mucho platicar, entendió que no podrás estar en la gira. Pensamos otras opciones, como llevarte y devolverte en avión privado, pero logísticamente se vuelve incosteable. Así que tuve una idea que nos pareció la mejor y permite que no tengas que viajar. ¿Qué te parece si haces un remix de su último sencillo? Lo incluimos en el costo del ticket y así, pues, de una manera espiritual y fantástica, nos acompañas durante toda la gira. Espero te guste la propuesta. No sé de qué otra manera podríamos conectarnos sin tener que tomar un avión o un bus juntos. Anexo el link para que bajes los pedazos de la canción y hagas con ella magia. Lo que sí es que lo necesitamos bastante pronto. Toma tiempo fabricar el disco (no son tortillas, right?), mandarlo a Ticketmaster, etc. ¿Lo puedes tener esta semana? Danos sonido mexicano, hermano. Tu amigo,

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Le contesté sin dejar pasar ni un solo minuto.

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Con gusto. No voy a descansar hasta que hoy mismo recibas esto. Regularmente con cinco o seis horas de estudio, acabo un remix. Además, tengo clarísimo lo que quiero hacer. Mañana antes de que compres tu café en Starbucks tendrás el file en tu desktop. Abrazos.

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Bajé las sesiones tan rápido como pude. Más de cien canales de sonidos. Cuarenta canales dedicados únicamente a la guitarra. Efectos, cada uno de los toms de la batería. Moduladores. Moogs… Un acordeón que suena a la distancia. Y la voz. Una voz desnuda sin efectos. Escuchar su voz sin ningún tratamiento, es como ver a Salma Hayek con pijama y sin maquillaje. Es como entrar al cuarto de plomería del Four Seasons. Sabes que hay lujo, pero no es para ti. Me tomó tiempo poder encarar la sesión. Si no ponía play a todos los elementos y escuchaba cada uno por separado, me daba la impresión de que todo estaba pobremente tocado, desafinado y mal hecho. Sin embargo, al tocarlo todo junto, era armonioso y genial. Trabajé y trabajé. Fue una de esas noches que no dormí ni un segundo. Cuando menos cuenta me di, ya era hora de meterse a la regadera y salir corriendo para checar tarjeta. Me llevé un WAV del remix. Nunca había estado tan orgulloso de una grabación. Resumía mi mexicanidad, tenía filo y era ingenioso. Era una carta de amor. Creo que superó al original. A las 7 am lo envié. No supe de Ian, hasta las seis de la tarde.

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Querido Carmelo: P A R A L E E

Ya lo escuchamos. Yo creo que es brutal. Me gusta por ser tan diferente a la versión original. Desgraciadamente, a él no le gusta tanto. Siente que no aprovechaste la esencia de la canción. También le gustarían ritmos latinos. Ya sabes, bongos, maracas, lo siente muy poco latino. Espero y puedas trabajar más en él.

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Algo dentro de mí murió. Si no le había gustado, era prácticamente imposible que le gustara mi música. Era una especie de resumen ejecutivo de todo lo que había hecho en mis tres discos. ¡Cuánto misterio! Así que me fui a casa, con un montón de sueño, y abrí nuevamente la sesión. Trabajé durante dos horas hasta que los ojos se me cerraban. Agregué todo lo que me dijo. La verdad es horrible que siendo mexicano, te digan que eres “latino”. Hay una enorme diferencia. Los latinos no tienen cara. Son como zombies agrupados por un genoma. Llamar algo latino es tan genérico, como llamar a algo “étnico”. No tengo nada que ver con un peruano o con un puertorriqueño. Pero entiendo. El cliché de un latino es festivo. Con chispa. Como si uno fuera Carmen Miranda y tuviera plátanos y mangos en la cabeza. El mexicano es latino, por lo tanto, el mexicano puede usar mangos en la cabeza. Regido por el silogismo, terminé el remix. Lo cargué en el USB y me fui a dormir. A las 7 am, ya en mi oficina, se lo mandé a Ian. No tuve respuesta. Un día después, preocupado, le escribí.

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Ian querido:

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Ayer mandé el remix. Quiero saber si tuvieron oportunidad de escucharlo. Le puse más elementos latinos. Creo que funciona muy bien. Espero tu respuesta.

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Pasaron tres días y nuevamente, a punto de cerrar la laptop, a las seis de la tarde, mi email repiqueteo.


Carmelo Malas noticias. No le gustó nada. De hecho, hasta le pareció ofensivo. Quiere que lo borres. No lo vamos a usar. Lamento que lleguemos a esta situación. Ian Mmm… Ian querido:

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Por favor, hazle llegar esta nota. El remix lo hice pensando en que te gustaba mi música. Asumía que te iba a gustar porque es una especie de sampler de lo que hago. Me pone triste pensar que quieres que lo borre. Si no quieres usarlo, no lo uses, pero me niego a pensar en borrar los files. Si quieres, lo guardo. Tal vez en diez años lo aprecies y lo puedas rescatar. En fin. Un abrazo.

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Carmelo

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Creo que no pasaron diez minutos, cuando sentí el vibrador del iPhone anunciando la llegada de su respuesta.

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Carmelo: L E E R

Como sabes, esos archivos de sonido son de su propiedad. Así que más te vale que sean borrados inmediatamente. Si llegáramos a encontrar una prueba de que tu remix existe, tendríamos que demandarte inmediatamente. ¿Te queda claro? Ian


La respuesta me dejo frío. Decidí no responder este correo. Dos meses después, encontré por internet un torrent con mi remix. Averiguando, descubrí que sí lo utilizaron para regalarlo con los tickets de su concierto. Así que le envié un correo. Ian: Tanto tiempo; espero que la gira vaya de maravilla. Oye, por casualidad encontré en la red el remix que hice. Después me enteré de que sí lo utilizaron para regalarlo con la venta de tickets. ¿Qué pasó? ¿Finalmente cambiaron de opinión? ¿Sí le gustó? Avísame. Me encantaría saber el fin de este episodio.

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Dos días después, llegó un correo de Ian que simplemente decía así:

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Hola, Carmelo: Sí. Disculpa. Olvidé por completo comentártelo. De lo que me preguntas, no lo sé. Imagínate que sí le gustó. Así esta historia tiene un final feliz. Si tienes tiempo, escríbelo como cuento. Aprovecho para informarte que él me despidió hace unos días. Ya no vamos a trabajar juntos. Hasta la vista, baby.

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Borré el email y me puse a escribir esto.


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Piedras y acero alrededor de París H i dalgo P A C H E C O

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a mañana no presagiaba un día soleado. Aunque la vista era diminuta por esa ventanita del hotel en el Boulevard de Clichy. Casi todos los baños se quedan con las ventanas más pequeñas. Te miraste en el espejo para afeitarte y el rostro que encontraste no fue el del adolescente que un día fuiste. Distintas arrugas atraviesan tu frente como si fueran surcos de labrado. Cada nuevo vistazo te hace descubrir más canas. Al extremo de cada ojo, las patas de gallo se hacen largas –esos gallinazos no paran de crecer–. No han hecho mucho efecto las cremas caras que te aplicaste durante el fin de año. Es un día de febrero que comienza y sabes que estás completamente solo. A nadie le avisaste que tomarías unos días en París para tratar de conversar sólo con piedras y acero y el recuerdo de algunos muertos a los que les tienes algo de simpatía.

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I Hace un par de días, te hallabas en Los Ángeles. Era raro, en esa ciudad siempre te habías sentido cómodo y querido. Pero componer canciones resultaba un oficio demasiado severo. En ocasiones aparecían de un tirón las letras, pero también se dan periodos en los que no puedes escribir nada. Y, es más, se agolpan severos juicios sobre tu trabajo. “¿Vale la pena lo que


hago?”, te repites la frase una y otra vez. Sabes que existe gente que te sigue y que hace suyas tus cosas con mucha pasión. ¿No los estarás defraudando desde hace un tiempo?, ¿debes pensar en ello o solamente en ti mismo? Si quieres respetarte, no debes buscar el abrazo seguro. A veces el amor no ofrece la respuesta correcta. Hay que reaccionar por instinto y tomar distancia. No queda sino salir corriendo. Desayunabas tostadas con mermelada y tu té. Leías un libro de Émile Zola y lo tuviste claro: “En París, la verdad avanzaba, irresistible, y ya sabemos de qué modo estalló la esperada tormenta...”. Pocas horas después, tomabas una pastilla para dormir montado en el primer vuelo en el que conseguiste boleto.

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II Pocos lugares como los cementerios para entrar en contacto con las piedras y el silencio. Decidiste visitar el de Montmartre porque era el que te quedaba más cercano. Desde hace mucho que los monumentos mortuorios y los bustos se te hacen la expresión urbana de las piedras. Aunque había también un plan con maña. Podías haberte hospedado en cualquier otra parte de la ciudad. Especialmente en una menos ruidosa y con menos vida nocturna, pero considerando que la lectura de Zola te trajo hasta aquí, al menos podías hacerle una visita al lugar donde estuvo enterrado alguna vez, antes de que le rindieran honores y lo trasladaran al panteón. Llegaste a ese escritor francés porque fue la figura más representativa de una corriente a la que llamaban “naturalismo”, y tú no te identificaste con el término. Por un lado, sentías un amor inmenso por la naturaleza, pero te gustaba que en tus canciones quedara plasmada la vida como tal, que fueran historias naturalistas. Luego te enteraste de una de sus frases más conocidas: “La verdad está en camino y nadie la detendrá”. Si aquello era cierto, todavía existía la posibilidad de que diera contigo y te revelara algo que no sabías. El cementerio está en una loma; así que hay que subir y bajar según el recorrido que uno trace. Te dejaste ir sin rumbo fijo. Y sin darte cuenta, encontraste la tumba de Zola. Es de un mármol rosáceo y tiene un busto de bronce con el que no cuesta ponerse a platicar. Los escultores los hacían tan perfec-


tos, que no cuesta creer que puedan cobrar vida. Te detuviste en las tumbas de León Foucault –hermosa–, pero no supiste quién era y, más tarde, en la de Adolphe Sax (1814-1894), a quien le debemos el haber fabricado el primer saxofón. ¡Qué poco homenaje se le rinde a este hombre! Te acordaste de los temas que has grabado con vientos. No eran muchos, pero te siguen gustando. El viento arrastraba algunas hojas y un poco de basura. Trataste de ubicar la salida, y haciendo un poco de zigzag, te fuiste acercando a la puerta de la Avenida Rachel.

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III La visita al cementerio te dejó con hambre. Quisiste regresar caminando hasta el Boulevard de Clichy. Te detuviste en Guy Moquet que estaba apenas a un par de cuadras de la plaza. Pediste una ensalada y un té de menta. El lugar era diminuto. Apenas si atendían a cuatro mesas en el interior y una sobre la calle. Nada más. Tu mesa estaba frente a la ventana delantera. En el quicio había algunos libros y revistas que prestaban al público. Tomaste una biografía de Degas. No te sorprendió. A fin de cuentas, estaba enterrado en el cementerio más cercano. Pasabas con calma las páginas. Apareció la pintura en la que una mujer –en primer plano– y un hombre a su lado estaban sentados en una mesa de lo que parecía un pequeño restaurante. La mesa estaba junto a una ventana. Ambos tenían la mirada extraviada. No parecían esperar nada más de la vida. La actitud de ambas personas hacía que el tiempo pareciera suspendido. Desde el momento mismo en el que el cuadro estuvo terminando. Al interior había un lapso eterno, la suspensión de las dimensiones. El espacio y el tiempo estaban allí dentro para siempre. Los miraste durante un rato larguísimo. Apenas dabas unos cuantos bocados. Al primer sorbo de tu taza, el té estaba frío. Así lo bebiste. Te sentías igual que aquella mujer. Es más, podrías jurar que eras aquella mujer. No esperabas nada más. Estabas allí –junto a otra ventana–, dejando correr el tiempo. Su compañero era un accidente, un detalle casual. Ambos bebían absenta, pero tú no tomas ni gota de alcohol. Lo que impactaba del cuadro era la renuncia completa al mundo de afuera. En el librito no se mencionaba el nombre del cuadro. Seguiste leyendo y lo que sí fue una sorpresa fue saber que De-


gas se había mudado al Boulevard de Clichy en 1912 y que permaneció allí hasta su muerte, cinco años después. En ese lapso se fue quedando completamente ciego y recorría las calles vagando sin sentido. Era obvio que fue enterrado en el Cementerio de Montmartre, convirtiéndolo en uno de los fantasmas más ilustres del barrio. ¿Algunas veces se pondría a conversar con Monsieur Sax?

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IV Apenas pasaban de las tres de la tarde. Decidiste ir en metro hasta el Museo de Orsay. Has estado allí algunas veces antes. Te fascina la colección, pero nadie puede retener tantas imágenes y tantos nombres. Quieres ver si allí está el cuadro de Degas que tanto te ha gustado. Es lo más seguro. El interior del edificio revive tu amor por el metal. Esa antigua estación del ferrocarril enseña su estructura como si fuera su esqueleto. Traza una silueta elegante llena de líneas que lo cubren todo. Y también están allí esculturas con las que se puede dialogar como si el tiempo no importara. Por eso es que casi nunca miras al enorme reloj que antaño determinara el momento de partida de los trenes. Avanzaste con rapidez por las galerías, hasta que estuviste cerca de donde empezaría Degas y el resto de los impresionistas. Estabas en su casa. La cosa era prestar la atención necesaria y dejar que el azar hiciera lo suyo. No tardó mucho en aparecer el cuadro. Se llamaba L’absinthe, y estaba fechado en 1876. Revisaste las fichas complementarias y encontraste un comentario de George Moore: “Nadie ha dicho tanto en tan poco espacio ni nadie se ha expresado de manera tan simple... Gracias a la ciencia del dibujo, invisible pero omnipresente, casi impersonal”. Ahí estaba la clave: la persona termina por difuminarse. Por volverse una sombra, una silueta del pasado. Podías sentir esa conexión con las piedras y el acero. Son un recuerdo callado de lo que un día tuvo relevancia total, y luego se queda allí, como un testigo silente. Recorriste el resto de las galerías buscando a quién de los otros impresionistas le interesó restar vivacidad a las personas y convertirlas en siluetas, en esbozos de humanidad. Fracasaste en tu tarea, y cuando te diste cuenta, estabas delante de la salida.


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V Por la noche, no pudiste evitar acercarte a la Torre Eiffel. Detestas tanto el comportamiento típico de los turistas, que no te acercaste hasta la base. Preferiste seguir una estación más del metro. No bajaste en Trocadero, sino en Passy. Era una parada tan discreta, que casi pasaba desapercibida, pero, a fin de cuentas, tenía una vista envidiable, de tarjeta postal. Trepaste hasta lo alto de uno de los torreones que conforman la arcada lateral de la vía del tren. Pasaron los minutos y, en vano, trataste de vaciar tu mente. De inundarla de una imagen sempiterna que no tuviera significado alguno. Querías quedarte tan sólo con la forma de esa pirámide de metal, pero desde el lugar en el que la contemplaste, fue inevitable tratar de abrazarla. Desde ese sillón de cantera, te sentiste un gigante omnipotente que con sus brazos cubría completa aquella minúscula torrecita. Siempre metes en tu bolsa trasera un cuadernito. A veces recibe sólo palabras sueltas y, en ocasiones, frases completas. Esa noche anotaste: “Only stone and steel accept my love”. Luego verías para qué podría servirte. Te esperaba una larga caminata hasta Clichy. Nadie te esperaba en el hotel. En una placa turística leíste que en Passy también había un cementerio, pero poco importante. No valía la pena agotar las pocas energías que te quedaban.

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VI Te levantaste temprano. No podías dejar de visitar La Coupole. Esa joya del art decó te hacía volar. Como siempre que ibas, te sumergiste en otra era. Una en la que no te sentías extraño. Ordenaste una cremé bruleé y un té de lavanda. Pediste la clave del wi-fi del lugar. Tenías tiempo de sobra para leer un poco sobre el Cementerio de Montparnasse. Tal vez debiste acercarte sin saber nada. Una vez conectado, te dio por revisar tus correos. Lo único cierto es que debías regresar. No tuviste forma de negarte a los reclamos de tu presencia en América. Tenías que volver al estudio. Forzarte a componer los mejores temas de tu vida. No tenías historias ajenas. Tan sólo un amor por las piedras y las moles de acero. Casi siempre te sienta bien la soledad. Es difícil entender a los hombres y que otros hombres te entiendan.


El postre estaba delicioso. Tuviste tiempo suficiente para leer acerca del Cementerio de Montparnasse. Descubriste que allí estaba enterrado un poeta peruano muy famoso. César Vallejo es un autor importante. Al menos recuerdas haber leído Los heraldos negros. Quizá sea lo único. Disfrutaste mucho con su biografía. Mitad indígena, mitad gallego. Sus años de exilio parisino. Esa ciudad tienta a perderse en su interior y jamás volver. Pero, ¿a dónde? ¿Tienes un lugar para volver? No dudaste en tener la percepción de que nadie te espera en realidad en algún sitio. Pueda ser que te convenzan de que eres famoso, pero eso no es lo que quieres; estás solo. ¿Será casualidad que ese poeta peruano también parecía estar siempre enfermo de melancolía o algo peor? ¿Qué es lo que habrá sentido en su interior para escribir cosas tan terribles? Sus versos parecían lanzas que te partían en dos: “Yo nací un día en que Dios estuvo enfermo… grave”.

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VII De entrada te pareció que se trataba de un panteón más lleno de árboles. Unos estaban secos, pero otros conservaban, pese a todo, su verdor. El terreno era más abierto y menos sinuoso. Se podía caminar con mayor comodidad. Aunque, eso sí, estaba mucho menos frecuentado que el de Montmartre. Al menos decidiste sin la menor duda que no te acercarías al Pere Lachaise. Atestado de turistas. Incautos en pos de una foto con Morrison. ¡Asco de orientales con cámaras de última generación! ¡Feligreses estúpidos de la iglesia del rock and roll! ¿Acaso no sabían que su ídolo buscaba el silencio? Sin duda, lo encontró debajo de esa lápida. Su ánima pétrea no lo molestaría durante siglos. Sin querer, te enteraste de que hace muchos años le llamaban El cementerio del sur, ¿sería por eso que el peruano pidió ser enterrado allí? Soplaba un viento que cortaba como navajas de afeitar. Se colaba debajo del abrigo. Siempre supiste que tenías gustos peculiares. En ese tipo de lugares te sentías cómodo y en paz. Rara vez alguien se atrevía a preguntar algo. No solías visitarlos buscando respuestas. Se trataba de caminar pausadamente. Sin prisas. Y contemplar a detalle la arquitectura. Leer los nombres e imaginar sus vidas. Algunas familias anotaban las profesiones. En otros casos, eran los mensajes los que revelaban aspectos importantes.


También te gustaba hacer cuentas y tener conciencia de los años vividos. Apenas un soplo sobre la línea de la historia. Siempre hay personas que atravesaron un par de siglos e infantes que casi al primer chillido, se les fue el hálito de vida. Una avenida te llevó delante de un ángel colocado sobre una columna. Tenía una espada en una mano. Buscaste la placa con los datos. Guardián del sueño eterno, ¿o genio del sueño eterno? Casi eran lo mismo. La escultura la hizo Horace Daillion. La columna tenía una hermosa pátina verde. Es la manera en la que suda el bronce a través de los años. Fuiste muy calculador al momento de emprender de nuevo la marcha. Buscaste alguna señal para intuir hacia dónde estaba la tumba de Vallejo. En ese momento, no quisiste improvisar y tuviste que preguntar a un hombre que barría las hojas y la escasa basura.

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VIII El poeta había sido discreto en sus indicaciones post mortem. El cementerio era bonito y una buena manera de sentirse cerca del sur. Y al mismo tiempo no perder contacto con París. Montparnasse no había perdido nada de su actividad. De sus cafés y vida nocturna. Pero un panteón siempre es una isla. Ahí yacen los náufragos de la existencia. No pudiste evitar sentirte como un Robinson Crusoe con instintos funerarios. La tumba era pequeña. No se destacaba especialmente. Salvo por un detalle que te dejó extrañado. Pensaste en la motivación de un hombre para dar con su epitafio. Muchísimas podrían ser las razones secretas. No llegaste a la mínima conclusión al respecto de la decisión de César Vallejo. Pensaste que optaría por algo tremendista, pero estabas muy equivocado. Sobre la lápida podía leerse: “He nevado tanto para que duermas”. Parecía un guiño hecho por la ciudad. No se imaginaba otra cosa. Repasaste la frase al menos seis veces. No se te ocurrió nada más. Tenía una sonoridad atractiva y era una redacción interesante, aunque su significado no fuera evidente. La gente que se dedica a escribir, elige si ir haciendo su escritura más transparente o más oscura en la medida en que sigue en el oficio. Recordaste que varias sesiones de grabación te esperaban al otro lado del océano. Anotaste el epitafio como una cu-


riosidad de tu cuaderno. No pensabas usarlo. Tu estilo va por otro lado. IX Evitaste tomar la pastilla. Preferiste lidiar con el jet lag californiano. Te cercioraste de que te dieran un asiento junto a la ventanilla. Y no paraste de escribir más que para beber agua, comer un panecillo y una ensalada. Hay que aprovechar cuando las letras se dejan venir. Escribiste una canción sobre piedras, acero y las ganas de abrazar con todas tus fuerzas a París. No te importaba que la gente la entendiera o no. En tu alma también ha nevado bastante. Se congeló durante mucho tiempo la pasión, pero a pesar de todo, todavía no es momento para que duermas.

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ntiéndeme, manito. Cuando eres joven y estás enculado, dices muchas pendejadas. A los 18 pensaba que estaba enamorado, pero hoy me doy cuenta de que, en el fondo, yo no era más que un pendejo hecho y derecho. Ni pedo, como dice tu canción o una de las dos de Morrissey con las que me acuerdo de ti: así es como la gente madura. A putazos. Tú también lo hiciste, madurar, me refiero, sólo que mucho antes que el resto de la pandilla. Ahora que lo pienso, fuiste el primero en muchas cosas: el primero en tener los huevos de mandar a la chingada a la escuela, por ejemplo. Imagínate, yo me tardé casi diez años, hasta que terminé la carrera. El día que me titulé, cuando levanté el brazo para realizar el juramento delante de mis trajeados sinodales, recuerdo que para mis adentros pensaba: “Ahora sí, a la chingada con la puta escuela”. Qué cómodo, ¿no? De cualquier manera, ya no tenía que volver. Lo tuyo sí fue arena de otro costal. Cuando te conocí, manito, eras un tipo sumamente alineado con el sistema, el hijo que cualquiera de nuestras madres hubiera querido: llegabas temprano todas las tardes, hacías la tarea, no fumabas y practicabas deporte. Pero entonces sucedió que conociste al Chef. Así le decíamos porque preparaba las mejores recetas con mota a

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la redonda. Brownies, churros, té, agua fresca, gelatina y el más ambicioso de sus proyectos: mole con mariguana. Quién iba a pensar que con el paso de los años, en efecto se iba a convertir en un auténtico chef. Hoy dicen que trabaja en un crucero. El Chef se volvió casi tu hermano y tú, un integrante más de esa pandilla que, ni modo, se separó con el paso del tiempo, aunque como el mismo Chef siempre decía: “La banda no se crea ni se destruye, sólo se transforma”. En su casa veíamos películas, fumábamos mota, bebíamos Bacardí, oíamos música, platicábamos de mujeres, fumábamos mota, jugábamos Nintendo, leíamos poesía y también fumábamos mota. Entonces, dejaste de jugar básquet. Primero, un partido; después, la liga completa. También dejaste que el cabello y la barba te crecieran y te obsesionaste con Jim Morrison. Nos enseñaste los dibujos que desde niño hacías en la parte de atrás de los cuadernos, en el rincón al que los apuntes los habían exiliado. Con el transcurrir de las semanas, fueron las anotaciones de Historia, Física o Química las que quedaron relegadas de aquellas páginas en las que trazabas los contornos de tus adorables demonios. Como te darás cuenta, de verdad, sí te quería, cabrón. Perdóname, pero es que así como un par de tetas jalan más que dos buenas carretas, también es cierto que una nalga le recuerda a cualquier hombre que en el fondo no somos más que animales. La Sardina, así le decían. Guapa, bastante, pero sobre todo, tenía actitud. Se vestía con madre: siempre con los jeans ajustados y rotos a la altura de una nalga, como para que uno se diera cuenta de lo que nunca iba a tener. El cabello siempre suelto, con un gorro de montañista que no se quitaba ni para dormir (eso creo, porque yo nunca dormí con ella. Tú sí, perro del mal). A los dos nos latía y de los dos fue la mejor amiga. Fue por aquellos días cuando empecé a tenerte tirria. En realidad, si estábamos solos o en casa del Chef, no había pedo. Platicábamos como los dos brothers que éramos. ¡Ah!, pero si la Sardina aparecía nadando cerca de nosotros, nos convertíamos en tiburones dispuestos a despedazarnos completitos con tal de ser el macho alfa que se ganara sus favores de hembra. ¿Te acuerdas ese día que me invitaste a ver una peli en tu casa y de caca (o, ahora que lo pienso, igual los dejaste tira-


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dos a propósito para que yo los viera) me topé con tus guantes de box? No sabías boxear, pero ahí los tenías. ––¿Un tirito, de cuates? ––Ya vas. Era de mentis, de amigos, pero me partiste la nariz y yo te saqué el aire. Nos calentamos. Nunca lo reconocimos, pero ambos sabíamos que esa disputa fue por el amor de la Sardina, un amor que ella juraba no sería para ninguno, pero acabó siendo para ti. Comenzaron a andar durante las vacaciones inmediatas a cuando los tres salimos a la prepa. La neta, ya ni coraje me dio, porque cada quien agarró su propio patín. Después, cada quien hizo su carrera. La Sardina se casó y se fue a vivir a otro país. Tú te convertiste en un artesano, uno chingón, y te trepaste a una Van, con todo y una argentina buenísima que conociste en el rol, para largarte a recorrer el mundo. Tu cabello creció como tu libertad. La barba no era más que un testimonio de tu decisión a ese sistema en el que nunca encajaste. Sabrá Dios si te volviste vegetariano, pero sé por el Chef –que nunca perdió comunicación contigo– que te cagaba la ciudad. Preferías mil veces el campo, donde pintabas y construías artesanías. Chale, manito, es que nomás los que nos alineamos fuimos los que perdimos pelo. Ya hasta me dieron ganas de chillar y sólo porque no puedes abrir los ojos, lo hago, porque de otra forma, dirías que soy bien puto. Y tal vez tendrías razón. Nunca, Héctor, lo dije de corazón. Eso no. Fue al calor de las chelas, de la calentura de juventud. Estaba pedo, estaba chavo, estaba bien pendejo. Fue de puritita envidia. Porque yo no dibujaba tan chingón como tú, porque nunca pude tener el pelo tan largo, porque me faltaron tanates para irme a conocer Centroamérica de mochilazo, porque jamás pude besar a la Sardina. Sólo por eso lo dije, pero si pudiera recoger mis palabras del viento y metérmelas en la boca, me cae que lo haría. El día que me llamó el Chef para decirme que habías muerto, que un infarto inexplicable y fulminante cegó tu existencia, lo primero que pasó por mi mente fue ese pinche día hijo de puta diez años atrás en el que, en medio de una peda, mientras


me terminaba una caguama tibia y sonaba una canción que me recordaba a la Sardina (a la que sabía que tú sí le gustabas), con los puños apretados me dije: “Pinche Héctor, ojalá se muriera”. Eso no es estar enculado; es ser un mocoso sensible. Te encontraron acostado en tu cama, con una sonrisa en el rostro y tu morra argentina dormida a un costado. Igual te moriste como viviste, por puritito gusto. Nomás por no pasar de los treinta. Y hoy, delante de tu ataúd, manito, te pido perdón. Eres un chingón. Siempre fuiste el primero en todo. Hasta para morirte.

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Las líneas que aquí comparto fueron publicadas originalmente en la revista mexicana R&R, ahora extinta, a finales de 2006. Nunca antes había recuperado un texto para ofrecerle segunda vida. Me pareció pertinente cuando los amables editores de este compendio me hicieron la invitación. La versión que aquí presento es diferente a la que se publicó entonces. Pero la escena ocurrió. Quiero decir: durante su concierto en el Palacio de los Deportes, Morrissey sí hizo trabajar a sus glándulas y sí se veía la silueta descrita. Seguro es parte de la mercadotecnia.

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um! ¿Fueron los graves? La tripulación no conoce ese ruido. ¿Es un ruido? No existe forma de precisarlo desde el interior. Parece que la vibración nace en la cajuela y envuelve todo el auto. Recorre la estructura: es una envoltura sobre el acero, la fibra de vidrio, los huecos de cristal, el plástico de los faros, la lona que cubre los asientos. La onda hace grietas en el pavimento, revienta dos gotas de alumbrado público, hace patinar uno de lo vehículos cercanos. Dos señoritas caen al suelo, la puerta del taxi que esperaba su abordaje queda abierta. El oficial a cargo de la patrulla recoge su gorra del suelo. Sobre el muslo le sacude el polvo. El único deseo del uniformado es terminar con la aglomeración de Río Churubusco, así que no repara en el incidente. Vuelve a su posición, se atrinchera junto a uno de los tambos color naranja y mira cómo el paisaje se pinta con las luces bicolor de la patrulla. Los vendedores de mercancía extra oficial organizan el remate antes de que todo termine convertido en pacas, a la venta en un tianguis de otra ciudad. ¡Bum!

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De nuevo. Y a bordo, el intercambio de muecas que son interrogantes. Las llantas siguen besando el suelo. Los indicadores del tablero no informan sobre alguna contingencia. La duda se abrocha el cinturón. Tiene un lugar en el asiento trasero. ¿Es un ruido? ¿Experimentan una forma nueva de secuestro fugaz? ¿Está temblando? No, los árboles y los cables se mecerían. Hace media hora, la tripulación era un círculo eufórico en el área de pista del Palacio de los Deportes. El ídolo en escena. Los músicos uniformados. El recinto dividido por secciones. Localidades agotadas. Luces apagadas. El periodo italiano del astro evidenciado por las imágenes en la pantalla. Escucharon “Panic”, seguida por el estruendo, el aplauso. Cuarenta y seis años. Vulnerable. Hermoso. “William, It Was Really Nothing”. Una camisa. “Everyday Is Like Sunday”. Otra camisa. “Let Me Kiss You”. “Irish Blood, English Heart”. Otra camisa. Un ritual. La camisa, la camisa. ¡Bum! La memoria podría ayudar a la tripulación si por un segundo consiguieran sacudirse esos rostros de pánico. Todos. Los cuatro. Deberían volver a ese salón donde no sentían frío entre tantos cuerpos. Marinaban las emociones en vasos de vodka y litros cerveza. El ídolo, San Morrissey de las reuniones imposibles, San Morrissey de las almas apuradas, San Morrissey de los días que son todos domingos y las luces que nunca se apagan recorría la tarima. Lo suyo no era un despliegue atlético a lo Mick Jagger, pero era capaz de acelerar sobre el escenario hasta agitarse. El perfil afilado, el pecho macizo, la figura cincelada por los años, la adoración, las amarguras, la eterna negativa al circo del reencuentro.


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Conforme transcurría la actuación, la mancha de sudor se le iba dibujando en la espalda. Las gotas llegaban de todas partes para acomodarse en la tela gris. Y ahí estaba. En el viejo gimnasio, junto con el repertorio del 16 de noviembre de 2006. Un trazo claro. Se le podía mirar cada vez que Morrissey realizaba un giro o caminaba hasta la posición de alguno de sus músicos. Un corazón de agua y sal. Otro corazón a cuestas, porque no es suficiente el que lleva dentro. Un poco de memoria y los tripulantes del auto podrían recordar la escena: se desabotonó la camisa, quedó con el torso desnudo y arrojó la prenda al público. Andrea, ahora mismo aterrada en el asiento del copiloto, levantó los brazos y se quedó con ella. Mil novias y mil ramos no alcanzaban para comparar la iluminación de su rostro. Se cogió fuerte de la tela, impidió los arrebatos. Salió del lugar con la camisa. Antes de subir al auto, pidió permiso para ponerla en la cajuela, dentro de su mochila. ¿Creían que iban a volver a casa así nada más? ¿Creían que iba a dejar de palpitar? ¿Que podía secarse? ¡Bum! Bajan del coche. Los cuatro. Andrea camina a la parte trasera del vehículo, donde van guardados los bultos. La lámina se oxida. Agua y sal. Puede verlo. En la espalda del auto también empieza a delinearse la silueta. Un corazón.


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I was wasting my life Always thinking about myself Someone on their deathbed said “There are other sorrows too” —“That’s How People Grow Up”, Morrissey

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escubrí quién era yo, la primera vez que me cogí a una muñeca inflable. Aunque para ser precisos, más bien lo supe al recordar, después de venirme en su boca, todo lo que le dije mientras “me la chupaba”. Es extraño, porque ya había oído, en algún sitio en mi interior, todo eso que le grité apretando su nuca inflable contra mi pelvis. Lo había oído en mi cabeza, lo intuía ya de algún modo. En aquel entonces, a mis quince, aún me daba pena decirle todo eso a una mujer, de esas de carne y hueso, de esas que sí pueden oírte y ofenderse. El punto es que antes de aquella tarde no me sabía capaz de decir todo eso. Desde que recuerdo, he tenido ganas de cogerme a una sorda, y a una ciega también, pero eso es distinto. La ciega, creo, es más por observarla, ver cómo mira sin mirar, y los movimientos corporales que hace, carente de un registro visual de mí o de ella misma. Además, se supone, tienen más desarrollados el resto de los sentidos. Pero una mujer sorda no podría oír todo lo que le dices mientras te la coges. Le podrías decir cualquier cosa, cualquiera. Podrías ser completamente imprudente o incongruente, siempre y cuando te da la espalda; de otro modo, probablemente podría leer tus labios. Cosa que con el tiempo he aprendido, tampoco es problema; no con algunas mujeres,

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al menos. Sin ser sordas, les he dicho todo tipo de cosas en la cama, aunque no sea precisamente en la cama. Y sin ser mudas, me han dicho cualquier cantidad de obscenidades. A mis quince no sabía nada de esto. No había estado más que con una mujer. Bueno, una chica un par de años mayor que yo. Fui bastante tímido con ella; me aterraba un poco. Pero al cogerme a la muñeca inflable, sin la necesidad de actuar con propiedad o consideración, me desconocí. Y al hacerlo, también me conocí. Lo extraño, en esos momentos, fue, de pronto, no ser quien yo creía que era. Yo, en concreto, al menos, resultaba estar lleno de impulsos excesivos que, a esa edad, en ese cuerpo escuálido, no eran meramente “partes de mí”. Estos impulsos no eran cosas que podría “integrar” en un collage bonito-pero-complejo llamado “yo”. De súbito, sin mayor aviso, estaba parado en otro lugar, tenía otro nombre, otra cara y, sí, otra verga. Una verga más prominente, ocupando un lugar cada vez más central en mi existencia. El resultado fue no saber quién era y, peor, quién iba a ser. Me perturbaba pensar que quizás no era tan distinto a todos los pervertidos que vi de niño. Esos que se sacaron la verga en la calle frente a mi madre; ella se tensaba un par de segundos y luego actuaba indiferente. O aquel vecino que suspiraba, sin cesar, una y otra vez, “sexo, sexo, sexo”, deambulando por la cuadra, o al viejito que se bañó frente a mí en las regaderas del deportivo y tiraba miradas extrañas. Y todas las revistas porno que encontré en la casa cuando nos mudamos al DF: la sirvienta mamando la verga del lechero; el jardinero cortando el vello púbico de la dueña de la casa (con sus tijeras para arbustos, claro); el policía comiendo la pucha de la secretaria. Y las películas que mi tío olvidaba quitar de la VHS, esas que, tras un par de secuencias ruidosas, llegaba la tía a quitar nerviosa, disimulando no sonrojarse, y hablando con premura. Porque las Playboy de mi abuelo, incluso de niño, me parecían de lo más decentes, “artísticas”, como los cuadros de desnudos en el museo. ¿Qué era este torrente de violencia, de poder, esta letanía de injurias que brotaba al bombear la boca de esa muñeca inflable? ¿En qué me estaba convirtiendo? Era yo, sólo yo, claro, y eso era lo perturbador. Podría llamarlo “naturaleza”, “adolescencia” o acaso sugerir que Darwin y Freud y no sé qué


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tanto, pero era mi cuerpo donde habitaban esos impulsos. Me rebasaban; habría reajustes en mi vida, lo supe al terminar el último espasmo de mi venida en su boca de plástico barato. Ya era tarde: los reajustes ya habían sucedido; nadie me avisó, nadie me preguntó. Me daba vértigo y vergüenza, sí, pero el impulso no se detenía, no se iba. Exigía, sin pedir permiso, un encuentro con el mundo. No es como si sintiera la mirada de diosito mientras me la chupaba la muñeca inflable. Pero había algo de eso. No crecí en una casa muy religiosa; lo normal, supongo. Navidad, bautizos, bodas, funerales. Pero igual detesto a Dios, o bueno, la idea de un dios, y toda su pirámide de charlatanes, santurrones y cobardes, todos ellos. Quizás si se hubieran cogido una muñeca inflable a tiempo, no creerían en fantasmas. El corazón es de sangre, y la sangre está llena de sustancias extrañas. Sustancias que burbujeaban en mis adentros al contacto con esa boca de plástico. El corazón es de carne, un órgano palpable, hecho para que los buitres se lo devoren algún día sin mayor decoro. Decoro que yo había perdido ya. Quizás este odio por su dios, este odio tan refrescante, es mío sólo gracias a que me dejé educar por una muñeca inflable. Recuerdo cuando la compré. Ni siquiera le pedí el cambio al taxista; bajé tan pronto llegamos a la esquina. Era tanta la taquicardia al caminar hacia la tienda, que me detuve a respirar un poco antes de entrar a la sex shop. Recuerdo mi gesto de chamaco curioso, fingiendo interés en los polvos de miel, los lubricantes de sabores y los libros de Kama Sutra. Pero mi vista gravitaba en las tablas para nalguear, esas que marcan la forma de un corazón en el culo, y los pequeños recuadros en las portadas de películas, con mujeres exuberantes y sus caras atravesadas por vergas hinchadas, y los dildos venosos de tantos colores y las bombas de vacío y los interminables atuendos de putita: enfermera putita, policía putita, pirata putita, mucama putita. Traté de actuar casual al pagar por la muñeca inflable, aún en su caja. Cuánto esfuerzo por que no me temblara la voz. No sé si lo logré. Evité cualquier tipo de conversación con la chica del mostrador. Obvio, no recuerdo su cara. El ruido en mi cabeza era más imponente que aquella mirada humana que quería evadir: “No hay pedo, no la vas a volver a ver, no sabe quién eres; además, ella trabaja aquí; no, no se ríe de mí, pero


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se reirá de mí al rato, le contará a alguien, pero será alguien que no conozco, alguien que vive lejos de mi casa”. Por supuesto que fui a una sex shop lejos de mi casa. Después del sexo –si así se le puede decir–, miraba a esa criatura inerte, usada, tirada en el piso del baño, llena de mi semen, receptáculo de mis groserías. “¿Quién soy?”, me preguntaba. “¿No soy ya el niño lindo de mamá; ese que sale en las fotos de pequeño, tan arreglado, tan bueno?”. No, ya no; era una bestia, lleno de voluntad de poder, de voluntad de preñar. Pero también recuerdo cuando, en segundo de primaria, las niñas del salón se acercaron a verme orinar. Y no sentí pena. Para nada. Y me la acariciaron, y creo que se endureció por primera vez y ellas se reían conmigo. Pero es posible que lo recuerde todo mal, que mi imaginación, ahora teñida por los años y las tantas películas que he visto, lo pinte de otro modo. La memoria es una golfa que lleva mal las cuentas. La muñeca no fue la primera en chupármela. Mi primo le ganó por dos años, y lo dejé porque se sentía bien. No me vine, no sabía qué era eso de venirse. O las veces que me la chupé solo, pero ya para entonces tenía catorce. Además, me filmé haciéndolo. Y me he preguntado qué pasaría si hoy, ya como adulto, decidiera vender uno de esos videos. ¿Sería un delito? Digo, si soy el mismo de la imagen, entonces, pues es mi imagen y así lo he decidido yo. En cambio, si no soy ya el mismo del video, para cuando hubiera un problema al respecto, tampoco sería el mismo que lo vendió. ¿Cuándo dejamos de ser los mismos? ¿Todo el tiempo? ¿Cada siete años? ¿Cada que descubres que no eres quien creías ser por cogerte a una muñeca inflable? No sé, pero le pregunté a un abogado, y tras investigarlo, aclaró que, en efecto, sería un delito. Por incitar a la pederastia o a la pedofilia (alguna vez me explicaron la diferencia, pero tampoco la recuerdo). Sí, aunque fuera tu propia imagen de puberto, sería un delito. A mis trece ya me quería coger a mi tía, a mi maestra de matemáticas y a mi novia y a todas la viejas que salían en videos en MTV, y a las edecanes de TVO, y las cantantes y las atletas, y las de los calendarios en los talleres mecánicos. No hubiera sabido bien cómo cogérmelas, pero suponía que ellas me lo podrían explicar. Y eso me motivaba a usar gel en el cabello y a procurar no tener barros en la piel. Como quiera, no importa


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lo del video, porque después de filmarme chupándomela, flaco y solo en la orilla de la cama, borraba los videos. Invadido de pena y repudio, los borraba. Pero, primero, los veía, en un acto narcisista característico de quien está descubriendo su propio cuerpo, supongo, y sentía el extrañamiento, el desdoblamiento del espacio y tiempo al verme en el video, como a otro, casi. Dejaba la handicam filmando con la cubierta puesta mientras entraba a la ducha. Era imprescindible bañarme yo también; no sólo el video debía renovarse, limpiarse. Y dejaba música prendida mientras me bañaba, para matizar mis emociones y olvidar lo recién sucedido en esos desplazamientos efervescentes del sexo. En algún sitio de casa de mi madre, debe haber un video donde se ve una pantalla negra y se escucha de fondo el sonido de la ducha opacado por canciones de Morrissey. Era mi cantante favorito en esa época. En mi recuerdo, ya fumaba. Esto es verosímil, mas no verificable. Mi abuela me dio mi primer cigarro a los doce, y a los trece ya había tenido mi primera borrachera. Y así recuerdo aquel momento post coital, digamos: fumando con la muñeca inflable, mirándola, mirando el semen, descomponiéndose con el contacto al aire, escurrir por el redondo vacío de su boca. Fue menos poético de lo que el lenguaje puede hacer que suene, en serio. En otra ocasión, esa misma noche o al día siguiente, no lo sé, me la cogí por atrás, empinada en el lavabo del baño. Y volví a decirle y gritarle cosas que nunca había dicho antes. A nadie. Fue todo un proceso volver a cogérmela. La vergüenza luchando contra la excitación; el miedo versus el impulso y el descubrimiento. La manzana del árbol aquel en el jardín del Edén, cayéndose del árbol, por dulce. La urgencia pudo más que la culpa y la idea de que yo era un buen chico o de que Dios me miraba y me iba a madrear en el futuro. El aburrimiento, las hormonas y la desesperación siempre ganan. Pero la cuestión es que fumaba y la miraba, yo, desnudo, supongo, o con la toalla en la cintura, cubriendo mi maldita verga. Y no, no hablé con la muñeca. Eso es estúpido. No le conté mis problemas como en esas películas estúpidas sobre algún desadaptado. Sólo la miré y fumé. Y cuánto me gustaría poder recordar lo que pasaba por mi mente en esos momentos. Un recuerdo moderadamente preciso de lo que pensé entonces, creo, me otorgaría mayor entendimiento sobre mi


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destino y la naturaleza del tiempo. Lo que se aclararía con un sesgo de lo que fue ese soliloquio, el ritmo y los patrones de mi mente en tales momentos, sería información invaluable. Pero no será posible obtener dicha información, no con la tecnología que contamos hoy en día. Sólo recuerdo que, como tantas veces después en mi vida, y casi siempre gracias a una mujer (o la semblanza de una), aprendí que yo no era lo que hasta ese momento creía ser. Al poco tiempo limpié la muñeca con agua y jabón. Su patético cuerpo, la textura del plástico, las orillas malogradas. La lavé y luego, se la llevé a mi primo. No al que me la chupó, a otro primo. Y lo convencí de cogérsela; él dudaba. Él también creía ser quien creía ser. Pero el impulso y la confusión ganaron. Yo no buscaba transmitirle mi epifanía, sino más bien aliviar mi vergüenza. Lo vi llevársela al baño, y por un hueco de la puerta, miré cómo sus muslos se apretaron, vi la violencia de sus contracciones al empezar a bombearla. No quise ni tuve que ver más; eso fue suficiente para, de algún modo, sentirme menos solo en este mundo. No sé qué hizo mi primo con la muñeca; tampoco le he preguntado. Supongo que la habrá tirado, lleno de extrañamiento al descubrirse como un pobre mamífero a expensas de la vida. Por mi cuenta, no he vuelto a coger con una muñeca inflable. Ese par de veces me bastaron, supongo. Pero he sido afortunado y le he dicho a una mujer viviente, sin frivolidad alguna, en el trance del sexo, casi todo lo que le dije a esa muñeca inflable. Casi. Y me han honrado con groserías e incoherencias semejantes, llenas de esa angustia ante la muerte, de esa desesperación por vivir. Y me ha enternecido de maneras inimaginables, borrando pedacitos de mi ignorancia humana. En momentos, así dejamos de fingir que somos personas. Quizás nos volvemos objetos, también, como muñecas inflables, repletos de un vacío y un viento que nos mueve más de lo que creemos. No lo sé, pero quizás esa letanía que a mis quince aquella muñeca inflable exorcizó de mi interior, fue formalmente mi primera comunión.

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EVERYDAY IS LIKE SUNDAY T orres P I L O M O N D R I O

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o hay gente en la playa, no hay gente en la playa, no hay gente en esta playa…”, se repite CE mentalmente, mientras camina a pasos lentos sobre conchas blancas y retazos de mar, hundiendo sus pies sobre la arena húmeda. El pareo a mitad de la cadera le hace parecer mayor de edad, pero evita los contoneos. Bastante tiene con la mirada que, esta mañana, su tío ha puesto fijamente entre sus piernas. Cierra los ojos imaginando que la espuma ha borrado sus huellas del todo. Se estremece al recordar el momento en el que una ola de fuego absorbe a Kirsten Dunst al final de Melancholia. Abre los ojos, mira el cielo bajo. “Cómo deseo no estar en este lugar”, dice para sí…

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I Al despertar, CE revisó su correo electrónico: JM le contaba que durante la noche, su padre le hizo ver una película en la que varios jóvenes robaban hasta la ropa a los turistas en la grisácea costera. Una película mexicana horrible y vieja. Le contaba, además, que esa misma noche había descubierto el recorrido de un satélite artificial. Se movía intermitente, formando un círculo perfecto.


“JM es… tan normal”, concluyó CE antes de apagar su smartphone, sin enviar ninguna respuesta. II Le habría gustado sumergirse en la materia oscura, mas los destellos de la luz del faro le recordaron la sensación de encontrarse dentro de una imagen en la que se ha visto infinidad de veces. Recorrió las cortinas del ventanal del dormitorio prestado y desechó el envase casi nuevo del aceite bronceador en el cesto de basura. Regresó a la cama, arrastrando los pies. III Muerde uñas. Siempre es igual, siempre es igual, siempre. Siempre.

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IV “Atiborrarse de comida puede ahorrarte hablar demasiado”, pensó CE, mientras desviaba la mirada cuando sus primos relataban una de sus tantas travesuras. A mediodía en el largo muelle, alguno de ellos, pusilánime, fue capturado y arrojado al mar. Raspones y risas. En la mesa, ensalada de kiwi, piña, nueces, almendras y lechuga, postres de leche, mariscos por todas partes y el consagrado pavo relleno. CE sólo escogió frutas secas. Cuando su madre la observaba, proseguía masticando manzanas y peras. Alrededor, voces acuosas. Perdió la fe ante su pálido semblante reflejado en la vitrina del comedor: para desaparecer del mundo no basta con concentrarse.

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Inapropiado para Nueva York T i noco C A S T A Ñ E R A

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scogí Nueva York porque me dijeron que se trataba del hijo bastardo de Estados Unidos. La ciudad que pertenece a la bandera de las cincuenta y tantas estrellitas, pero no se asemeja en costumbres, arquitectura ni ambiente, al resto del país. Y yo lo último que quería en mis vacaciones de fin de año era toparme con el desagrado de los gringos por los morenitos mexicanos que, según ellos, sólo piensan en quedarse a vivir en su preciado territorio (robado por las malas). Por eso fue que tardé todos estos años en decidirme a hacer el trámite de la visa. Hay tanto mundillo por conocer, que no me iba a rasgar las vestiduras por visitar un lugar con gente tan poco amigable. Le conté mis planes a Elio en una de esas borracheras que acostumbramos organizar en su casa cuando no hay nada qué hacer y no queremos gastar nuestro dinero en los bares de su barrio, que es muy caro para vivir, pero él haría cualquier cosa por estar en el lugar de moda, aunque haga como que está fastidiado: “Es horrible que todos quieran vivir aquí, el vecindario no es lo que era, está lleno de hipsters”, dice mientras se acomoda el armazón de gafas vintage. Elio se entusiasmó con mi plan de pasar el Año Nuevo en Nueva York y, sin pensarlo demasiado, compramos los bo-

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letos de avión. Además, él ya había estado en aquella ciudad; tenía mil y un historias sobre sus calles y museos. Yo no conocía ni el aeropuerto y mi inglés es bastante malo, así que me pareció una gran idea que viajáramos juntos. Elio siempre había sido una buena compañía de viajes, de fiestas, de todo. Seré cursi, pero pensaba en el Nueva York de las películas; yo quería ver la Estatua de la Libertad, ir a los museos clásicos, pero también a conocer el diner de Seinfeld y el cafecito de Friends, que está frente a Central Park. Y caminar mucho, perderme en las calles, porque eso es lo que hace un viajero, caminar sin planes. Los turistas son los que se ponen una lista de cosas día por día. Qué pereza. Se lo dije a Elio en el avión y arrugó la nariz: “¿Ver la Estatua de la Libertad? Es una isla aparte, hay que tomar una lancha para llegar ahí y está lleno de nacos internacionales”. Mi alarma de no-arruinemos-el-viaje se encendió y cambié el tema. Saqué mi iPod y puse un playlist que preparé para el camino. —¿“Irish Blood, English Heart”? ¿En serio? ¡Vamos a Nueva York! —¿Y? —¡Ash! Bueno. Nunca acabaré de educarte musicalmente. “Nunca acabaron de educarte a ti para cerrar la boca cuando es necesario”, pensé sin decirlo. Comprar boletos de avión baratos suele tener alguna consecuencia. La nuestra fue aterrizar en Houston y no directamente en Nueva York. Para colmo, el vuelo de Houston a Nueva York fue cancelado por el clima. Dijeron que había una tormenta de nieve y teníamos que esperar a que se abriera otro vuelo. Dando vueltas por el aeropuerto, preguntando aquí y allá, dimos con la verdad: sí, había mal clima allá, pero el problema fue que la aerolínea había sobrevendido nuestro vuelo, y los que pagamos boletos baratos formamos parte de una lista que se quedaba en una espera sin reloj. Y por el clima de Nueva York, no había manera de que enviaran otro avión. Largas filas en el mostrador de atención a clientes, discusiones en inglés, bocadillos de aeropuerto y varias horas después, la decisión de quedarnos la primera noche de nuestras vacaciones en Houston. A mí me sonaba a una aventura; a él parecía acabársele el mundo: “Ahora sí, pon tu playlist depresivo de Morrissey porque esto está de la chingada”.


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Estábamos ante un frío escandaloso para cualquier defeño acostumbrado a un clima templado, tirando de vez en cuando a un frío de 10 grados. Decidimos salir a 3 grados bajo cero a buscar el centro y cenar por ahí. El hotel estaba lejos, pero ya con el plan en marcha, buscamos el metro. Yo soy partidaria de la comodidad, pero Elio es hombre de mundo, sentía una necesidad imperiosa de moverse en metro como lo hace en su propia ciudad y ahorrar todo lo posible. Para él, tomar un taxi era de bobos. Para mí representaba la delicia de llegar pronto al lugar que buscaba, sin frío, con calefacción, y con la tranquilidad suficiente para ver el paisaje. Elio estuvo a punto de hacerme volver al hotel porque no encontrábamos el metro aunque nos dijeron que estaba a pocas cuadras. Yo, con miedo a provocar su enojo, dije lo más suave posible que ya todo el día había sido estresante, merecíamos un cómodo viaje en taxi y una cena caliente. Después de media hora de ir y venir por la misma avenida, aceptó. Treinta y cinco dólares y veinte minutos después, estábamos en el centro. Era mucho más moderno de lo que imaginé: tiendas de lujo, restaurantes de todo tipo y vida. Luz, gente caminando a pesar de la nieve que revoloteaba como pelusilla en nuestras cabezas, en los abrigos, los copos hacían montecitos blancos por todas partes. Descubrimos un sitio con excelente comida tailandesa y meseros amables. Yo comía encantada mis fideos con res y Elio peloteaba su tofu entre los arrocillos. No es que la comida fuera mala, pero el olor a carne le quitaba el apetito. Estaba enterada de su vegetarianismo pero nunca había sido tan exagerada su molestia por la cercanía de los bisteces y los pollos. Cuando salimos del restaurante su cara resplandeció ante los paisajes de rascacielos y neblina. Tomamos fotos por aquí y por allá, nos metimos en una de las pocas tiendas de ropa que aún no cerraba y marcaba enormes descuentos en la vitrina. El ánimo mejoró. Nunca entendí porqué era tan difícil pasarlo bien ahora que por fin habíamos salido del país juntos. Habíamos hecho decenas de viajes en el interior de México y jamás tuvimos un sí o un no. Al día siguiente, después de un enorme desayuno gringo servido por mexicanos contentos de poder hablar español un rato, logramos subir al avión para llegar a Nueva York. Todo iba


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a mejorar, nosotros volveríamos al plan inicial: ir de copas a un buen bar donde yo flirtearía con los heterosexuales y después él trataría de convertirlos en homosexuales y luego caminaríamos. Ni bien llegar al departamento de Tavo, nuestro anfitrión y amable amigo de una amiga, dejamos las maletas y nos pusimos la ropa térmica. Salimos a beber un trago maltoso a The Half Pint en el West Village. La gente ahí era variopinta, lo mismo jóvenes que ancianos y por ahí hasta una familia con niños pequeños. De fondo se escuchaba “I Know It’s Gonna Happen Someday” con David Bowie e hice una broma a Elio recordándole que no podía deshacerse de Morrissey. “Es David Bowie” alegó con aire conocedor. Sí, pero la canción es de Morrissey, respondí. Torció la boca y le dio un trago largo a su cerveza. La noche de año nuevo teníamos muchos planes y ninguno. Recibimos dos invitaciones: una de ellas para festejar en Times Square con unas locas amigas de Elio. En principio sonaba divertido pero estar con un gay y tres lesbianas no era mi plan favorito. La otra invitación era para ir a casa de unos argentinos que vivían en Queens. En realidad la invitación no era directa, Tavo era el invitado pero se ofreció a llevarnos. Decidimos comer en Frankies Spuntino por la tarde, a manera de celebración oficial, y comprar un par de botellas de champaña para brindar por la noche en petit comité en el departamento. A ninguno de los tres nos hacía gracia el show del Times Square, donde la organización del año nuevo contempla que la gente se meta en unas jaulas y los que quieran verlo de lejos se queden rondando Midtown. Ni lesbianas, ni argentinos ni jaulas. Compramos un montón de comida de lata y nos turnamos para bailar con Tavo hasta que dieron las doce y, después de chocar las copas, nos quedamos sin qué hacer. Elio rompió el silencio. Preguntó si podíamos poner música. Yo me adelanté a la respuesta y conecté mi iPad a una bocina. No llevaba dos estrofas “First Of The Gang To Die” cuando Elio empezó a quejarse de mi elección musical con nuestro anfitrión. —¿Verdad que Morrissey es inapropiado para Nueva York, Tavo? Dijo haciendo la voz más aflautada que le había escuchado nunca. Una cosa es ser gay y otra suponer que en Nueva York hay qué hablar como la Nana Fine, pensé. —Bueno… no sé si la palabra sea inapropiado... –contestó Tavo algo incómodo.


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—¡Sí, inapropiado y sobre todo para año nuevo! Es todo triste y así… mira préstame el iPad, les voy a enseñar algo más divertido —agregó con aire travieso y puso un fragmento de un programa inglés donde ridiculizaba al cantante. No me molestaba tanto la entrevista como el hecho de que hubiera interrumpido la canción que había puesto. Su insistencia por ir en contra de mis gustos musicales iba ya demasiado lejos y los dejé solos. Me fui a dormir. Un par de horas después, salí de la habitación a buscar un vaso de agua en la cocina y en el pasillo encontré a Tavo en pantalones de pijama, con el torso desnudo. Yo al revés, estaba cubierta del torso, con las piernas desnudas. —A mí también me gusta Morrissey —murmuró y esbozó una leve sonrisa. Pensé que me estaba coqueteando, pero luego lo vi meterse en el salón donde habíamos celebrado y dejó la puerta entreabierta dejando ver algunas siluetas en la obscuridad: Elio estaba acostado en la alfombra, claramente, esperándolo. Al día siguiente Elio y yo hicimos nuestro último recorrido por Nueva York. Caminamos por la Quinta Avenida muertos de frío pero aún con ganas de ver galerías y tiendas aunque apenas nos dirigíamos la palabra. Afortunadamente iba con nosotros un amigo suyo y el silencio no era grave, él se encargaba de hablar por los tres. Regresamos a México en el vuelo de las 2 de la tarde. Como si la aerolínea quisiera reparar el daño del retraso inicial en Houston, esta vez nos dieron asientos separados. Fue un alivio no tener qué sentarme junto a Elio para escuchar la continuación de sus lecciones sobre la música apropiada para cada ciudad. Puse todo mi repertorio de Morrissey, pedí una copa de vino y disfruté el regreso a casa. Aterrizamos en tres horas y al llegar a la fila de aduana nos hicimos una señal de despedida con la mano. Y no nos volvimos a hablar.


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esde hace varios meses, mi cuñada se la ha pasado insinuando cosas mientras desayunamos. Dice que hay algo que le oculto a la familia. Que seguramente ando en asuntos oscuros. Tengo que soportarla porque tiene mucho tiempo que no consigo un trabajo decente, y mi esposa y yo tenemos que vivir entre los suegros y las insinuaciones de la cuñada. Mi mujer no habla mucho, sólo le importa quitar a una que otra hormiga muerta de su cereal cuando desayuna, mientras yo esquivo las palabras de su hermana mayor. La familia es rara; dicen que uno de los tíos estuvo en la cárcel un tiempo, por asesinato: Kill Uncle suena bien para título de algún disco. Justo hace rato, momentos antes de sentarnos a la mesa, mi cuñada me dio a entender que sabe dónde me voy todas las tardes. Mientras toso un poco y me acomodo los lentes, trato de explicarle que sigo buscando trabajo y que no estoy haciendo nada prohibido en esas salidas. En la televisión frente al comedor, a mi suegro se le ocurre la idea de poner una vieja película en VHS. Están sucias las cabezas y se ve borrosa. Alcanzo a leer el título: Mute Witness, una película de serie B de los noventa; es de terror mezclada con las aventuras de la mafia rusa. El día pasa lento, pero por fin ha

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llegado la hora. Está anocheciendo y tengo trabajo que hacer. O eso espero. En la calle, unos niños juegan con una pelota roja; camino entre ellos escuchando las noticias en la radio del celular. Parece que la ONU ha vuelto a pronunciarse a favor de un nuevo orden mundial. Las tripas de un gato muerto hacen que sortee la banqueta. En mi mochila llevo varios CVs y un cuchillo que tomé de la mesa; no tiene mucho filo en la parte superior, porque es con los que untan la margarina en los hotcakes y es muy viejo, pero servirá para mis propósitos: defenderme de mi cuñada si es que decide seguirme; sé que lo hará. Su obsesión está llegando a un grado enfermizo. Por fin, la siento caminar detrás de mí. No tiene idea de mi plan. Caminamos silenciosos (es como si fuéramos juntos) entre prostitutas (o colegialas que parecen prostitutas), vendedores ambulantes y policías, hasta que llegamos al metro Niños Héroes. Creo que la podría esquivar, pero en realidad no quiero perderla, así que le doy tiempo para que me alcance y logre entrar en el vagón de junto. Sigo fingiendo que no la veo. Es momento de bajar. Le pido la hora a una chica guapa de playera con la cara de James Dean impresa y dos coletas en el cabello. Mi cuñada aún me sigue; como buena detective amateur, quizás espera a que me reúna con alguna mujer de infinitas curvas al bajar de la estación o tal vez con un tipo encadenado con abrigo de proxeneta. Es lunes, pero parece domingo. No, mejor dejo que me siga hasta el lugar y continúo con el plan. El elevador de este raquítico edificio en esta colonia perdida no funciona. Ella fuma mucho, quizás eso le nubla la mente. Mientras subo los peldaños, voy pensando en cómo es que terminé viviendo en casa de la familia de mi mujer; espero salir algún día de ese agujero y que mi esposa sea feliz. Llegamos a la cita, yo sé a lo que voy. Toco la puerta. Alguien me abre y me deja entrar sin explicación. Cerramos la puerta casi en su cara. Ella se queda ahí largo rato, fumando, supongo, porque cuando salgo del cuarto después de diecisiete minutos exactos, me mira con asombro. Lleva una cámara en la mano, la cuál se le cae cuando le muestro el cuchillo ensangrentado. “Te dije que confiaras en mí”, le digo… “No quieres saber lo que hay adentro”. La sujeto suavemente del brazo (no se irá aunque quiera), mientras le cuento al oído de manera pornográfica todo lo que hice ahí dentro;


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son cosas inimaginables, impronunciables, y le prometo que lo haré con ella y con toda su familia (incluida mi esposa) si me delata y si me vuelve a molestar o insinuar algo sobre mí en lo más mínimo. Ella se queda muda. Le insisto que pase a ver el espectáculo, que si lo suyo es el gore, le gustará mucho. Hay mucha hemoglobina adentro y algunos altares raros, espero que no haya un lugar en el infierno para mí y mis amigos. Ella horrorizada, da dos pasos atrás. “Tu taxi está aquí, querida”, le espeto mientras me acomodo los lentes. Ella da media vuelta y sale huyendo, llorando, tal vez. En ese momento, justo cuando ella desparece en el umbral de la escalera, alguien sale de la oficina. Lo que lleva en la mano es perturbador: mi CV Printaform. “Nosotros te llamamos”, me dice el Godínez, que podría haber sido mi jefe en esa empresa de vendedores de enciclopedias Larousse. Le digo que conserve el documento, así será más fácil que me llame. Salgo del edificio, me duele el brazo; espero no se infecté la herida que me hice para que mi cuñada viera sangre real en el cuchillo de los hotcakes y creyera que en lugar de hablar con gerentes de ventas de corbata y gel en el pelo, soy un asesino despiadado. Espero que esté lo suficientemente asustada para no molestarme más mientras la familia desayuna y mi suegro lee el periódico y se entera de esas delicias fantasiosas, listas para ser degustadas y asustar cuñadas. Han pasado tres días. Mi cuñada ni siquiera ha ido a desayunar con la familia desde ese día. Mi suegro prende la televisión: alguien asesinó a todos los empleados de una compañía ubicada a dos cuadras del metro Niños Héroes. El arma asesina fue un cuchillo, quizás como ese que se me cae de la mano y suena metálicamente en el piso. Encontraron rastros de sangre del supuesto homicida, regada en el piso de la oficina junto a un CV con la foto de un tipo de lentes y mirada de insatisfacción… Se parece a mí. Tocan a la puerta, mi cuñada baja la escalera teléfono en mano y abre presurosa. Todos continúan desayunando normalmente su tocino y hojuelas de maíz. Mi cuñada deja entrar a esos tipos altos que gritan mi nombre, voltea a verme y sonríe.


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omorrow llegó a nuestra vida con un plan de asedio permanente, sereno tras las barricadas de corte afectivo que luego serían material idóneo para múltiples cicatrices. Su montaje era espectacular, quizás algo gordo y perezoso para la tendencia mainstream, pero con la magia de antaño, muy de disco extended play a 45 rpm (algo pop, casi de record collector). Su presencia habitual lo convertiría pronto en el copiloto principal en nuestro viaje por el carril de la incertidumbre. Caímos. Tomorrow fue una ola radiante de seducción para surfear el verano más ruidoso de nuestra vida. Apareció puntal, en una esquina de la barra, superdrunkie como todos nosotros. Nos reímos mucho al recordar cómo coincidíamos casi en todo. Esa ocasión, estábamos en uno de esos after hours ilegales, calibrando esas sensaciones recién llegadas a la city, a medio camino de una mini pista llena de chicas indies con ese tonto lipstick bajo los párpados; de ésas que bailan casi sin mover los pies cerca de las bocinas, escuchando sin poner mucha atención las batallitas de esos chicos alebrestados que destrozan cada fin de semana las esperanzas puestas en ellos por papá y mamá, felices con una orden de restricción revocada, bajo el efecto de los poppers tomados en el resquicio de la nueva intimidad que ataja cualquier promesa de sobriedad; desubica-

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dos, desordenados, deslumbrados por ese relámpago que es la existencia aventurada en lo liminal. Tomorrow era un quemaetapas, un puritano tropicalizado entre lo desquiciado del entorno laboral y el deslave clasemediero, el agente provocador que, aunque sabemos que terminará siendo el peor de los conformistas, nos conmueve y envuelve en sus juegos; algo que, aun sin saberlo, ayudaría a descifrar lo inefable en los momentos de duda; alguien que (re)conoce las coordenadas de lo que necesita ser experimentado por cuestiones meramente probabilísticas; algo que explota esa inexorable confusión que cargamos como grillete. Un arma cargada de sueños imposibles en la etapa más feroz del capitalismo tardío; eso que nos incitaba a romperle el cuello a la indiferencia. Un vórtex sin remaches ni reproches al uso. Por una breve temporada, Tomorrow fue la utopía destroyer. Tomorrow, viviendo nuestra vida casi en paralelo; Tomorrow con nosotros en todos los sitios, Tomorrow haciendo planes compartidos. Tomorrow mandándonos mensajes para saber cuál era nuestro próximo stop, Tomorrow preguntándonos los detalles más triviales de nuestra existencia, Tomorrow leyendo nuestras viejas historias. Tomorrow en nuestras fiestas, Tomorrow cómplice y testigo de nuestros desvaríos, Tomorrow en nuestra órbita de influencia. Tomorrow casi hecho a nuestra imagen y semejanza, Tomorrow copiando nuestros ademanes o pidiendo nuestros tragos favoritos; Tomorrow adivinando nuestros pensamientos. Tomorrow y nosotros. O nosotros y Tomorrow. Tomorrow, siempre Tomorrow. Tomorrow, en el frenesí de una madrugada enfiebrecida cualquiera, casi nos mata. Salíamos tanto, bebíamos tanto, nos drogábamos tanto, que era lógico intuir que alguna vez algo iba a terminar mal. Nunca tuvimos miedo de abandonar este plano material, ni siquiera pensamos en nuestras familias o amigos; estábamos/estuvimos tan tranquilos a la deriva, que ni cuenta nos dimos cómo evitamos el desastre. Ahora, tras el bajón, pensamos si tal vez nuestra muerte hubiera sido un espectáculo hermoso, uno de esos gestos algo egoístas que sirven para acabar con todas las contemplaciones emo-core o de esos sucesos intrascendentes que terminan en la parte inferior izquierda de las páginas interiores de un diario local que nadie lee. A veces, Tomorrow escuchaba lo que le queríamos decir; otras sólo hablaba y hablaba: de la rutina que domestica o aniquila


hasta el espíritu más fuerte, de jefes amables y coworkers llenos de frustración, de comidas favoritas y las nano acciones que detonan grandes problemáticas; de eso que no deja dolor ni huellas, pero que, sabemos, es una calamidad latente. Tomorrow, en medio de una noche inquieta y opaca, nos dijo que nunca fuimos sinceros, que siempre nos quedamos callados cuando quería escuchar de viva voz lo que nos pasaba, que un “no” repetido una y otra vez, mientras movíamos de un lado a otro la cabeza, justo en el apogeo de la happy hour en el bar que marcó nuestras noches más salvajes, sólo era el síntoma de nuestra incapacidad para ir más allá de mecanismos de deseos intransferibles y la esperanza matemática de los que no se arrepienten y sobreviven con ofertas de felicidad instantánea. Una temprana elección, un bombardeo frecuente, un estado denso, el esplendor confidente del amontonamiento de soledades: las nuestras. Una palabra inaudita, un escape nuevo, la conciencia desalmada. Lo soterrado, malos cimientos y putas obsesiones. 93

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Esa inútil acumulación de errores, libertades abolidas, una tristeza horrible.

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Las cosas que más nos extrañan: el dolor de nuestros brazos, los abrazos nunca dados en las despedidas.

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La última vez que lo vimos, Tomorrow nos contó algunas cosas que no sabíamos de su historia engargolada: los accidentes familiares, la depresión a los doce años, el desconcierto de la era grunge, la necesidad de reconocimiento, una sensación continua de insatisfacción, esa tristeza que le ataca tras aspirar la última línea de la noche. Hablamos de nosotros, de la gente que estornuda viendo al sol, de los happy few frente al futuro mal recortado; de la lógica melodramática como una oscilante plegaria sin voluntad, el exceso como última posibilidad de encuentro, el gran descaro que anuló todo al no pensar en los otros. Sin responder a nuestra última pregunta, Tomorrow nos dejó a las cinco de la mañana en el sitio de taxis. El frío era terrible.


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NUESTRA HISTORIA QUE RESULTÓ SER SÓLO MÍA P U L I D O AYA L A

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I Solamente alguien sin experiencia alguna en la reciprocidad sentimental podría haber actuado como yo lo hice. Amarte siempre fue un contrato en el que tú recibías la mayor parte de bienestares y yo, con los ojos cerrados, deseaba que algún día alguien te rompiera el corazón para darte cuenta de que mi fascinación por ti era más grande que tu ego. Siempre supe que padecíamos esa enfermedad llamada soledad. Recuerdo cuando bajo la influencia del alcohol más barato (apenas recibíamos de nuestros trabajos y padres un par de cientos de pesos a la semana) jugabas a coquetearme, siempre con cautela de no perturbar esa distancia que impusiste con el pretexto de no destruir una amistad con la que te gustaba contar: imparcial, tolerante, pero muy ambigua. Este romance, o al menos el romance que yo me inventé, pudo terminar pronto si hubiese expresado correctamente todo lo que mi mente formulaba en ese entonces. Y, sin embargo, nunca pude. De alguna forma siempre terminaba culpando a mi inseguridad, esa que tú terminaste por maximizar. Te odio porque me trataste de la peor forma, no puedo ocultarlo, me gustaría ser más inteligente para expresarlo en poemas pero soy ignorante y no encuentro otra forma de expresar mi coraje hacia ti.

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Decías que mi inmadurez era la causa de que tu corazón jamás sentiría algo por quien ahora intenta olvidarte a través de la vergüenza. ¿Quién eras tú para hablar de experiencia? En ese tiempo (y creo que todavía) tus parejas siempre te evitaban, nunca se atrevían a besarte en público y menos tomar tu mano. Siempre lo asocié a tu incapacidad de mostrar cariño como lo hacías conmigo, pero resultó que eras sólo un reflejo de mi persona: paciente y con esperanza. Todo esto es lo que pienso cada que sueño contigo. Últimamente las cosas han mejorado, ya no veo a los amigos que congeniábamos ni nada que tenga que ver con tu persona, simplemente hice una limpieza de toda la mierda. Creo que debería intentar una vez más entregar mis sentimientos a otra persona y no quedarme en este hoyo melancólico, otra enseñanza de la que espero llevarme la victoria, es decir, dar y recibir sin temor de sufir desigualdades emocionales.

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II Recuerdo el inicio de tu plan para destruir mi fuerza. Tu mente estaba ya harta de mis insinuaciones y sabías que la única forma de dejarte en paz sería descartándome de tus arrebatos eróticos. Y lo lograbas. ¿Cómo podrías amarme si ni siquiera podías ofrecerme una pequeña caricia? Tu ausencia fue parte clave en esta ruin estrategia de antipatía; aparecías y desaparecías de un momento a otro, llegabas con historias de conquistas fugaces que adornabas de duraderas para que dejara de anhelarte. Día de mi cumpleaños. Celebraba la juventud con mis compinches de borracheras. Todo marchaba como debía, el problema es que yo no dejaba de ver la puerta, esperando tu llegada. Apareciste, con un rostro implacable pero con una malevolencia lista para fulminar: —Te preguntarás por qué no he llamado. —La verdad sí, espero que no te hayas metido en problemas –le sugerí con inocencia. —He andado por allí y la casualidad me ha encontrado con mi otra mitad, alguien que me complementa al cien. Apenas hoy nos pudimos despegar, siempre estamos juntos. Dicen que cuando pasa ya nada ni nadie te importa –supongo que tienes razón, tú siempre tienes la razón y eso me gusta. ¿Por qué estoy escuchando esto? —¿Y ahora qué vas a hacer? –pregunto con la esperanza de que olvidarás a ese nuevo amorío.


—Vivir la vida, ¿por qué no lo haces tú también? —No lo sé, tal vez eso estoy haciendo. —¿Tú? —¿No puedo? –comienzo a molestarme. ¿Quién te crees? —No lo sé. Luego nos vemos. Es una pena que no pueda olvidar tus estúpidos diálogos. Disfrutabas haciéndome sentir mal, no dabas ni una moneda por mí. Te molestaba todo, cómo me veía, hablaba y pensaba. Hasta ahora creo que me tenías envidia, yo lo disfrutaba todo y tú no. Tal vez no tenía el mejor cuerpo, al contrario de ti, que todo ser vivo quería coger contigo, pero estaba consciente de quién era yo y lo que quería. Ahora son dos cosas que desconozco por tu culpa, me destruiste y espero sufras el desequilibrio que me provocaste en tantos años.

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III Ayer tuve una cita. Las cosas resultaron bastante bien a pesar de ser mi segundo intento de amar a alguien. Hace tiempo que mis manos no sudaban de esa forma, no podía dejar de tocar mi cabello y pellizcarme el cuello, incluso esa nueva aventura me preguntó si quería que nos viéramos en otra ocasión, pues me veía un poco inestable. Rápidamente volví en mí y charlamos sobre nuestros trabajos, prospectos de la vida y si queríamos seguir la conversación en mi departamento. —Es muy cómodo aquí, supongo que has de pagar un enorme alquiler –me comentó con una sonrisa maliciosa. —La verdad no, creo que he tenido un poco de suerte –respondo automáticamente, el tema del dinero siempre me ha parecido de mal gusto. —¿Crees que yo tenga un poco de esa suerte? Digamos, ¿suerte de verte sin ropa? Terminamos sin ningún pudor en el piso de mi sala, probando nuestras pieles. He aprendido que la gente es de pocas palabras y que para conseguir algo sólo se necesita de una ligera dosis de amabilidad y tacto. A pesar de que el hedonismo embriagó el ambiente me siento un poco triste. Cuando mi devaneo y yo nos dispusimos a dormir, inesperadamente volviste a mi recuerdo y deseé que alguna vez tu cuerpo y el mío se hubieran consumido de la misma forma. Nunca te atreviste a juntar tus labios con los míos, creo que te daba asco pero no podías dejar de pensar en mí. Eras amable pero no querías rozar mi mano, no fumabas del


mismo cigarro y ni siquiera tomabas de mi vaso. Trataba de quitarme cualquier olor o actitud que pudiera desagradarte, lo intenté, pero sólo conseguí que me despreciaras cada vez más. Creo que me quedare en casa todo el día. He vuelto a recaer, pensé que ya te había superado. ¿Estarás soñando conmigo? Me gusta creer que te masturbas pensando en nuestros alientos fundiéndose en ese odio codependiente. No sé qué hacer, me gustaría llamarte pero he borrado tu teléfono. Creo que tengo afición por el masoquismo, pondría algo de música pero he tirado mis discos, todas las canciones te las dediqué y ahora están manchadas de tu deslealtad.

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IV —Creo que es momento de decírtelo. Presumimos de valentía y ha llegado el momento de demostrarlo. Te amo, es algo difícil de explicar, busco en qué momento sucedió pero creo que no hay explicación para un sentimiento que me asfixia y al mismo tiempo me ha hecho ver la vida de otra forma —lo dije por fin, mis piernas no dejaban de temblar. —Es muy lindo que te sientas así, pero lamento decirte que no te puedo corresponder. Creo que nuestros mundos han coincidido en un momento en el que no pueden relacionarse de la forma en la que tú quieres. Espero que no te lo tomes a mal, he conocido a otra persona, muy diferente a ti. Pero afortunadamente tú y yo hemos encontrado la forma de hacer que funcione lo nuestro, de una forma más profunda: como amigos. ¿No crees? —me dices con aire de superioridad, mientras te cubres la boca y levantas las cejas. —¡No me basta eso! Quiero todo de ti, prefiero decirtelo ahora y convencerte de que debemos estar juntos, en vez de pasar toda una vida preguntándome si hice lo correcto o no para que algún día pudieras amarme, creo que ya no puedo más, necesito sentir tu cuerpo sobre el mío, impregnarme de tu olor de hierbas frescas, quiero que tu cabello se enrede con el mío, respiremos al mismo tiempo y nuestras voces repitan las mismas palabras de amor… —¡No entiendes! ¡Es muy extraño estar contigo! ¡No me gusta tenerte cerca! ¡Preferiría morirme antes de pasar una noche a solas contigo! Y allí me quedé, llorando. Soy un verdadero asco para tu querer. Limpio mis lágrimas con mi suéter negro descolorido.


Creo que odio a mis padres, los detesto por no tener dinero, por hacerme trabajar desde temprana edad, por reprimirme tantos años y no poder expresar mi coraje, ese que sentía cuando mi papá golpeaba hasta sangrar a mi hermana sólo por tener amigos, o aquella vez que mi madre me tiró al suelo y comenzó a patearme el rostro por no haber limpiado los cuartos de la casa. Creo que no estoy bien.

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V Los días han sucedido cada vez más rapido pero tus palabras se resisten en mi cabeza. ¿Qué se supone que debe hacer alguién que es rechazado de tal manera? ¿No dicen que el amor no correspondido es aquél perfecto porque no se consuma? Lo único que sé en este momento es que quiero borrar cada registro de mi juventud arruinada por la carencia de reciprocidad. Trataré de seguir adelante, pagaré los platos rotos. Me intimido cada que salgo a la calle. Cuando veo a parejas susurrándose en el oído (seguro palabras que tú no te atreviste a decir y dudo que puedas hacerlo actualmente), se me revuelve el estómago, ojalá fuera por envidia, sin embargo, es por una utópica nostalgia. He perdido a todos mis amigos, nunca escuché las buenas intenciones de la amistad que sólo intentaba rescatarme de ese espiral llamado tú. Supongo que es momento de buscar nuevos confidentes. A veces intento ver las cosas buenas que me dejó tu desamor, yo no concebía la palabra desdicha hasta que me abrazaste, nunca había escuchado con tanto fervor la respiración de alguien y nunca me habían tomado de la mano. Te agradezco por hacerme sentir algo, siempre pedí a la luna conocer a quien me provocaría querer vivir o morir. He dejado de contar cada viernes desde el último en el que te vi. Ese día lucías más elegante de lo normal (bromeo, siempre tuviste ese toque celestial), y entonces me di cuenta de que saldrías con alguien más, alguien a quien no te molestaría rogarle, comprarle regalos, llevar a tu casa y meter entre tus sábanas. Ese viernes llevabas algo de prisa, nos saludamos y prometiste que me marcarías, diste la vuelta y caminaste sobre el pavimento mojado; mas no marcaste y jamás volviste a aparecerte por aquí. Desde el principio lo supe, yo no era para ti pero tu sí eras para mí.


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EL ÚLTIMO EN MORIR G al i ndo

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ace diez días que Héctor fue abatido a tiros a las afueras de Redondo. Hace diez días que estamos con el corazón roto vagando por la calle Sullivan intentando convencernos de que aún somos una pandilla. Algunos me miran con rabia, otros ni siquiera se toman la molestia de fingir que estoy ahí, que camino con ellos, que comparto mis cadenas y mis pantalones amarillos y mis nudillos reventados. El sol aún se desvía con esa ligera inclinación por encima de los contenedores, los árboles emergen de las aceras ante la mirada atónita de los niños que se detienen a mirar esas enormes torres de madera. Sé que estoy muerto, que me queda poco tiempo y que si me fuera de Long Beach y manejara todo el camino hasta Santa Mónica, viviría para ver crecer a mis posibles hijos, entre mis posibles perros frente a la posible cochera de mi posible auto. Pero no me voy. Me quedo aquí porque aquí fue donde Héctor nos enseñó a portarnos como una familia. A las seis de la tarde bajan los contenedores en el patio de Long Beach. A esa hora, entre todas las grúas y los reflejos metálicos, caminamos por los pasillos haciéndole sentir nuestra presencia al sindicato. Los operadores bajan de sus grúas y nos miran callados, en tensa calma, algunos de ellos tienen hijos de nuestra edad; por eso, tratan de entender qué diablos hacemos

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ahí, paséandonos bajo el sol, retándolos, invitándolos a tomar sus herramientas y abrirnos la cabeza para dejar nuestra sangre regada por el pavimento como si se tratara de una especie de señalización macabra. Pero no hacen nada. Nadie hace nada. Dos o tres vueltas después, nos dirigimos a la reja, buscamos la apertura por donde entramos y salimos de nuevo a las calles, dispersándonos como un ejército que ha sido disculpado y al que se le permite volver en silencio a casa. Vivimos en un mundo de advertencias, de señales, nos dice Héctor, mientras miramos nuestras manos cubiertas de sangre. Hace algunos días que se comporta como si Nick no fuera a volver y probablemente tenga razón; desde que lo molió a golpes, no ha dado señales de vida. Nick es más viejo y más fuerte, pero Héctor se sentía fortalecido por la reciente inyección de sangre mexicana en la pandilla. Desde hace semanas se rumoraba que pensaba tomar el control; desde hace semanas se sentía el ambiente enrarecido cada vez que Nick tomaba la palabra y se veía ignorado por la gran masa café que forman los mexicanos. Era como un pastor que pregona a ciegas en un monte lleno de sordos; nadie asiente, nadie lo mira a los ojos, sólo lo dejan estar ahí como si el silencio fuera un mensaje implícito. Bajo el sol de Long Beach, nos miramos atónitos; a medio sermón de Nick, Héctor chistó tan fuerte, que sonó como un ligerísimo disparo en medio de nuestros corazones. “Eso es mierda”, dijo, y todos giramos la cabeza para verlo mejor: se había levantado sobre una banca y parecía un general a punto de indicarnos el flanco adecuado para cargar contra el enemigo. Todos se alían con el sindicato, pero ¿qué nos ha dado el sindicato a nosotros? Nick, el hijo mayor de un estibador del puerto, creía que convertirnos en otro brazo duro del sindicato era la mejor opción para la pandilla; Héctor pensaba que todo lo que Nick decía estaba mal y por fin había encontrado un hueso por el que valía la pena pelear. Rápidamente, los mexicanos se pararon detrás de Héctor, unos veinte chicos que apenas hablaba inglés, pero que habían demostrado rápidamente no conocer el miedo. El resto no se movió, por fin había llegado el momento en el que Héctor había estado dibujando en su cabeza, diseñando lentamente hasta esperar el instante adecuado. Bajó de la banca del parque, se acercó a


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Nick y con un acento espantoso, le dijo: “Eres sólo otro irlandés sin huevos”. Nick enterró su puño en el estómago de Héctor, éste, sorprendentemente, no se dobló y cargó con todo su peso hasta arrastrarlo al muro. Ahí todo fue rápido, golpes sobre las costillas, un par más con la cabeza y un recto que reventó la nariz blanca y pecosa de Nick. Héctor dio dos pasos hacia atrás y lo dejó caer sobre sus rodillas; entre el polvo se veía que tenía la cara llena de sangre. El resto de nosotros guardamos silencio, esperando que Nick se levantara y se volviera a trenzar en una batalla que probablemente llevaría horas. Pero Héctor no iba a permitirlo, y justo cuando el jefe alzó la cara, lo pateó a la altura de la boca tirándolo contra el muro otra vez. Después de ese golpe, Nick dejó de moverse. Héctor era el jefe, al menos hasta que Nick volviera y reclamara lo que era suyo. La primera vez que entré a las oficinas del sindicato de estibadores, sentí que una corriente eléctrica atravesaba mi cerebro. Me bajé las mangas de la playera y caminé hasta donde, sentado en una silla con la cara cubierta de curaciones, Nick me miraba detrás de toda esa inflamación. Ya no parecía el líder, ya no tenía ese hálito en la cabeza que lo alzaba por sobre los demás, ahora más bien parecía otro chico como yo, tan tonto y tan asustado. Con la cabeza me saludó y me indicó que me sentara junto a él. Traté de hacerlo lo más tranquilo posible y poner las manos sobre mis piernas. Antes de que hablara, empecé a frotar tratando de quitarme esa sensación eléctrica. “Ese cabrón es un animal”, me dijo en un murmullo que hacía evidente el trabajo que le costaba mover la quijada. “Mi padre quiere hablar contigo”. Asentí, y en ese momento, pude percibir cómo me alejaba de la Familia, nombre que Héctor le había dado a la pandilla, después de guardar el luto de tres días reglamentario, que indicaba el cambio de dirección en los muchachos. En esa sala de espera, pensé por primera vez en Héctor como el gran padre fundador. Como la señal de que tiempos mejores estaban por venir para todos nosotros, y fue una sensación nueva para mí, un poco parecida al día en que mi padre nos llevó a todos hasta Buffalo para ver la nieve en Navidad. Dos días después, se enfrascó en una pelea a las afueras de un merendero de carretera, y con un palo en la cabeza, recibió


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un pasaje de salida que nos dejó a mí y a mis hermanos en las manos de un gobierno que rápidamente nos repartió en casas de acogida, donde esperaríamos una nueva familia o terminar nuestros estudios para dejar de ser una carga para el estado. Pero a pesar de la sensación, miré a los ojos a Nick, haciéndole creer que lo extrañaba, que pertenecía a su pandilla y no a esa familia de Héctor donde todos éramos iguales. El día que cortamos la reja del patio de contenedores, Héctor tenía esta sonrisa encantadora en sus labios, era como si supiera algo que nosotros no y que estuviera ardiendo en deseos de decírnoslo. Entramos rápido y callados, directamente hacía la caseta del sindicato de estibadores. Al entrar, tres gordos nos miraron sorprendidos, como si estuvieran acostumbrados a ver chicos por ahí, pero no a nosotros, al menos no a un montón de mexicanos y blancos, mezclados como una jauría de perros de las razas equivocadas. Héctor se sentó frente al gordo del escritorio, dejando que los otros dos se quedaran quietos en las bancas laterales. Nos quedamos de pie, esperando. “Saca el dinero y dámelo, si no quieres que te reviente la cara con esta cadena”, le dijo, y agitó la cadena que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y que hizo un sonido parecido al de monedas que caen al piso. El gordo no se lo podía creer; lentamente llevó la mano hacía el cajón que abrió sin quitarle los ojos de encima a Héctor. Todo era lento, hasta que, de la nada, Héctor saltó por encima del mueble y empezó a golpear al del escritorio. Nos tomó unos segundos reaccionar, pero en unos segundos ya estábamos sobre los otros dos. Para cuando terminamos con ellos, eran sólo amasijos morados en el piso. Héctor sacó primero el dinero del cajón, unos cientos de dólares guardados ahí para las emergencias del sindicato. Inmediatamente después, sacó el arma, un revolver reluciente que en sus manos parecía el bastón con el que nos guiaría a todos por todo California. Eso fue lo que lo hizo saltar, el indistinguible clic del arma cargándose. En unos segundos, metió el dinero en sus bolsillos y el arma en su cintura. Salimos de ahí corriendo, sin darle tiempo al resto de los estibadores de notarnos y acercarse a ver qué había pasado. Cuando llegamos al parque, todos eran gritos de victoria, y Héctor, con el arma en la mano, señalaba al cielo como si le dijera a Dios que habíamos llegado. Nos sentíamos invencibles, tanto, que cuando notamos a Nick


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observarnos desde los juegos para niños, nadie dijo nada. Si había vuelto a reclamar, esa noche debió darse cuenta de que no había nada suyo ahí. El padre de Nick era otro gordo del sindicato. Más blanco que su hijo, pero sin las pecas. Tenían acentos distintos; el padre era inglés y el hijo irlandés. Horas después, Nick me contaría que sus padres se conocieron en Dublín y allí formaron parte del sindicato de astilleros más importante de la isla; me hablaría con orgullo de los años que trabajaron duro entre los barcos y de cómo se convencieron un día de venir a California a enseñarle a los americanos a trabajar el mar. Entre toda esa mezcla de acentos y ese calor que se vive debajo del aire acondicionado, su padre se puso a hablar de mi padre, de cómo los dos se habían conocido años antes de que Nick y yo nos conociéramos. Me habló del bar donde solían encontrarse y de las cervezas que se tomaban hablando de los chicos. “Siempre quise conocer al hijo de Dudley”, me dijo fríamente, como tratando de lanzarme un hilo y crear un vínculo entre los dos. Después, con toda naturalidad, me habló de mis hermanos y de las casas de acogida donde los tenían. Los llamó por sus nombres, con una familiaridad que me asustó, al grado de provocarme ganas de levantarme y largarme de ahí, pero Nick extendió su mano y la puso sobre mi brazo, adivinando mis intenciones y como diciendo “cálmate, estás entre amigos”. El trato sonaba fácil: uno de los gordos del sindicato nos adoptaría y nos alojaría en una casa pagada por el sindicato, donde viviría con mis hermanos hasta que todos creciéramos. También me darían mil dólares y un trabajo como estibador cuando cumpliera los dieciocho. El padre de Nick me habló de los jueces que conocía, de las influencias que el sindicato tenía sobre el gobierno de California, hasta sacó una fotografía donde se daba la mano con el gobernador, o al menos el tipo que me dijo que era el gobernador y al que mencionó que conocía casi como a un hermano. Yo tenía que llevar a Héctor a Redondo, dejarlo esperando afuera de un supermercado unos minutos donde alguna otra pandilla, de las que habían sido lo suficientemente listas para pactar con el sindicato, se encargaría de darle una lección sobre los modales y la forma en que las cosas se arreglan en Long Beach. Después de diez robos directos al sindicato, nos


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habíamos convertido en un problema, uno que urgía controlar, y la mejor manera de hacerlo era quitar a la cabeza y permitir que Nick volviera a poner orden y sacara a todos los mexicanos de la familia. Sonaba tan simple, tan fácil de hacer, el premio era tan grande y el soborno era tan bueno, que acepté. Me gustaría decir que lo pensé muchísimo y que consideré la lealtad y todas esas cosas, pero la realidad es que yo conocía las casas de acogida. Me había escapado hace menos de un año de la última, sabía lo que mis hermanos estaban pasando y entendía que la oportunidad de tenerlos a todos bajo un techo protegidos por el sindicato era una en un millón. “Pero no lo van a matar, ¿verdad?”, dije antes de salir de la oficina, “no, claro que no, sólo una lección. Nosotros no matamos, chico”. Conforme los golpes se facilitaban, Héctor se había vuelto descuidado. Desde que cargaba el arma, no sentía la necesidad de planear las rutas de escape, era como si tener el arma lo hubiera hecho invencible. Con tanto golpe por toda la ciudad, rápidamente empezamos a reclutar a más y más muchachos, casi todos mexicanos, pero también algunos blancos y negros que para entrar a la pandilla, tenían que romperse la cara con los más duros de la familia. Nos acercábamos a cien rápidamente y Héctor consideraba que era momento de dar un buen golpe, algo más definitivo que los pequeños negocios del sindicato. Después de su muerte, muchos dirían que en realidad quería dinero para comprar una casa donde pudiéramos vivir todos, pero si me preguntan, creo que sólo quería hacerse de un nombre, uno que sonara por todo California. Era como si las piezas se juntaran. Así que un día, sólo me acerqué, mientras fumaban y bebían sobre la gran roca en medio del parque, y le dije que quería hablar a solas con él. Los mexicanos me miraron fríamente, yo era de los pocos blancos que quedaban de la época de Nick y los blancos no eran sus favoritos, pero quizá para Héctor, eso era una muestra de lealtad, una muestra de que nos había convencido y no sólo había tomado todo por la fuerza. Bajó de la roca para caminar un poco por el parque conmigo. Mientras caminábamos, entre las sombras de los árboles, le dije que uno de mis tíos lejanos trabajaba en seguridad de un supermercado en Redondo, que había encontrado la forma de hacer un poco de dinero rápido y que si nosotros queríamos, también podíamos obtenerlo de


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la misma manera. Héctor no parecía emocionado, hasta que le dije que en un día de paga guardaban hasta cien mil dólares en el supermercado. Entre lo que la gente compraba y lo que los empleados recibían de sueldo, era una buena cantidad de dinero. La cifra puso nuevamente esa sonrisa que le vi la primera vez que atravesamos la reja del patio, esa sonrisa que lo hacía parecer el hombre más hermoso del mundo. Lo más complicado fue convencerlo de que primero teníamos que hablar con mi tío, escuchar su plan y proponernos para hacer la parte sucia. Héctor dijo que iríamos el lunes siguiente, porque ese fin de semana tendríamos que robar un par de tiendas deportivas del sindicato, sólo lo suficiente para comprar un auto, porque para golpes como el del supermercado, sería necesario tener un auto. El día de los robos, quizá para probar mi valor, quizá porque realmente confiaba en mí, me colocó en el grupo que iría con él a la primera tienda, sólo a unos kilómetros del patio de contenedores. El día del robo el sol abarcaba la ciudad y nos hacía sudar a todos. El único que llevaba chaqueta era Héctor, y sabíamos por qué, debajo, en una cartuchera usada, llevaba consigo el revolver que habíamos tomado de aquel primer robo al sindicato. Entramos rápidamente, de inmediato los chicos se esparcieron por la tienda dirigiéndose a las cajas. Mi trabajo era cuidar la puerta para garantizar que nadie entrara y aquello se volviera un problema. Así que me puse frente a la puerta, dándole la espalda a la caja. Afuera, el sol se reflejaba en los autos y me daba en la cara, tenía una mano puesta en el pasador para evitar que alguien entrara. Cuando Héctor y los demás volvieran hacía la puerta, yo abriría, los dejaría pasar y los seguiría hasta la parada de autobús a un kilómetro de allí. Pero la primera voz que escuché detrás de mí no era la de Héctor, era una voz temblorosa que me decía que subiera las manos; giré lentamente y frente a mis ojos, estaba el cañón de una pistola. Era un domingo, o al menos se sentía como si siempre fuera domingo, y mientras el tipo me pedía que las levantara, yo sentía cómo mis manos sudaban abundantemente. Quise decirle algo, pero cuando abrí la boca, lo que sentí fue un sabor salado en mi lengua; frente a mí se desplomaba el guardia de seguridad con un hoyo donde antes estaba su ojo.


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Al caer, estaba Héctor, que con el arma todavía en las manos me miraba a través del humo. El sonido de un disparo ensordece, pero a mí me dejó congelado. Dos de los chicos me tomaron rápidamente por los brazos mientras abrían la puerta y salíamos a la calle. Después de correr algunas cuadras, me arrastraron hasta un callejón, donde por fin pude calmarme unos segundos. Héctor guardó el arma y el dinero en sus bolsillos. Se quitó la cazadora y me la puso, cuando se acercó para subir el cierre de la chaqueta, pude ver cómo le temblaba el labio inferior. Después, tomó la bolsa de tela donde estaba el dinero, y de espaldas a nosotros, se bajó el cierre y comenzó a orinar sobre ella. Cuando terminó, se giró de nuevo y empezó a limpiarme la cara con la tela húmeda. En esos momentos no me importaba que estuviera llena de orina, no me importaba nada, sólo veía el ojo vacío y lleno de sangre del policía muerto. Al terminar de limpiarme, me tomó del brazo y me llevó a la parada del autobús. El resto de los chicos se dispersaron para no llamar la atención. Cuando subíamos al vehículo, se escuchaban sirenas a lo lejos, tan lejos que supe que nunca nos iban a alcanzar. El domingo por la tarde llamé al número del padre de Nick y se lo dije: “No lo haré”. Del otro lado de la línea sólo hubo silencio; cuando por fin iba a colgar, escuché el nombre de mis hermanos, uno por uno, en el acento inglés del padre de Nick, y después la palabra “muerte”. Luego de repetirme el nombre del supermercado y la hora, colgó. Me quedé unos minutos con la bocina en la mano, hasta que la azoté tan fuerte, que terminó partiéndose en dos. Ese día no volví al parque. El camino a Redondo fue callado, Héctor me habló de lo poco que dura la vida, quizá preocupado por lo de la tienda deportiva. Me contó de sus hermanos que se regresaron a vivir a México y lo dejaron cuidando a su abuela hasta que ella murió, y le ordenaron que se presentara en un consulado y dijera que quería volver a casa. Héctor pensó que tantos años huyendo de la policía no podían terminar con él entrando y pidiendo que lo deportaran. Durante gran parte del camino me platicó de su casa y de cómo, cuando servicios sociales iban a buscarlo, solía escaparse por una puerta en el baño y así vivir solo durante meses. La conversación fue el pretexto perfecto para no decir nada durante todo el camino. Al llegar al supermercado, antes


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de bajar del autobús, Héctor me tomó de la mano y me dijo que no me preocupara, que todo iba a estar bien. Eran las seis de la tarde, buscamos la apertura en la reja y entramos. Éramos unos ochenta caminando directamente hacia la caseta de estibadores. Lentamente, todos los gordos dejaron sus trabajos. Nos miraron un poco incrédulos. Pero entendieron que necesitaban agruparse. Sin dejar de mirarnos, bajaron de sus grúas y caminaron frente a la caseta donde la primera vez golpeamos a esos otros gordos hasta dejarlos casi muertos. No era nuestra casa, era la suya, y claramente no fuimos bienvenidos. Caminamos unos metros más, hasta detenernos, sólo unos metros frente a los estibadores, que ya eran unos cincuenta. Unos más, unos menos, estábamos parejos. Los mexicanos no me miraban. Podíamos haber sido más de cien, pero la mayoría de los chicos blancos desertaron cuando supieron de Héctor. También habíamos escuchado que Nick estaba formando otra pandilla a unas cuadras del patio de contenedores. Ese día, estábamos los que estuvimos desde el principio y algunos negros que no tenían adónde ir. Fue uno de los mexicanos el que comenzó, su voz era terrible, pero hizo sonar el nombre de Héctor por entre los pasillos, hasta que rebotó en cada uno de los contenedores. Los estibadores nos miraban incrédulos mientras el nombre de Héctor los rodeaba. Metí la mano al bolsillo de la cazadora y sentí la empuñadura del revolver. Un gordo repartía tubos y llaves de tuercas a los estibadores. Por entre las líneas, pude ver a Nick, acercándose a su padre, así que saqué el revolver, lo amartillé y lo dirigí directamente hacía el irlandés de mierda que se escondía. “Supongo que no sabes nada del amor, hasta que no te paras sobre un montón de restos humanos”, pensé, mientras escuchaba el clic que nos hacía hombres a todos.


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LA VIDA EN DOMINGO B lanc C A L AV E R A

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I —¿Sabrá tu novia que escuchamos a Morrissey? —me dijo Mónica la noche en la que decidimos que no nos encontraríamos más en el motel de la avenida Vallarta. No respondí nada. Lorena tenía otros gustos musicales, veía la televisión con interés y seguía las presentaciones de las cantantes más obvias y predecibles. Aquellas que habían llegado a la fama impulsadas por altos ejecutivos con los que llegaron al matrimonio, o bien aquellas otras cuyos escándalos y descaros habían generado una popularidad sospechosa, que a mí me exacerbaba. Por eso, yo desaparecía de casa los domingos por la tarde cuando ella se apostaba en el sillón de la sala y se extraviaba en las imágenes que se materializaban en la pantalla. Fue durante una de esas tardes que conocí a Mónica. Estaba sentada sola en la mesa de un cafetín, en una zona donde los estudiantes suelen merodear en espera de que algo inesperado llegue a sus vidas habitualmente aburridas. Yo me acerqué y le hablé en voz alta, con el propósito de que pudiera escucharme a pesar de los audífonos que colgaban de sus oídos. —¿Qué escuchas? —pregunté. Ella me miró con cierta desconfianza y guardó segundos de silencio; con toda seguridad, cavilaba si debía respon-

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derme o no. Enseguida, se sacó uno de los monitores del oído y habló. —¿Hace alguna diferencia que te lo diga? Podría estar escuchando cualquier cosa, la conocieras o no. Digamos, a la francesa Camille o a la española Lidia Damunt o a la brasileña Tulipa Ruiz. Obvio, no te mencionaré a ninguna de las ridículas que aparecen los domingos en la televisión —exclamó, como si supiera que esa era la respuesta que yo había querido recibir para interesarme en ella, continuar la conversación e ir conociéndola paulatinamente. Mónica y yo comenzamos a encontrarnos los domingos en ese café, entre las seis y las siete, y nuestra relación avanzó proporcionalmente en cada una de nuestras citas. En una de ellas, me confesó que yo le gustaba, pero no supe qué hacer a continuación. Sentía, aun contra mi voluntad, que no debería enredarme sentimentalmente con ella. Pensaba en Lorena y había algo que me remordía la conciencia. Pero fue inevitable no hacerlo. Nos tomamos de la mano y caminamos por el camellón arbolado de la avenida Chapultepec. Antes de despedirnos, nos besamos en la boca. Fue un beso húmedo y ardiente que detonó en mi cabeza una serie de imágenes que me distrajeron durante algunos días. Me imaginaba en la penumbra de un cuarto de motel con ella, navegando en la tibieza de su piel expuesta a la intemperie, en una larga y delirante noche de caricias y besos. El domingo siguiente recalamos en una de las baratas habitaciones del motel de la avenida Vallarta, que quedaba en la periferia de la ciudad. Yo había pagado el taxi para llegar allí, y lo hice con cierto nerviosismo, temiendo que algún conocido pudiera sorprenderme dando rienda suelta a los impulsos que sentía por Mónica. Entramos a la habitación y notamos que, del exterior, llegaban, a un volumen muy alto, las voces de los conductores de aquellos programas dominicales de la televisión. Entonces, me inquieté, era como si alguien quisiera que yo tuviera presente a Lorena y la imaginara allí, en el sillón de casa, inocente ante lo que yo estaba a punto de perpetrar. Y sucedió lo peor. Entré en un estado de pánico y culpa, y me fue imposible dejarme llevar por la situación. —Si quieres, vámonos —propuso Mónica, luego de varios intentos de encender algo en mí y fracasar después. Durante algunos domingos, Mónica y yo no hablamos de lo acontecido en el motel y nos conformamos con vernos


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para charlar sobre nuestras vidas. Ahora yo sabía que ella estaba por terminar la carrera de Letras y que vivía sola con su madre, a quien cuidaba de una enfermedad crónica. Yo le conté que recién colaboraba para un diario, en la nota roja, y tuve que confesarle que vivía con Lorena, de un par de años a la fecha. —Lo presentía —dijo. No es algo que me robe el sueño. Pero llegó el día. Aquella tarde de domingo, Mónica estaba sentada justo en la misma mesa del café en el que la había conocido. Me senté a su lado y ella, luego de besarme en la mejilla con suavidad, sacó de su bolsa un reproductor de esos que almacenan canciones y lo puso en mi mano. —Es un regalo —anunció. —Gracias. —¿Tienes para el taxi? –preguntó a continuación. —¿Adónde vamos? —inquirí, sintiendo la emoción de lo inminente golpear en mi cerebro, como si se tratara de una descarga de electricidad. —¿Adónde va a ser? Al motel —aseguró tajante. Pagamos la cuenta y salimos de prisa del lugar rumbo a la avenida más transitada de la zona. Paradójicamente, la mujer de la recepción nos había dado el mismo cuarto de la vez anterior. Sentí como si volviera al pasado y temí que de nueva cuenta no consiguiera nada en su interior. La música del programa televisivo ascendía por las escaleras y se filtraba por debajo de la puerta y a través del mosquitero de la ventana del baño. —Ignorémosla —propuso Mónica. —Es difícil hacerlo –expliqué, sintiéndome molesto por estar en la misma encrucijada. —Mira, haz lo que yo —dijo enseguida. Sacó de su bolso otro de los reproductores de canciones, tal como el que me había regalado, lo encendió y colocó los audífonos en la cavidad de sus oídos. —¿Sabes cómo usarlos? —Más o menos —contesté algo confundido. —Busca en “canciones”. Hay una que se llama “I’m Throwing My Arms Around Paris”, de Morrissey. ¿Recuerdas cuándo nos conocimos? Querías saber qué estaba escuchando. Pues era esta canción.


En los auriculares escuché el sonido de una motocicleta que enciende y luego una guitarra suave. Mónica se fue quitando la ropa con parsimonia. Yo condescendí convencido y sin remordimiento alguno a lo que estaba por suceder allí.

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II Tal como lo habíamos acordado, Mónica y yo dejamos de vernos. Ante ello, dispuse entregarme a ojos cerrados a las actividades que compartía con Lorena. Los domingos cambiaron sustancialmente, ya que, como la temporada de la serie televisiva había terminado, ella se mostraba dispuesta a salir de casa. Frecuentábamos centros comerciales en los que compartíamos un café o un helado sentados uno al lado del otro, sonrientes y satisfechos con una existencia sin sobresaltos. Una tarde, luego de beber algunas cervezas, llamé a Lorena desde la habitación. Yo escuchaba música en el reproductor y quise besarla, pero ella se resistió argumentando que una cosa era coger y otra, escuchar música. —Además –agregó–, ¿qué clase de música loca puedes tener en ese aparato? Seguro, nada de lo que a mí me gusta escuchar. Titubeé en ese momento con salir a la ciudad e ir en busca de algo que me reanimara, pero mejor opté por otra cerveza y otra canción, y así continué las horas siguientes hasta muy entrada la madrugada. No pude conciliar el sueño esa noche y por la mañana tuve que dormir, posponiendo mis labores cotidianas para otra ocasión, lo cual me ocasionó una severa reprimenda en el diario. Y luego, las cosas empeoraron. Lorena y yo nos acostábamos con intermitencia, cada vez menos, sin demasiada pasión, quizá sólo para hacernos entender mutuamente que éramos una pareja sana y sensata, incluso en el renglón del sexo. Por lo general, yo me acercaba a ella y, luego de varias indirectas, resolvía ceder y lo hacíamos, casi siempre con premura y en silencio. Pero ahora algo pasaba: yo no sentía la urgencia de otros días si no estaba resonando la música en mis oídos. Ir al encuentro de Lorena se había convertido en algo parecido a querer recuperar el fantasma de Mónica. Un domingo como tantos otros, lento, indiferente y gris como un cocodrilo, sorprendí a Lorena instalada en el sillón de la


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casa. Se notaba que era una ocasión especial porque había colocado una mesilla con una serie de recipientes: había palomitas, cacahuates, pepinos con chile, espárragos, papas fritas, etcétera. —¿No quieres venir? —me dijo con un tono invitante, muy diferente al que utilizaba cuando yo le proponía que viniera a la cama conmigo. —Inicia la nueva temporada —espeté con resignación. —Claro, y ahora tendrá nuevos conductores; me muero por saber quiénes son –agregó–. Anda, siéntate —dijo, golpeando el sillón varias veces con la palma de la mano. La conversación se vio zanjada apenas sonaron los primeros acordes de una melodía rimbombante y empalagosa. Lorena abrió los ojos como si en realidad estuviera viendo una cuadrilla de zombies a punto de comérsela, aflojó el cuerpo en el sillón y puso los pies sobre la mesilla de la sala. De golpe, evoqué la frustración de aquella primera tarde con Mónica en el motel de avenida Vallarta, cuando finalmente debimos salir antes de consumar cualquier cosa. Corrí por el pasillo de casa y busqué el reproductor, queriendo evitar el sonido que provenía desde el aparato en la sala. Lo encendí y comencé a escucharlo al volumen más alto posible. Alguien arrancaba el motor de una motocicleta y, después, daba inicio la guitarra arpegiada de “I’m Throwing my Arms Around Paris”. El hecho de que la canción apareciera azarosamente, me hizo creer que se trataba de una señal, que mi destino se reacomodaba y que no me quedaba otra más que condescender a su caprichoso rumbo. Tomé mi celular y escribí un mensaje. —Escucho a Morrissey. ¿Qué haces? Muy pronto recibí respuesta. —Extrañándote. Quiero verte. Cavilé por un par de segundos si debía seguir con la conversación. Mis dedos escribieron sin que yo tuviera la entera conciencia de ello. —Ok, veámonos ya. ¿Dónde? —Mismo hotel, mismo cuarto, misma canción.


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i vida se había convertido en un sucesivo perder y perder vuelos. Hasta que me dije: “Basta, Carlos Manuel”. No se trataba de una manda. Ni mucho menos un propósito de Año Nuevo. Soy malo con las promesas. Para lo que sí soy bueno es para superar las crudas morales. Entonces, como si de remontar una resaca se tratara, me repetí: “No más, Carlos Manuel”. Por supuesto que mi determinación se quebrantó a la primera. Ese año, perdí ocho vuelos. Sin contar los autobuses, taxis, dealers, mujeres, editores potenciales, amigos, etc. Había perdido vuelos nacionales e internacionales. Siempre me había valido madre. Era obvio que no los pagaba yo. Pero como alude el lugar común: siempre hay una primera vez. Me encontraba en Guadalajara. La fiesta había estado tan intensa en la Feria Internacional del Libro, que perdí el avión a Monterrey. Me quería trepar a las paredes: Morrissey se presentaría al día siguiente en regiolandia. Como un émulo de Raoul Duke, llegué al mostrador de Aeroméxico, pedísimo, sin dormir, después de sobrevivir a salvajes noches de cocaína y a otras tantas de tachas. Como la promesa malograda en la que me he convertido, injurié hasta el escándalo a la señorita de la aerolínea porque no había lugares disponibles en los vuelos del día siguiente. Se ofrecía a

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ponerme en lista de espera, pero no podía asegurarme que me fuera a trepar en aquel avión. No podía arriesgarme. No mientras mi papacito Moz estaba en la tierra del cabrito. Drogado como andaba, agarré todas mis chingaderas (treinta kilos de libros, la compu y dos maletas con garras… No entiendo por qué siempre me sucede lo mismo: cargo con un madrazo de prendas, pero siempre me pongo la misma pinche sudadera y mis eternos Levi’s) y me lancé a la central de camiones. Al final, no resultó tan mala idea el camionazo. Me subí a uno de línea ejecutiva (en aquellos asientotes se podía filmar una película porno), me metí dos tafiles con una Tecate caliente, me puse mis audífonos y me desmayé las doce horas que duraba el viaje. La primera vez que vi a Morrissey en vivo fue con la gira del álbum You’re the Quarry. También en Monterriegues. Recuerdo que toda la banda salió de tacuche, blanco. Y Moz, de negro. Qué conciertazo. No sólo estaba presenciando a uno de mis héroes de juventud (insisto: taras, producto de haber sido adolescente en los noventa), sino que además tenía frente a mí el regreso más espectacular del mundo de la música. La vida en LA destruye, y el ex vocal de los Smiths se había clavado gacho en la biblia, hasta que decidió ponerse las pilas, le metió durísimo a la dieta South Beach (desayuno: jugo de verduras V8, dos huevos revueltos con pico de gallo y café con leche descremada; media mañana: frutos secos; comida: salmón con guarnición de verduras; merienda: rollitos de jamón con queso, y cena: rollos de atún con hoja nory) y volvió con un disco que le valió el Grammy. Llegué a Monterrey a las siete de la mañana. Los tafiles me habían metido tal derechazo, que no desperté pese al pestazo que se desprendía del baño; el chofer tuvo que sacudirme violentamente para que reaccionara. Apenas abrí los ojos, sentí el patadón proveniente del retrete. Había estado en coma todo el viaje, pero podía adivinar lo sucedido en el trayecto. Por culpa de la peste, todos los pasajeros se arrecholaron en la parte delantera del camión, y atrás, yo solo: roncando a mis anchas, pedorréandome sin pudor y con una erección. Recordé, cuando bajaba del bus, que había estado soñando con la vagina de Serena Williams. Pensaba que mi aspecto me hacía lucir huraño, pero parecía un psicópata. Los lentes oscuros me defendían del sol, pero no disimulaban mi aspecto. Una línea de baba amarillenta


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y pestilente atravesaba mi rostro. Trastabillé por la calle, hasta internarme en el metro. Quería botar todas mis pertenencias e internarme en cualquier cantina. Quería coca. Quería un travesti. Pero me conformé con llegar hasta la casa de Nuestro GG y tirarme sobre un sofá. Desperté por la tarde, con una facha peor, con cara de maniático sexual reprimido, y había soñado ahora con la vagina de Venus Williams. “Buenos días, querubín”, me saludó Nuestro GG. Me metí a tallarme la dona, y le tumbé el chocolate. Hacía más de cuarenta y ocho horas que no me bañaba. Creo que olía más culero yo que la letrina del autobús. “Más ojete deben apestar las vaginas de las Williams después de un partido”, pensé. Salí de la ducha revitalizado. Ansiaba inyectarme. Coca o lo que fuera. Fe o religión. Quería un subidón. Pero Nuestro GG se cortó. Era metalero. Quien me acompañaría sería mi compa Óscar David López, una estilista, o como él se autonombra, “peluquera”, torcida y gorda a causa de la cortisona. Faltaba todavía un par de horas para el show, así que la Óscara y yo nos fuimos a rendirle tributo a Morrissey: nos lanzamos a comer al Rey del Cabrito. El lugar más naco del mundo. Templo de lo kitsch. El interior está decorado con puras fotos enmarcadas del dueño con artistas: Luis Miguel, Thalía; no hay estrella de la farándula que no adorne las paredes. Y como cereza del pastel, hay varios animales disecados, entre ellos, un león. En honor al veganismo de Moz, pedimos machitos, mollejas y pierna. Entre eructos y cervezas, celebramos que nuestro héroe hubiera renunciado a introducirse carne por la boca, era fuerte de espíritu; a nosotros aún nos dominaban las pasiones. Sabíamos que en el espectáculo no se iban a vender hot dogs ni pizzas, nada de carnuca. Por eso, salimos embarazados de vísceras. Fue un verdadero atracón. Dos Glorias más, el postre que te ofrecen en ese restaurante, y habría sufrido una congestión alimenticia. Touché. Después de deambular por ahí un rato con el predicamento “mi cago y mi gomito”, por fin entramos a la Arena Monterrey. “Cuánto joto hay en San Luisito”, me dije. Y, bueno, estarán de acuerdo que anunciar a Morrissey es convocar a una convención de gays. Si un día realizaran una convención de gays y una de soldados al mismo tiempo, en la segunda no habría nadie, porque todos gestarían en la primera. Después de pensarlo bien, llegué a la conclusión de que había más locas en mi terruño


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Torreón. Apenas si alcanzábamos el millón de habitantes, y el ochenta por ciento se la papeaba, y el veinte restante estaba en camino a. ¿Cómo pueden existir tantos jotitos en una ciudad? “Todos estos cabrones que están aquí, siete mil quinientos”, me dije, “seguro son hijos de señoras que venden Herbalife”. Estaba sentado en la fila H con un whisky en la mano, cuando salió la telonera: Kristeen Young. Una chica glam dizque heredera de Bowie con influencias de Björk. Ni le puse atención a su música. Estaba bien buenorra. Apenas pisó el escenario, comencé a pensar en su vagina. Y no porque fuera muy hombre. Era culpa del maldito Bunny Munro, que me había implantado esa fijación en la cabeza. Desde el 2009 no consigo ver a una mujer sin tratar de adivinar la forma de su pussy. Me sucede todo el tiempo, con las maestras de ballet de mi hija, en los aeropuertos, en las centrales de autobuses, en la fila del banco. He imaginado por horas, perdido en los detalles, en las formaciones congénitas. El set de la abridora estaba tan aburrido, que comencé a pensar en otras vulvas. En la reina de reinas: la de Beyoncé. Y un poquito en la de Rihanna. Pero poquito. Tras una pausa, apareció Morrissey. Como la parte baja de la Arena no se había llenado, soltó un “come”, una invitación a que abandonáramos nuestros lugares y nos repegáramos al escenario. Se produjo entonces una lluvia de sillas. En el afán por quedar situados hasta el frente, todos aventábamos las sillas a lo pendejo. A más de uno le atinaron en las espinilla o en la cara. Los de seguridad no pudieron hacer nada. Era una orden de Moz, y aquello no era una excursión como para que todo se realizara en armonía. La Óscara y yo quedamos embarrados a los amplificadores. Si hubiera querido, lo podría haber tocado. Todo marchaba perfecto, hasta que aparecieron escenas de mataderos en las pantallas. Vacas, cerdos, muerte, sangre, sangre. Entonces, todo el jodido cabrito que nos habíamos zampado me estremeció el estómago. Mi panza chirrió como el freno de un tráiler. Tronó como cuando a un auto le metes mal la reversa y se escucha hasta la otra cuadra. Ya no pensé en vaginas, sino en deshuesaderos de autos. En autos machacados, comprimidos por dos planchas de metal inclemente. Y comencé a sentirme como un puerco que están a punto de destazar. Y esta parte es para chicharrón, ésta para carnitas; éste, el buche, y trompa para unas tostadas. Pensé en salir corriendo al baño. Y


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vomitar profusamente. Y cagar mayestáticamente. Pero no hubo necesidad. Me controlé. Y se me pasó. ¿Tanto año de carnívoro para doblarme así como una mariquita? Ni madres. En venganza, cuando saliera, iría por unos tacos. Dos o tres rolas después, Moz se quitó la camisa empapada de sudor y la arrojó al público. La prenda cayó en manos de dos jotitas que por ningún motivo se desprenderían de ella. Estaban literalmente colgadas a la chingada garra. Parecía que se estuvieran abrazando. Justo adelante de nosotros. “Suéltala”, dijo una. “Suéltala tú”, respondió la otra. “Te doy 200”, “yo te doy 500”. Se veían tan ridículas. “¿Quieres la camisa de Morrissey?”, le pregunté a la Óscara. “Sí”, me respondió. Metí la mano entre las dos jotitas y jalé la prenda que se rasgó justo a la mitad. Yo me quedé con una parte y una de las jotitas con la otra. A la que dejé con las manos vacías se histerizó tanto, que se me vino a golpes. Me la pelaba: de un empujón, la despaché. Pero no contaba con que venía con otros dos. Sospecho que eran sus mayates, porque estaban demasiado grandes y fuertes. Otro propósito que nunca he podido cumplir: ya no pelearme en los conciertos. Como la bronca era inminente, le arrojé el trozo de tela (ya no era, nunca lo sería, ni completa, la camisa de Morrissey) a la Óscara y me les fui a golpes a los dos cabrones aquellos. Y el idiota de la Óscara abrió los brazos como si le hubiera arrojado una inmensa pelota de playa; para cuando los cerró, la garra se le había escurrido hacia el piso. Pero nunca la tocó. En fracciones de segundo, antes de nada, en su vuelo, alguien la pescó. Y no conseguimos ver quién; la oscuridad no lo permitió. Y dejamos de agarrarnos a golpes, atónitos por la estupidez de la Óscara. Y por cómo había dejado escapar un simple trapo. Ahí estaba yo, agarrándome a madrazos para que la jota tuviera esa clase de fetiche, y la pendeja desperdiciando mi oportunidad. Salimos del concierto derechito a adquirir los consabidos souvenirs. De puro coraje, me robé una playera. Tenía estampada una etiqueta de Jack Daniel’s, pero en lugar del nombre del whiskey, decía “Morrissey”. Acabamos en El Jardín, uno de los bares gays más chingones de Monterrey. Compramos coca. Me fui al baño a metérmela. Cuando estaba a punto de darme la primera punta, una pregunta asaltó mi mente: “¿Qué estará haciendo en estos momentos la vagina de Avril Lavigne?”.


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I Su cara se derrite mientras me acerco al mostrador. Cada paso que doy me cuesta trabajo, no puedo coordinar, tengo que darlos con cuidado para acercarme. El piso no es sólido, se mueve impredeciblemente, como gelatina. La señora encargada me ve con ojos de desconcierto, no hay nadie más en el local, sus cachetes no soportan la gravedad, se escurren y se deforman, se derriten, no le importa. Las paredes están inquietas, se acercan hacia mí, me sofocan con cada paso que doy sobre esta cuerda floja que apenas puede con mi peso. No quiero tambalear, estoy nervioso, me siento solo, me quiero ir, pero mis pies van hacia delante, de uno en uno, torpemente. En un andar eterno y asfixiante, llego al mostrador. Su rostro se derrite violentamente, no logro completar la imagen, sus ojos me miran, pero no sé dónde están. No la volteo a ver, siempre he sido tímido. Me sonrojo, le pido unos cigarros. No sé si entiende mis palabras. Deslizo mis dedos a lo largo de mi cara… Está entera. Sonrío sin subir la mirada. Reviso mis bolsillos y saco mi cartera titubeando; se caen unos billetes. Me encorvo para alcanzarlos, pero no calculo bien, no puedo recogerlos. Me reincorporo y una cajetilla de tabaco invade mi visión. La tomo lo más rápido posible y me voy, señalando el dinero en el piso. “Que se quede el cambio”, pensé. Doy una vuelta

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hacia atrás para salir del local, no quiero ver su cara deshaciéndose. Corro y las paredes se expanden. Es difícil ser libre, mis tatuajes me duelen. El mundo que abandono a mis espaldas ya no existe más; la mujer que se derrite no seguirá desfigurándose.

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II El pavimento en la calle es firme, eso es reconfortante. Volteo alrededor para entender en dónde estoy parado; una avenida monstruosa atestada de automóviles e infestada de gente. Nadie camina solo, todos van acompañados, quieren reafirmar su existencia, evitar convertirse en un insecto que vive entre las grietas de las paredes, sin atención ni decisión. Camino con halos de luz en las esquinas de mis ojos. Mi respiración acelerada, mi corazón bombeando sangre para mantenerme vivo. No entiendo cómo sigo de pie. Debería estar muerto o escondido en las ranuras del piso, en lo más oscuro, donde no hay amor, pero la vida sigue. Enfrente de mí, adentro de un coche color arena, están un hombre y su mujer sonriendo, sabiendo que lo único que los mantiene cuerdos es la locura de estar enamorados. Si se dan la mano y sienten calor… Con eso basta. Dan la vuelta por el mundo –que es suyo–, escuchando música que sólo ellos conocen, siendo testigos del florecer de la vida misma, adueñándose del asfalto y de la fauna. El hombre, quien va al volante, en un acto de emoción, pisa el pedal, no distingue el rojo del verde, ni el cyan del morado, no le importa, todos los colores están contenidos en los ojos de su alma gemela. Saco un cigarro de mi cajetilla, lo coloco en mi boca. Con la fricción adecuada, logro encender un cerillo. Una brisa refrescante elimina la condición y el propósito del fósforo, mi espina se entumece con un escalofrío. Algunos relojes se detienen, otros se adormecen. El mar humano que me envuelve, me revuelca. Un camión de dos pisos imponentemente se acerca –cuadro por cuadro– hacia el costado del vehículo que protege y condensa lo que se percibe como amor puro. La mujer en el auto voltea su cabeza en mi dirección, rechazando lo que está por ocurrir. Veo todos los colores en sus ojos. Grita desesperadamente. Arenas movedizas. Una nube creciente de polvo. Vidrios hechos trizas suspendidos en el aire. Gotas de sangre danzando, montando una obra de teatro. Los halos de luz en las esquinas de mis ojos se expanden, ya no puedo dis-


tinguirlos de los rayos del sol que pegan fuertemente sobre el auto destrozado y los cuerpos irreconocibles, tendidos en el suelo. Me alejo, la escena se torna intolerable.

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III Enciendo un cigarrillo, le doy tres bocanadas fuertes. No puedo dormir. Me preparo un whisky con agua quina. Mientras más trato de ignorar lo sucedido, más me atormenta la mente, más se inmiscuye en mis pensamientos. Sé que no soy nada, que no merezco a nadie, que he cometido errores que no puedo cambiar. Pero no puedo olvidar su mirada sobre la mía, no puedo sacarme de la cabeza la paleta de colores que se desprendió de sus ojos. ¡Qué belleza! Bebo el vaso de whisky de jalón. Sangre. Caras derritiéndose. Vidrios a mis pies. No puedo dormir, tal vez nunca más podré conciliar el sueño. Me abrigo, hace frío afuera, pero dentro de mí hay una tormenta de hielo, una avalancha que congela mis entrañas. Entonces, prendo otro cigarrillo; me dispongo a salir a la calle. No es fácil ser libre. Tomo una intensa bocanada de humo y salgo de mi departamento, me dirijo al bar más cercano, eso quiere decir, a un lugar de mala muerte. Mi barrio no es bonito, las calles se desmoronan, los corazones de la gente también. Tomo el atajo por el parque. Sólo quiero distraerme y beber más. El frío es más intenso de lo que esperaba; mis tatuajes me duelen. Mientras atravieso el parque, veo ropa sobre una banca. Me congelo. Me fijo que no haya nadie cerca. ¿La habrán abandonado? No, seguro hay una pareja demostrando que se ama detrás de los arbustos, revolcándose en la tierra, sudando sobre las plantas, creando un mundo alterno. Busco entre las prendas: hay una chamarra que se ve calientita; me la pongo. Es pesada, meto las manos en los bolsillos; en el lado derecho hay un revólver, en el lado izquierdo hay un fajo de dinero. He aprendido a alejarme de las armas de fuego. Cuidadosamente, dejo la pistola sobre la banca. La envuelvo con una blusa, noto que a un lado hay un par de calzones de mujer. Tal vez me hagan compañía; quiero sentir amor. Los guardo en la bolsa de la chamarra y sigo mi camino al bar. Con una pizca de amor y mucho dinero, todo estará bien.

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IV Ordeno dos ginebras en las rocas, me tomo uno de golpe, me raspa la garganta, pero qué placer. No tengo de qué preocupar-


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me, puedo beber lo que sea hasta quedar inconsciente. Quizás sea la única forma de poder dormir; ya mañana estaré bien, habré olvidado mis miedos y mis recuerdos, la cruda siempre absorbe todos mis pensamientos, ahuyenta todos mis males. Me tomo el otro vaso de ginebra de un solo trago, el interior de mi cuerpo se descongela. Con mi mano derecha me aseguro de que ahí siguen los calzones. Sonrío. Ordeno otro par de ginebras. Me los tomo al instante. Saco un cigarrillo. “No se puede fumar aquí”, me dice el señor que está detrás de la barra. Saco un par de billetes de cien y los meto en el bote de propinas. Enciendo el tabaco y le pido un par de whiskys. Estoy bebiendo incontrolablemente, me gusta. Poco a poco me olvido del accidente que me tocó ver. Poco a poco se desvanece la cara de la mujer que me embrujó con millones de colores. Poco a poco mi vaso de whisky pierde saturación, la escala de grises toma poder. Enciendo otro cigarro, quiero envenenarme por dentro, calentar mis intestinos, mis huesos y mi corazón. Pido un shot de tequila, pasa por mi garganta cosquilleando mi esófago, incendiando mi estómago. Bebo un par de shots más. Pierdo noción del tiempo y el espacio, el barman me hace unas señas extrañas que no logro captar. Lo único que se me ocurre es sacar la ropa interior de mi bolsillo y sostenerla con fuerzas en mis manos. Todo está desaturado, en blanco y negro. Se escucha un fuerte golpe que resuena en todo el local; hace ecos en mis sesos y en mi cráneo.

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V Entra una mujer al bar, se acerca a mí. Trae una blusa blanca escotada, ligeramente transparente, puedo ver su brassiere a través de la tela, puedo distinguir las pecas de sus senos. ¡Qué mujer! Porta una falda que permite ver la firmeza de sus piernas, la suavidad de su piel. Sé que no está ahí para verme, pero no me puedo quejar, sólo la quiero contemplar. Hacía tiempo que no veía a alguien que me hiciera sentir tan vivo. Pero no hago nada, sólo aprieto mis manos fuertemente para no dejar ir los calzones de una mujer que ha sido amada, lo único valioso que me queda (y unos cuantos billetes en mi bolsillo izquierdo). Se sienta a mi lado en la barra, mostrando más de cerca sus atributos y presumiendo su presencia angelical. El bar se ha vaciado, no hay nadie detrás de la barra, no queda ni un ebrio en las demás mesas. Lentamente gira su cabeza hacia la mía.


Lentamente acerca su mano a la mía. Aprieto. Quiere tomar la pieza de ropa interior que sostengo aprehensivamente. “Son mías”, me dice, y con una caricia me las arrebata. Se las pasa por debajo de las piernas y se las pone debajo de la falda. Da un paso hacia mí. Me abraza con extrema ternura. La amo. Se da la media vuelta y se sale del bar. Sonrío como pocas veces he sonreído en mi vida. Siento un líquido emanar desde mis encías. Paso la lengua por encima de mi dentadura; sangre. Mis dientes se comienzan a caer, uno por uno. Escucho un golpe fuerte que resuena en todo el local.

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VI Despierto con el dolor de cabeza más terrible que he tenido. Estoy en el parque, no tengo idea de cómo acabé ahí. Trato de ponerme de pie y me es casi imposible. Checo los bolsillos de la chamarra que me robé. No tengo dinero ni las pantaletas de amor. Seguro acabé inconsciente y me robaron. Me ha pasado más de una vez. Ahora estoy igual que antes, pero más jodido, con un torbellino en la cabeza; una decena de rinocerontes pequeños queriendo romperme el cráneo. Me levanto con mucho esfuerzo. Me recuerda a cuando estaba en la cárcel, con una falta de optimismo irrefrenable. Ya que estoy de pie, decido que lo mejor sería ir a mi casa y no moverme, no salir nunca más. Agonizar lentamente, morir solo, como estuve destinado desde que nací, sin amor, el cual he estado buscando, encontrándome con falsas alarmas en todo rincón. De pronto, recibo un fuerte puñetazo en la boca. Me hace recordar que mi dentadura sigue entera. Caigo al piso. Carajo, se me cae un diente, lo escupo. Hijo de puta. Un tipo grande, de piel gruesa y cicatrices en la frente me dice: “Ah, perro, tú me robaste mi dinero, cabrón. Pero tuviste la cordialidad de dejarme la pistola. Ésa fue una estúpida idea, imbécil”. Me apunta a la cara con el revólver, aprieta el gatillo. Me ha matado, o eso creo.

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VII Siempre pensé que moriría de un tiro, fantaseaba con una bala pasando por mi cuerpo, atravesándome, acabando con mis adentros al instante. Me han disparado. Carajo. Dolor intenso. Sigo vivo. Una ambulancia. La sirena aúlla. Qué perturbador. Los frenos chillan. Mi cuello sangra sin parar. La bala. Perdida.


En el parque. Mi cuerpo. Liviano. Relajado. Mi corazón, tranquilo. Me suben a una camilla, no puedo sentir mis extremidades, no puedo respirar con fluidez. Estoy recostado en una ambulancia, la luz en el techo me ciega. Un doctor me inserta tubos en el cuerpo. Me pone algo en el pecho, enciende un monitor que tiene números. Escucho un zumbido intermitente, un sonido que no reconozco. Aguzo bien el oído para filtrar la plática de los enfermeros y el ruido del motor del vehículo de emergencias; la sirena, detestable. Me concentro. Logro eliminar de mi conciencia todo lo que me estorba. La luz se torna negra, abarca toda mi visión. Ahora puedo escuchar bien. Creo que son los latidos de mi corazón. Nunca lo había escuchado con atención, no me había percatado de la belleza de su sonido, no me había detenido a apreciar su existencia. VIII Mi corazón está lleno. Muero.

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DIRECTORIO

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Bernardo Esquinca (Guadalajara, Jalisco, 1972) Es autor de las novelas Belleza roja, Los escritores invisibles y La octava plaga; así como de los volúmenes de cuentos Los niños de paja y Demonia. Vive en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Wenceslao Bruciaga (Torreón, Coahuila, 1977) Escritor, cronista, periodista, columnista calenturiento. Desde hace siete años tiene un espacio en Milenio Monterrey, El nuevo orden, en el cual ventila sus desencuentros homosexuales disfrazándolas de conciencia social. Su última novela es Funerales de Hombres Raros y es el único homosexual mexicano que escucha buena música. Raquel Castro (Ciudad de México, 1976) Escritora, guionista, profesora y promotora cultural. En 2012 obtuvo el Premio Gran Angular de Literatura Juvenil 2012 con su novela Ojos llenos de sombra. Dentro del equipo del programa Diálogos en confianza de OnceTV ganó en dos ocasiones el Premio Nacional de Periodismo. Cuentos suyos aparecen en varias antologías y en su blog. www.raxxie.com Camilo Lara (Ciudad de México, 1975) Es responsable del proyecto de música del Instituto Mexicano del Sonido (IMS), con el cual ha publicado cuatro discos. Su primera novela, Emails a mí mismo, será publicada, con un poco de suerte, en 2014. Juan Carlos Hidalgo (Pachuca, Hidalgo, 1969) Escritor y periodista. Ha publicado Loop traicionero, Suave como el peligro y Combustión NO espontánea (poemas bonzo para el siglo XXI) y la novela Rutas para entrar y salir del Nirvana. Participó en Conspiración caramelo, editada por Moho.

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Arturo J. Flores (Ciudad de México, 1978) Es autor de tres libros de cuentos y dos novelas. La última de ellas, Te lo juro por Saló, obtuvo el Premio Nacional de Novela Justo Sierra O’ Reilly en 2011. Su alter ego, Arthur Alan Gore, en ocasiones piensa por él. Julio Martínez Ríos (Ciudad de México, 1977) Durante más de una década trabajó como guionista, productor y locutor radiofónico. En 2010 publicó el texto híbrido ¡Arde la calle! sobre subculturas en México. En 2013, editará Yo soy Constantinopla, su primera novela.

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Fausto Alzati Fernández (Ciudad de México, 1979) Es autor de Inmanencia Viral, Poemas Perrones pa’ la Raza y Buda, Drogas y Pop. Nahum Torres (Ciudad de México, 1977) Ha publicado en suplementos culturales y revistas de rock. Actualmente es editor de SuplementodeLibros.com y el sello Librosampleados. Paola Tinoco (Ciudad de México, 1974) Ha publicado cuentos, crónicas y entrevistas. Compiladora de las antologías De lengua me como un cuento, Cuentos desde el cerro de la silla, Más de lo que te imaginas: cuentos perversos. Oficios ejemplares, publicado por Páginas de Espuma, es su primer libro. Alejandro Mancilla (Orizaba, Veracruz, 1977) Hace años ganó milagrosamente un concurso de ensayo para conocer a Robert Smith. Entonces pensó que quizás no era mala idea dedicarse a escribir. Su canción favorita de The Smiths es “Half A Person” y de Morrissey, “Mute Witness” y “National Front Disco”. @nosoymoderno


Rafa Saavedra (Tijuana, Baja California, 1967) Escritor y cronista snobground. Colaborador en revistas y suplementos nacionales. Ha sido editor y coeditor de diversos fanzines y publicaciones. Sus libros más recientes son Postcards, Border Pop, Crossfader y Beyondeados. Actualmente es productor y conductor del programa de radio La Zona Fantasma en UABC Radio. Pablo Pulido (Ciudad de México, 1991) Es estudiante de Ciencias de la Comunicación en la UNAM. Nunca fue amante de las letras y sin pensarlo terminó rodeado de ellas. Este es su debut como narrador de historias.

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Manuel Dávila (Ciudad de México, 1980) Editor, traductor y fundador de la editorial Uno de Tres. Autor y lector profesional durante más de una década. Ha publicado en revistas tales como El Perro, Lenguaraz, Opción, Dónde ir, Tierra Adentro, Lee + y Hermano Cerdo. Ganador del 1er Premio Acapulco en su Tinta de cuento en 2012. Enrique Blanc (Ciudad de México, 1961) Es autor de los libros de relatos Cicatrices del bolero, No todos los ángeles caen del cielo y Sudor añejo y sardina. Sobre sus gustos musicales, ha publicado también Flashback: La aventura del periodismo musical. Vive en Guadalajara y produce Radio al Cubo en Radio Universidad de Guadalajara. Carlos Velázquez (Torreón, Coahuila, 1978) Es becario de la editorial Sexto Piso y autor de los libros de cuentos La marrana negra de la literatura rosa y La Biblia Vaquera. En 2012 recibió el Premio Nacional de Testimonio Carlos Montemayor por su libro El karma de vivir al norte. Es el irresponsable detrás de la columna Charlyfornication (Biopic de un rockstar de la literatura mexicana) que aparece en el periódico La semana de Frente. Roberto González Clapés (Ciudad de México, 1988) Estudió Ciencias de la Comunicación en Boston y Cine en el D.F. Actualmente trabaja como Editor Web en Revista Marvin. Ha colaborado en varios proyectos audiovisuales como editor de video y como creativo en campañas de publicidad. Sacia sus inquietudes y curiosidades a través de la escritura, la música y el cine.

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I L U S T R A D O R E S

Jesús Sánchez (Puerto Peñasco, Sonora, 1986) Mexicano, 24 años, dibujante, ilustrador y diseñador gráfico. Su estilo proviene de varias escuelas y trata de adaptarse a la tarea en turno. www.jasnchz.com Totoi (Mérida, Yucatán, 1985) Yucateco de nacimiento, chilango por accidente. ¡El clásico que no te puede explicar las cosas y termina dibujándolas! Diseñador gráfico por profesión e ilustrador por pasión. behance.net/totoi Javier Bautista (Estado de México, 1988) Diseñador gráfico e ilustrador mexicano. donpozole.blogspot.mx Tone Olvera (Ecatepec, Estado de México, 1988) Influenciado por el Lowbrow de fines de los años 70 de Gary Panter y por el horror de Keiti Ota, su trabajo siempre está relacionado al misticismo, provocando así un temor a lo desconocido en el espectador. behance. net/toneolvera

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Diablo Pacheco (Chihuahua, Chihuahua, 1989) Ilustradora y diseñadora. Estudió Artes Visuales en la Universidad de Estudios Superiores Palmore. Actualmente hace freelance y trabaja en un estudio en el D.F. behance.net/DiaPacheco Donají Marcial (Juchitán, Oaxaca, 1988) Diseñadora e ilustradora de bolsillo. behance.net/donmarcial Jovan Israel (Ciudad de México, 1991) Un homosexual feminista que habla de moda y otros temas que a nadie le interesan. jovan-israel.tumblr.com Darío Cruz Pilomondrio (Ciudad de México, 1986) Ilustrador y diseñador gráfico. Apasionado de los objetos de antigüos y el ocultismo. behance.net/Pilomondrio


Cabrolina Castañera (Tijuana, Baja California 1982) Artista plástica dedicada a la producción de obra pictórica y escultórica, así también como a la gráfica, ilustración e animación, y a la docencia en artes plásticas. www.carolinacastaneda.com Bran (Hermosillo, Sonora. 1986) Diseño gráfico, diseño editorial, dirección de arte y tipografía. Actualmente es director de arte de Revista Marvin. iambran7.tumblr.com David Hernández (Los Ángeles, California, 1992) Estudiante de Comunicación Visual, actualmente trabaja en Marvin como diseñador e ilustrador. behance.net/davidhdezhdez Ouchal (Ciudad de México, 1988) Perdedor nato, dibujante musical, disque diseñador. ouchal.tumblr.com Alfredo García (Pachuca,Hidalgo, 1986) Paparazzi que disfruta atrapar, en vectores, personalidades de la cultura popular: la lucha libre, personajes de fotonovela, imágenes religiosas, y súper estrellas fugaces de la farándula mediática, que conforman parte de sus preferencias cuando diseña o ilustra. rudo.carbonmade.com Hugo Sr. Calavera (Coacalco, Estado de México, 1989) Mejor conocido como Sr. Calavera su obra está influenciada por el arte sacro, el graffiti, los cómics, las B-movies, el arte chicano, el tatuaje y el folclor mexicano. behance.net/srcalavera Dan Petris (Cd. Obregón, Sonora. 1984) Es diseñador gráfico y apasionado del cine, acualmente es gerente de arte en Archer Troy Publicidad. @danpetris Yana (Hermosillo, Sonora, 1985) Le gusta ilustrar, le gusta tanto como le hubiera gustado que le gustara el fútbol. www.yanadria.com

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AGRADECIMIENTOS: Alicia Muñoz Universal Music México Jordi Puig Andrés Sánchez Vive Latino Orquídea Vázquez Reyes Emmanuel Córtes Carlos González Arturo García Delhy Segura Jeaninne Rodríguez Yamily Chiquini Beatriz Barradas

ROCK PARA LEER Morrissey y los atormentados México D.F 2013 Dirección General: Cecilia Velasco Martínez Edición: Juan Carlos Hidalgo Baca Co-edición: Jimena Gómez Alarcón Diseño Editorial: Abraham Beltrán Corrección de estilo: Liliana Rodríguez Martínez Material fotográfico: cortesía de Universal Music México (foto de portada)

MILVOCES S.A DE C.V. Cozumel 61-4 Colonia Roma Norte, Delegación Cuauhtémoc CP 06700. México, D.F. Primera edición: marzo de 2013 ISBN: Compañía Impresora El Universal, S.A. de C.V. Allende 174 Col. Guerrero Del. Cuauhtémoc C.P. 06300 México, D.F. Impreso en México D.F. el 13 de Marzo de 2013, con un tiraje de 1,500 ejemplares




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