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ablar de la moda como arte siempre ha sido y será peligroso. Y es que más que en la estética, la moda existe en los estrechos muros de la practicidad; al final debe poder usarse, debe provocar que la gente quiera portarla, y es en ese deseo donde se encuentran los matices esenciales de lo que entendemos como “moda”. Tal como pasa en el arte, en especial el denominado “contemporáneo”, cuando uno compra una prenda de ropa, no sólo compra el objeto, sino las capas invisibles de estatus, glamour y relevancia que éste carga. Si en algún punto el arte nos ofreció “mierda de artista enlatada”, o Hirst –el padre de arte trendy– nos propone pinturas de lunares de colores producidas en línea, la moda nos puede vender con facilidad una playera blanca en cientos de dólares. Los parámetros que constituyen el valor de una pieza de arte, o hacen de una prenda algo codiciado, son creados a partir de muchos factores, entre los cuales la belleza es sólo uno más. Durante años la moda vivió casi exclusivamente de estas propiedades ilusorias, de apilar símbolos de valor sobre superficies de por sí barrocas.

Para que algo sea hermoso, no es necesario que sea bello. Rei Kawakubo.

En los ochenta, de la mano de un fuerte boom económico, se dio la época de sexualidad mítica y glamazónica de las súper modelos, del oro y estampados maximalistas a la Versace, de los peinados altos y vestidos ajustados. La posibilidad del arte en la moda parecía estar segregada a la rama de industria llamada Haute Couture y se encontraba no en la ideas per se, sino en los detalles: en el laborioso oficio de hacer a mano un enorme vestido de lentejuelas. El reino del lujo lo era todo –y hasta la fecha sigue siéndolo en gran parte–, sin embargo, algo tenía que cambiar, pues tal como en el arte, lo inmóvil en la moda es su constante necesidad de cambio. Es aquí donde comienza la historia de Rei Kawakubo para el mundo; una joven artista que después de años de hacer moda en Japón –apilando gran popularidad, al punto de crear un fiel séquito de seguidores autodenominados “cuervos” (por aquello de sólo vestirse de negro)– daba sus primeros pasos en la rígida y tradicional industria de la moda parisina, la cuna de todo el estilo. Fue ese mes de abril cuando la colección negra y destruida de Kawakubo debutó, que por primera vez en mucho tiempo, la moda vio una serie de ideas, mas no de prendas desfilar por la pasarela. Durante toda esa década, Comme des Garçons retó las nociones aceptadas de la belleza, la feminidad y las limitantes pragmáticas de la moda, todo con una paleta totalmente negra, con ciertas excepciones en blanco o gris oscuro, y afiló la silueta de lo llamado anti-moda. Es decir, aquello a lo que poco le importa la utilidad o el cuerpo o mejor dicho, resaltar lo que se ha considerado por siglos y siglos, como las partes bellas del cuerpo. Las prendas de Comme des Garçons ya no obedecían al Dios del lujo

o el sexo, sólo respondían al ente que es Rei. Una chica que hace mucho ya se había liberado de los mezquinos rasgos humanos, para convertirse en una mujer-obra, en algo que es más arte que carne. Dentro de sus ideas hay constantes: las formas escultóricas, la posibilidad de belleza en lo deforme, la arquitectura, las texturas y el volumen, la total indiferencia a los roles de género y las tendencias. Podríamos hablar de su presentación para otoño-invierno de 2009, con abrigos post apocalípticos y románticos, o de cuando el reino del negro cesó (temporalmente) para dar paso a ropas llenas de colores vivos y sólidos, o de la poesía que la colección White Drama presentó en looks totalmente en blanco, alejados del minimalismo y cerca de metáforas de vida, muerte y amor. Podríamos recorrer cuatro décadas de mitologías personales, de ideas tan frescas que se vuelven clásicas casi al instante. Cada fan de Comme des Garçons tiene su temporada favorita, su momento básico donde la cabeza les explotó, y es que ser fan de Comme y Rei, es más culto que gusto. Poco se sabe de la vida personal de la diseñadora y los más cercanos a ella señalan que ésta es inexistente, Rei es su trabajo y su trabajo es ella. El motor de su ser, desde aquellas primeras ondas que provocó en el 81, es la innovación. Si bien hay pocas declaraciones de su parte (rara vez concede entrevistas o habla en público), sin duda la más constante acota a su irrefrenable deseo de construir algo nuevo, algo que no se haya visto antes. Lo anterior representa una tarea complicadísima en cualquier industria, pero hacerlo varias veces, con cada temporada, por 44 años, se antoja imposible. Aún así Rei, ahora de 70 años, lo logra.

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“Con el peso de la experiencia acumulándose, se vuelve cada vez más difícil encontrar nuevas maneras de pensar y hacer cosas frescas”, afirmó con temor la diseñadora recientemente, y es que el yugo de la originalidad ha quebrado más mentes de las que se puede contar, sin embargo, es esa sombra de vejez pisando los talones lo que mantiene a la marca fresca. En 2012, el curador Oliver Saillard inauguró una exposición dedicada a la colección White Drama en el Cité de la Mode et du Design. Al preguntarle por qué, en lugar de exhibir una sola colección, no se hacía en su lugar una retrospectiva de la marca, Oliver contestó tajantemente: “El trabajo de Rei Kawakubo siempre está evolucionando, redefiniéndose, nunca ha descansado en sus logros creativos. Así que no me atrevería hacer una retrospectiva, aún está viendo hacia delante, por lo que nosotros no debemos mirar hacia atrás”. El camino continúa y la moda sigue dando sus eternas vueltas, muchas de ellas mirando al pasado buscando resucitar tendencias cuyo valor depende enteramente de la nostalgia. Mientras, en solitario, esta mujer que estudió literatura y arte, que durante 15 años sólo diseñó en color negro y que puede presumir tener una de la últimas grandes casas de moda que aún le pertenecen a su creador, seguirá creando ropa que se opone a todo, que constituye antiarte y antimoda, al tiempo que levanta deseos de poseerla. Ropa que permanece en un imperecedero presente. Moda perfecta. M

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