Lee+ 121 Amigos y rivales

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R. de la Lanza

Grandes amistades literarias que pudieron ser o tuvieron mal fin.

Odio y amo. Quizás preguntes por qué lo hago. Lo ignoro, pero siento que así pasa y me atormento. Catulo

E

n 1959, Emilio Azcárraga Milmo se reunió con los jugadores del equipo de futbol que acababa de comprarle al industrial refresquero Isaac Besudo y les dijo: “Vamos a hacer del América un gran equipo: si ya existe el Guadalajara, o sea el muchacho lindo de la película, ahora vamos a producir al villano”. Pasan los años y esta realidad es incontrovertible: el duelo deportivo más popular del país es el que enfrenta al equipo más querido con el más odiado. ¿Cargaría con tanto prestigio el América de no haberse propuesto ser el retador directo del equipo más fuerte y popular? Obvio, no. Pero ¿cuánta de la popularidad ganada o mantenida por la escuadra tapatía se debe a la presencia de su rival máximo, que se para con aires de grandeza a estorbarle el camino hacia la gloria? Esa respuesta no solamente no es obvia, sino que es inaprensible, improcedente. Nunca lo sabremos, y no importa ya. La fórmula quedó completa, y un mundo (futbolístico, claro) sin ese binomio es inconcebible. ¿QuéVedo con Góngora? Sin irle al América, y sin haber leído sobre Batman y el Guasón, el joven poeta Francisco de Quevedo y Villegas (ese de los anteojos que se llaman quevedos) entendió que la única forma en la que podría ingresar pisando fuerte en la sociedad literaria que reinaba en el mundo sería presentar una actitud, un discurso y una obra que antagonizara con el culteranismo del poeta más renombrado y querido del Siglo de Oro. Privilegiar la claridad conceptual sobre el esmero ornamental y las florituras exuberantes fue sólo el cimiento de una rivalidad que, después de reventar la plataforma literaria (en sus poemas, Quevedo llegó a insultar a Góngora llamándolo judío), llegó al perjuicio y al daño personal: cuando Góngora tuvo que vender su edificio en Madrid para pagar sus muchas deudas de juego, Quevedo compró el inmueble con la condición de que Góngora siguiera viviendo ahí como inquilino, reportándole una renta. En la primera ocasión que el viejo Góngora se atrasó en el pago, Quevedo lo echó a

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la calle. Ya viejo y con padecimientos de la memoria, Góngora “huyó” a Córdoba, donde murió al poco tiempo. Alguien sobreactuó su papel de rival. La desilusión musical Después de referirse a Richard Wagner como “la ilustración viviente de lo que Schopenhauer llama un genio”, y de haber cultivado una profunda amistad con él, fincando en su ópera las esperanzas de ver resurgir el drama musical de la Antigüedad pagana, y de haberle dedicado su primer libro, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (Alianza), un nervioso y atribulado Friedrich Nietzsche vio con enorme decepción cómo la música de Wagner evolucionaba hacia tratamientos cristianos y moralistas. Nunca se levantó de ese sentimiento de traición; incluso escribió un par de opúsculos sobre el caso, en uno de los cuales, Nietzsche contra Wagner (Siruela), el filósofo de Röcken se sincera enlistando las cualidades admiradas en el músico para luego lamentar el peligro que la cultura alemana sufría por el carácter cristiano y nacionalista de su obra. La traición ideológica no es poca cosa, pero también se rumora en las biografías que una de las razones por las que Nietzsche amaba estar junto a Wagner no era el propio Richard, sino Cosima, su joven esposa, quien, a más de ser bella (hay testimonios), era la hija de Franz Liszt, lo que la convertía en toda una Cleopatra de su tiempo. Y las malas lenguas dan cuenta de una anécdota al respecto: En una gran fiesta ofrecida en casa del músico, ya con unas buenas copas encima, Nietzsche va saliendo del baño y se topa en un pasillo con Wagner, quien se le para enfrente y le grita: “¡Onanista!”. Esas mismas malas lenguas dicen que ahí comenzó la enemistad. ¿Qué te ha dado esa mujer? Una intriga de índole semejante se cuenta para explicar la rivalidad entre Albert

Camus y Jean Paul Sartre. Y no, no fue por Simone de Beauvoir —aunque la idea ni es descabellada ni carece de gracia—, sino por una amante de ésta, una actriz franco-rusa de nombre Wanda Kosakiewicz. Cuando Sartre conoció a Wanda, se enamoró de ella y se la bajó a Simone. Pero en cierto momento, Camus fue visto en París con la misma Wanda viviendo un romance, aunque no duró mucho. Los dos exponentes del existencialismo francés habían sido cordiales colegas hasta entonces, pero desde esos días reinó el hielo entre ambos. Por supuesto, hay para quienes estas situaciones no explican satisfactoriamente la animadversión, y parece que la Guerra Fría y el entorno político de aquel momento no eran abordados con la misma óptica por ambos filósofos. Todo parece indicar que Sartre tenía una visión más panorámica del mundo que Camus. Estas explicaciones han sido motivo de un interesante libro de Andy Martin, The Boxer and the

Albert Camus y Jean-Paul Sartre


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