Lee+ 121 Amigos y rivales

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Este 31 de mayo se han cumplido 200 años del nacimiento de Walt Whitman (1819-1892). Difícil es hallar un mejor homenaje para tamaño prócer de las letras que el hecho por otro gigante, Jorge Luis Borges, mediante su selección, traducción (Borges era un apasionado de las literaturas anglosajona y nórdica) y, sobre todo, su prólogo a Hojas de hierba (Galaxia Gutemberg), que publicó en 1969 en Buenos Aires, en el que sopesa lo invaluable del proyecto emprendido por Whitman —haber (re)inventado la poesía épica para escribir el epos estadounidense—, y que presentamos hoy.

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uienes pasan del deslumbramiento y del vértigo de Hojas de hierba a la laboriosa lectura de cualquiera de las piadosas biografías del escritor, se sienten siempre defraudados. En las grisáceas y mediocres páginas que he mencionado, buscan al vagabundo semidivino que les revelaron los versos y les asombra no encontrarlo. Tal, por lo menos, ha sido mi experiencia personal y la de todos mis amigos. Uno de los propósitos de este prólogo es explicar, o intentar, una explicación de esa desconcertante discordia. [...][Aparecido] en New York el año 1855, Hojas de hierba [es] la inaudita revelación de un hombre de genio, [una] epopeya americana. América era entonces el símbolo famoso de un ideal, ahora un tanto gastado por el abuso de las urnas electorales y por los elocuentes excesos de la retórica, aunque millones de hombres le hayan dado, y sigan dándole, su sangre. El orbe entero tenía los ojos puestos en América y en su “atlética democracia”. Entre los testimonios innumerables, básteme ahora recordar al lector uno de los epigramas de Goethe (Amerika, du hast es besser…). Bajo el influjo de Emerson, que de algún modo siempre fue su maestro, Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo: la democracia americana. No olvidemos que la primera de las revoluciones de nuestro tiempo, la que inspiró la revolución francesa y las nuestras, fue la de América y que la democracia fue su doctrina. ¡Cómo cantar de un modo condigno esa nueva fe de los hombres! Había una respuesta evidente; la que hubiera elegido, tentado por las facilidades de la retórica o por la mera inercia, casi cualquier otro escritor. Urdir laboriosamente una oda o tal vez una alegoría no desprovista de interjecciones vocativas y de letras mayúsculas. Whitman, felizmente, la rechazó. Pensó que la democracia era un hecho

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nuevo y que su exaltación requería un procedimiento no menos nuevo. He hablado de epopeya. En cada uno de los modelos ilustres que el joven Whitman conocía y que llamó feudales, hay un personaje central —Aquiles, Ulises, Eneas, Rolando, El Cid, Sigfrido, Cristo— cuya estatura resulta superior a la de los otros, que están supeditados a él. Esta primacía, se dijo Whitman, corresponde a un mundo abolido o que aspiramos a abolir, el de la aristocracia. Mi epopeya no puede ser así; tiene que ser plural, tiene que declarar o presuponer la incomparable y absoluta igualdad de todos los hombres. Semejante necesidad parece conducir fatalmente a un mero fárrago de la acumulación y del caos; Whitman, que era un hombre de genio, sorteó prodigiosamente ese riesgo. Ejecutó con felicidad el experimento más audaz y más vasto que la historia de la literatura registra. […] En algún verso de su libro, Whitman recuerda telas medievales con muchos personajes, algunos aureolados y preeminentes, y declara que se propone pintar una tela infinita, poblada de infinitos personajes, cada cual con su aureola. ¿Cómo ejecutar semejante hazaña? Whitman, increíblemente, lo hizo. Necesitaba, como Byron, un héroe, pero el suyo, símbolo de la múltiple democracia, tenía forzosamente que ser incontable y ubicuo, como el disperso Dios de Spinoza. Elaboró una extraña criatura que no hemos acabado de entender y le dio el nombre de Walt Whitman. Esa criatura es de naturaleza biforme; es el modesto periodista Walter Whitman, oriundo de Long Island, que algún amigo apresurado saludaría en las aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro que el primero quería ser y no fue, un hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado, recorredor de América. Así, en alguna página de la obra, Whitman nace en Long Island; en otras, en

el Sur. Así, en una de las piezas más auténticas del Canto a mí mismo, refiere un episodio heroico de la guerra de México y dice haberlo oído contar en Texas, donde no estuvo nunca. Así, declara haber sido testigo de la ejecución del abolicionista John Brown. Los ejemplos podrían multiplicarse abrumadoramente; casi no hay página en que no se confundan el Whitman de su mera biografía y el Whitman que anhelaba ser y que ahora es, en la imaginación y en el afecto de las generaciones humanas. Whitman ya era plural; el autor resolvió que fuera infinito. Hizo del héroe de Hojas de hierba una trinidad; le sumó un tercer personaje, el lector, el cambiante y sucesivo lector. Éste ha tendido siempre a identificarse con el protagonista de la obra; leer a Macbeth es de algún modo ser Macbeth; un libro de Hugo se titula Victor Hugo narrado por un testigo de su vida; Walt Whitman, que sepamos, fue el primero en aprovechar hasta el fin, hasta el interminable y complejo fin, esa identificación momentánea. Al principio recurrió al diálogo; el lector conversa con el poeta y le pregunta qué oye y qué ve o le confía la tristeza que siente por no haberlo conocido y querido. Whitman responde a sus preguntas: Veo al gaucho que cruza la llanura, veo al incomparable jinete de caballos [con el lazo en la mano, veo sobre las pampas la persecución de la [hacienda brava.


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