En algunas ocasiones no resulta descabellado pensar que el mundo no es para los niños. Los horrores cotidianos bastan y sobran para convencerse de que esta es una realidad que se muestra frente a nosotros. Ante una situación de este tipo se pueden asumir dos posturas distintas y distantes: el pesimismo y el principio de esperanza o, si se quieren ver de otra manera, bastaría con pensar en lo grotesco y lo sublime como una manera de comprender la realidad.
La primera postura —marcada por lo grotesco y lo desesperanzado— nos diría que ya no hay nada que hacer, que la historia está destinada a repetirse y las desgracias son eternas. En consecuencia, los niños jamás podrán vivir en un mundo creado para ellos y están tan condenados como la misma humanidad.
En cambio, si apelamos a la esperanza o lo sublime, pronto descubrimos que sí es posible crear una vida mejor. Una manera simple para engrandecer la esperanza y lo sublime es la lectura, un acto silente y solitario que tiene una fuerza mayúscula.