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Ángelo Pérez Bertoldi GONZÁLEZ

Ángelo Pérez Bertoldi GONZÁLEZ

Hay días en que González se prepara el desayuno y mientras revuelve el café en la taza piensa inocentemente en su suicidio. No tarda en sentirse agobiado por la falta de fines prácticos que tiene esa idea, pues se conoce incapaz, y entonces empieza a pensar en el acto de suicidarse un cuerpo, cualquier cuerpo, no precisamente el suyo propio. Suele preguntarse qué tanto es posible suicidarse. Haciendo cálculos, llega a la conclusión temporal de que las personas morimos muy poco, y se cuestiona por qué se le da tanta importancia a un asunto si apenas hay algo que muera. La matemática es sencilla: de 100 partes del cuerpo, 70 son agua; de las 30 partes que quedan, 15 o 10 son en realidad microorganismos ajenos a nuestras células que conviven en una simbiosis extremadamente compleja y funcional con las mismas; de las 15 partes restantes, 12 son vacío, distancia minúscula pero abundante entre el núcleo y los electro‐nes de cada átomo que conforman las células. Entonces, somos sólo el tres por ciento de lo creemos que somos. Ese poquito es lo único que po‐demos matar. Casi que no vale la pena ocuparse de eso.

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Después mira un rato el techo o el cielo o el espacio vacío frente a él y se percata de que su suicidio ya ha sucedido. Sin darse cuenta y sin necesi‐dad de disparos o saltos o cuerdas o cadáveres (aunque sea sólo al 3%), González piensa que ya se ha suicidado. Haberse mudado allí, lejos de to‐das las personas que lo conocían, lejos de todas las actividades anteriores de su vida, en medio de las coníferas y de los días nublados y de las cose‐chas de frutillas, cayotes y plomos, fue desaparecer del mundo. De un mundo, al menos. O de varios. Aunque de vez en cuando pudiera visitarlo su hermano y aunque hablara con alguna vecina cuando sale a comprar el pan, no había proyectos ni nostalgia en su rutina, no había ningún lazo real entre González y el ambiente. Lo que le provocaba una ligera sa‐

tisfacción en el hecho de alimentarse de su propio jardín no era el orgu‐llo de la autosuficiencia ni un sentimiento de conexión con la naturale‐za, sino que le producía asco casi todo lo que venía de las demás perso‐nas, y cultivando y recolectando frutos y plantas de su propio patio y alrededores se salvaba de tener que comerciar con manos ajenas. Bá‐sicamente, no estaba allí por gusto, sino por disgusto, por un desacuer‐do agudo y casi patológico con las actividades y las maneras de llevarlas a cabo que había en el entorno social en que nació y creció y vivió durante muchos años. Estar ahí, entre los árboles, era una cuestión de higiene.

En eso pensaba algunas tardes, y algunas mañanas abría la ventana y veía una liebre mordisquear los trigos o las frutillas, y no pensaba, sólo miraba la liebre. Liebre gris y marrón, o alguna mezcla de ambos colo‐res, ojos saltones y un cuerpo que crecía y se abultaba hacia la parte inferior, hacia las patas traseras y saltantes. Aquella morfología llevaba a González a imaginársela como a un pequeño canguro. Pero el animal podía discernir que estaba siendo vigilado, y sólo daba uno o dos mordiscos más antes de huir hacia el jardín lindante y de allí hacia los bosques silvestres ladera arriba. Entonces González se quedaba solo y regresaba a los pensamientos. Pensaba en si habría sido feliz ignoran‐do su impulso de morir, o de matar sus relaciones, siguiendo a su impulso contrario, el de participar de las actividades humanas, el de asistir a reuniones con asado y baile, el de ir al cine para atestiguar vi‐das más miserables o más entusiastas, quizá anotarse en algún grupo de teatro o aprender a tocar el piano o la guitarra. Después llegaba a la frívola y analgésica conclusión de que preocuparse por la felicidad era preocuparse meramente por una palabra que alguien había inventado y que las generaciones fueron cargando arbitrariamente de alguna importancia que él no podía encontrarle por ningún lado. A González no le importaba ser feliz y, de hecho, quizá ser feliz era una de aquellas cosas que le provocaban asco, y para no ser feliz justamente se encontraba ahí, entre los árboles, saludable y decepcionado.

De pronto recordó a otra de aquellas amistades que se encontró dando rápidas vueltas por el extranjero, y para no encender la radio ni la televi‐sión tomó un papel y escribió su apellido: Martínez. Después le aclaró que no tenía nada importante y tampoco nada intrascendente que contarle, así que sólo le enviaba algunos recortes muy apreciados por él. Fue a por tijeras y por algunos libros; recortó algo de la página 41 de su ejemplar de poesía completa de Pizarnik; algo de la página 16 de un libro de Michel Lafon; por simpatía recortó también algo que hablaba de la melancolía, la delgadez y las cejas pobladas en una obra de medicina de siglos anterio‐res; la página 84 de un libro de María Martoccia; media página de Hesse, aunque la tachó antes de agregarla al sobre; (mientras buscaba más para cortar, se preguntaba: si yo fuera famoso, ¿cuáles de los libros de mi bi‐blioteca valdrían más: los enteros o los que recorté? Los fetiches de los consumidores a veces dan llamativas sorpresas); cortó algo de una página numerada con el 115, y aunque el libro es de Ivonne Bordelois, el pedacito es una cita de Pessoa; incluyó la hoja de respeto inicial de un libro de Macedonio Fernández; recortó una tabla de hierbas y sus usos de un libro de Paungger y Poppe; agregó también el margen de una página de Violeta Vázquez, pero con una anotación que había hecho él mismo hacía años; la página 23 de una antología de Roland Barthes; dos tiritas de las páginas 121 y 123 de Cada Despedida de Mariana Dimópulos.

Cerró el sobre y lo apoyó cuidadosamente en la mesa. Dejó caer el peso de su cuerpo sobre el respaldar de la silla. Suspiró con satisfacción, como recién terminada una gran tarea. Miró el papel y miró los libros amonto‐nados y parcialmente, imperceptiblemente cercenados. En unos minutos iba a levantarse y meter en algún lado el sobre; por supuesto, recién en un par de meses decidiría si enviárselo a Martínez o no, o si enviárselo a otra persona, aunque dentro ya estuviese escrito el nombre de Martínez. Pero estadísticamente lo más probable era que pronto se olvidara de que lo ha‐bía preparado. Fue una cosa de esa tarde nada más.