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Jamás menosprecies las raíces
¿Basta el diagnóstico sin la terapia? De ninguna manera. Por consiguiente, nos adentraremos en algunas propuestas que podrían contribuir al trazo de un derrotero para esa masa colorida, apelmazada e informe que es hoy gran parte del pueblo evangélico en esta zona del mundo, con las obvias excepciones de iglesias ponderadas pero minoritarias.
No todo el mundo puede ser maestro de la Palabra con profundos conocimientos y grandes revelaciones, pero no basta el simple entusiasmo a la hora de hacer discípulos. La imperiosa urgencia de predicar el evangelio al mayor número de personas, en el mayor número de lugares y en el menor tiempo posible llevó a las denominaciones noveles a valerse de neófitos para la obra del ministerio; en tanto las históricas se encerraban en el academicismo y la fría liturgia, como en una cartuja beatífica sin irradiar hacia el exterior. Estas menguaron, como sometidas a un proceso bonsái, y aquellas crecieron desmesurada pero anormalmente, en una especie de elefantiasis que sacrificó la calidad en aras de la cantidad. Erudición cerrada e ignorancia abierta han sido catastróficas
por igual y constituyen fosos casi insalvables entre las dos corrientes: la histórica y la contemporánea, que se miran de soslayo con mutuo recelo.
Hace falta entender que la iglesia, si quiere integralizarse, deberá ser clásica en su raíz, contemporánea en su acción y vanguardista en su visión. Precisemos:
• Clásica en su raíz. Ninguna iglesia puede surgir por generación espontánea, debe provenir de algún tronco histórico, y procurarse, en todo caso, un paraguas tradicional que la cubra. Lo demás es religión informal, así se disfrace de autarquía.
• Contemporánea en su acción. Una iglesia que desconozca su propia circunstancia marchará en contravía con las necesidades de la gente a la que, precisamente, busca servir.
• Vanguardista en su visión. La futurización acelerada que vivimos reclama una gran capacidad actualista, hábil en resolver con audacia el mediano plazo, sin dejarse sorprender por el corto y habiendo presupuestado el largo. No hay hoy sin ayer ni hay mañana sin hoy. Pero, por supuesto, el clasicismo raizal no debe ser
paralizante, como ocurre en algunos grupos antañones, ceñidos al fundamentalismo, muy Woodrow. La contemporaneidad, por su parte, no ha de mostrarse desdeñosa de la tradición al estilo del liberalismo teológico, cual Bultmann. El vanguardismo, en fin, no puede ser ni amnésico del ayer ni indiferente del hoy, como si la esperanza —a lo Moltmann— fuera una panacea. El fluir dinámico de los tiempos: presente en pasado, pasado en presente, presente en futuro, futuro en presente, es lo que hemos llamado actualismo. Un después del antes, un antes del después.
Menospreciar las raíces es tan peligroso como desdeñar los nuevos vientos que mecen el árbol y transportan su simiente. Se deberían dar a conocer las mutuas experiencias para aprender unos de otros y evitar los excesos aislacionistas del nuevo claustro tanto como los desbordamientos demagógicos del populismo superficial, que emociona pero no regenera. Tres minutos duró el sermón de Pedro en Pentecostés y ganó a tres mil fieles. Hoy algunos pronuncian tres mil sermones que convierten solo a tres almas.