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COSTUMBRES

Alguien ha dicho que regalar es un arte. Yo no sé si poseo ese instinto certero que tienen algunas personas para escoger exactamente aquello que conmoverá a su destinatario. Sea como fuere, yo adoro regalar.

Por: Leticia Lettieri

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Disfruto la búsqueda, la selección, la compra y la preparación de un regalo. No solo en ocasión de un cumpleaños, una boda, o el día de la madre, el del padre o cualquier otra celebración a la que haya que acudir con tus augurios de felicidad… y un obsequio en la mano. También, cuando viajo a regiones y ciudades lejanas, me gusta recorrer mercados y tiendas buscando recuerdos con los que, ya de regreso, pretendo sorprender gratamente a las personas que me importan.

Ya desde el momento de la elección, me llena de regocijo imaginar el momento de la entrega de mi presente a su destinatario, y la sorpresa de amigos y familiares queridos. Esto es así, por pequeño o modesto que sea mi regalo. Pero si regalar, sobre todo cuando se hace de corazón y no de compromiso, es una tarea hermosa, la vorágine de las fiestas de fin de año puede hacer de ello un motivo de estrés y hasta de angustia, porque, en general, los regalados suelen ser varios y escoger el presente para cada uno de ellos es una preocupación más en medio de los preparativos de fin de año.

Las personas previsoras y prudentes están siempre atentas a las cosas bellas y originales que se ofrecen en los más diversos lugares, desde una joyería hasta una feria de artesanía, sin olvidar librerías, o negocios de antigüedades. Comprar a lo largo del año, o solo en los meses previos a las fiestas, es una buena práctica, pero no muy fácil de sostener, al menos para mí, no porque no piense en mis seres queridos, sino porque si compro algo destinado a alguno de ellos, no soporto el impulso de ir corriendo a entregárselo para extasiarme con la sonrisa y la sorpresa que provoca mi regalo.

Mi amiga Mariana suele comprar los regalos de fin de año con cuatro meses de anticipación. ¡Y los mantiene escondidos todo ese tiempo! La admiro. Intenta ayudarme a no padecer esto cada año. Pienso en esto mientras cae una gota de sudor por mi frente. Mientras caminamos con mi hija por la zona de locales de indumentaria. 33 grados a la sombra. Ya llevamos largo rato, entrando a locales con aire acondicionado, de los que salimos con las manos vacías. ¿Por qué diciembre nos encuentra nuevamente en esta situación? La gama de regalos posibles es infinita, el límite menos franqueable está dado por la ¡ay!... capacidad adquisitiva de quien regala. Y por supuesto, también cuenta la familiaridad y los compromisos afectivos. Pero lo más lindo y creativo de la tarea es ese período previo en que se busca la conjunción exacta del regalo con la personalidad del destinatario. Y aquí pierde importancia cuán costoso sea el regalo en favor a las emociones. Por eso, los que más disfruto son los regalos personalísimos, aquellos con los que logre expresar mejor mi afecto y mi sensibilidad a los gustos y deseos de quienes amo.

La gama de regalos posibles es infinita, el límite menos franqueable está dado por la ¡ay!, capacidad adquisitiva de quien regala. Y por supuesto, también cuenta la familiaridad y los compromisos afectivos.

La escasez de dinero no es, entonces, un obstáculo para llegar al corazón de los que amamos. Hablo de eso, no de las compras de regalos empresariales que a fin de año realiza, por ejemplo, una agencia de publicidad, un banco o un estudio jurídico. No entran en ese formato ni un ajado ejemplar, editado hace un siglo, de recetas de la cocina judía tradicional, que hará feliz a una prima youtuber, ni un limonero cuatro estaciones para la quinta del abuelo, ni una sesión de Spa para alguien que se lo merece, ni un par de boletos para la próxima gira de Pat Metheny para un millennial que sueña con ver el grupo en vivo.

He oído decir que es mejor evitar regalar golosinas o comestibles por lo poco duraderos que son. No estoy de acuerdo, conozco a varios que llorarían de emoción si yo cayera por sus hogares con una centolla chilena en mi mano. Ni hablar de bombones de marcas que no pienso publicitar gratis, que por más que se acaben en un santiamén, dejan un recuerdo inolvidable y el anhelo secreto de que quien los trajo vuelva cuanto antes con otra caja.

Mi amiga Martina recuerda con nostalgia las navidades en la enorme casa familiar donde pasó una infancia feliz, cabecera de un campo dedicado a la siembra de maíz y a la cría de ganado. Su padre adoraba comer las primeras brevas de diciembre. No las había aún en su zona por esa época, entonces su padre pedía que para Navidad le regalaran un canasto de brevas, traídas de una zona más cálida. No era considerado formalmente un regalo de navidad, pero era un testimonio del amor familiar que se repetía todos los años.

La intensa incorporación de la tecnología a nuestra vida cotidiana ha estimulado los regalos de esa índole. Accesorios para los teléfonos celulares, aparatos para escuchar música y para leer libros en dispositivos electrónicos (en inglés “e-reader”), entre otros muchos chirimbolos, integran ese lote.

Sin ninguna pretensión de autoridad en la materia, sugiero no dejarse guiar por los gustos propios o por el deseo de modernizarle la vida a personas que uno ama, pero que no desean en absoluto abandonar sus hábitos tradicionales. La dulce abuela de mi colega Martín, beneficiada con una pava eléctrica, sigue usando la de siempre, pero cuenta Martín, “pobre, cuando llegamos a su casa corre a esconder la vieja pava y poner a la vista la que le regalamos nosotros”.

Ahora sí. Mientras intuyo que vamos a resfriarnos por el pasaje abrupto de temperaturas a la entrada y salida de los negocios, pienso también que podríamos resolver esto fácilmente. De todas formas, siempre se pueden cambiar los regalos. Recuerdo también, que el año pasado le regalamos a mi padre una herramienta que no usó ni una sola vez. NI UNA. Y tampoco la cambió. Porque pensó que podía ofenderme. ¿A quién se le ocurre? Está claro que diciembre es un mes del infierno y que todo lo que sucede en esos días, está un poco fallado. Mi madre odia las velas y, sin embargo, alguien pensó alguna vez que le encantaban porque las vio ahí, sobre la mesa del living. En realidad, ella las había colocado porque venían de visita los amigos que se las habían regalado. Y así fue como cada persona que venía de visita, notaba la acumulación de velas sobre la mesa del living, y suponía que mi mamá tenía una fascinación por este objeto. De otro modo, por qué tendría tantas ahí, a la vista. Lo que ocurrió, fue que durante años diferentes amigos le regalaron una cantidad de velas increíble. Fui yo, la impertinente de la familia, que un día comenté en una reunión con algunos de ellos, un poco en chiste un poco en serio, que mi mamá odiaba las velas. Logré así, evitarle muchas frustraciones futuras. Y en ese mismo momento, también resolví que este fin de año haríamos un “amigo invisible”. Estipularíamos un monto aproximado. Sorteo con todos los integrantes de la familia y de esta manera, cada uno se encargaría de regalarle a UNA SOLA PERSONA. Un solo regalo. Pensado. Dedicado. Especial. Y brindo por esto. No sé qué será del año próximo.

Sin ninguna pretensión de autoridad en la materia, sugiero no dejarse guiar por los gustos propios o por el deseo de modernizarle la vida a personas que uno ama, pero que no desean en absoluto abandonar sus hábitos tradicionales.