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FIFTY AND UP

LLa relación que las mujeres establecemos con nuestro cuerpo invariablemente se desarrolla en uno de dos sentidos: el amor, o el odio. No existen términos medios.

Apenas ahora, en pleno “quinto piso”, cuando de forma consciente me doy cuenta del paso del tiempo, de las huellas que ha ido dejando en mí, y trato de aceptar con tranquilidad lo que debo aceptar, así como de mejorar lo que se puede con la consabida valentía y alegría, sólo hasta este momento en el que he aprendido a amar cada parte de mí, reconozco la mala relación que por más de media vida tuve con mi cuerpo. ¿Te suena esto familiar? Es probable que mi historia se parezca a la de muchas mujeres que persiguen de manera obsesiva la perfección física comprometiendo inútilmente su salud. Vengo de una familia de mujeres llenitas, mi madre nunca fue flaca, mis hermanas tampoco. En cambio, de niña, me decían la flaca vitola, hasta que entré en la pubertad y bueno, la cosa cambió. Pasé de ser una flaca nalgona, a una chica nalgona, punto. Y mi vida se convirtió en un suplicio. Mis compañeras de colegio me matoneaban a propósito de mis curvas, incluso hubo una aparentemente bien intencionada quien después de verme en una fiesta con un pantalón blanco, me aconsejó que jamás volviera a ponerme algo así: “¡¿no ves que todo el mundo te mira el jopo?!”. Desde entonces nunca he usado nada blanco de la cintura para abajo, y siempre que podía, evitaba los shorts. Pero allí no acabó la tortura: los famosos pantaloncitos calientes (shorts), o cualquier vestidito ceñido de lycra, tendencias de la moda entre las “teenagers” de mi época, eran atuendos que para mí estaban descartados de plano. Me veía vulgar, o eso creía yo. Y aunque no era gorda, me sentía como si pesara una tonelada, odiaba mi cuerpo, no había lugar donde mi culo no llamara la atención. Tampoco ayudaba el hecho de que en casa me criticaban por tener las nalgas muy altas, las piernas muy flacas, el busto pequeño, la boca muy gruesa. Siglos después, al mirar por el “retrovisor” la chica que fui, observo a una jovencita que siempre aparecía en las fotos infeliz, mordiéndose el labio inferior. ¡No hay derecho!, me repito ahora. El conflicto que la mayoría de mujeres hemos tenido con nuestros cuerpos desde muy jóvenes, obedece en buena medida a la manera en que el modelo patriarcal y la cultura occidental han cosificado a la mujer al identificar su cuerpo como objeto de deseo y placer sexual, y tasar su valor personal en lo “buena” que está.

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CUESTIÓN CULTURAL

Hago un paréntesis para destacar que el conflicto que la mayoría de mujeres hemos tenido con nuestros cuerpos desde muy jóvenes, obedece en buena medida a la manera en que el modelo patriarcal y la cultura occidental han cosificado a la mujer al identificar su cuerpo como objeto de deseo y placer sexual, y tasar su valor personal en lo “buena” que está. Siguiendo en esa línea, si bien es cierto que hay en la actualidad una marcada tendencia hacia la inclusión y respeto por lo “diferente”, aún persiste en algunos ámbitos, la discriminación hacia quienes no cumplen los estándares. De maneras a veces manifiestas, otras veladas, a las mujeres se nos sigue descalificando o sobrevalorando en función a los parámetros culturales vigentes sobre belleza femenina. Lo grave es que al igual que todo lo demás, dichos estándares han “evolucionado” con el tiempo: las tendencias, el estilo de vida, la moda, han afectado la autoimagen femenina… y lo que se consideraba atractivo siglos atrás (por ejemplo, las mujeres entradas en carnes de Rubens), un día dejó de serlo. Por lo que, si eres mujer, corres con mucha suerte si tu fisonomía coincide con el patrón de belleza de tu época. A mí me tocó una en la que las mujeres nalgonas definitivamente, no eran lo “cool”.

Los excesos con el ejercicio físico, las dietas y demás locuras que cometí en mi afán de hallar la perfección, me pasaron la cuenta. En primer lugar, nunca me sentí lo suficientemente bonita = valiosa. Era insegura, y eso se reflejaba en mis relaciones de pareja; también tenía una relación poco saludable con la comida.

LA BÁSCULA, MI COCO

Por no sentirme “cool” traducción: en onda, esbelta, bonita… empecé una batalla contra mi peso, y la báscula se convirtió en mi “coco”. Me aterraba pesarme cada vez que intuía que el resultado no sería el añorado. O me pesaba a diario para mantener a raya lo que con tanto sacrificio había conseguido. Nunca he superado la talla ocho, pero hubo épocas en las que mis pantalones me quedaban justos, mi cara lucía más redonda, y yo me sentía desgraciada. Hubo otras en que mis amigas, mis conocidos, me felicitaban por lo delgada que estaba, con lo que asumía que yo era una mujer gorda (WTF), y en consecuencia hacía lo que tuviera que hacer (bueno, no todo, pero casi…) por quedar en los huesos, como si ser gorda fuera pecado, como si las mujeres gordas no fueran valiosas y atractivas. Imposible no contaminarse de tanta basura sobre el ideal de cuerpo femenino, las mamitas ricas que suben fotos en sus cuentas de Instagram mostrando piel y dejando poco a la imaginación, incrementan significativamente su número de seguidores cada vez que exhiben sus curvas envidiables. Todavía en nuestros tiempos de respeto a lo diferente, circulan memes como “No aspires a tener un Kent, si no eres una Barbie”. Si bien en mi época no existían las redes sociales, revistas de amplia circulación, como Vanidades, y Cosmopolitan, surtían el mismo efecto devastador sobre la autoestima de jovencitas inseguras y con baja autoestima. Yo no escapaba a ello, y por esa razón no sólo me privé por años de comer cucayo (una de las cosas que adoro en esta vida), tomé pastillas para adelgazar que nunca surtieron su prometedor efecto, hice la dieta de la luna, la de Atkins, la de atún con piña, la de la sopa; me maté de hambre con la dieta de los tres días mediante la cual se suponía que bajabas tres kilos a punta de un batido de jugo de naranja, leche, y huevo. Me forré en papel film y pasé horas sancochándome dentro de una manta térmica que sólo contribuía a deshidratarme. Me hice sesiones de Vacuum, y hasta me sometí a dos lipos (con una corregí un defecto que me había quedado de la anterior) para afinar mis muslos, pues del ahogado el sombrero, porque para mi trasero, al menos en esos tiempos, no había remedio. También me obsesioné con el ejercicio. Hubo épocas en que iba cinco de los siete días de la semana a clases de aeróbicos, y los fines de semana trotaba hasta quedar de catre. También en razón a mi cercanía a la dueña de un gimnasio solo para mujeres del cual yo era clienta, terminé convirtiéndome en su instructora (¡sí señor!), para más adelante imbuirme en el mundo de las pesas gracias a que el hijo de la dueña de la casa donde vivía pensionada, tenía un gimnasio en el garaje al que iban todos los pelaos del Norte de Barranquilla. Una de mis roommates me apodó Patrizia Fonda (por Jane). Durante mis años en Bogotá, fui una de las primeras clientas del Bodytech de la Séptima con 63, donde acudía religiosamente cada madrugada. A las 5 a.m. bajo el cielo todavía cerrado, bajaba tiritando de frío, la Quinta a pie, para no perderme la primera clase de Step del día. Con el mismo entusiasmo me aficioné al spinning (me compré mi bicicleta y entrenaba duro en casa) sin detenerme a pensar en el daño irreversible que estaba causándole a mis rodillas… A pesar de eso, mi peso oscilaba como un yoyo, y la báscula seguía siendo mi coco. Un amigo periodista siempre se mostraba sorprendido de la facilidad con la que mi cuerpo se ensanchaba y se encogía. No sé cómo al día de hoy, soy una persona saludable. Creo que el haber sido activa toda mi vida contribuyó a crear la apariencia de lozanía en mis años maduros, lo cual agradezco.

Pero los excesos con el ejercicio físico, las dietas y demás locuras que cometí en mi afán de hallar la perfección, me pasaron la cuenta. En primer lugar, nunca me sentí lo suficientemente bonita = valiosa. Era insegura, y eso se reflejaba en mis relaciones de pareja; también tenía una relación poco saludable con la comida; aunque nunca sufrí de bulimia o anorexia, me debatía entre atracones y ayunos, entre la culpa y la efímera alegría que proporciona cifrar tu valía en tu figura y apariencia física; eso, sin mencionar las lesiones que, por ignorante y testaruda, me provoqué. Podría escribir una pastoral de anécdotas sobre mi pobre relación con mi cuerpo, con sus momentos de drama y comedia, como la vez que me oriné literalmente de la risa en una boutique, al ver la cara que ponían mis amigas de shopping cuando insistía en comprarme una falda lápiz stretch. Por delante era un “¡Uao!”, y por detrás, un ¡“Ooooh”!

Lo bueno de las malas experiencias es que no pasan en vano, y esto de la pandemia trajo consigo muchos aprendizajes; uno de ellos, para mí, y quizás el más importante, fue el relacionarme con mi cuerpo de una manera totalmente diferente: intuitiva, y al final sabia, lo cual logre al prestarle real atención a mis ciclos de hambre, a mis antojos; al analizar mis paradigmas sobre la belleza, la edad, la alimentación, y la salud, como también a estar atenta a la reacción de mi metabolismo frente a cierto tipo de alimentos, y al entrenamiento físico. A decir verdad, en esas estoy desde hace algunos años, desde que en definitiva le cogí fobia a las dietas (prometo en lo que me resta de vida, no someterme a ninguna), y a cambió me centré en el boxeo y en saltar la cuerda. Pero una vez más mi tendencia a los excesos me pasó factura: masacré las articulaciones de mis rodillas empezando por el spinning, y pasando luego por el running, los ejercicios de alto impacto, y por supuesto, los saltos. Tras la recomendación de tres ortopedas de no volver a saltar ni correr, me puse a llorar. El último especialista que confirmó el diagnóstico, un anciano sabio y bonachón, me dijo: “No llore, yo soy un viejo a punto de cumplir noventa, y eso no es para llorar. Múdese a una casa sin escaleras, y entrene de otra manera, usted lo que tiene es una adicción a las endorfinas (producidas por el ejercicio) y ahora está como al que le quitan la droga”. ¡Vea pues! Reconozco que soy una fanática del ejercicio. Amo la sensación de equilibrio y alegría que proporcionan las endorfinas producidas por mi cuerpo de manera natural cuando entreno. Por eso opté por la combinación de pilates y boxeo, una dicha que me demandaba pasar toda la tarde en el gimnasio: salía de una cosa para hacer la otra. Pero por fortuna ese nuevo estilo de vida quedó por fuera de la ecuación con la llegada del Coronavirus y las medidas restrictivas de confinamiento y distanciamiento social. Y digo por fortuna, porque nuevamente, sin darme cuenta, había caído en un círculo vicioso de desgaste físico. Después de investigar, leer y estudiar sobre el tema, y experimentarlo en carne propia, comprendí que no hace falta que te mates tres horas en el gym para obtener resultados, a menos que seas un atleta de alto rendimiento y cuentes con la asesoría debida que demanda tu profesión. Está demostrado que pasar horas entrenando no sólo destruye tu masa muscular, sino que acelera el envejecimiento debido al estrés oxidativo que provoca el ejercicio, y a los radicales libres que atacan todas las células de tu cuerpo. De ahí, las cuerpo de tú, con cara de usted. Reconozco que cuando llegó la pandemia entré en modo desesperación, sin esa rutina (extenuante) me iba a engordar (de nuevo el coco). Pero soy una convencida de que lo que deseas con el corazón temprano o tarde se materializa en tu realidad. Si quieres ser una persona saludable y lograrlo sin sufrir, hasta ti llegará la información a través del coach, la película, el video de YouTube, el artículo que estás leyendo. Eso experimenté hace un año, cuando por circunstancias de la vida, un día decidí empezar a caminar y alternar esos 8 mil pasos diarios, con una rutina de pesas de sólo 30 minutos con @sydneycummings Fue como conquistar el Nirvana. De pronto ya no tenía la necesidad urgente de hacer lo que fuera para bajar de peso o mantenerme esbelta, sólo quería ser feliz y disfrutar un momento sólo para mí en conexión con la vida y la naturaleza. Mi caminata diaria es mi instante en el paraíso, ese momento preciado de atención plena en el que escucho la música que amo y los podcasts que me interesan, me maravillo frente a la presencia majestuosa de los árboles, y los colores sublimes de cada crepúsculo, lo cual he documentado en una carpeta en mi cuenta de Instagram. A nivel físico, los beneficios no se hicieron esperar. Bajé seis kilos que no he vuelto a recuperar, pese a que TODOS los días a la hora del almuerzo, me como sin el menor remordimiento una taza de cucayo (si lo hubiese sabido antes…) También conquisté una seguridad en mí misma que no deja de sorprenderme, ahora por primera vez en mi vida, muestro mis piernas con total confianza, salgo a caminar en unos shorts que a más de uno le harán voltear a mirarme el culo, un culo que paradójicamente, ya no es tan firme como el de mi juventud, esa época en que toda mujer es perfectamente bella, y sin embargo, no se percata de sus atributos.

A CAMINAR SE HA DICHO

De pronto ya no tenía la necesidad urgente de hacer lo que fuera para bajar de peso o mantenerme esbelta, sólo quería ser feliz y disfrutar un momento sólo para mí en conexión con la vida y la naturaleza. Mi caminata diaria es mi instante en el paraíso.

LO QUE DEBES APRENDER SOBRE TU RELACIÓN CON TU CUERPO

• Tu cuerpo es, por encima de todo, el vehículo que te permite comunicarte con el mundo, y es el único que tienes. Trátalo con gratitud y amor, pues también es el templo de tu alma. Cuando verdaderamente comprendí esto, mi perspectiva sobre mi cuerpo cambió. Sé que la tuya, también lo hará. • El peso es sólo un número, no te obsesiones con él, pero si igual te resta paz no estar en la talla que deseas, haz lo posible y siempre saludable por llegar a tu mejor versión. • Que alcanzar tu ideal no implique matarte de hambre, pasar horas en el gimnasio, ni gastarte una fortuna en comida fit. • La manera más fácil y segura de perder peso es caminar a buen ritmo durante 40 minutos o una hora diaria, mientras puedes sostener una conversación. Alguien muy cercano perdió 30 kilos de peso en 9 meses, ¡caminando! Palabra. • Las endorfinas que produces naturalmente con el ejercicio físico te harán más feliz. • Ejercítate siempre, a través de cualquier disciplina que no ponga en riesgo tu salud. • Muévete todo el tiempo, ese es el secreto de la juventud. • Que las cirugías estéticas, el bypass, el balón gástrico, y otras alternativas radicales sean para ti la última opción, no la primera. • Tú eres mucho más que tu cuerpo. No centres tu valía en él. • Lo que te hace bella es lo intangible, lo invisible a los ojos, eso que permanece envuelto bajo el empaque de piel, músculos y huesos susceptible de corromperse con el tiempo. • Sí sólo te obsesionas con verte bonita, y no cultivas tu alma y tu mente, serás un recipiente vacío que los demás tratarán como un desechable. • Rendirle culto permanente a tu apariencia y sentirte superior por cómo te ves, es tan nocivo como odiar tu cuerpo. • Sigue en las redes a gente que te inspire, no que te baje la nota. • La gente perfecta no existe, y todos, sin excepción, vamos a envejecer si no morimos en la víspera. • Si eres influencer, o vas camino a serlo, cuida tu contenido, enfócate en trasmitir mensajes que agreguen valor y desvirtúen paradigmas. • No vayas tras la manada y evita caer en la trampa del consumismo y la cosificación de tu cuerpo. • Sentirse bonita y deseada es chévere, pero no permitas que eso se convierta en tu único ideal.

Patrizia Castillo Torres es escritora, docente, y conferencista. Autora de los libros “Lo que aprendí del sexo después de sentarme a llorar”, “Manual para amarte como nadie lo ha hecho jamás”, y “Matemáticas, Poemas para corazones rotos”. Instagram: @patriziacastillo16