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La Guerra al Malón

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La Guerra

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Es el título de una muy interesante y valiosa descripción, debida a la pluma del Comandante Manuel Prado (1863-1932), relativa a algunos episodios de la “Conquista del Desierto “en los que tuvo activa participación. La obra fue publicada en la primera década del siglo XX. Debe recordarse que el “malón” consistía en un ataque de carácter sorpresivo, llevado a cabo por una partida montada, de indios de pelea. En realidad, era una táctica ofensiva y predatoria empleada por los aborígenes, en los territorios de nuestro país, Chile y Uruguay. Atacaban poblaciones y estancias con el propósito de matar, saquear, robar ganado y hacerse de prisioneros. Especialmente mujeres y niños. Los primeros malones de que se tenga memoria datan del siglo XVII. Desde entonces, prosiguieron durante todo el período colonial y, emancipada nuestra nación, perduraron hasta finales del siglo XIX. Uno de los más importantes de que se tenga registro, fue´ conocido como “malón grande” . Estaba formada por una coalición de indios pampas, tehuelches, mapuches y otras etnias, al mando de los caciques Namuncurá, Pincén y Catriel. En 1875 atacaron las poblaciones de Azul, Olavarría, Benito Juárez, Tapalqué, Tres Arroyos etc. En esa oportunidad abdujeron más de 500 cautivos, entre mujeres, jóvenes y niños y se alzaron con más de 300.000 cabezas de ganado. Los muertos que dejaron fueron incontables.

Manuel Prado

Ingresó a los once (11) años de edad, en el Colegio Militar de la Nación, fundado por Sarmiento. Por razones que desconocemos, su ingreso efectivo al Ejército Argentino recién se produjo en 1877. En ese año solicitó ser dado de alta en el Regimiento 3 de Caballería de Línea, cuyo asiento se encontraba en Trenque Lauquen, al mando del Coronel Conrado Villegas. Partió el aspirante de la Estación del Parque, con rumbo a la cabecera del Ferrocarril Oeste, que por entonces estaba en la localidad de Chivilcoy. De esta última ciudad, hasta Trenque Lauquen, el viaje se hizo en galera, acompañado por el alférez Requejo. Sucintamente el libro refiere, entre otras materias de sumo interés, la situación paupérrima en la que se encontraban los soldados, el abuso por parte de la oficialidad, tanto como la severidad inaudita de los castigos y las peripecias que surgían de los frecuentes encuentros armados con los indios. Dejamos aclarado que utilizamos la terminología empleada por el propio Comandante Prado, de modo que al referirse a los que ahora, por un giro de la lengua, consideramos pueblos originarios, el los llama lisa y llanamente, “indios”. Nos parece que existe una premisa básica para el empleo del

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al Malón

lenguaje. No solo no debemos apartarnos de nuestras fuentes, sino que por una razón histórica de peso, tampoco debemos modificar retroactivamente aquellos sustantivos y calificativos que usó el autor. De modo que si el Comandante Prado se refiere a los “indios o a los salvajes” no vamos nosotros a modificar esos apelativos en obsequio de la modernidad del lenguaje.

La Zanja de Alsina

Para ubicarnos en el contexto histórico, recordamos que a iniciativa de Adolfo Alsina, entonces ministro del Presidente Nicolás Avellaneda, se llevó a cabo una suerte de sistema defensivo contra los malones. Las obras realizadas, consistían en fosas longitudinales y terraplenes, acompañados de una línea regular de fortines, separados entre sí por aproximadamente cinco leguas. Con tales arbitrios se pretendía entorpecer el paso de los indios y dificultar el arreo del ganado robado. La obra respondió a los reclamos cada vez más insistentes de los productores rurales próximos a las líneas de frontera, víctimas inermes de la crueldad de los tiempos, particularmente en un momento en que las incursiones de los indios se habían tornado mucho más agresivas. En efecto, no solo se limitaban al abigeato y a saquear poblaciones y estancias, sino que mataban a todos los residentes de las zonas fronterizas, sin perdonar, en algunos casos, la vida de los niños. Respecto de las mujeres existía una práctica arraigada, que se remontaba a la época de la colonia y que perduró hasta los últimos malones. Eran secuestradas y pasaban a formar parte de los harenes de los caciques. El sistema de trincheras excavadas entre los años 1876 y 1877 era eminentemente defensivo. Estaba orientado a preservar el dominio del Estado Nacional sobre el territorio y dificultar los grandes arreos de ganado, que luego se venderían en Chile. El proyecto de Alsina, consistía en practicar profundas excavaciones y terraplenes sin solución de continuidad, desde el norte de Bahía Blanca, hasta las proximidades de San Rafael (Mendoza). En realidad, el tramo construido se extendió desde Bahía Blanca, hasta el sur de la Provincia de Córdoba. Huelga señalar que no sirvió para impedir los malones. Apenas constituyó un buen intento, destinado tornar más laborioso el cruce del ganado.

Un cambio de estrategia

Nos relata Manuel Prado que, llamado a desempeñar el Ministerio de Guerra el general Roca, se propuso abordar la problemática de los malones y resolverla de la manera más rápida y enérgica. Respondiendo a una consulta del Dr. Alsina, el General Roca había dicho.

“Los fuertes fijos en

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medio del desierto matan la disciplina, diezman las tropas y solo protegen un radio muy limitado. En mi opinión, el mejor fuerte y la mejor muralla para guerrear contra los indios de la Pampa y someterlos de un golpe, consiste en lanzar destacamentos bien montados que invadan incesantemente las tolderías, sorprendiéndolas cuando menos se espere. Yo tomaría por base de esta táctica las actuales líneas donde reuniría, en vastos campamentos, todo lo necesario-en caballos y forrajes- para emprender la guerra sin tregua durante un año. Yo me comprometería a ejecutar en dos años el plan trazado; emplearía uno en prepararlo y otro en ejecutarlo. Una vez libre el desierto, el gobierno economizaría sumas importantes y solo emplearía cuatro o cinco mil hombres para mantener bajo su dependencia el territorio hasta orillas del rio Negro”

Como señala el Comandante Prado: “Traía pues el General

Roca, al Ministerio de Guerra, ideas hechas, largamente maduradas respecto a la difícil guerra de fronteras; y joven y firme en sus resoluciones, se proponía derribar de un sablazo el pavoroso fantasma que cerraba la puerta del desierto”. “Ahora era el soldado quien caería de improviso sobre los toldos y rescataría millares de cautivos que tenían en esclavitud”.

La disciplina. Las deserciones

Corría el mes de octubre de 1877 cuando una diminuta patrulla (compuesta por los soldados Saldaña, Verón, Peralta y Ledesma) del Regimiento 3 de Caballería de Línea, había sido destacada en una comisión de servicio. Apartándose de sus deberes militares los hombres resolvieron desertar llevándose las armas, los caballos y equipo. Al anochecer de ese día y en cumplimiento de órdenes emanadas de la autoridad, se le encomendó al capitán Morosini, al mando de una patrulla liviana y bien montada, perseguir y capturar a los desertores. Al aclarar, encontró el rastro de los fugitivos no tardando en alcanzarlos. Al percatarse estos que no podían escapar, ofrecieron una tenaz resistencia. Hubo un intenso intercambio de disparos, sosteniéndose el fuego por más de una hora. Nos cuenta Manuel Prado que el primero de los fugitivos en caer fue Saldaña, que murió de un disparo en la frente. Los restantes desertores continuaron batiéndose hasta agotar las municiones. Tomados prisioneros llegaron al fortín y fueron entregados a la guardia de prevención, en calidad de presos. Inmediatamente se reunió el Consejo de Guerra que debía juzgarlos. Los tres sobrevivientes comparecieron ante el Tribunal serenos y resignados. En su defensa adujeron que habían desertado porque ya habían cumplido con exceso con sus compromisos con la Patria y que querían volver a sus pagos. El consejo ordenó retirar a los acusados y deliberó durante un breve tiempo. Haciéndolos comparecer nuevamente, dictó sentencia. Uno de los tres sería fusilado, los restantes irían a presidio. Lo curioso del caso, es que la aplicación de las penas se haría por sorteo. Dentro de una caja colocaron tres cédulas cuidadosamente dobladas. Dos eran blancas y una tercera negra. Demás está decir que quien sacaría la cedula negra, sería fusilado. El Comandante relata que el primero que extrajo una de las cédulas fue el soldado Peralta. Tuvo suerte, sacó la blanca. El desertor exhaló un fuerte suspiro de alivio. El soldado Ledesma se acercó tambaleándose a la caja. Su brazo temblaba, pero en un último esfuerzo dirigió lentamente su mano a la caja fatídica. “Siga nomás compañero” le dijo con entereza el soldado Verón: “Va-

mos, saque sin miedo, que la

negra es para mí”. Finalmente Ledesma tomó una de las dos cédulas, y para su alivio, era también blanca. En ese momento se incorporó Eustaquio Verón y sin delatar ninguna emoción, tomó la cédula que había quedado. Por supuesto su condena era a muerte. Los soldados Ledesma y Peralta fueron llevados inmediatamente al calabozo. Verón a la capilla. Debía ser fusilado al día siguiente, a las ocho de la mañana.

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El condenado servía en el regimiento desde hacía muchos años sin haber logrado que lo licenciaran. Algunos soldados lograban aquerenciarse a la vida cuartelera y vivían allí más resignados que contentos. Otros tomaban el asunto por el lado trágico y en la primera oportunidad desertaban. El condenado demostró en todo momento un valor insuperable. Preguntado si se le ocurría alguna recomendación, contestó cuadrándose ante el superior, que no necesitaba nada. No obstante, pidió que se avisara a su madre que vivía en Santiago del Estero, para que le hicieran conocer su suerte, “a fin de que la

viejita no lo estuviese aguardando al ñudo y gastando en velas para su regreso”.

Durmió toda la noche sin sobresaltos y cuando despertó, dirigiéndose al Oficial de Guardia le dijo: “A la orden, mi alférez”.

“Aún no es tiempo Verón, siéntese y tenga esperanza. El coronel todavía puede perdonarle la vida”.

Esa noche, audazmente y sin que la guardia se hubieran percatado, una banda sigilosa de indios había logrado alzarse con los caballos blancos del Coronel Villegas. Enterado del suceso, ardió de impotencia y rabia. Esa caballada era su orgullo y estaba compuesto por animales de primera. Ni ese episodio, que demandó abocarse a disponer el recupero de sus blancos, atenuó la férrea decisión del Coronel de ajusticiar al profugado. Mientras tanto, dispuso que la tropa saliera inmediatamente en persecución de los indios. Por añadidura y con aceradas palabras dejó perfectamente aclarado que si no recapturaban los caballos, los solados que estuvieron de guardia responderían con su vida. Como no olvidó la condena pendiente del infeliz Verón, sin más trámite mandó cumplir la sentencia. Cuando el reo llegó al sitial elegido para su fusilamiento, escuchó nuevamente la lectura de la escueta sentencia, besó la bandera y exclamó ¡Viva la patria! Una descarga cerrada, cegó su vida.

Algunas reflexiones del Comandante Prado “Y después de todo, que es morir? ¿No se moría todos los días en aquel infierno del campamento, colgado del palo por la infracción más insignificante, descoyuntado en las estacas por el menor olvido, desecho en la carrera de baquetas….¿ No se moría todas las horas de vergüenza y de dolor, cuando cualquier mocosuelo, por el solo hecho de ser oficial o de clase dragoneante, lo agarraba a palos o a sopapos a un hombre como él, a quien le sobraba coraje”. “La muerte impone a los maulas; a los que han nacido varones les sonríe y hasta los hace aparcero. Había jugado toda su plata a una carta y la perdía…. Paciencia y aguantar. No todas eran flores en el jardín, no todos los hombres nacían para obispos; en cambio ninguno había de quedar para semilla…….”

Conclusión

La vida en los fortines era extremadamente dura. La tropa mal alimentada y mal vestida (no había dos soldados con el mismo atavío) llevaba una existencia plagada de privaciones. La disciplina, severísima y en la mayoría de los casos arbitraria, solo podía mantenerse por la entereza y coraje a toda prueba de los soldados que, como un gesto de hombría y valor, aceptaban sin discusión su triste destino. Recordamos que la conscripción era por el sistema de levas, circunstancia de por sí cargada de injusticia. Mal remunerados, con haberes adeudados por años, alejados de sus afectos, los soldados afrontaban todas las inclemencias con valor inaudito. La posibilidad de desertar se convirtió en una una suerte de idea obsesiva para aquellos a quienes los rigores del cuartel, tornaban su vida en un calvario. Sin embargo era una maniobra arriesgada y con consecuencias funestas, porque si esa conducta no se reprimía ferozmente, se corría el riesgo que los fortines y destacamentos quedaran sin tropas. Con ese coraje y espíritu de sacrificio, se forjó la Nación Argentina.

Mario Maggi

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