Un día de suerte

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Un díardtee __sue Irene Narciso

Colección de Cuento


La herencia de mi madre

Después de tanto tiempo, volví ver a mi madre.

Estaba sentada bajo la sombra de una jacaranda que dejaba caer sus flores. Esperé un poco antes de acercarme. Quise contemplarla así, con el semblante iluminado por los rayos del sol que a esa hora del día se colaban entre las ramas. Estaba de perfil, con el brazo derecho recargado sobre la banca de madera. Su palma sostenía suavemente su cabeza que estaba ligeramente inclinada. La vista perdida entre las flores coloridas de la jardinera. Era muy parecida al retrato que conservaba en mi habitación y que le mostraba a mi hija cuando me preguntaba por su abuela. Caminé despacio por un pasillo de arbustos recién podados, cuando estuve más cerca de ella pude notar que sonreía sin dejar de mirar las flores. Un sudor frío me recorrió desde la cabeza hasta los pies, contemplé la posibilidad de marcharme, pero mis piernas no me obedecieron cuando quise dar la vuelta, al contrario, me hicieron avanzar hacia ella. Caminé para ponerme al alcance de la vista de mi madre y mientras lo hacía me repetía que no tenía nada que temer, que ya no era más una niña. Tenía la boca seca, la lengua pegada al paladar, respiraba

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muy rápido; tenía miedo de que no me reconociera, sin embargo, en cuanto me vio me dijo: —Mi niña, ¿Eres tú? —¡Me recuerdas! —dije sin pensarlo, mordiéndome los labios para no llorar, pero fue imposible. —Eres mi niña —y me extendió los brazos como un bebé. —Soy tu hija. Me incliné para verla de cerca. Su rostro estaba pálido, casi sin arrugas. Me dio la impresión de que el tiempo no había pasado por ella, sin embargo, me miraba como si lo hiciera por primera vez —Mi niña, ¿Eres tú? Se echó hacia atrás para recargar su espalda en la banca. La piel de sus brazos colgaba pesadamente. Me di cuenta de que en sus pies hinchados sobresalían unas gruesas venas azules que se ramificaban como las raíces de la jacaranda que brotaba de la tierra. Sus ojos sin parpadear y su sonrisa me aterraban. —Mi niña, ¿Eres tú? Me estremecí cuando sentí el contacto de sus manos frías sobre mi rostro, y más aún, cuando sus dedos húmedos se deslizaron por mis mejillas como gusanos blandos y pegajosos. Un tordo cantó en la copa del árbol, mi madre levantó la vista y soltó una carcajada idéntica a la que escuché muchas veces cuando era niña, esa misma carcajada que me obligaba a esconderme por los rincones de la casa. —¡Eres tú! —gritó. En menos de un segundo recordé aque-

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llos días en que viví huyendo de ella, presa del terror, pues cuando enfermó dejo de ser mi madre para convertirse en un monstruo. Fui testigo de su metamorfosis. Desde mi habitación escuchaba sus gritos. Muchas veces vi a mi padre y a la enfermera forcejear con ella para evitar que se lastimara; otras tantas, la contemplé como ahora, tratando de reconocerme con la vista y con el tacto. Di un paso atrás, pues sabía que no estaba delante de mi madre. Ella saltó de su asiento como una fiera y su cuerpo, que minutos antes me había parecido flácido y pesado, recobró, de pronto, una agilidad sorprendente. Con un movimiento rápido sus dedos húmedos se aferraron a mis cabellos haciéndome caer al suelo. Empecé a gritar con todas mis fuerzas, pero mi voz se ahogó bajo el peso de aquel cuerpo gelatinoso. Sentí sus manos frías alrededor de mi cuello. En ese instante llegó a mi mente la imagen de cuando yo tenía diez años y mi madre quiso ahorcarme. Ahora, como en ese entonces, las enfermeras llegaron a tiempo para quitármela de encima. Me quedé sentada en la banca donde antes había estado mi madre, desde ahí pude ver como se la llevaron en medio de una gran carcajada que resonó en todo el jardín. De pronto se hizo el silencio, pero aquella risa siguió sonando en mi interior.

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El cerro del Molcajete

Después de tanto tiempo regresé al pueblo donde crecí para encontrarme con Juan, mi amigo de la infancia. Al llegar, lo primero que vi fue el cerro del Molcajete. Me detuve a contemplarlo un buen rato. A esa hora de la tarde, el sol estaba punto de desaparecer en el poniente. Las sombras bañaban las laderas de tierra suelta que se desvanecía de a poco con el viento de invierno. Di varias vueltas para encontrar la casa de mi amigo. La puerta de la calle estaba abierta. En el patio había gente vestida de gala, recordé que cuando anuncié mi visita, Juan me dijo que me esperaría con una comida. Me abrí paso entre la multitud hasta la entrada del corredor adornado con flores de todos colores. Mientras caminaba, rozaba con los dedos las manos las hojas de los helechos que se inclinaban hasta el suelo. Me detuve en la única puerta que estaba abierta. Me acerqué como un animal asustado. Todas las caras me eran desconocidas. Estaba a punto de regresar, cuando vi a Juan y a toda su familia; en silencio, alrededor de una mesa larga. Al fondo, sobre la pared estaba un cuadro de La última cena y el viejo reloj que tanto me gustaba.

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Al notar mi presencia, la mamá de mi amigo me sonrió y con la mano me hizo una señal para que me acercara, empecé a saludar a uno por uno y, mientras lo hacía, pude escuchar palabras de bienvenida; primero, como suaves murmullos; después, fueron en aumento y para cuando llegue hasta el fondo, donde estaba Juan sentado con la vista agachada, todos hablaban en voz alta y reían, apenas si lo escuché cuando dijo: “Te estábamos esperando”, mientras me señalaba una silla vacía a su lado. En verdad parecía que solo me esperaban para comer, pues en cuanto me senté empezaron a aparecer en la mesa los platillos tradicionales del pueblo: mole, arroz, tamales de frijol, tamal de pescado, empanadas de camarón, pozole, quelites, huevo con chile y charales con papas en chile verde. Al centro de la mesa quedaron todas las bebidas: atoles, pulque, café y mezcal. También había dulce de calabaza y burritos de maíz con piloncillo; la mezcla de todos esos olores me hizo recordar mi infancia. Cuando Juan y yo deseábamos explorar las cuevas del cerro del Molcajete, pero nunca nos atrevimos: —No vayan a meterse a las cuevas: ahí vive el diablo —nos decían los abuelos. Quise preguntarle a Juan si se acordaba de eso, pero cuando estaba a punto de hablar me susurró, señalando la mesa: “Todo está hecho especialmente para ti, come lo que quieras” Nunca en mi vida había tenido tanta comida para mí solo. Recorrí con la vista cada uno de los platillos, cada uno de ellos guardaba un

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pedacito de mi memoria. Los huevos asados en el comal, que estaban en un plato de barro, me recordaron cuando era niño y solo en la casa de Juan podía disfrutar de esa delicia, pues en mi casa los huevos de las gallinas y los patos eran para vender. El mole rojo me llevó a los días de fiesta; siempre que había una, llamaban a mi mamá para cocinar el mole, era su especialidad. Mis hermanos y yo la acompañábamos. Llegábamos desde muy temprano. Todas las señoras llevaban a sus hijos. Mientras ellas cocinaban, nosotros jugábamos por ahí cerca. Yo estaba muy atento al olor del chile tostado que picaba en la nariz, al sonido que hacía el aceite caliente cuando los frijoles caían en la gran cazuela de barro, y, sobre todo, a la hora en que nos llamaban a comer. Los burritos de maíz se veían exactamente igual que aquellos que llevábamos cuando íbamos al cerro del molcajete. Con el olor a azúcar quemada volví a sentir la ilusión con que nos levantábamos muy temprano para estar en la cima antes de que saliera el sol. El cerro quedaba a menos de una hora caminado de nuestra casa; sin embargo, para mí era como escalar la montaña más alta. Subíamos al cerro del molcajete en semana santa y año nuevo. Los niños de mi edad le temían al cerro, pues los adultos contaban historias que lo hacían ver misterioso. En mi caso era distinto. Dichas historias me parecían fantásticas y en lugar de infundirme miedo despertaban mi curiosidad. Las bolas de fuego, las voces de la montaña, las cuevas subterráneas, incluso el diablo, alimen-

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taban mi curiosidad, así que yo esperaba con ansias el momento de subir, pues para mí representaba la posibilidad de debelar el misterio que giraba alrededor de aquel lugar prohibido. Juan nunca iba al cerro porque sus papás no tenían tiempo de llevarlo y tampoco lo dejaban ir con nosotros, decían que era muy peligroso. Tenían miedo de que se cayera en uno de esos hoyos que se tragaba a la gente, o que se perdiera en uno de los tantos laberintos del cerro. Mucha gente había desaparecido ahí, pero nadie había regresado para asegurarlo. A Juan le gustaba escuchar esas historias sobre las cuevas, yo se las contaba, aunque su mamá me lo había prohibido: “Cuando yo sea grande te voy a llevar a las cuevas, vamos a regresar y entonces les contaremos a todos lo hay adentro” le decía cuando ponía la cara triste como la que tenía en ese momento. Volví a mirar a mi amigo y quise preguntarle si se acordaba de aquellas historias, pero él, casi llorando, me volvió a señalar la comida y me preguntó: ¿No vas a comer? Elegí solamente un plato: charales con papas en chile verde, comida típica en los funerales. Comí sin prisa, mientras Juan me miraba con tristeza. —¿No te da gusto verme? Le dije temeroso. No respondió, solo me señaló con la vista el viejo reloj que colgaba de la pared. Como si todos se hubieran percatado del gesto, se detuvieron a mirar el reloj y empezaron a llorar. Me acerque a Juan para decirle en voz baja: “es

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hora de irnos”. Di las gracias. Me levanté y avancé a la puerta. Volteé y vi que Juan estaba de pie mirando muy de cerca el reloj: —¡Se ha detenido! —me gritó. —Cuando llegué ya se había detenido —le dije. El observaba perplejo el reloj, estiró la mano con la intención de hacer que las manecillas retomaran su curso. —¿Recuerdas que cuando éramos niños, nuestra ilusión era entrar en las cuevas que están en el cerro para ver qué había? Yo ya lo sé ¿quieres ir? —le dije señalando con la cabeza en dirección al cerro del Molcajete. Al escuchar esto, sus ojos se iluminaron y sonrió. Se acercó hasta donde yo estaba: —¡A ver quién llega primero! —me murmuró, y salió corriendo. Igual que cuando éramos niños, lo seguí. Nos dirigimos al cerro con los brazos abiertos para sentir el aire fresco de la noche.

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La cena

No sé cuánto tiempo llevo mirando el rostro de mi madre, esta inexpresivo, no lo reconozco. Las velas encendidas liberan el humo con el que se ha formado una niebla que nos separa que me impiden reconocer su rostro, que le impiden a ella mirarme. En la habitación hace un calor infernal, pero yo tengo frio, supongo que ella también tiene frio, el vidrio que nos separa este empañado. El olor de las flores me envuelve en una especie de somnolencia. El murmullo de las voces se va haciendo cada vez más y más lejano, hasta que se funde con el silencio de la noche. En mis oídos queda una especie de silbido como el de una olla exprés, esto me recuerda que mi madre solía cocinar un guisado heredado de la abuela. Esa noche, me esperaba para cenar. Me gustaría abandonarme al sueño dulce y al despertar darme cuenta de que todo ha sido una pesadilla. Correr al cuarto de mi madre y meterme en su cama para volver a dormir. Me niego a aceptar que nuestra historia termine así. Nuestra historia tendría que continuar así: es de noche, camino por una calle que a esa hora está muy transitada y ruidosa. Los autos están

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detenidos en la avenida. Los niños juegan en el parque de la esquina. Mientras camino hacia nuestro edificio me encuentro con varios vecinos que van llegando de trabajar, nos saludamos con una sonrisa. Nuestro departamento está en el cuarto piso. Empiezo a subir las escaleras. Por primera vez no me importa la ausencia del elevador. En cuanto llego al segundo piso el olor peculiar de una receta familiar llega hasta mi nariz y me hace salivar. Mi madre suele cocinar recetas especiales en ocasiones especiales, hoy es un día especial. Subo corriendo y me detengo en la puerta marcada con el número trece, la abro y el olor a hierbabuena sale como una ola gigante que me envuelve y se dispersa en cada rincón del edificio. Entro. La luz de la sala está encendida, los sillones rojos forman una línea recta desde la entrada hasta la pared del fondo donde cuelgan infinidad de cuadros con nuestras fotos. Fotos mías y de mi madre. La mesa todavía no está puesta, eso me toca hacerlo a mí. Voy directo a la cocina. Mi madre está de espaldas vertiendo los últimos ingredientes en la olla que está sobre la estufa; apenas termina, vuelve a taparla como tratando de capturar aquel aroma dulce y picoso que lo inunda todo. —¡Ya casi está listo! —me dice, mientras se acerca para saludarme con un beso en la mejilla. Mientras ponemos la mesa quiero preguntarle muchas cosas pues, esa mañana, antes de irme a la escuela ella me había dicho que me iba

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a esperar para cenar porque tenía algo que contarme, yo suponía de qué se trataba, estaba segura que por fin me diría quién era su nuevo amor. Que estaba enamorada, ya lo sabía, de lejos se le notaba. A mí me hacía muy feliz. Me gustaba escucharla hablar por teléfono hasta muy tarde. Se levantaba de muy buen humor, y, en los últimos días, sus citas se prolongaban hasta las horas de la madrugada. Yo la había estado bombardeando con preguntas para que me contara quién era la persona con quien salía. Me había prometido que me lo diría esa noche. Estoy a punto de iniciar la conversación cuando ella vuelve a entrar en la cocina, cierra la puerta para sacar algo del refrigerador, a través del vidrio empañado, miro como su imagen se va disolviendo en el vapor. Eso me recuerda que ahora un vidrio nos separa, a través de él miro a mi madre pero no la reconozco, su rostro refleja una tranquilidad que me aterroriza… No. Nuestra historia tendría que continuar así: martes diecinueve de septiembre, a pesar de los mensajes de mi madre no puedo evitar llegar más tarde de lo acordado, subo las escaleras, todo está en calma. Abro la puerta, la luz del pasillo que conduce a nuestras recamaras está encendida, eso me indica ella está en su habitación. Voy directo allá. Al entrar, la veo sentada frente al tocador, está quitando de su rostro los restos de una mascarilla. Me mira a través del espejo. Está enojada,

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lo sé por su expresión, pero no me dice nada porque justo en ese momento suena su celular. La dejo sola para que hable. Voy por un vaso de agua a la cocina. La comida aún sigue caliente. Me apresuro a poner la mesa porque sé que en cuanto se le pase el coraje vendrá para cenar. Durante la cena, tendríamos que hablar sobre aquello que quería contarme… daría muchos rodeos para empezar, siempre hacía lo mismo cuando quería mi opinión, como aquella vez que me confesó que quería tatuarse. Me esperó hasta las doce de la noche y mientras tomábamos café, me dijo: —Quiero tatuarme esto —y me mostró una imagen en su teléfono. —¡No sabía que te gustaban los tatuajes! —le respondí con los ojos bien abiertos. Ella se sonrojó—. Me gusta, ¿cuándo te lo vas a hacer? —volví a decirle para sacarla de su incomodidad. —Mañana mismo. Un par de días después me mostró orgullosa su brazo izquierdo, donde estaba todavía fresco aquel símbolo. Me dijo que la persona con quien salía se había tatuado lo mismo. Me reí, me pareció una actitud de adolescentes. Vuelvo a mirar el rostro de mi madre, entre más lo observo, me parece más distante, más extraño. Nadie creería que estuvo tantas horas bajo el techo, bajo las paredes con nuestras fotos, con nuestra vida reducida a escombros. Me niego a despertar a la realidad. Todo a mi alrededor me ancla al presente: el olor de las flores, los abrazos, las miradas de compasión, y

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las frases hechas que insisten en que fue una fortuna el hecho de que yo no estuviera en el edificio en esa hora fatĂ­dica. Una mujer se acerca, llora, al principio en silencio, pero despuĂŠs de un par de minutos su llanto ahogado la hace desvanecerse, se aferra al fĂŠretro de mi madre como si fuera ella misma en persona. En su brazo izquierdo aparecen aquellos trazos que yo conozco de memoria.

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Los dientes

Siempre me he preguntado por qué los dolores

son más fuertes por la noche. Me duele la muela, ya no lo aguanto. Quisiera salir corriendo. Las horas pasan lentas, entre más avanza la no noche esta punzada es más insoportable. Ahora sí mañana voy al dentista. Eso mismo dije anoche cuando sufría de la misma forma, pero cuando amaneció, apareció el miedo al dentista. No fui porque pensé “ya se me pasará” y no pasó. Aquí estoy otra vez muriéndome del dolor. Ahora sí mañana sí voy a que me saquen lo que queda de la muela podrida. No me ha dejado comer en varios días. No me gusta la noche porque es cuando una voz dentro de mí despierta y no me deja estar en paz: tu boca es una inmundicia; huele mal y sabe peor. Ahora sí, mañana voy a ir al dentista, aunque no quiera aceptarlo, estoy aterrado como aquella vez, cuando tenía once años y mi mamá me llevó a que me quitaran una muela que me hacía revolcar del dolor. En cuanto abrí la boca, el doctor dijo que tenía que quitármela. Mi mamá me echó toda la culpa, dijo que yo no quería lavarme los dientes. Bien que lo recuerdo, me tuve que tragar las palabras junto con la sangre para no ahogarme. Recostado

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en el sillón y con la boca abierta, vi como ella estaba muy feliz, y lo hubiera estado más si en ese mismo instante me hubieran quitado todos los dientes, pues así, ya no le recordaría a mi padre. Para mí también hubiera sido lo mejor, pues no hubiera tenido que volver a escuchar: ¡cierra la boca! ¡Tenías que parecerte a ese malnacido! Si no hubiera tenido los dientes grandes, deformes, encimados, como los del hombre que abusó de mi mamá, tal vez ella me hubiera querido un poco. Tal vez mi padrastro no me hubiera quitado a golpes un par de dientes cuando apenas tenía doce años. Ojalá y me los hubiera tirado todos, así no me estaría doliendo hasta el alma. Cuando yo era niño mi sueño era crecer para ver que se sentía estar del otro lado, tener el poder, para ser yo quien regañara…ya no aguanto más, este maldito dolor y el silencio son como dos taladros que me atraviesan hasta los huesos. Tendré que aguantar las recomendaciones: “hay que lavarse los dientes, hay que ir al dentista por lo menos una vez al año, a qué se dedica…” no quiero decirles a que me dedico, como siempre tendré que mentir. Empezaran con sus recomendaciones estúpidas. Los muy pendejos no saben que si no hubiera gente como yo, con la boca tan jodida ellos no tendrían trabajo. Pero ¿De dónde viene este maldito miedo? ¿Estas ganas de meter la cabeza debajo de la tierra? Tengo el dinero para pagar y que me arreglen los dientes, es más, si quisiera podría ponérmelos todos de oro, esos no duelen, no se

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pudren, no dan asco, al contrario, atraen a la gente. ¡Ojalá y todos estos billetes sirvieran para quitarme este maldito miedo! No sé por qué siempre vuelvo a lo mismo, lo único que debería importarme es seguir con mi propia historia así, con los dientes podridos y todo…Total los pinches dientes no me han impedido hacer dinero, nunca los he necesitado para jalarle el gatillo a la pistola, la gente no se fija en eso cuando están encañonados. Todos me obedecen, bajan la cabeza como les digo, entonces sí, yo tengo el poder. Cuando se atreven a mirarme la cara y, peor aún los dientes, entonces yo soy el que grita y el que regaña. Solo unos pocos se han atrevido a criticar mis dientes y esos ya no viven para contarlo. El primero fue mi padrastro. Siempre repetía las palabras de mi madre: “tienes los pinches dientes como el malnacido de tu padre. ¡Habla bien hijo de la chingada! Con esos pinches dientes de burro no se te entiende ni madres. ¡Pareces un retrasado!” Un buen día me hartó y le ahorré el trabajo de seguir aguantándome, un solo tiro fue suficiente. Un solo tiro bastaría para quitarme este dolor que me va a volver loco. Cuidarse los dientes, ¿Para qué me sirve eso a mí? Mañana sí voy. No quiero que me los dejen relucientes, lo único que pido es que me quiten, de una vez por todas, este pedazo de muela que me está matando. Total, desde siempre, mis dientes no pertenecen al mundo de los vivos sino de los muertos. Yo solo sirvo para

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hacer muertos. Pinches muertos. Ojalá que el dentista no sea uno más, pero sí me regaña por los dientes, entonces tendré que echármelo y yo ya prometí que voy a dejar ese oficio, con tal de que me quiten este dolor, soy capaz de retirarme definitivamente.

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Encuentro

Mientras iba camino al hospital, Oscar no podía dejar de pensar en las advertencias de su madre: su frase favorita sonaba en su cabeza: “te lo dije, te lo dije…”. La ambulancia se abría paso por las calles repletas de gente que a esa hora de la mañana iba de regreso a su casa. Era la última noche de carnaval. Se miraba, no podía creer que tuviera un cuchillo clavado en el estómago. Varias veces intentó arrancárselo, pero lo paramédicos lo detuvieron, le dijeron: “si quieres llegar vivo al hospital, ¡deja de hacer pendejadas!”. En ese momento, Oscar no pensaba en la muerte, solo quería comprobar que era real lo que estaba pasando. El cuchillo le parecía de juguete, se sentía ridículo. Se tocó la sudadera, apenas si estaba mojada. Se complacía con la idea de que, seguramente para esa hora, todos sus amigos creían que era muy valiente, se los había demostrado. Las sirenas sonaban por las calles vacías del oriente de la ciudad de México. Los primeros rayos del sol aparecían detrás de los cerros. Los paramédicos le hablaban, le decían: “no te duermas, ya casi llegamos” y lo mantenían sentado. Él tenía ganas de dormirse pues llevaba varios días desvelándose, los mismos días

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del carnaval. Conforme se alejaron de la multitud, la avenida quedó libre. Pronto llegaron a su destino. Entraron directo a urgencias. Mientras esperaba sentado en una silla fría como un témpano de hielo, recordó las palabras que su madre tantas veces le había repetido: “el día que te pase algo por andar con esa bola de vagos, ni vengas a llorar porque te voy a ignorar, así como tú lo haces conmigo”. Sintió una punzada que venía de lo más profundo de sus entrañas. La sangre no se notaba en la sudadera negra, pero sabía que estaba empapada, pues tenía mucho frío. Intentó, otra vez, quitarse el cuchillo, pero apenas sus dedos rozaron el plástico del mango, sintió un dolor que lo paralizó desde el centro del ombligo hasta la cabeza y los dedos de los pies. De inmediato la enfermera joven se acercó: —No vuelvas a hacer eso o tendré que amarrarte las manos. —¿Por qué nadie me atiende? Me duele… —Estamos esperando a que se desocupe la sala de cirugía. No sabemos si tienen algún daño interno. Para entonces, Oscar escuchaba aquella explicación sin poner mucha atención pues estaba concentrado en la boca de ella, en los labios delgados y rosas que tenían una apariencia húmeda con olor a fresa. —¿Me entendiste? —dijo enérgicamente ella. Afirmó él, con un movimiento de cabeza, sin quitarle los ojos de encima. Su cara le parecía conocida. La miró alejarse. En cuanto se perdió entre la gente vestida de blanco que iba

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y venía con prisa, pensó: “se parece a la pinche vieja que me enterró que me hizo esto. Todo por pendejo. Por querer demostrarles a mis amigos que ninguna vieja que me guste se me va. ¿Dónde estaban mis amigos?”. Recordó que en cuanto lo vieron con el cuchillo en la panza, todos se desperdigaron como hormigas. De pronto, tuvo la idea de que, en ese lugar, sólo entraban aquellos que estaban casi muertos: “yo no estoy muerto” —se dijo. Estaba a punto de quedarse dormido, pero justo en ese momento, en una camilla, llegó una mujer; la colocaron en la cama que estaba frente a él. Miró con atención cómo le cortaron la ropa: estaba toda llena de golpes, su rostro forrado de costras de sangre seca, el cuello estaba negro por los moretones, los pechos parecían dos granadas abiertas. Oscar se estremeció, no por compasión sino por excitación, sintió una erección involuntaria. En eso, alguien recorrió la cortina que los separaba. Pensó “qué desperdicio de cuerpo, si esta chava se muere”. Sintió cómo se mojaba, mientras los médicos que atendían a la mujer decían: “¡qué barbaridad, ¡cuántos golpes, seguramente es otra de las que andaba en el carnaval, cada año es lo mismo! Oscar pasó la mano sobre su ropa mojada y cuando la puso delante de sus ojos, escurría de sangre. La silla estaba empapada, fue hasta entonces que se percató del olor penetrante que se había encerrado en el lugar: picaba en la nariz, ardía en los ojos. Empezó a tener miedo, recordó el cuello de la mujer y se imaginó que

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lo que corría por sus venas era sangre negra, echada a perder. Del otro lado de la cortina, un médico pedía sangre. La mujer gritaba de dolor. Él también quiso gritar, pero tenía la lengua pegada al paladar y un sabor oxidado en la saliva. Por su mente cruzó la idea de que iba a morir. Miró debajo de sus pies; una mancha roja se extendía hasta el otro lado, como respondiendo al llamado de los médicos que pedían con urgencia: “¡Más sangre!” Gritó con todas sus fuerzas. Los médicos lo llevaron al quirófano. Adentro, seguían sin ponerse de acuerdo: “acuéstalo, siéntalo, levántalo, de lado, más abajo, más arriba”. Él escuchaba estas voces cada vez más lejanas. Sus ojos se cerraban. Luchaba por abrirlos, esta vez, sabía que no debía dormirse. Se concentró en la pared blanca que tenía en frente. El dolor le taladraba las entrañas. Sentía adentro, no uno sino miles de cuchillos. Estaba a punto de cerrar los ojos cuando sintió un tirón en el estómago. Lo último que pensó fue: “ahora sí, ya estoy muerto”. Varias horas después, abrió los ojos y lo primero que vio fue la pared blanca. Las manchas rojas habían desaparecido. Decenas de cables lo conectaban a unas máquinas que no dejaban de sonar. Intentó incorporarse, pero no pudo, su cuerpo pesaba, intentó hablar, su voz se apagó en la mascarilla que tenía en la boca. Se quedó con los ojos bien abiertos mirando al techo. Todo le parecía un sueño. Se acordó de su mamá, se preguntaba si estaría afuera o de plano no le habría importado… en eso, entró una enferme-

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ra, la reconoció, era la de los labios húmedos con olor a fresa. Como pudo le preguntó si habían llegado sus familiares. Ella le respondió: —Desde antes que te pasaran a quirófano, ya estaban afuera. Él sonrió aliviado. No lo habían abandonado. Esa noche la misma enfermera hizo guardia en esa área, solo ella entraba cada cierto tiempo a revisar los aparatos. Era de madrugada cuando Oscar despertó por un dolor que tenía en el pecho. La enfermera era la única que parecía estar viva en medio del sonido de las máquinas, por eso respondió a todas las preguntas: —Tienes mucha suerte de estar con vida, si bien el cuchillo no dañó ningún órgano, casi mueres desangrado. Esto provocó que cayeras en un paro cardiaco… Oscar quiso llevarse la mano al pecho, pero antes de que moviera si quiera un dedo la enfermera lo detuvo y continúo al ver su cara de angustia: —No seas necio. Ahora todo está bien. Tuviste suerte de que hubiera un corazón disponible. No podía creer lo que escuchaba. Recordó el cuchillo en el estómago y también a la mujer mal herida que había visto el día que llegó a urgencias. La enfermera le dijo: —Ella murió, sus heridas eran más graves de lo que parecían. A mí me tocó tomarle sus datos y mientras lo hacía me contó que ese día salió de su casa muy temprano, era domingo, y le tocaba trabajar porque ella trabajaba solamente

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los fines de semana, entraba a las siete, y ya se le había hecho tarde, así que tomó un taxi pirata, porque tenía prisa y no quería perder el bono de puntualidad. Apenas habían avanzado unas cuantas cuadras, el chofer tomó un camino que ella no conocía, se lo hizo notar, pero él le respondió que conocía un atajo. En cuanto se metió a unas calles solitarias y todavía oscuras la actitud del tipo cambió, la empezó a mirar de una forma muy extraña. Le sonreía enseñándole los dientes amarillos. Las manos ásperas se posaron su rodilla, le dijo que, si se portaba bien con él, el viaje le saldría gratis. Ella tomó valor y le soltó una cachetada, lo cual enfureció al viejo quien detuvo el auto y empezó a golpearla, la agarró del cuello, la apretó tan fuerte que casi la ahoga, pero como pudo ella se escapó, empezó a gritar, pero no había nadie en la calle. corrió, pero él la alcanzó. De no haber sido porque otro auto iba en sentido contrario la mata ahí mismo, entonces el taxista sacó un arma y le disparó. Los del otro coche fueron los que la auxiliaron y llamaron a la ambulancia. Llegó al hospital con la pierna destrozada por la bala, pero eso no fue lo que la mató sino los golpes en la cabeza, eso fue lo que provocó la muerte cerebral. La enfermera hizo una mueca de resignación y se acercó al joven que estaba todavía en shoook: —Los familiares donaron todos sus órganos. El corazón lo tienes tú. Oscar se quedó pensativo, mirando una bolsa de sangre que colgaba de un tubo. No re-

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cordaba el rostro de la chica, solo sus pechos abiertos como dos granadas. Sintió pena, de golpe llegaron hasta su mente los cuerpos de mujeres sin rostro a las que él había intentado violar solo por diversión, por querer pertenecer a la banda de adolescentes de su colonia que jugaban a los policías y ladrones.

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