Claroscuros

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Claroscuros

Mayte García

Colección de Cuento


Heridas abiertas

Estoy tumbado en la cama. No sé qué pasó

anoche. Me perdí después de la octava copa. La vida volvió a decepcionarme. Me siento más herido que nunca. Estoy acostado, humillado entre estas sábanas blancas. Soy uno mismo con esta cama: igualmente inerte. La única vivacidad me la otorga este recuerdo tuyo que me asesina. El que llevo impregnado en la piel, como un estigma. No tengo ganas de levantarme. No quiero verme al espejo. Mi existencia es una falacia. Soy el peor chiste que Dios le pudo contar a sus fieles. Intento mover mi cuerpo. Pero lo único que consigo es girar hacia arriba. Miro el techo. Siento en mi garganta el sabor rancio del whisky. Imagino que el techo se desploma; que me aplasta. Desearía que eso pasara, con tal de no sentir la agonía por la que atravieso desde que te fuiste. Agonizo. Y mi mente continúa lapidando todo indicio de alegría por medio de tu recuerdo. Con todo, esta resaca no es nada comparada con el dolor que sentí aquella vez, cuando me dijiste que no me querías más en tu vida. Quisiera dormir un poco más, pero tengo la obligación de ir a trabajar. Aunque a ciencia cierta no recuerdo cuáles son mis pendientes. Anoche, una vez que estuve borracho perdí la noción de todo.

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Las cortinas de la ventana me brindan la ilusión de que puedo perderme en el tiempo. La habitación no está completamente a oscuras. A propósito dejé prendida la luz del baño. Doy asco. Mi cabeza se balancea aún medio dormida. Sin embargo, heme aquí, escribiéndote a ti; a la nada. Yo y mi tonto orgullo. ¡Soy un idiota! ¿Sabes? Por las noches me parece verte, sentada en la esquina de mi cama. Tus nalgas perfectas permanecen intactas sobre la colcha, mientras miras hacia la ventana, como cuando escuchábamos música juntos, y nos contábamos cosas de amigos; la clase de cosas que no podíamos compartir con nadie más. Y a mí, invariablemente me traicionaba una erección. ¡Qué incomodidad! No quería que me gustaras; siempre quise verte como a una hermana menor, a la que yo tenía que cuidar. Después de recrear por enésima vez tu recuerdo, al fin pude ponerme de pie. Me dirigí al baño, y al mirar al espejo me encontré con alguien que no era yo: las facciones de ese, se veían avejentadas, su piel estaba reseca, acartonada. Me fue imposible lavarme los dientes frente a él; que observaba clínicamente cada movimiento que yo hacía. Las manos me temblaban, y un sudor frío bajó por mi pecho. Bajé la mirada involuntariamente. Parpadeé varias veces, pero no era una ilusión. Después de tu partida, aquel hombre ya nunca quiso dejarme; sigue allí, observándome cada mañana. Su mirada me desnuda el alma todos los días.

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Encuentros

Me quedé parada frente a la entrada,

esperando a que la figura de mi madre apareciera. Hacía mucho tiempo que no visitaba una iglesia. Recuerdo que de niña éstas me parecían un santuario para señoras; de ésas que pasan la vida criticando y juzgando a los otros, escudadas siempre en la palabra de Dios. De las iglesias admiro su estructura arquitectónica, sobre todo de aquellas con influencia barroca: esa combinación de espirales y elipses me embelesan. Cuando entro, lo que más me llama la atención son los querubines; al observar sus figuras, casi siempre acabo concentrándome en sus ojos; me parece que algo maléfico se oculta tras aquellas miradas; al fin y al cabo, ellos no son otra cosa que meros voyeristas. ¿Guardianes de la gloria de Dios…? ¡No lo creo! Relaciono más sus miradas con las delicias pecaminosas del diablo. De igual forma, me cautivan las imágenes sagradas; percibo en ellas algo grotesco, que estimula mi placer visual. Me encontraba temprano ahí; más temprano de lo que acostumbro a estar en ningún otro sitio. Tenía que esperar para poder escuchar el sermón del padre. Aunque hubiera preferido

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que él entrara y sin preámbulos me sujetará la mano, y me obligara a ir con él al confesionario. Y una vez adentro, toqueteara mis piernas, mientras me leía algún salmo en voz baja; para que, según él, recuperara la fe que extravié. No sucedió lo que yo deseaba. Al mirar detrás de mí, me encontré con una sorpresa: se trataba de un gato negro sin cola. Daba la impresión de que había nacido así, ya que era demasiado pequeño. O quizá algún malnacido lo había mutilado. Me dirigí hacia él, pero en cuanto vio que me acercaba, salió huyendo en dirección a la calle. No pude alcanzarlo. Caminé hacia la entrada. El gato hizo que abandonara mis pensamientos lascivos. Ya no tuve cabeza, más que para preocuparme por él. Quería adoptarlo, cuidar de él como si se tratara de un hijo mío. Seguí en la entrada. Ya no pude moverme de ahí. Mi encuentro con el gato me había dejado consternada. ¿Por qué había huido de mí de ese modo? Quizá pudo percibir la inestabilidad de mi energía. ¿Por qué sigo aquí? No quiero estar en este lugar. Es obvio que no soy bien recibida. Sin embargo sigo esperándola. No es que quiera quedar bien conmigo. Me interesa nada más la opinión de mi madre Doy algunos pasos para llegar al centro del recinto. Observo los pasillos y su alrededor. Sé que no soy bienvenida. Pasan cinco minutos. Al fin aparece mi hermana. Su semblante me hace recordar la época en la que vivimos juntas en casa, con nuestros

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padres. En aquellos días solíamos pelear, ya fuera por un labial, o porque una secuestraba la ropa de la otra. Con todo, teníamos la facilidad de olvidar todas nuestras diferencias cuando volvía a amanecer. Siempre recuerdo los buenos momentos. A veces me pregunto si aquello era ser felices: sí; a esa etapa de mi vida me permito llamarla Felicidad. Mi hermana dio unos pasos. Al reconocerme, presurosa se dirigió a mí. Me miró a los ojos, para luego refugiarse en mis brazos; igual que cuando éramos niñas. Abrazadas, sentimos que el tiempo pasaba más lento. Mi madre aún no aparecía. Abrazada de mi hermana, yo seguí mirando aquellas imágenes; quería perderme en ellas; igual que lo hacía cuando era una niña: mirándolas fijamente. Luego, al volver de aquel trance, disfrutaba, observar las siluetas, proyectadas sobre el piso, de las personas que estaban detrás de mí. Sin conocerlas, sabía que eran malas; que algún día vendrían por mí, para obligarme a hacer cosas impropias de la niña de cuatro años que era. A veces creía vislumbrar seres monstruosos, que salían de los muros, para profanar la inocencia de mi piel con sus repulsivas manos; como queriendo sustituir con caricias lascivas el amor que nunca pude recibir de mi madre. Aunque lo intenté, nunca pude tener la alucinación adecuada; aquella que sacara de mí toda la soledad con la que sigo cargando, aun cuando mi hermana estuviese junto a mí.

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Pasados unos minutos, la figura de mi madre apareció al fin en la entrada. Con horror descubrí que las deformidades de aquellos monstruos ya eran parte de ella. Estaba más pálida que de costumbre. Lloraba en silencio. El miasma era su sombra permanente. Para esos momentos, yo ya estaba hastiada. No podía permanecer ni un minuto más en aquel lugar: el espíritu muerto de la que había sido mi madre y lo profano de mis pensamientos, me aconsejaron que saliera de ahí. Igual que el gato salí huyendo, con las piernas temblando, pero con el alivio de no ser más parte de aquel escenario.

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Claroscuros

Cuando abrió los ojos, se encontró en una habitación llena de gente. No sabía dónde estaba, ni qué hacían allí aquellas personas. Estaba mareada; aturdida por la luz que salía de las lámparas blancas que pendían del techo. Su respiración y su pulso estaban agitados; así lo indicaba la máquina a la que estaba conectado su diminuto cuerpo. El tubo pequeño colocado en su boca le impedía hablar. Podía escuchar su saliva recorrer aquel plástico dentro de su garganta. Hacía ruidos extraños. Jalaba aire con desesperación, como si de ello dependiera su vida. Intentó alzar uno de sus brazos, pero las mangueras enredadas alrededor de éste se lo impidieron. El líquido verde que pasaba por sus venas por momentos le producía ardor. Pero esa no era la única sensación que percibía su cuerpo: sentía la vulva irritada, adolorida; como si le hubiesen atravesado la vagina con algún instrumento filoso, y éste le hubiera rasgado la piel y la dignidad a un mismo tiempo. Quiso bajar los pies de la cama e intentar irse. No lo logró: sentía las piernas pesadas, ajenas, como si ya no formaran parte de su cuerpo. Se desvaneció.

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Al volver a abrir los ojos, miró a su alrededor, buscando a las personas que hacía unos momentos la rodeaban. Se habían ido. La habitación estaba completamente vacía. Supuso que la mantenían viva por algún motivo oculto, sin interesarse siquiera en su humanidad. De súbito sintió que ella junto con la cama se iba haciendo pequeña. Las paredes comenzaron a cerrarse a su alrededor, acompañadas de un crujir espantoso. A cada segundo el espacio se reducía; obligándola a respirar con dificultad. Entonces volvió a perder el sentido. Cuando volvió en sí, aún adormilada se percató de la presencia de una enfermera, que la miraba con lástima; como quien observa a un perro moribundo; quizá tentada a darle una muerte piadosa. —¿Cómo estás, pequeña? —dijo la enfermera, sonriendo forzadamente —pronto te sentirás mucho mejor, ya verás —volvió a decirle, mientras examinaba que las soluciones se administraran correctamente. La chica trató de interpretar el rostro de aquella mujer; pero éste era simple y sin gracia; su mirada carecía por completo de emociones. Al instante siguiente su mente fue avasallada por imágenes que le produjeron dolor a lo largo de todo el cuerpo. Entre sus visiones divisó a un hombre corpulento, persiguiéndola por la calle. Una vez que la tuvo a su alcance, la jaló del brazo y le arrancó la ropa. Sin entender el por qué de aquella agresión, la chica sintió cómo

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el hombre se llevaba sus senos a la boca, para luego masticarlos lascivamente. La chica volvió a desmayarse. Despertó de golpe; deseando que aquella escena estuviera fuera de realidad. Con ansiedad empezó a palparse los senos con la mano que le quedaba libre. Sintió unas vendas envueltas en su pecho, quiso quitarse la bata desechable que le cubría su cuerpo; al momento de hacerlo, notó los raspones y hematomas que adornaban su piel. Se horrorizó. Empezó a gritar, pero fue en vano: su garganta la había traicionado. La nulidad de voz se perdió entre las grietas de la habitación. Las visiones hicieron que su mente colapsara. Con violencia arrancó la aguja que le administraba suero. Al instante sintió su sangre caliente derramándose por su brazo. Su piel empezó a enfriarse. La enfermera apareció de repente, tratando de hacerla entrar en razón. Forcejeando, suministró a la chica una sustancia que hizo que volviera a sentir los parpados pesados inmediatamente. Cuando abrió los ojos el espacio estaba habitado por la oscuridad. Ya no estaba en la habitación blanca. Palpó su brazo; las agujas y mangueras insertadas en su cuerpo tampoco estaban. Se tocó el rostro. Agitó las piernas con furor. Sonrió en medio de aquella habitación gobernada por la nada. Se movió buscando algo que le dijera que todo había vuelto a la normalidad. Identificó el olor de sus sábanas; efectivamente: estaba en casa.

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Ya no le dolía el pecho. Acercó su mano a la entrepierna. Intentó provocarse una erección; no lo logró. Respiro hondo. Resignado se acomodó en la cama para intentar volver a conciliar el sueño. Esa noche tendría que dormir sin masturbarse.

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Necrosis

Era la tercera vez en ese año que ingresaban

a Juan en el hospital; y apenas era agosto. Llegó por una infección: la parte baja de su rodilla que se le estaba necrosando. Sus compañeros de reclusorio lo habían herido otra vez. Los prisioneros tenían un objetivo común: querían verlo muerto. La razón de su primera visita al hospital fue un cepillo de dientes, tallado en punta; lo llevaba enterrado en la parte lateral de la pantorrilla izquierda. El rencor contra él lo habían provocado los chismes que circulaban al interior del penal; éstos decían que había secuestrado y violado a tres jovencitas. Las elegía marcando uno u otro número telefónico indistintamente. Exigía cierta cantidad de dinero por su rescate. Sin embargo, aun cuando sus demandas hubieran sido cumplidas, Juan violaba y mataba a sus víctimas, para luego deshacerse de los cuerpos. Se dice que a una la asfixió usando bolsa de plástico. Que a la segunda la mató a puñaladas por resistirse a dejarse penetrar. Y que a la última le metió un palo de escoba por el recto hasta desangrarla.

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Aquel día lo llevaron a urgencias: su pierna había empezado a apestar a muerte. Los trapos que le cubrían la herida estaban empapados de una pus apestosa. Los custodios lo aventaron en el pasillo de la sala, sólo por obligación; les daba igual que muriera. Una de las enfermeras lo reconoció. Preguntó por el motivo de su reingreso; a lo que. Juan, fastidiado, respondió que los reclusos le habían herido otra vez mientras estaba en el baño. La herida se le estaba infectando; al menos eso era lo que él creía. Lo pasaron a revisión. El médico lo inyectó para luego canalizarlo a observación. Esa noche, Juan tuvo fiebre. Su estado empeoraba; no solamente se trataba de la infección: una bacteria se había trasladado a su sangre, llegándole hasta una sepsis. En los días posteriores Juan sufrió un paro cardiorespiratorio. Los custodios que lo guarnecían comentan que empezó a quejarse, pero, dado que la vida de Juan no era valiosa, no les dio la gana llamar a las enfermeras. Hablaban entre ellos cuando los aparatos a los que Juan estaba conectado que empezaron a hacer mucho ruido. Al percatarse de la urgencia de la situación, enfermeras y los doctores hicieron su arribo, para aplicarle por varios minutos el denominado rpc. ¿Quién diría que a sus 27 años Juan volvería a nacer? Los médicos lo lograron; Juan había regresado de la muerte. Lo tuvieron que sedar para que no se quejara. Juan estaba morado y maltrecho. Cuando

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despertó de la anestesia los médicos se sorprendieron al notar que estaba en sus plenos cinco sentidos. No se explicaban cómo había aguantado todo aquel proceso. No obstante, la pierna se le seguía pudriendo. Era necesario amputar. Cuando el cirujano le comunicó a Juan la noticia, a éste no le hizo ninguna gracia. Iracundo espetó un “¡Esto ya valió madres!” mientras aprobaba con la cabeza. Una vez hecho el trámite, procedieron a cortarle la pierna hasta el muslo; lo cual a todas luces resultaba excesivo. Con todo, ni siquiera el mismo Juan discutió la determinación. Desde entonces Juan ya no volvió a ser el mismo; no le quedaba ánimo ni siquiera para hablar. Estaba consciente de que en cuanto regresara al reclusorio la historia volvería a repetirse; aunque, quién sabe; tal vez por una última vez…

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