312 | Ramiro Alberto Flores Guzmán
La concesión del título de superintendente de Real Hacienda a los virreyes del Perú representó el espaldarazo definitivo al lento proceso de consolidación de la autoridad virreinal en materia fiscal, el cual se había iniciado con la llegada al poder del marqués de Castelfuerte en 1724. La nueva atribución tuvo una profunda significación en el terreno práctico al restringir fuertemente la autonomía de los oficiales reales (quienes, desde entonces, estuvieron sujetos de manera mucho más estrecha a la vigilancia y supervisión de los virreyes) y al conferir al virrey la última palabra en todo tipo de decisiones respecto a la marcha de la Hacienda pública, frente a la cual ninguna autoridad inferior podía oponerse.35 La expansión de las facultades financieras del virrey trajo aparejada una gran carga de responsabilidad sobre sus hombros, pues debía atender todos los aspectos normativos y jurisdiccionales de Hacienda, por lo que recurrió de forma regular al apoyo de un comité asesor conocido como Junta de Hacienda.36 Aun así, las oficinas virreinales nunca pudieron absorber la tremenda cantidad de documentos despachados por la burocracia fiscal, papeles que usualmente terminaban arrimándose en los escritorios, a la espera de una decisión que tomaba, a veces, meses o años.
IV. La Real Hacienda prerreformista (1752-1776) Con la llegada al poder del rey Fernando VI (1746-1759), los asuntos americanos cobraron una importancia cada vez mayor en la agenda política interna de la Corona española. Un reflejo claro de este renovado interés fue el desdoblamiento de la Secretaría de Marina e Indias para dar origen a una secretaría privativa encargada de las colonias ultramarinas: la Secretaría de Estado y de Despacho Universal de Indias (1754). Y aun cuando el cambio no tuvo efecto de inmediato, debido a que ambas secretarías quedaron perentoriamente en manos del ministro Julián de Arriaga (quien las conservó hasta su muerte en 1776), el hecho de ser una instancia independiente brindó a sus funcionarios la suficiente confianza e iniciativa para emprender reformas más profundas en todos los ámbitos de la vida colonial y, en forma especial, en el campo fiscal. En la Península, por entonces, el secretario de Estado marqués de Ensenada llevó a la práctica uno de los programas de reforma fiscal más ambiciosos del Antiguo Régimen: el catastro. El proyecto consistía en suprimir todas las contribuciones tradicionales y suplantarlas por un solo impuesto directo a la propiedad territorial y a la renta de las personas. Era, sin lugar a dudas, uno de los 35. Jáuregui 1999: 89. 36. Céspedes 1953: 333.