Metal - Lourdes Silva

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Lourdes Silva Metal

A mis padres, por los árboles y los pájaros, por las aleaciones y los monstruos, por el mestizaje y el amor.

Antes de ayer mi cuerpo estaba inútil. Ahora está desgarrándose en sus rincones cuadrados.

Está desgarrando los vestidos de la Vieja Mary, nudo a nudo y mira, ahora está bombardeada con esos eléctricos cerrojos. ¡Zing! ¡Una resurrección!

No es fácil dar la posición de la aventura, del riesgo, puesto que no hay posición estable, ni punto de partida, ni punto de llegada. Venimos desde. Vamos hacia. Si nos quisieran encontrar ya no estaríamos allí. Es así de fluente nuestro lugar.

No pierda el tiempo, señora, te había dicho la directora de la Escuela de Danzas, esta chica no tiene talento para el ballet. ¿Qué puede ser la culpa de no bailar?

CÓMO LEVITAN LAS ROCAS

Me caí. Fui cayendo. El único lugar que encontré para decir «esto soy yo» fue contra el piso. Polvo de escombros en la cara y pedregullo en las palmas de las manos, casi mineral a un paso del bajo tierra, empetrolada. Como en una mancha de humedad, aparecen cosas ensambladas, entidades irreconocibles que los gusanos y los hongos reúnen y comen. Una nueva especie nace en el techo, quiero auscultarla al igual que el médico lo hace con el corazón del paciente, escuchar la mancha de humedad siendo puerta giratoria o jardín de invierno o sala de emergencia, manifestándose como el mismísimo ojo del huracán, el sitio más calmo dentro del fenómeno meteorológico más severo. Y alrededor, del mismo modo que en la mancha, nubes densas en la región de los vientos intensos, de los espirales eléctricos. Las casas se destruyen completamente mientras miro, se desmoronan los techos y comienzan las inundaciones, el río

se desparrama justo sobre el borde más peludo de la mancha, pareciera inminente la evacuación, los bomberos gritan, aprieto un trozo de ladrillo, la playa está erosionada, la velocidad aumenta, mis piernas se duermen. El ojo continúa más o menos definido en el centro geométrico de la tormenta, es un ojo claro de miles de kilómetros de diámetro y se está agrandando de forma magnética, como en un test de Rorschach, convirtiéndose en un ojo de alfiler, circular, casi imposible de pronosticar por los expertos del noticiero. Boca arriba el techo me escupe desastre, me arrastro para cambiar el uso del suelo, me engulle, ahora estoy bien abajo, controlo la respiración, no me muevo, tal vez no me descubran.

Caerse como los turistas dejan caer objetos en el territorio que caminan comiendo, lo van modelando con cada gesto hambriento y sintiendo puntadas que les atraviesan el estómago como rayos láser en el museo del espionaje de Berlín; producen un nuevo fósil, la edad de la materia blanda. A los turistas también les duelen las piernas y las cabezas, hacen el recorrido, reptan, son detectados por el sensor ciático, tienen gula de palabras como sitios hundidos y en la niebla de un clima inesperado; no se trata de destreza física, sino de horas, porque esquivar las balas es como aprender a bailar sobre un piso espejado. Los turistas bailan y yo los veo moverse como terratenientes del paisaje, veo cómo padecen la geometría euclidiana, en simultáneo, se desplazan por el piso reflejante del palacio, donde arriba y abajo se pliegan dibujando cuerpos en bucle, ligeramente catatónicos. Así, los turistas retorcidos como pulpos se enredan intentando

entender lo que dicen sus ladridos y caen –como siempre– en algo ajeno; son adictos a llevar a cuestas, como Atlas, el titán del castigo cósmico.

Padecen la agonía de un doble que camina bajo tierra cargando su sí mismo sobre tierra, van divididos por ese hilo marrón, esa paradoja que se teje y que hace posible lo que como y mis restos, eso que olvidan los turistas porque van cargados, eso que no logran guardar en sus bolsos, ni en la memoria de sus teléfonos celulares, esa huella borrosa y vaporosa que queda en el piso cuando ya no están, cuando dejan de coreografiar y desaparecen, como en esas imágenes fui cayendo.

Caerse como se cae un combatiente con el pecho baleado, manando una lava pegajosa que podría aglutinar todo el plástico del mundo en las costas de Hawái, eructando escenas de películas con tribus salvajes que se comen personas, o eso decían en las revistas que leía cuando era niña. Allí retrataban a los indios como bestias endemoniadas: con solo mirarte podían transformarte en un animal de fisonomía difusa. Yo quería que me observara la imagen del indio de la revista, que me tocara, que me convirtiera, pero siempre comenzaba a sonar la sirena de aquel auto y se los llevaba, a los indios, uno a uno, atados por su canto y, como en una visión, se ocultaban en la piedra caliente y rojiza del cerro que diseccionaba a través de un mapa mentiroso, un mapa que me habían pegado en la cara interior del cráneo durante la clase de geografía: el color de la piedra antes de los pasos les hizo de cielo, pensé, la transformación del suelo vegetal fue la huella de

la fuga. Y el combatiente seguía cayendo y eructando medusas de piedra, aunque el silogismo no sea correcto y esté atragantada. Aunque no pueda desmayarme y siga repitiendo como en el teatro: organizar los documentos de esta máquina durante el acto de la persecución.

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