Francisco Álvez Francese Las invasiones

And, capable, created in his mind, Eventual victor, out of the martyr’s bones, The ultimate elegance: the imagined land.
Wallace Stevens, Mrs.
Uruguay
Tiempo después iban a entender que cada cosa tiene su lugar y que todo puede armarse en torno a lo más sencillo, a un gesto que suena discordante o a un sonido levemente más agudo que el resto en el concierto de la naturaleza, pero empezar, todo empezó con un vestidito negro que Yanic había comprado en la mercería del pueblo aquella misma tarde para regalarle a su novia.
Era, como había dicho el dependiente de la tienda, una elección clásica, atemporal y esta última palabra había sonado con un tono raro, aunque Yanic no pudo detectar la ironía. Snobby Price le había contado, además, que la seda con la que estaba hecha la prenda era el orgullo de su ciudad natal, Bahía Blanca, que quedaba «por la costa, al sur, pasando Ingeniero White». Le había hablado de los veranos inmóviles
en Monte Hermoso, donde había conocido el amor de las mujeres, y de las noches calladas, de lecturas y vino en sótanos tapizados de terciopelo.
A Yanic, proclive al asombro, le fascinó al instante ese nombre que sonaba extranjero y su mitología, y cuando le ofreció el regalo a su novia, la dulcísima Lena, no olvidó contar la historia de su origen, agregando otros extravagantes detalles que Snobby Price había dicho con una prosa opulenta y delicada como los muchachos y las muchachas que desfilaban por sus relatos interminables de conversaciones apagadas y música suave. A pesar del entusiasmo del joven enamorado, y para su sorpresa, Lena respondió al ofrecimiento con lágrimas y, entre sollozos, le dijo: «Tengo que ponérmelo ya, porque pronto me va a quedar chico». Mientras hablaba, lentamente, su rostro se puso rojo y sus manos, apoyadas ahora en su vientre, comenzaron a temblar. Fue una noche larga, calurosa, apretada. A la mañana siguiente los despertó un clamor. Un ruido seco y frío, un estruendo y gritos. Alguien o algo había volado por los aires la panadería, las baguettes despedazadas eran ahora alimento de las gaviotas más intrépidas, que
se atrevían a atravesar el humo y el polvo. El terror invadió de pronto las estrechas calles de Saint-Malo. Los vecinos corrían a los gritos, llamando a sus familiares y amigos, es decir al pueblo entero. Habitante del piso de arriba del establecimiento, Snobby Price se había ido, fundido entre quatre-quarts y un postre chajá que Jean-Pierre, el panadero, había preparado especialmente para el cumpleaños de su hija mayor.
La Pampa se conmovió. Nunca había sucedido algo así en esa zona tranquila y alejada de las grandes ciudades, pero recientemente todo se había complicado en la región, según se escuchaba en la radio y se leía en periódicos y en la web. Se decía, por ejemplo, que en Rennes los ataques de indios eran desde hacía unos meses muy comunes, casi semanales, y, tras la toma de Nantes, también habían sufrido los malones ciudades impensadas, como Morlaix e, incluso, Caen, donde se estimaba que la mitad de las jovencitas habían sido capturadas por el temido enemigo bárbaro. Nadie imaginaba, de todos modos, que los indios fueran tan audaces como para atacar esa pequeña ciudad fortificada, ajena a todo salvo al intenso mar y a sus islas.
Unos minutos antes de la explosión que acabaría con su vida, Snobby Price había abierto los ojos lentamente, solo para comprobar que ese ligero peso sobre su pecho era el brazo del hombre que desnudo dormía con tranquilidad, como los animales: el pelo largo dispuesto sobre la almohada, la boca apenas abierta, los ojos relajados, ni un músculo tenso en su cuerpo reposado. Snobby Price había removido la mano con delicadeza y se había vestido en silencio, mirando cada tanto a aquel muchacho que yacía imperturbable en su cama. Había puesto agua a calentar y tenía ya el rooibos preparado cuando un fuerte sonido surgió desde la parte de atrás de su cráneo: un olor almizclado le había traído una vez más, desde el fondo del océano, una tarde de verano. Había pájaros y niños que corrían entre los árboles y había un cine y una mujer de rostro indescifrable, sentada a la orilla; el agua, en el tenue recuerdo, reflejaba al sol y el sol a las flores salvajes que crecían desparramadas, amenazantes.
Algo de eso lo entristeció y pensó que despertaría a su amigo nocturno y le pediría que se fuera, para estar solo. Cuando abrió los ojos y lo vio así, como oscurecido por un pensamiento, Rafael entendió todo. Se vistió
despacio, prestando atención a cada detalle (sus botas de cuero marrón, su short de jean, su camiseta negra, la camisa escocesa, los anillos y el reloj), pero al acercarse a Snobby Price fue tajante: «Te llamo». Y se fue. Snobby Price, enternecido por la lealtad y la austera comprensión, se sirvió su tisana y empezó a contar como si esperara. Ahí fue que sintió pasos, corridas, gritos y una palabra que, fuera de toda posibilidad, pero acorde con su humor, le hizo decir, por última vez: «Qué enchastre». El resto fue como un sonido que se escucha desde debajo del agua. Como algo que se quiebra lejos y resplandece. Lena estaba aterrada. Yanic también, pero creía disimularlo hablando compulsivamente, todo el tiempo, de cualquier tema, hasta que al final dijo: «Tenemos que irnos». No había internet y los celulares no funcionaban desde el día del atentado. No habían tenido noticias de la capital, tampoco, y ningún automóvil había aparecido por ahí en todo ese tiempo. Lena propuso volver a su casa natal, en el Mont Saint-Michel, pensando que si no había caído durante la guerra de los Cien Años no caería ahora ante los indios, por fuertes y determinados que fueran. A los días, no obstante, llegó de allí un hombre
casi muerto, lleno de marcas en el cuerpo, quemaduras rituales que nadie comprendió, espirales que se unían en el centro, extraños peces, puntos y rayas. Venía desde ahí, desde la niebla y la piedra. La ciudad estaba vacía. Yanic, temeroso por su mujer embarazada, estuvo pensando en qué hacer hasta que un día se encontró con el vestidito negro, que Lena había transformado en un evanescente pañuelo. «Hay que ir a Bahía Blanca –dijo–. Al sur, más allá de Ingeniero White». Snobby Price contaba las historias más maravillosas de esa ciudad, en la que había sido tan feliz. No sabían mucho, pero decidieron intentarlo, no sin antes pasar por lo de Rafael para preguntarle si tenía algún dato más.
El joven vivía con su padre, viejo marino, y un perro al que le decían Negro en una de las casas más vistosas de la ciudad, muy cerca de la puerta de Dinan. Era descendiente de un largo linaje de gobernadores y un chozno suyo había incluso sido virrey, cuando esa zona era todavía parte del Imperio. Se contaba que uno de sus tatarabuelos, general durante las guerras de independencia, gaucho de nombre Juan Cruz, había matado al hermano de su suegro en batalla y tenido que huir con su
mujer y su niño, quien había terminado siendo el primero de los temerarios marinos Le Coz. Rafael Le Coz era el más bello de los hombres de Saint-Malo y probablemente de La Pampa entera y, aunque la muerte de Snobby Price apenas minutos después de su partida lo había afectado muchísimo, mantenía su atractivo intacto. Los invitó a sentarse y les dijo, simplemente, que todo lo sabía de su amigo, pero no el lugar preciso ni la fecha en que las cosas habían ocurrido. Tenía los ojos ocultos tras el llanto y el largo cabello cubría sus hombros: ni Yanic ni Lena podían dejar de mirarlo, con sus manos delicadas sobre las rodillas, el cuello fino, la nariz perfecta. Después de un rato de raro silencio les sirvió café, los convidó con pasteles de dulce de membrillo y, tras darles un viejo cuaderno, los invitó a irse. «Tata necesita descansar», dijo.
Al salir de la casa volvieron, juntaron sus pertenencias, el poco dinero que tenían, y trataron de conseguir caballos, pero ya nadie se acordaba de cómo domarlos y los animales habían desarrollado sus propias comunidades, a las afueras de la ciudad, donde vivían del tierno pasto que crecía al borde del río Rance. Pensaron entonces en salir de Saint-Malo hacia
Dinard de noche, en una barca que había pertenecido a un pariente muy lejano de Lena, corsario en los tiempos de Nicolás de Arredondo, famoso por sus obras de fortificación.
El campo estaba en calma: el sol poniente se reflejaba en lejanos tajamares, los postes de alambrado semipodridos delimitaban el paisaje como un rústico sistema de puntuación, y, más allá, pacían las vacas bajo los árboles gachos, la gramilla a punto de dar su mejor verde. Dinard, que había sido una ciudad impresionante una vez, se mostraba ahora como un conjunto desparejo de luces perdido en la inmensidad del estuario. De la barca, a decir verdad, quedaba poco: era casi un pedazo de madera, una cáscara, el envoltorio de un bombón. Sin embargo, los enamorados se alimentan de la esperanza, y eso les sobraba a Lena y Yanic, que subieron algunos kilos de yerba, seis botellas de sidra, un kilo de manteca salada, galletas de campaña y charque y emprendieron un camino del que no sabían nada.
Ni bien dejaron la playa atrás, el barco comenzó a sacudirse. Yanic rezaba, entregado a la Virgen, y Lena respiraba lentamente, abrazándose la barriga. Quince horas después de esa noche infausta, llegaron a la costa. Pronto, algo mojados
por el descenso de la barca, empezaron a caminar en silencio, pensando en lo que dejaban atrás, por la arena. Eran las seis de la mañana y el sol estaba ya asomado en el oriente. Todo estaba en calma y se sentían casi como si los años no hubieran pasado, como si ese fuera otro día de la época liceal, como si estuvieran una vez más escapando de la clase de matemáticas para abandonarse al encanto de la playa vacía, las olas grises del invierno, las gaviotas y el sonido ligero de la soledad.