libro
para mirar fantasmas

A la memoria de mis padres
A Tatiana Sánchez y Uma Sánchez
A Roberto Appratto
¿Cómo leer las huellas?
Georges Perec, Ellis Island
Mi hija me pregunta si puedo nombrar un sonido, si puedo decir y escribir un sonido que repite sin descanso. Es una palabra nueva que pienso para ella, una palabra que pensamos juntos. Unos segundos después hace un dibujo que luego acomoda en el aire. Es una forma intrincada, un gesto primigenio que desciframos en el cielo de la mañana. Eso surge y se abre paso en el devenir de nuestro juego, un trazo que empuja su imaginación interviniendo las cosas, algo que aparece y desaparece sin una razón precisa, sin un sentido práctico ni definición, ni relación aparente con un objeto o pensamiento que yo pueda reconocer con exactitud o claridad.
Desde que Uma nació hemos sido sus intérpretes, sus traductores y sus correctores, sus pequeñas luces en la opaca y confusa habitación del lenguaje.
En esa tarea no siempre estamos atentos, practicamos la imprecisión y el error como ejercicio diario. Aprendemos con ella sobre la marcha, tratando de escuchar ese lenguaje torrencial que se nos escapa. Uma grita, construye, corrige, niega, se detiene y avanza observando una cosa y después otra, asimilando lo anterior con velocidad y pasando a lo siguiente. Inmersa en un proceso que siempre está comenzando, parece que el tiempo y las cosas se deformaran, igual que una narración sin freno,
no tiene tiempo de mirar hacia atrás o hacia los costados, ni la urgencia de mirarse a sí misma y ofrecer conclusiones. En cambio yo, detenido a su lado, estoy parado con un pie sobre otra orilla temporal, tratando de componer lo que observo al mismo tiempo que ella, con un cuerpo que va atado al pasado, a las imágenes del pasado, a la naturaleza del pasado. Es un instante en el cruce de una contracorriente, el espesor de un río que fluye mientras voy mirando su doblez, su mezcla de direcciones. Un trayecto que busco iluminar y comprender, aunque sospecho que ese esfuerzo puede ser aplastante. Eso me sucede con la memoria familiar, esas líneas que entrelazan mis padres y que fundan cada rama de la historia. Un conjunto de reconocimientos que dan forma a las cosas, a la vez que una serie de misterios. Cada vez que me detengo ahí tengo la sensación de estar manejando una máquina con cientos de cables y conexiones posibles, una máquina metafísica que trabaja en silencio, a contramano del flujo de las cosas, si es que eso existe. Durante un tiempo escribí un texto bajo el dominio del dolor, un texto irregular y dispar bajo la forma de un pequeño poema que fui estirando sin animarme a trabajar en serio. No era capaz de entender su exigencia, su necesidad de redondez, incluso su tiranía. Me dejé llevar sin
preguntarme quién o qué cosa estaba pidiendo la palabra: la temprana muerte de mi padre, el cuerpo y la valentía de mi madre, la orfandad de mi hermano, o una voz menor y sinuosa que de alguna manera me representaba, aunque muchas veces fuese impostada y exagerada. Me gustaba la flacura que reunía, su condición de pieza dietética, como un pequeño atado de ramas que iba repartiendo en la semana dos o tres tonos articulados sobre una confesión que nunca revelaba. Esa forma parecía correr en dirección contraria a lo que debía contar o contarme, pero a la vez me gustaba su atributo de iluminar las costuras interiores. Era una voz metida en un camino apenas reconocible, una frase que no podía salirse de los contornos del mundo enunciado. La implosión de un cuerpo cuya dicción ilegible consiste en un gesto cercano al autismo. Ese tejido antinarrativo debía contener y soportar casi todo: peso y levedad, cadencia y simetría, luz y atavismo. Un artefacto capaz de sumergirse en una zona estancada, que en los reconocimientos hacia atrás había fallado su posible alcance redentor. No era sencillo mirar de cerca las tragedias familiares, meterse en las imágenes del pasado inferido, en el silencio de una serie de años que no conseguía poner a dialogar con el paisaje del presente que había heredado.
Ahora que vuelvo a mirar hacia atrás, girando la cabeza en un bosque de espejos, aquella voz es un mapa de escritura, un camino de aprendizaje que me guía. Una habitación preparada para mirar los pasos de un nuevo recorrido, como si el tiempo transcurrido hubiese consistido en un ejercicio para dominar la ansiedad del cuerpo, el terror a la muerte y los registros privados de la lengua escrita. Ese mecanismo he puesto a funcionar en los últimos días, un trabajo para caminar alrededor de la escritura en el afán de hacer crecer este río con la presencia de mis padres. Un movimiento desparejo que ha ido creciendo entre impulsos y miedos, que apenas ha podido despegarse de la misma zona, del mismo camino hacia atrás hasta quedar con ellos sentados a un lado. Perderse en ese paisaje de la revisión, tan arbitrario y esquemático como cualquier otro, o fugarse hacia adentro puede ser peligroso, aunque resulta peor dedicarse a ver el ardor de las cosas sobre el mismo punto concentrado, las reverberaciones de un conjunto de voces sobre el tiempo detenido. Unos meses después que mi padre murió, mi madre apareció en el apartamento familiar con algo disfrazado de regalo que ocultaba un secreto. Traía con ella una revista publicada a mitad de los años ochenta. Un ejemplar perdido entre los cientos de revistas y libros que había empezado a
leer y comprar de forma compulsiva hacía años. Me saludó y sin explicar nada dijo que la revisara, que allí dentro había algo que podía interesarme, un detalle fotográfico que me ayudaría a llevar el duelo. No dijo nada más, dejó la revista apoyada sobre la mesa, se acomodó y decidió rápido que iba a esperar lo necesario para llamar mi atención. Nunca supo qué tan importante sería para mí aquella publicación, aquella copia que parecía tener un único número publicado. Mucho menos se podía imaginar que la usaría para empezar a trabajar un texto personal sobre mi relación con ellos dos. Si cuatro años después su muerte en un accidente de tránsito terminó con una etapa de mi vida, el arco se abría en el otro extremo con la foto que traía la revista en su interior. Mi padre recién llegado del exilio europeo, vestido con un traje viejo, sonriente y despeinado, su figura desprolija aparece de cuerpo entero haciendo la v de la victoria con su mano derecha levantada en el aire festivo. En blanco y negro y entrado en sus cincuenta años, mi padre está detenido sobre un costado de la foto. Su presencia parece invadir la culminación de la escena. Está parado estirando sus piernas en un gesto exagerado, unos pasos por delante de un grupo de trabajadores eufóricos. Como si en ese movimiento repentino hubiese decidido
saltar para meterse en el encuadre, un instante antes del disparo de la cámara. Aquella tarde mi madre se quedó sentada en el comedor para ver la reacción de mi cara. Era una forma silenciosa de obligarme a enfrentar una conversación que estaba en cortocircuito. Hacía años que teníamos una mala relación y ninguno acertaba en la comunicación con el otro. Siempre al borde del desastre, de lastimarnos en lo más profundo, nos gustaba implementar un variado repertorio de movimientos bélicos en contra del otro, y en favor de nuestro orgullo recalcitrante. Sobre todo yo, harto del maltrato y lleno de rencor. En esos meses atravesábamos nuestra habitual trinchera de silencio como imposición y frontera. Ni ella ni yo tuvimos alguna vez una delicada estrategia para acercarnos al otro, ni mucho menos una sofisticada sensibilidad en el manejo de los encuentros: pienso en esto ahora, por aquello de mirar la mirada del otro mientras le mostramos un objeto secreto que tiene por destino revelar algo en el brillo de sus ojos. Ese movimiento cauteloso con la revista sobre la mesa, improvisado y japonés, fue uno de sus últimos intentos por recomponer la relación. Sin embargo, si yo siempre me había jactado de poder interpretar las cosas, esa tarde no supe hacerlo. Llevado por el rechazo que me
generaba su visita, y por el terror a provocar algo que terminara en una reacción violenta, no pude hacer mucho más que ir cediendo ante su posición. Hacer ese esfuerzo fue difícil, nunca perdoné su violencia, ni sus decisiones escapistas, ni su autodestrucción. Nunca pude acercarme para perdonarla mientras ella estuvo con vida. Después del accidente de tránsito que la mató, hice el intento de llevar adelante un ridículo ejercicio de exorcismo: mezcla de culpa, narcisismo, monólogo, melodrama y masoquismo. Aquella tarde logramos hablar, aunque yo no haya podido entender su necesidad de reencuentro. Entonces me animé a preguntar algunas cosas y empecé despacio a pensar cómo se podían atar los hilos de la historia familiar más allá de los mitos o charlas que había escuchado a través de los años. Pensé en los cabos sueltos que había dejado su juventud, sus viajes personales, sus amigos clandestinos, muertos o exiliados. Pensé en silencio, como también pensaban ellos. Por otra parte, también estaba el regreso de mi padre, sus actividades en el exilio, su primera familia en Europa y su convencimiento radical de los procesos sudamericanos. De esa forma vi cómo se abrían hacia atrás los círculos del tiempo familiar, cómo se entretejen las historias inconclusas y ocultas, y qué cosas del pasado
debía poner a dialogar con el presente, un presente que había emergido bajo la misma palabra y con el mismo título que tenía aquella revista que había traído mi madre: encrucijada.
Todavía conservo la publicación, está guardada para mirar cada tanto la sonrisa de mi padre en el año en que nací. Ese gesto de alegría que viste los días de su regreso. Mirar la cara del otro en un momento exacto es algo que al final no aprendí de la literatura o de las películas, sino de aquella tarde con mi madre, que ahora se aproxima como una lección que invade nuevos momentos. A su vez, y a pesar de tener esa condición única, ese atributo casi mágico de mostrar la celebración del final de una época oscura, algo tan valioso que parece inalterable, todo aquello es ahora una zona amenazada por la necesaria mirada del hijo. Un relato del pasado que parece unívoco también puede ser borroso, encerrar varios sentidos al mismo tiempo, varias preguntas y contradicciones, múltiples versiones de lo mismo en lo mismo, como si se pudieran encontrar distintos caminos para explicar las mismas cosas, aunque algunas sean o pasen por asuntos menores, efímeros, demasiado personales o acaso demasiado alejados del presente. Pensar, por ejemplo, eso que ahora rompe los ojos, y que no solo configura un paisaje interior, sino un paisaje colectivo, abierto, celebratorio, como posibilidad de anclaje: