Taller de Escritura Creativa, lo Barnechea 2023

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Taller de escritura Creativa

Profesora Francisca Werth Coello.

Lo Barnechea, 2023

Taller de Escritura Creativa, lo Barnechea , 2023.

El Campanero, Patricia Peña

La Ventana, Rosa Celis

De visita, Francisca Cruzat Vázquez

Lluvia y pan, Verónica Roa

Los objetos amados, Carolina Gacitua

Te toca, Cristián Parragué Ortega

En una pequeña aldea vivía Bernardino, un hombre mayor cuya única misión en la vida había sido tocar la campana de la iglesia.

Para sus habitantes era tradición regirse por los campanazos. Uno, indicaba misa, dos anunciaban nacimiento y tres significaban un funeral.

Bernardino estaba orgulloso con su trabajo. Sin embargo, durante tantos años el repiquetear de las campanas había dañado su audición

Ese domingo, como era habitual, subió al campanario y tiró la cuerda una vez, pero no escuchó el tañido. Insistió nuevamente, pero no logró saber si habían sonado las campanas.

Angustiado se dijo: “Bernardino ya estás viejo, sordo y eres un inútil”.

Entonces corrió donde el curita para contarle lo que le estaba pasando. Mientras avanzaba vio que la iglesia se repletaba de aterrorizados feligreses.

¡¿Qué pasa, qué pasa?! - gritaban. Creían que tantos campanazos solo podrían indicar una tragedia.

En medio del alboroto, Bernardino pedía disculpas y con la voz entrecortada avisaba que dejaría el trabajo, porque ya estaba viejo y no servía.

La iglesia se fue inundando de un gran silencio. Solo se escuchaba el sollozo de Bernardino. Entonces uno de los fieles se le acercó y con un gran abrazo le dijo todo lo que significaba para ellos.

Aquel gesto dio paso a un aplauso cerrado de todos los presentes y se decidió que desde ese día, más de tres campanazos, indicarían que era tiempo de una gran fiesta y que él seguiría siendo el campanero.

Así fue como hubo muchas fiestas y la primera, en honor a Bernardino.

Mayo 2023

“El Campanero”

“La Ventana”

Te vine a ver anoche, la oscuridad y la penumbra nublaban mi ser. Tú sosegada y quieta no dabas intento de mirar.

Te vine a ver anoche, temblaba mi cuerpo que ya no es, pero tú seguías aletargada en mi sufrir.

Mis lágrimas invisibles caen y caen, formando grises mares sin fin.

No, no, no quiero el existir, solo saber que mirarás y que tras la ventana dejaré de sufrir.

Rosa Celis

Caminando sobre el pasto, me dedico a mirar los colores de las piedras mientras busco a Pipe. Una sucesión de grises igualmente desgatados, con algunas excepciones : unas más blancas y nuevas, otras musgosas y viejas. De pronto, diviso la de mi amigo, casi tapada por flores rojas, blancas y amarillas y, obviamente, una polera azul de su equipo de fútbol favorito. Lo saludo y me siento un momento con él. Luego de un largo rato conversándole y aguantando el frío, me despido y cubro su lápida con una nueva flor.

“De visita”

LLUVIA Y PAN

La noche torrencial se derrumbaba y me hacía recordar los días de mi niñez, cuando mi nana hacía un despliegue multicolor con todos los paraguas que habían salido de paseo durante la lluvia y los ponía a tomar sol, todos quietos y formados. Los abría en la terraza, los ordenaba por tamaños y colores y los dejaba secar bajo el frío sol de invierno. El de ella era fucsia, el más grande de todos. Grande y fuerte como ella.

Después del aguacero yo me ponía mis botas de lluvia y mi poncho escocés y salía a la calle a chapotear en las pozas que encontraba en el camino a la panadería, a unas cuatro cuadras. No me gustaba comprar el pan ahí. El panadero había perdido el dedo pulgar y cuando no estaba amasando atendía público detrás del mostrador, donde veíamos su mano atrofiada, que me asustaba.

Un día esto cambió. El viaje a la panadería ya no fue necesario porque apareció Omar, repartidor de otra panadería de la comuna. Omar llegaba pedaleando en su triciclo, que tenía una cajuela de madera color azul jacinto con un gran canasto de mimbre en su interior, lleno de marraquetas doradas y crujientes. Al cabo de un tiempo de buenas ventas, Omar cambió el triciclo por un “pan de molde”, un furgón blanco que manejó por muchos años. Yo esperaba con ansias el sonido de las 12 de la sirena de Bomberos de la Cuarta Compañía que anunciaba su llegada. O al menos eso pensaba yo, porque siempre coincidía. Ahora no traía un canasto, sino tres: marraquetas, hallullas y colizas para escoger. Todo calientito. Hasta que un día Omar no vino más y también cerró la panadería de mi barrio. Había llegado un supermercado que vendía pan pre horneado , disponible varias veces al día. En mi casa se dejó de usar la bolsa de tela celeste que tenía la palabra “Pan” bordada y fue reemplazada por bolsas plásticas con el logo del supermercado. Desde entonces el pan de mi niñez ya nunca supo igual.

Verónica Roa V. 16/5/2023

La vida se construye con objetos amados. Desde la niñez hasta el final de los días, en cada etapa de la vida se atesora uno de esos frutos de nuestra devoción. En la temprana infancia se podría pensar que para pequeñas criaturas con apenas unos meses de vida y sin conocer siquiera la composición de la materia o el valor de las cosas, instintivamente pueden acoger como un tesoro el más simple biberón, chupete, juguete o pañal regalón. Estos descubrimientos van mutando conforme crecemos y lo que fue adoración máxima de una niña o niño, deja de serlo. En su lugar el tiempo va dando paso a otros esenciales. Ya no son dos o tres, ni tan simples, ni tan sencillas. Como adultos nos aseguramos de que sean muchas y a veces más de las que necesitamos. Creemos que teniendo mucho seremos más plenos, pero lo cierto es que lo verdadero viene con el entendimiento de que menos es más, porque cuando llenamos los espacios no podemos ver los objetos amados con claridad, esos que nos conectan con quiénes somos, de dónde venimos y cómo hemos llegado hasta aquí.

“Los objetos amados”

“Te toca”

Días y días de preparación, pareciera que el que entró hace un tiempo por la puerta de la barraca no hubiese sido yo. ¿Quién era yo hace 8 meses? ¿Y por qué estoy aquí siquiera?

-¡Atención, tomen sus mochilas y empaques!

¡Ah! Ya me acuerdo. Ella, fue por ella que terminé metido aquí en esta aventura sin sentido…

-Hola

-Hola ¿Cómo te llamas?

- Mariela ¿y tú?

Su pelo ligeramente rizado, su sonrisa, el tono de su piel, todo en ella me embelesó. Pero ahora que no le he hablado ni la he visto en casi un año ¿estaré haciendo lo correcto?

-¡Alvares! A la fila, ¡Arancibia! A la fila, ¡Bustamante!.... En unos momentos me toca hacer la estupidez más estúpida que podría haber pasado por mi cabeza. ¿Tiene sentido subir a una lata voladora para saltar a más de 2000 metros de altura por no sé qué patriótico motivo? ¿Para qué se ha creado tanta tecnología si aún la base de l a guerra se funda en hombres de carne y hueso? Carne y hueso que claramente no resisten a una caída desde esa altura ¿y para qué sirve ser soldado?

-Miranda, ¡rápido! A la fila.

El motor ruge con fuerza. Mientras espero mi turno para subir, veo un arbusto que se mece suave a un lado de la pista y vuelvo a pensar en ella. ¿Se habrá enterado por algún lado que estoy metido en este intríngulis por acercarme un poco al ideal masculino que ella soñaba?, o eso es lo que creí escuchar:

- ¡Me encantan los marinos!... Dijo ese día. Fue entonces que decidí convertirme en un hombre y me presenté al cantón de reclutamiento, pero cuál fue mi estupor cuando desprevenido veo que el encargado ¡termina enrolándome en el cuerpo de paracaidismo!

- ¡Tapia, suba! Grita el capitán. Luego es mi turno y lo último que veo de soslayo es el arbusto que se mueve como el pelo de ella y partimos. Subimos rápido a la altura necesaria. No es un vuelo comercial. No voy siquiera en clase económica. Todo es ruido.

Se enciende la luz roja, nos paramos. Soy el último de la fila. Alcanzamos la altura, nos enganchamos, salta el primero, luego los demás, nadie titubea, nadie cuestiona:

- ¡Me encantan los marinos!...

“Marino”, imbécil, no paracaidista. Ma ri no. Tal vez se refería a un marino mercante, ¿o sería el aire marino? El ruido ese día era tan ensordecedor como el de la cabina del avión.

-¡Soldado, salte!

- No capitán, no voy a saltar.

-¡¿Cómo qué no?! Al capitán se le salen los ojos de sus órbitas.

-¡Salte, ahora! ¿O acaso no confía en usted mismo que armó el paracaídas?

-Precisamente, porque yo armé este paquete es que no voy a saltar.

Cristián Parragué Ortega

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