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LLUVIA Y PAN

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“La Ventana”

“La Ventana”

La noche torrencial se derrumbaba y me hacía recordar los días de mi niñez, cuando mi nana hacía un despliegue multicolor con todos los paraguas que habían salido de paseo durante la lluvia y los ponía a tomar sol, todos quietos y formados. Los abría en la terraza, los ordenaba por tamaños y colores y los dejaba secar bajo el frío sol de invierno. El de ella era fucsia, el más grande de todos. Grande y fuerte como ella.

Después del aguacero yo me ponía mis botas de lluvia y mi poncho escocés y salía a la calle a chapotear en las pozas que encontraba en el camino a la panadería, a unas cuatro cuadras. No me gustaba comprar el pan ahí. El panadero había perdido el dedo pulgar y cuando no estaba amasando atendía público detrás del mostrador, donde veíamos su mano atrofiada, que me asustaba.

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Un día esto cambió. El viaje a la panadería ya no fue necesario porque apareció Omar, repartidor de otra panadería de la comuna. Omar llegaba pedaleando en su triciclo, que tenía una cajuela de madera color azul jacinto con un gran canasto de mimbre en su interior, lleno de marraquetas doradas y crujientes. Al cabo de un tiempo de buenas ventas, Omar cambió el triciclo por un “pan de molde”, un furgón blanco que manejó por muchos años. Yo esperaba con ansias el sonido de las 12 de la sirena de Bomberos de la Cuarta Compañía que anunciaba su llegada. O al menos eso pensaba yo, porque siempre coincidía. Ahora no traía un canasto, sino tres: marraquetas, hallullas y colizas para escoger. Todo calientito. Hasta que un día Omar no vino más y también cerró la panadería de mi barrio. Había llegado un supermercado que vendía pan pre horneado , disponible varias veces al día. En mi casa se dejó de usar la bolsa de tela celeste que tenía la palabra “Pan” bordada y fue reemplazada por bolsas plásticas con el logo del supermercado. Desde entonces el pan de mi niñez ya nunca supo igual.

La vida se construye con objetos amados. Desde la niñez hasta el final de los días, en cada etapa de la vida se atesora uno de esos frutos de nuestra devoción. En la temprana infancia se podría pensar que para pequeñas criaturas con apenas unos meses de vida y sin conocer siquiera la composición de la materia o el valor de las cosas, instintivamente pueden acoger como un tesoro el más simple biberón, chupete, juguete o pañal regalón. Estos descubrimientos van mutando conforme crecemos y lo que fue adoración máxima de una niña o niño, deja de serlo. En su lugar el tiempo va dando paso a otros esenciales. Ya no son dos o tres, ni tan simples, ni tan sencillas. Como adultos nos aseguramos de que sean muchas y a veces más de las que necesitamos. Creemos que teniendo mucho seremos más plenos, pero lo cierto es que lo verdadero viene con el entendimiento de que menos es más, porque cuando llenamos los espacios no podemos ver los objetos amados con claridad, esos que nos conectan con quiénes somos, de dónde venimos y cómo hemos llegado hasta aquí.

Carolina Gacitúa.

“Te toca”

Días y días de preparación, pareciera que el que entró hace un tiempo por la puerta de la barraca no hubiese sido yo. ¿Quién era yo hace 8 meses? ¿Y por qué estoy aquí siquiera?

-¡Atención, tomen sus mochilas y empaques!

¡Ah! Ya me acuerdo. Ella, fue por ella que terminé metido aquí en esta aventura sin sentido…

-Hola

-Hola ¿Cómo te llamas?

- Mariela ¿y tú?

Su pelo ligeramente rizado, su sonrisa, el tono de su piel, todo en ella me embelesó. Pero ahora que no le he hablado ni la he visto en casi un año ¿estaré haciendo lo correcto?

-¡Alvares! A la fila, ¡Arancibia! A la fila, ¡Bustamante!.... En unos momentos me toca hacer la estupidez más estúpida que podría haber pasado por mi cabeza. ¿Tiene sentido subir a una lata voladora para saltar a más de 2000 metros de altura por no sé qué patriótico motivo? ¿Para qué se ha creado tanta tecnología si aún la base de l a guerra se funda en hombres de carne y hueso? Carne y hueso que claramente no resisten a una caída desde esa altura ¿y para qué sirve ser soldado?

-Miranda, ¡rápido! A la fila.

El motor ruge con fuerza. Mientras espero mi turno para subir, veo un arbusto que se mece suave a un lado de la pista y vuelvo a pensar en ella. ¿Se habrá enterado por algún lado que estoy metido en este intríngulis por acercarme un poco al ideal masculino que ella soñaba?, o eso es lo que creí escuchar:

- ¡Me encantan los marinos!... Dijo ese día. Fue entonces que decidí convertirme en un hombre y me presenté al cantón de reclutamiento, pero cuál fue mi estupor cuando desprevenido veo que el encargado ¡termina enrolándome en el cuerpo de paracaidismo!

- ¡Tapia, suba! Grita el capitán. Luego es mi turno y lo último que veo de soslayo es el arbusto que se mueve como el pelo de ella y partimos. Subimos rápido a la altura necesaria. No es un vuelo comercial. No voy siquiera en clase económica. Todo es ruido.

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