¿Qué hay detrás de la posverdad?
Hechos alternativos. Fake news. Burbujas informativas. Bullshit. Sin quererlo –o quizá sí–, Donald Trump puso en agenda un concepto que intenta resumir el estado actual de la relación entre medios y política en su país, con resonancias globales. Mientras la prensa tradicional trata de contar qué está pasando sin morir en el intento, las redes potencian su efecto perturbador sobre un mundo desorientado. POR PABLO CORSO ILUSTRACIÓN: JAVIER JOAQUÍN
El 22 de enero, dos días después de que Donald Trump asumiera la presidencia de Estados Unidos, su consejera y vocera Kellyanne Conway usó la expresión alternative facts para justificar una false‐ dad que había difundido el secretario de Prensa Sean Spicer. Ahí donde la Casa Blanca vio “la audiencia más grande en atestiguar una asunción”, los expertos en conteo citados por The New York Times llevaron el número a 160 mil per‐ sonas, contra los 1,8 millones que se ha‐ bían reunido frente a Barack Obama en 2009. Mientras Conway hablaba en “Meet the press”, de la cadena NBC, el periodista Chuck Todd parecía experi‐ mentar un infarto masivo: “¿Hechos alternativos? ¡Los hechos alternativos no son hechos! ¡Son falsedades!”. La nove‐ dad parece ser que eso ya no importa, no para los 62.979.636 votantes del pre‐ sidente más viejo y más rico de su país. Mientras Trump deja al mundo en off‐ side, un término vendedor y apocalíp‐ tico se expande como una mancha tó‐ xica: posverdad. El Diccionario de Oxford le dio el empujón definitivo a fines de 2016, al elegir como “palabra del año” a post-truth, “relativa a las circunstancias en que los hechos objetivos tienen me‐ nos influencia en la formación de la opi‐ nión pública que las apelaciones a la emoción y a las creencias personales”. (La palabra de 2013 había sido selfie, la de 2014 vape –“vaporear”, inhalar un ci‐ garrillo electrónico–, y la de 2015 emoji). Los referentes idiomáticos recordaron que el primero en usarla en un contexto periodístico fue Steve Tesich, en un ar‐ tículo de 1992 para la revista The Nation. El autor lamentaba que durante la Gue‐ rra del Golfo “como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en una especie de mundo de la posver‐ dad”. En un fast forward de 24 años, The Economist planteó que “Trump es el principal exponente de la política de la posverdad, que se basa en frases que ‘se sienten verdaderas’ pero que no tienen REPORTE PUBLICIDAD | MEDIOS
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ninguna base real”. Como que Obama nació en África, o que –así lo tuiteó Trump– el Times estaba perdiendo sus‐ criptores por su cobertura de la cam‐ paña. El diario replicó que las suscrip‐ ciones habían subido a un ritmo cuatro veces mayor que el normal, pero el pre‐ sidente tuvo 35 mil retuits y el diario 2.600. Para Luis Alberto Quevedo, el neolo‐ gismo tiene un origen filosófico: “La Mo‐ dernidad podría definirse como una época de posverdad. Cuando Nietzsche dijo ‘Dios ha muerto’, fue para plantear que las certezas habían caído, que sólo quedaban relatos del mundo: verdades sostenidas por versiones capaces de ser exitosas”. Un desafío que las ciencias so‐ ciales, donde la comprobación empírica se vuelve terreno resbaladizo, nunca po‐ drían liquidar. Cuando el filósofo y so‐ ciólogo francés Gilles Lipovetsky dio un paso más –“Dios ha muerto, pero a nadie le importa un bledo”–, todo se volvió aún más complicado. En términos culturales, explica el director de Flacso Argentina, “no estamos preocupados por la verdad, sino por la verosimilitud de los discur‐ sos”. Estallan las redes. “Con una corriente de resentimiento económico desatada, no es difícil exaltar las emociones sobre temas como la inmigración y sembrar la duda sobre los políticos establecidos”, planteó ante la BBC el filósofo Anthony Grayling, quien recordó que la crisis fi‐ nanciera de 2008 abrió heridas que si‐ guen abiertas: la brecha entre ricos y pobres, la disconformidad creciente de la clase media. Las redes sociales –y su capacidad de destrucción masiva– son el combustible ideal. “Todo el fenómeno de la posverdad es sobre: ‘mi opinión vale más que los hechos’. Es sobre cómo me siento respecto de algo. Es terrible‐ mente narcisista (…) Si no estás de acuerdo conmigo, me atacas a mí, no a mis ideas.”
“Las redes vienen a celebrar el poder de lo emocional”, coincide Quevedo. “Muere toda verdad, todas son versiones. El PRO viralizó el hashtag #VoluntarioDocenteNoAlParo desde un call center, pero la demostración de que fue así importó poco, porque ya se había logrado exa‐ cerbar al sector de la sociedad que efec‐ tivamente odia a los docentes, en una operación que los medios completaron como partícipes necesarios.” La eficacia de la posverdad está en su capacidad de incidir en la opinión pública y establecer un nexo de credibilidad: “Muchos van a seguir creyendo que Cristina no es abo‐ gada, por más que el rector de la Uni‐ versidad de La Plata haya mostrado el título por orden de un juez”. Con el diario del lunes, la potencia de las redes –aún cuando todos hablaron de ellas– fue un factor subestimado en la elección estadounidense. Las organi‐ zaciones de noticias tradicionales inda‐ garon de todas las maneras posibles so‐ bre los aspectos sexistas y racistas de Trump, además de los potenciales con‐ flictos de interés que tendría durante su gobierno. Hillary Clinton recibió el res‐ paldo de 229 diarios y 131 semanarios; su rival, el de nueve diarios y cuatro se‐ manarios, según precisó Pablo Bocz‐ kowski –doctor en Estudios de Ciencia y Tecnología– en la revista Anfibia. Pero el 4 de noviembre, cuatro días antes de la elección, “la página de Facebook de Trump acumulaba 11,9 millones de ‘me gusta’ y su cuenta de Twitter contaba con 12,9 millones de seguidores. El nú‐ mero de Clinton fue de 7,8 millones y 10,1 millones”. Al cierre de esta edición, Trump tenía 25,8 millones de seguido‐ res y Hillary 13,4. “Las nuevas comunidades virtuales re‐ producen la lógica de las comunidades de los años ’50, cuando cada pueblo te‐ nía influencias mediáticas muy cerra‐ das”, dice la investigadora de medios y doctora en Ciencias Sociales Adriana Amado. “Los algoritmos actuales, basa‐