EL QUADERN DE FIL

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calcetines zurcidos, rodilleras de pana y un único traje de vestir para bendecir la palma de Ramos o ir de paseo los domingos. Me hipnotizaba aquel movimiento acompasado que desencadenaba un mecanismo de poleas, correas y bielas que transmitían con precisión la presión adecuada a la punta de la aguja. Pero lo que he retenido con más intensidad al cabo del tiempo es el pie de mi madre, calzado con las zapatillas de andar por casa, pisando aquel pedal de hierro, siempre con hilos pegados.

IN VILLA QUE DICITUR SALTU

En Señor y perro, Thomas Mann atribuye el espíritu de concordancia con el lugar al que todas las cosas responden también a los árboles del pequeño bosque que atraviesa cada día de paseo con su cachorro. Todas las especies que allí encuentra, el aliso, el abedul, el álamo, el sauce, le parece que revelan parentescos no sólo botánicos, sino también de una afinidad tan íntima, casi amorosa, que todos se acercan al mismo tipo básico de árbol, quizás porque “la especie de las plantas es muy propensa a adaptarse al carácter del paraje que las rodea, a una cierta imitación de las formas y líneas que predominan en cada lugar”. Imbuido de esta proximidad, que invita a emular un deshojar flexible, incluso el elegante abedul cae aquí en “las deformaciones más extravagantes”, observa Mann, admirado por la capacidad creativa de su arboleda. También en Salt predominan especies húmedas acostumbradas a la adaptación y al paseo tranquilo como el fresno, el álamo blanco, el almez o el sauce, hermanadas en el tronco común de los árboles umbríos y trémulos, aunque, si rememoro los paseos por Les Deveses, se me impone ante todo la imagen de los juncos y los cañizares en las orillas agitadas de un tapiz de hierba desgarrado por los zarzales. No rebajo la calidad del paisaje, si retengo fundamentalmente la alocada vegetación de las riberas; quiero pensar, al contrario, como Henry D. Thoreau, que “la naturaleza tiene lugar tanto para la clemátide silvestre como para la col”, y que las plantas en el punto óptimo de maduración son las que resultan más útiles al payés para atar cestos y gavillas. El componente selvático y torrencial del paisaje saltense es inseparable de su condición ribereña, esta marisma donde “nos sentimos inexplicablemente en tierra conocida” y con cuyo contacto, como le pasa a Julien Gracq recorriendo su pequeño valle del Evre, “todos nuestros repliegues se estiran como se abre al agua una flor japonesa”. La proximidad de un río proclive desde tiempo inmemorial a los desbordamientos ha modelado la orografía caprichosamente embarrancada del terreno, su exuberancia arbustiva abriéndose paso entre roderas de barro, estanques y torrentes. A orillas del Ter, este río trabajador que según Rusiñol llega a Girona “sudado y sucio como un mecánico” después de regar y poner en movimiento todos los huertos y molinos que le salen al paso, prospera la vida, germinan las flores y los cereales, pastan los animales, se oxigena el paisaje. Desde la edad media, una acequia le tomaba las aguas para acercarlas a las huertas más apartadas y a los obradores de la industria incipiente: una fragua, un molino de paños. Pero seguían predominando los campos, los pajares, el ritual de la siega y los rastrojos. La silueta prototípica del lugar era la espalda curvada de un payés con las manos trabajando la tierra, mucho antes de establecer con ella un pacto de imploración, a la manera de Umberto Saba: “Un tiempo / la vida era fácil. La tierra / me daba flores y frutos en abundancia. / Ahora desbrozo un terreno seco y duro. / La laya / choca con piedras y raíces. Tengo que cavar / hondo hondo, como quien busca un tesoro.” Un bosquecillo adormecido por el viento entre las cañas y un burbujeo persistente de agua debía ser lo poco que existía en aquella “villa que dicitur Salto” mencionada en el primer documento conocido sobre el pueblo, cuando la aldea era apenas un diseminado de masías en la más absoluta oscuridad. Poco después, ya se tenía noticia de un canal, de un molino, de una fragua de cobre: un indicio de que en medio de la noche los pobladores secretamente cobraban vida. Durante siglos, sin embargo, los inquilinos de esas casas fueron en los libros de asentamientos tan sólo sombras moviéndose alrededor de un fuego. Los primeros recuentos de población se basaban de hecho en estos fulgores fantásticos de familias invisibles reunidas alrededor de un hogar mientras afuera, en la oscuridad profunda, crujían la escarcha y la adormidera. Es como si los antiguos interventores enviados para velar por el control demográfico tuvieran un respeto levemente pavoroso de adentrarse en aquellos terrenos apartados e inhóspitos y se conformasen con anotar desde la lejanía, quizás agazapados tras una mata de lavanda, un rastro vago de humo vislumbrándose entre la inquietante espesura. Hasta el censo del conde de Floridablanca, de 1787, no existe una descripción detallada sobre la presencia humana en este paraje, y sigue siendo de una escasez casi teologal: apenas doscientos cincuenta habitantes, la mayoría campesinos, braceros, jornaleros, criados o mozos establecidos al amparo de unas cuantas masías señoriales. Aquí hay una evolución previsible en términos históricos que a escala humana aporta una rabiosa novedad: la aparición, dentro de aquella difusa comunidad, de una organización basada en la propiedad que separará a partir de ahora a los que tienen nombre de aquellos que no lo tienen. Tras poco más de sesenta años, ya se consigna la existencia en la zona de setenta casas (la precisión demuestra la exigüidad del lugar), una iglesia y una fábrica de hilados de algodón “recientemente establecida”. Fijémonos en el ritmo gallináceo de la historia, que sólo parece tener prisa en los libros: de la escasa media docena de hogares localizados en

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